LA ABUELA
FRANCISCA
Hoy
hace más viento y frío que nunca en Mar del Sur. María y Fernando juegan a la
mancha en el patio trasero porque no se puede salir a la calle. Viven frente a
la playa en una casa que el Banco Nación le alquila al tío, su papá, empleado
de la sucursal. Ese día gélido se templa con la alegría de los niños al recibir
la caja de zapatos que les manda la abuela Francisca desde Buenos Aires. Las
masitas con forma de eses y trencitas son deliciosas y una carta escrita con prolija
letra inglesa en la que les pregunta por el colegio y les cuenta cómo está la
familia es todo el contenido. Para los nietos, un tesoro.
Así
es la abuela, tan sencilla como afectuosa. Ella vive para hacer felices a los
demás. No le importa la jubilación ajustada del abuelo, la casa alquilada o
cualquier otra escasez. No se compara jamás con sus hermanos ricos que la
adoran, pero son bastante tacaños, y recuerda encantada la casa estilo colonial
de Corrientes con aljibe y galerías donde vivió de niña. Ella está siempre presente
en las pequeñas cosas. En ese arroz a punto perfecto, en los ravioles amasados los
domingos para toda la familia, en la torta con un solo huevo que es tan rica
como las de doce de Doña Petrona, en los escones calientes con manteca y dulce.
Si mi hermano y yo nos quedamos a dormir en su casa, nos pone cinco minutos
antes la bolsa de agua caliente en el catre y no falta un cuento de príncipes y
princesas, en los que por alguna razón argumental nos sentimos protagonistas. Canta
suave mientras toca el piano. Sus juegos son únicos y sencillos. El de las
visitas es mi preferido. Mi hermano vestido con el tapado negro del abuelo
representa a un cura quien es la principal visita y yo con un sombrero
ostentoso de joven casamentera tengo también un gran papel. La abuela hace de
anfitriona y comienza la función. El juego consiste en largas conversaciones
con las que ensayamos una vida adulta. ¿Cómo le va padre Juan?, le presento
a la señorita Analía. Buenas tardes, cómo está usted, señorita. Y luego de
un rato de intercambio informal el consabido, en otra oportunidad quiero
presentarle a mi sobrino Justino, dueño de la estancia “Los Esteros”. Y ahí
rompemos en risas porque la abuela siempre quiere casarme con alguien de
alcurnia y fortuna. Otro juego, nos da una canasta y muchos frascos de remedios
vacíos de distintos tamaños y colores que salimos a vender por la casa a
enfermos imaginarios cual farmacéuticos ambulantes. Una genialidad. También
tiene una muñequita pequeña y morena ubicada en un estante alto que no
alcanzamos y cuando nos portamos mal nos dice que la próxima vez que vayamos a
su casa va a invitar a dormir a “la negrita” en nuestro reemplazo y esa
posibilidad nos hace volver al cauce de buenos niños. Recorta figuras de los paquetes
usados de alimentos, harina, arroz o fideos y los pega en papeles de diario para
iniciar cuentos maravillosos de seres que abundan en nuestro mundo de fantasía.
Allí están la negrita Blancaflor, la fina Lechera, la señorita de Odol y tantos
otros.
La
abuela Francisca no necesita salir de compras porque sí, ni ir a cenar o al
cine. Solo quiere recibir a la familia en su casa. Siempre me pregunto cómo puede
cocinar en esa cocina pequeña y oscura que da al patio y hacerlo en un horno
viejo y destartalado. Los domingos de pastas la veo transpirar al compás de las
ollas hirvientes. Sin embargo, su comida es la más rica del mundo. Creo que le
pone gotitas mágicas. Las más deliciosas milanesas separadas por papel madera
para sacar la grasa; la tarta de masa casera con queso de rallar a falta de
cuartirolo o algún otro. Es feliz en las fiestas de fin de año. Recuerdo sus
regalos simples y oportunos, repasadores, agarraderas cosidas por ella misma o
un paragüitas para mi prima. Cuando la situación económica de los jubilados
empeora en el país la abuela sigue por el mismo camino, cocinando ahora para su
familia nuclear las mismas comidas de siempre y haciendo unas muñequitas de
trapo para encauzar sus habilidades manuales. Nunca la escuché quejarse, pelear
o gritar a nadie. La única vez que la vi llorar, triste muy triste, acostada en
la cama, fue cuando el tío se accidentó con su esposa y mis primos, viniendo de
Mar del Sur a Buenos Aires a pasar las fiestas.
Ya
viuda la abuela vivió con mis padres y por unos años se mantuvo entera. Sin
embargo, se fue apagando, naturalmente, sin su compañero de cincuenta años y ya
no cantó más ni jugó con sus bisnietos. Pero quería siempre ayudar a lavar los
platos, porque sus fuerzas se lo permitían y así se sentía útil.
La playa está fría, el viento del sudeste
arrecia, el tiempo es indomable, pero no es Mar del Sur, aunque también vivo al
borde del mar y me imagino que algún día me llegará por correo una caja de
zapatos llena de masitas con forma de eses y trencitas y con una carta de la
abuela Francisca.
© Diana Durán. 28 de diciembre de 2021
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