LA ABUELA FRANCISCA

 


Los cuentos de la abuela. 1899. Brull


LA ABUELA FRANCISCA


    Hoy hace más viento y frío que nunca en Mar del Sur. María y Fernando juegan a la mancha en el patio trasero porque no se puede salir a la calle. Viven frente a la playa en una casa que el Banco Nación le alquila al tío, su papá, empleado de la sucursal. Ese día gélido se templa con la alegría de los niños al recibir la caja de zapatos que les manda la abuela Francisca desde Buenos Aires. Las masitas con forma de eses y trencitas son deliciosas y una carta escrita con prolija letra inglesa en la que les pregunta por el colegio y les cuenta cómo está la familia es todo el contenido. Para los nietos, un tesoro.

    Así es la abuela, tan sencilla como afectuosa. Ella vive para hacer felices a los demás. No le importa la jubilación ajustada del abuelo, la casa alquilada o cualquier otra escasez. No se compara jamás con sus hermanos ricos que la adoran, pero son bastante tacaños, y recuerda encantada la casa estilo colonial de Corrientes con aljibe y galerías donde vivió de niña. Ella está siempre presente en las pequeñas cosas. En ese arroz a punto perfecto, en los ravioles amasados los domingos para toda la familia, en la torta con un solo huevo que es tan rica como las de doce de Doña Petrona, en los escones calientes con manteca y dulce. Si mi hermano y yo nos quedamos a dormir en su casa, nos pone cinco minutos antes la bolsa de agua caliente en el catre y no falta un cuento de príncipes y princesas, en los que por alguna razón argumental nos sentimos protagonistas. Canta suave mientras toca el piano. Sus juegos son únicos y sencillos. El de las visitas es mi preferido. Mi hermano vestido con el tapado negro del abuelo representa a un cura quien es la principal visita y yo con un sombrero ostentoso de joven casamentera tengo también un gran papel. La abuela hace de anfitriona y comienza la función. El juego consiste en largas conversaciones con las que ensayamos una vida adulta. ¿Cómo le va padre Juan?, le presento a la señorita Analía. Buenas tardes, cómo está usted, señorita. Y luego de un rato de intercambio informal el consabido, en otra oportunidad quiero presentarle a mi sobrino Justino, dueño de la estancia “Los Esteros”. Y ahí rompemos en risas porque la abuela siempre quiere casarme con alguien de alcurnia y fortuna. Otro juego, nos da una canasta y muchos frascos de remedios vacíos de distintos tamaños y colores que salimos a vender por la casa a enfermos imaginarios cual farmacéuticos ambulantes. Una genialidad. También tiene una muñequita pequeña y morena ubicada en un estante alto que no alcanzamos y cuando nos portamos mal nos dice que la próxima vez que vayamos a su casa va a invitar a dormir a “la negrita” en nuestro reemplazo y esa posibilidad nos hace volver al cauce de buenos niños. Recorta figuras de los paquetes usados de alimentos, harina, arroz o fideos y los pega en papeles de diario para iniciar cuentos maravillosos de seres que abundan en nuestro mundo de fantasía. Allí están la negrita Blancaflor, la fina Lechera, la señorita de Odol y tantos otros.

    La abuela Francisca no necesita salir de compras porque sí, ni ir a cenar o al cine. Solo quiere recibir a la familia en su casa. Siempre me pregunto cómo puede cocinar en esa cocina pequeña y oscura que da al patio y hacerlo en un horno viejo y destartalado. Los domingos de pastas la veo transpirar al compás de las ollas hirvientes. Sin embargo, su comida es la más rica del mundo. Creo que le pone gotitas mágicas. Las más deliciosas milanesas separadas por papel madera para sacar la grasa; la tarta de masa casera con queso de rallar a falta de cuartirolo o algún otro. Es feliz en las fiestas de fin de año. Recuerdo sus regalos simples y oportunos, repasadores, agarraderas cosidas por ella misma o un paragüitas para mi prima. Cuando la situación económica de los jubilados empeora en el país la abuela sigue por el mismo camino, cocinando ahora para su familia nuclear las mismas comidas de siempre y haciendo unas muñequitas de trapo para encauzar sus habilidades manuales. Nunca la escuché quejarse, pelear o gritar a nadie. La única vez que la vi llorar, triste muy triste, acostada en la cama, fue cuando el tío se accidentó con su esposa y mis primos, viniendo de Mar del Sur a Buenos Aires a pasar las fiestas.

    Ya viuda la abuela vivió con mis padres y por unos años se mantuvo entera. Sin embargo, se fue apagando, naturalmente, sin su compañero de cincuenta años y ya no cantó más ni jugó con sus bisnietos. Pero quería siempre ayudar a lavar los platos, porque sus fuerzas se lo permitían y así se sentía útil.

La playa está fría, el viento del sudeste arrecia, el tiempo es indomable, pero no es Mar del Sur, aunque también vivo al borde del mar y me imagino que algún día me llegará por correo una caja de zapatos llena de masitas con forma de eses y trencitas y con una carta de la abuela Francisca.


 © Diana Durán. 28 de diciembre de 2021

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