FIN DE SIGLO



Altas Cumbres. Traslasierra. Foto. Diana Durán



FIN DE SIGLO

El fin de año siempre fue tiempo de grandes festejos. Recordé el espíritu con que preparaba el menú de las fiestas, la mesa engalanada, los regalos para cada uno, las tarjetas navideñas, el árbol y las luces. Mi casa había sido en los últimos años el centro de atracción de la pequeña familia y de muchos amigos. Flashes nostálgicos de tiempos dichosos colmaron mi memoria. Rememoré las reuniones previas con compañeros con quienes había compartido momentos únicos en cenas y despedidas. Evoqué algunas ocasiones pintorescas como mi hermano ocultándose bajo el piano de cola cuando los mayores explotaban pólvora en las vías del tranvía de la calle Goyena. Repasé tradiciones tan entrañables como la de levantar la gran copa de cristal tallado de la abuela que pasaba de mano en mano junto al deseo de cada uno. En contraste, había pasado fines de años en los que la fiesta resultó triste, por ejemplo, frente a la posible guerra con Chile en diciembre de 1978, o la explosión del arsenal de Río Tercero en noviembre de 1995, y otras tragedias de una Argentina violenta. 

El inicio del siglo XXI se iba a celebrar en el mundo de manera grandiosa. Se proyectaría, por ejemplo, el “Día del Milenio” como una superproducción mundial televisiva que llegaría a más de mil doscientos millones de personas. También se temía que el arribo del nuevo siglo causara un colapso en las computadoras. Nosotros, en cambio, queríamos hacer exactamente lo contrario. Pensábamos en alejarnos de todo exceso. Demasiado habíamos agasajado durante años. Los hijos ya estaban grandes. Podían pasar su fin de año sin nuestra presencia. Era el momento. 

A fines de 1999 decidimos transcurrir el Año Nuevo en una cabaña a veinte kilómetros de Mina Clavero, en las Sierras de Córdoba. Un lugar agreste en una hondonada del faldeo serrano al que se accedía por un camino pedregoso a transitar muy lentamente por las pendientes. Casi una huella. La idea era alejarnos lo más posible de lo tradicional, cambiar el rumbo de lo hecho hasta ahora. Recorrer la orilla de algún arroyuelo serrano, encontrar manantiales espejados en los cerros y, sobre todo, avistar. Siempre fue lo que más disfrutábamos juntos. Habíamos decidido empezar el nuevo siglo apartados del turismo vano. Queríamos pasarlo tranquilos tras veinte años de matrimonio. Elegimos una pequeña cabaña para disfrutar del entorno más que de un festejo suntuoso. 

El treinta de diciembre salimos de mañana a avistar y fotografiar. Admiramos al crestudo canela en su nido enramado, a la pareja de chincheros con sus adornados copetes, a la loica roja y gritona en los alambrados, a las calandrias inquietas revoloteando, a las bandadas de jilgueros cantando como tenores en los pastizales serranos, a las parejas de bravías tijeretas y a los sencillos y laboriosos horneros. Por primera vez logramos fotografiar un carpintero negro casi oculto entre las ramas de un molle. Un hallazgo. Pájaros en orquestal coro nos acompañaron en la caminata por los senderos silvestres cercanos a la cabaña.

Durante la mañana del último día del siglo veinte recorrimos el camino de las Altas Cumbres, singular por sus sinuosos abismos que bordean las retorcidas rocas de plegamiento arcaico. Divisamos saltos en caída que daban origen a los ríos serranos, acantilados rectos despeñándose al vacío en el que pudimos avistar por primera vez a un cóndor en majestuoso vuelo. De vuelta a la cabaña descansamos asoleados pero felices. Cuando nos despertamos, cercano el atardecer, decidimos ir a buscar algunas provisiones con el auto en un almacén de campo. Compramos queso y salame, pan casero, unos tomates, unas frutas y una bebida para brindar. El puestero parecía tan despreocupado como nosotros por el fin de siglo. Esto es todo lo que necesitamos, le dijimos al saludarlo. Otro mundo. 

Al regresar se pinchó una goma del auto en un camino plagado de guijarros. Cambiarla en la oscuridad sería un esfuerzo que no teníamos intención de emprender. No nos amilanamos. Armamos una fogata con gajos y ramas que buscamos en el entorno, controlada por un círculo de rocas como si fuera una pirca indígena. Nos deleitamos haciéndolo porque hubo que rastrearlas. Tanteábamos el suelo en la oscuridad entre risas y abrazos para no trastabillar. Extendimos una vieja lona y nos sentamos. Así preparamos nuestro inusual banquete iluminados por luciérnagas que se confundían con las estrellas de la Vía Láctea. Brillaba la oscuridad. 

Ese fin de siglo no arrojamos lentejas para atraer dinero, no escondimos monedas debajo del árbol navideño, no comimos doce uvas y tampoco nos vestimos de blanco. La copa de cristal de la abuela subsistió en el recuerdo. Los ritos quedaron incumplidos. Sin embargo, fuimos muy felices. Pasamos el año nuevo amándonos más que nunca en el medio de la nada, cerca del crepitar del fuego cuyas chispas se elevaban hacia el firmamento.

© Diana Durán. 17 de diciembre de 2021.

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