Representación del Sulpay
Aventuras fraternales en tierras de Tucumán
Ramón estaba cansado de
acompañar a sus mayores a juntar cañas. Su cuerpecito era muy endeble para
tareas pesadas. Cuando el niño flaqueaba su padre le contaba el cuento de
“Sulpay”[1], el perro monstruoso
devorador de hombres que aparecía cuando los trabajadores no querían ir al
cañaveral. Mercedes tenía que ayudar a su madre a carpir la huerta, coser la
ropa, tejer en el telar, además de hacer tareas hogareñas como cocinar y lavar
platos para tantos hermanos. La madre era cariñosa, pero de sus quehaceres no
la liberaba.
No había tregua para los
mellizos de solo diez años. Tampoco iban a la escuela por lo que poco o nada
sabían del mundo. Solo las tradiciones y cuentos de sus padres y sus ocho
hermanos. A veces escuchaban una radio a pila que duraba lo que un lirio. Sin electricidad,
no había televisión.
Ramón y Mercedes habían
nacido en el seno de una familia rural tucumana. Ellos eran los más chicos, y
también los más unidos. Unidos por el miedo. Vivían en un predio de no más de
cinco hectáreas heredadas del abuelo en las cercanías de un ingenio, a
cincuenta kilómetros de San Miguel de Tucumán. Corrían los años sesenta en esas
tierras cañeras de pequeños agricultores que entregaban su producción a la
fábrica azucarera de Santa Lucía.
El padre y los hijos
varones, como obreros de surco, cosechaban la caña de azúcar a fuerza de
machete. Luego la quemaban para sacar las hojas. Trabajo duro si los hay. Una
vez terminada la zafra invernal, el producto se apilaba a lo largo de la
plantación y se recogía a mano para transportar al ingenio en carros tirados
por mulas. Las caras de los hombres estaban ajadas por el sol, las manos
lastimadas por la caña, los cuerpos encorvados. A pesar de que las mujeres
labraban la quinta de hortalizas y tenían unas gallinas, muchas veces la
familia pasaba hambre. Eran muchos, demasiados. El padre ahogaba sus penas en el
alcohol y la madre se ponía triste y quejosa al verlo machado. Los
dueños del ingenio siempre les debían plata, por eso no podían levantar cabeza.
Los años 1967 y 1968 fueron
muy duros pues habían cerrado muchos ingenios de la provincia a golpe de
decreto. Transcurría la dictadura de Onganía. La familia hablaba de ollas
populares y de reclamos obreros en San Miguel de Tucumán. También pensaban en
irse a la ciudad, pero tenían miedo a que les sacaran su tierra.
Los chicos no entendían
de qué se trataba. Vivían en otro mundo. Saboreaban el dulce jugo de la
caña o se la arreglaban para distraerse con lo que tenían a su alrededor. En
los pocos momentos libres contemplaban las montañas en el horizonte y contaban
historias. El magnífico Aconquija, entre nubes plateadas, verdes selváticos y
su pico helado, era la fuente de sus relatos. Aseguraban que algún día iban a
atravesar la mole para conocer lo que había más allá. Habían escuchado
mencionar a Tafí del Valle y los Calchaquíes como misteriosos lugares
trasmontanos.
Una mañana muy temprano de
verano, cansados de la tristeza reinante, los retos y el trabajo forzado, Mercedes
y Ramón pusieron en práctica la aventura planeada de irse de la casa. Se hicieron de
dos mantas tejidas por la niña, juntaron algunos alimentos y una botella de
agua y cruzaron los límites de la finca. Caminaron a orillas de la ruta en
sentido contrario al ingenio de Santa Lucía, atraídos por esas montañas que
desde siempre habían visto a lo lejos. Luego de recorrer dos o tres kilómetros
cruzaron un arroyo. Se preguntaron cómo podía tener tantas piedras gigantes si
apenas una escasa corriente escurría por el curso. El ánimo de aventura era
mayor que el miedo a lo desconocido. Estaban seguros de que “Sulpay” era puro
cuento. No los iba a cruzar. A medida que ascendían por el faldeo, la selva se
hacía más densa y colorida. Estaban extasiados con los árboles gigantescos de
flores blancas y rosadas y las sogas que se ataban a ellos. Era un mundo
fantástico donde el canto de los pájaros y el frescor del bosque los hacía
felices. Cuando tenían hambre se acomodaban a la vera del camino y ocultos tras
algún árbol descansaban saboreando caramelos de caña y un poco de pan.
Por curiosidad se internaron
en la selva y se perdieron. Llegó el crepúsculo y con él el miedo. Escucharon
ladridos. ¿Sería el vengativo Sulpay? Sabían que ese perro era un espíritu
demoníaco. Pasaron la noche aterrados bajo las mantas. Al amanecer se acabó la aventura, pero llegó el
salvataje. Unos jóvenes mochileros que parecían residir en la selva los
encontraron ateridos y muertos de hambre. Cuando los chicos les relataron sus terrores
los muchachos los tranquilizaron diciéndoles que en esas tierras no habían
demonios y que seguramente habían escuchado al aguará guazú que suele salir de
noche. Los llevaron a un campamento donde había muchos jóvenes con uniformes de
soldados. Allí les dieron unos frutos silvestres para paliar el hambre. Luego los
acercaron a su finca donde los recibieron con algunos abrazos y mucho enojo.
Al poco tiempo la familia
emigró a San Miguel de Tucumán y perdió sus pocas hectáreas, entre las tantas
expropiadas a los habitantes rurales de las comarcas azucareras. Eran tiempos
tenebrosos. La guerrilla rural se había instalado en la selva y la dictadura en
el país. La leyenda demoníaca se había hecho realidad.
© Diana Durán, 3
de junio de 2024
[1]
El Familiar, también
conocido como Sulpay, El Tío o Perro Familiar es un tipo de
devorador de hombres, cuya leyenda es muy difundida en los ingenios
azucareros del noroeste
argentino.
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