EL PUEBLO QUE SE VOLABA

 


El deshielo en Vétheuil. Claude Monet.

El pueblo que se volaba


Yan Lu, Secretario General de las Naciones Unidas, estableció en una Asamblea de doscientos países la emergencia mundial por el cambio climático. La historia de la humanidad había cambiado de manera dramática. Lo que antes era la preocupación de unos pocos científicos y ambientalistas se había convertido en una verdad categórica cuyas consecuencias debían enfrentarse a escala planetaria. Los gobiernos se dedicaban a paliar los tremendos efectos y a asistir a los pueblos para defenderlos de los fenómenos extremos que estaban sucediendo.

Las zonas más pobladas de Europa, Asia y América del Norte estaban inundadas o sometidas a otras catástrofes climáticas. En algunas regiones los habitantes desesperados se agolpaban para emigrar. Los países no podían enfrentar los tremendos gastos frente a la crisis económica provocada por las consecuencias imprevistas de aluviones, sequías severas, incendios devastadores, tifones y huracanes de categorías extremas, además de la proliferación de nuevas enfermedades infecciosas por causa de vectores desconocidos.

El nivel del mar había subido tanto que la mayoría tuvo que partir hacia el hemisferio sur donde la Cruz Roja y otros organismos internacionales habían construido pueblos para alojar a la enorme cantidad de migrantes. Los nuevos poblados no tenían nombre, se los designaba con números hasta que definieran sus consejos locales.

“Pueblo 153” se había fundado tres meses atrás en la Argentina. Allí llegó, junto a muchas otras, la familia Wright constituida por el padre, Harry; la madre, Alison; y dos hijos adolescentes, Thomas y Bridget. Provenían de Escocia, país que se había inundado casi en su totalidad. Solo había quedado como una isla el monte más alto, Ben Mevis. Los Wright viajaron a la Argentina porque tenían dinero para mantenerse lejos de las áreas más afectadas de Europa. En el país fue necesario localizarlos en un lugar designado por el gobierno que era una zona protegida de amenazas en un valle entre serranías. Debido a la rapidez con que se construyeron las casas, no hubo tiempo de orientarlas de manera racional para menguar tempestades y borrascas. Los pronósticos meteorológicos eran inciertos por lo que nadie tenía la posibilidad de conocer lo que iba a suceder al día siguiente,

Los Wright se sentían a salvo a pesar de la precariedad de su situación. En “Pueblo 153” ingleses, sicilianos, cretenses, irlandeses, chipriotas, cubanos y haitianos formaban una mezcla variopinta de gente procedente de islas sumergidas al norte del Ecuador. A todas las familias se les entregó una vivienda prefabricada. La adaptación climática fue caótica ya que durante el invierno la gente enfrentó vientos helados del sur, la nieve arreciaba y cuando las ráfagas mermaban las casas quedaban convertidas en lodazales.

Harry estaba exhausto de tanto palear, Alison, de limpiar. Había racionamiento porque la comida no alcanzaba para todos los arribados. Las viviendas tenían pocas ventanas, pero no había caso, igual el frío se colaba por las rendijas y había que consumir leña permanentemente. De ello se encargaban Thomas y Bridges. Acostumbrados al buen vivir en tierras escocesas, su existencia actual era agotadora. Sin embargo, sabían que Europa estaba sumida en la desolación.

Superaron la primavera ventosa como pudieron y llegó el verano. Los vientos giraron hacia el norte, procedentes de la selva tropical amazónica. Entonces las lluvias fueron copiosas y el aire caliente se filtraba en las casas por todas las rendijas. Nada que se pareciera a Escocia. Las prefabricadas no estaban preparadas para trescientos milímetros en un día. Eran aguaceros torrenciales que se desplomaban de nubes negras gigantescas que nunca se habían visto. Alison y Bridget lloraban desesperadas de miedo cuando las puertas y ventanas golpeaban los postigos. Por más que Harry y Thomas se habían ocupado de cruzarlas con maderas, en varias ocasiones se les inundaba la casa, como a la mayoría de los habitantes de “Pueblo 153”. El valle no era una zona de ciclones ni de tifones, pero, sin embargo, las ráfagas lo parecían manteniendo a las familias en un estado de alarma permanente. El otoño seco trajo nubes de polvo y arena de un medanal cercano que se colaron por todas partes.

Habían pasado las cuatro estaciones. La familia apenas conocía a sus vecinos ocupados en mantener sus casas y recibir las raciones que entregaban los cuerpos de paz y las organizaciones ambientales. Los diferentes idiomas no ayudaban. “Pueblo 153” era una verdadera Torre de Babel de gente desconocida que poco se comunicaba por miedo a las patrullas que vigilaban las calles.

 Los Wright vivían al lado de los Pierre, pero se habían comunicado poco con ellos, aunque se los percibía muy animados a través de las ventanas. Algo insólito ante las circunstancias que se vivían.

Thomas y Bridges habían aprendido francés en la escuela escocesa por lo que podían hablar con Jean y Samuel, jóvenes de Haití que formaban parte de la familia vecina. Ellos estaban acostumbrados a la pobreza y a las catástrofes así que se mantenían más alentados a pesar de las circunstancias. Cantaban y danzaban según sus rituales religiosos en forma carnavalesca y así animaban a los jóvenes escoceses. A Harry y Alison no les gustaba mucho esa relación, pero sabían que era el único divertimento de sus hijos. Además, habían aprendido a respetar a los Pierre porque sabían y compartían habilidades como cortar leña, cazar en los alrededores y recolectar frutos comestibles.

Cuando llegó el siguiente invierno las tempestades arreciaron también en el hemisferio sur. Todo volaba, las casas se desplomaban. “Pueblo 153” desapareció tras una tormenta semejante a un huracán con vientos a más de trescientos kilómetros por hora. En la central de contingencias no se sabía si había sobrevivientes.   

Los Wright y los Pierre pudieron escapar a tiempo. Armaron hatillos con pocas pertenencias, caminaron al oeste y treparon los cerros hacia mayores alturas. Se salvaron milagrosamente gracias a los haitianos quienes días antes habían advertido a sus vecinos que se venía una nueva catástrofe. Su intuición iba más allá de pronósticos racionales. Ellos observaron los cielos e invocaron a sus dioses vudúes. Los jóvenes Wright habían convencido a sus padres de huir a “Pueblo 140” en la ladera del otro lado de las sierras. Llegaron allí, pero no encontraron lo que buscaban. No existía tal lugar, solo unos arcos de entrada que cuando los atravesaban descendían de manera abrupta por la cuesta hacia el valle anterior. Así siguieron intentándolo indefinidamente. 

 

© Diana Durán, 14 de agosto de 2023

ROSALÍA Y SUS OCHO PERROS

 


San Mauricio. Provincia de Buenos Aires. Fotografía: La Nación

Rosalía y sus ocho perros

 

No hace mucho tiempo en San Mauricio había gente. La plaza se animaba con el bullicio de los niños cuando volvían de la escuela rural. Si hasta tenían farmacia, destacamento policial y una pequeña confitería, además de la salita de primeros auxilios, la escuela y la capilla. El tren traía las noticias y a las familias de visita, al pueblo y los campos aledaños. Eran en ese tiempo mil ochocientos habitantes integrados a la tierra que los rodeaba.

El entorno era curioso porque a pesar de estar en la pampa arenosa, que así se llama por los médanos alargados, resabios de viejos tiempos secos, el pueblo se situó entre lagunas paralelas sin nombre. Médanos y lagunas, lagunas y médanos. A veintisiete kilómetros se localizaba América, un poblado más importante y solo a quince González Moreno justo en el límite entre Buenos Aires y La Pampa.

San Mauricio fue fundado por los hermanos Duva, unos italianos que llegaron vagando por la llanura y plantaron un buen roble que aún permanece en su vieja casona. Algunos pobladores rurales de las cercanías se proveían en el almacén de ramos generales, pero la mayoría lo hacía en América, el lugar que logró ser cabecera del partido de Rivadavia, lo que les permitió tener un camino pavimentado de acceso. En cambio, a San Mauricio solo se llegaba por tierra desde la ruta setenta y tres, siempre poceada y peligrosa.

Rosalía formaba parte de una familia típica de costumbres rurales constituida por el padre, la madre y dos hermanos varones. A los veinte se casó con un paisano. El pobre murió en un accidente de ruta cuando lo chocó una camioneta. Iba al trote en su caballo manso, tanto como bonachón había sido. Entonces se quedó sola con sus padres y hermanos y se acostumbró a una vida poco sociable. A pesar de eso fue maestra rural.

Un aciago día se cerró la estación ferroviaria. El presidente riojano de ese entonces dictaminó “ramal que para, ramal que cierra”. Entonces los vecinos comenzaron a irse. Primero fueron las familias del ferrocarril y enseguida las que de él dependían. Con ese cierre comenzó la partida, el abandono, pero todavía quedaban habitantes en San Mauricio, aunque cada día partía alguna familia, en general detrás de sus hijos. Rosalía permanecía con sus padres y se había acostumbrado a la viudez. Eso sí, a sus dos perros los cuidaba como si fueran hijos.

En 2001, la escuela se quedó sin alumnos y ella sin trabajo. Varios negocios más se cerraron y todos se iban yendo. Entonces aceptó ser enfermera, curso acelerado de por medio, en la sala de primeros auxilios del pueblo.

En la primavera se produjo la lluvia más torrencial del siglo. Tras el diluvio, vino la inundación. No cualquier inundación, fue un manto que lo cubrió todo. El pueblo debió ser totalmente evacuado. Sus padres y hermanos también marcharon lejos, muy lejos porque América también estaba inundada. No se querían ir, la mayoría deseaba cuidar sus casas. A Rosalía la llevaron a la fuerza junto a sus perros. En los pueblos grandes pusieron defensas, pero en San Mauricio por ser tan pequeño no había cómo ayudarlos. Tanta fue la devastación que los vecinos no volvieron.

Hasta sus padres dejaron San Mauricio para vivir en América junto a sus hermanos. Cuando se retiró la inundación quedó la mugre y el barro. Pero Rosalía volvió, limpió el hotelito del lugar y allí vivió. Arreció el viento y poco a poco los pastizales crecieron en las calles. El polvo lo cubrió todo y los cardos rusos empezaron a meterse en las casas abandonadas.

Las viviendas de bellas fachadas estaban cubiertas de moho en la mayor parte de sus paredes y los techos derrumbados. El aspecto era tan fantasmagórico que a cualquiera le hubiera dado miedo recorrerlas, pero Rosalía no tenía miedo, sino una profunda tristeza. Sus padres se murieron al poco tiempo, uno tras otro, desterrados. Los hermanos se mudaron a Trenque Lauquen. La mujer no quería por nada del mundo dejar a sus perros que ya eran ocho.

Cuando un peón fue a verla a la salita, ella le comentó. Mi historia es la de una mujer que se quedó sola en el medio de la nada, con mis ocho perros, esperando que alguno de ustedes tenga una dolencia y llegue a mi sala de primeros auxilios. Aquí estaré con mate y pan casero para ayudarlos, porque del pueblo yo no me voy.

Hoy salí a caminar para estirar las piernas cuando vi dos caballos blancos desconocidos que pastaban en la plaza desierta. Me senté en un banco de cemento descascarado entre los juegos rotos que aún quedaban y me sentí muy satisfecha. ¡San Mauricio es mi tierra!

El tiempo, las lluvias y los depredadores hicieron de San Mauricio una especie de museo al aire libre que se deterioraba día a día. Los edificios ruinosos eran los únicos testigos de que alguna vez hubiera estado habitado. A veces cruzaban el lugar algunos motoqueros o turistas de paso para sacar fotos de las ruinas entre las ovejas y cabras que andaban por la estación.

Los hermosos aljibes de las casas que quedaron en pie se herrumbraron y fueron cubiertos de enredaderas. Un árbol había crecido en lo que fuera la cocina de pisos relucientes de la confitería que delataba el tiempo del abandono. Hasta la campana de la capilla fue a parar al museo de América y el nombre de las tres calles principales ya no se leía. Las ocho manzanas del pueblo apenas resistían al embate del tiempo y de las cuarenta casas solo quedaba en pie el pequeño lugar donde vivía Rosalía. Parecía un pueblo fantasma, pero para ella no lo era. Allí subsistía, allí desafiaba la soledad.

Se avecinaban tiempos de inundación. Así decían en América y en todos los pueblos de la comarca. Había más previsión en esa época frente a las catástrofes. Alguien se acordó de Rosalía, la única habitante de San Mauricio. La que vivía con sus ocho perros. La gente la nombraba como “la loca de los perros” y se narraban historias de su vagar por el pueblo y sus treinta y nueve casas derruidas.

Días antes de la tormenta había pasado una patrulla rural que le avisó a Rosalía el pronóstico de tremendas tempestades. La mujer los ignoró y cuando insistieron los ahuyentó a los gritos e insultos sumados al ladrido de sus guardianes. A ella no la iban a sacar del pueblo.

Un sábado comenzó el aguacero. La tierra ya no absorbía el agua que precipitaba. La patrulla volvió a rescatarla. Ella no quiso saber nada, les dijo de aquí no me muevo. Ya pasé muchas y este es mi lugar. Luego salió corriendo con sus perros detrás. Los hombres quedaron asombrados de su actitud agresiva y turbada.

Fue un verdadero tornado, no una inundación. Cuando los policías volvieron a San Mauricio no encontraron a nadie. Rosalía se había esfumado. Sus hermanos la buscaron infructuosamente.

Se dice que en las noches de luna llena se escucha una voz quejumbrosa que aúlla de aquí no me sacan ni muerta junto a ladridos ensordecedores. Nunca más se la volvió a ver.

 

© Diana Durán, 7 de agosto de 2023

 

 

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