San Mauricio. Provincia de Buenos Aires. Fotografía: La Nación
Rosalía y sus ocho perros
No hace mucho tiempo en San
Mauricio había gente. La plaza se animaba con el bullicio de los niños cuando
volvían de la escuela rural. Si hasta tenían farmacia, destacamento policial y
una pequeña confitería, además de la salita de primeros auxilios, la escuela y la capilla. El tren traía las noticias
y a las familias de visita, al pueblo y los campos aledaños. Eran en ese tiempo
mil ochocientos habitantes integrados a la tierra que los rodeaba.
El entorno era curioso porque a
pesar de estar en la pampa arenosa, que así se llama por los médanos alargados, resabios de viejos tiempos secos, el pueblo se situó entre
lagunas paralelas sin nombre. Médanos y lagunas, lagunas y médanos. A
veintisiete kilómetros se localizaba América, un poblado más importante y solo
a quince González Moreno justo en el límite entre Buenos Aires y La Pampa.
San Mauricio fue fundado por
los hermanos Duva, unos italianos que llegaron vagando por la llanura y
plantaron un buen roble que aún permanece en su vieja casona. Algunos pobladores
rurales de las cercanías se proveían en el almacén de ramos generales, pero la
mayoría lo hacía en América, el lugar que logró ser cabecera del partido de
Rivadavia, lo que les permitió tener un camino pavimentado de acceso. En
cambio, a San Mauricio solo se llegaba por tierra desde la ruta setenta y tres,
siempre poceada y peligrosa.
Rosalía formaba parte de una
familia típica de costumbres rurales constituida por el padre, la madre y dos
hermanos varones. A los veinte se casó con un paisano. El pobre murió en un accidente de ruta cuando
lo chocó una camioneta. Iba al trote en su caballo manso, tanto como bonachón había
sido. Entonces se quedó sola con sus padres y hermanos y se acostumbró a una
vida poco sociable. A pesar de eso fue maestra rural.
Un aciago día se cerró la
estación ferroviaria. El presidente riojano de ese entonces dictaminó “ramal
que para, ramal que cierra”. Entonces los vecinos comenzaron a irse. Primero
fueron las familias del ferrocarril y enseguida las que de él dependían. Con
ese cierre comenzó la partida, el abandono, pero todavía quedaban habitantes en
San Mauricio, aunque cada día partía alguna familia, en general detrás de sus
hijos. Rosalía permanecía con sus padres y se había acostumbrado a la viudez.
Eso sí, a sus dos perros los cuidaba como si fueran hijos.
En 2001, la escuela se quedó sin alumnos y ella sin trabajo. Varios negocios más se cerraron y todos
se iban yendo. Entonces aceptó ser enfermera, curso acelerado de por medio, en
la sala de primeros auxilios del pueblo.
En la primavera se produjo la
lluvia más torrencial del siglo. Tras el diluvio, vino la inundación. No
cualquier inundación, fue un manto que lo cubrió todo. El pueblo debió ser totalmente
evacuado. Sus padres y hermanos también marcharon lejos, muy lejos porque
América también estaba inundada. No se querían ir, la mayoría deseaba cuidar
sus casas. A Rosalía la llevaron a la fuerza junto a sus perros. En los pueblos
grandes pusieron defensas, pero en San Mauricio por ser tan pequeño no había
cómo ayudarlos. Tanta fue la devastación que los vecinos no volvieron.
Hasta sus padres dejaron San
Mauricio para vivir en América junto a sus hermanos. Cuando se retiró la
inundación quedó la mugre y el barro. Pero Rosalía volvió, limpió el hotelito del
lugar y allí vivió. Arreció el viento y poco a poco los pastizales crecieron en
las calles. El polvo lo cubrió todo y los cardos rusos empezaron a meterse en
las casas abandonadas.
Las viviendas de bellas
fachadas estaban cubiertas de moho en la mayor parte de sus paredes y los
techos derrumbados. El aspecto era tan fantasmagórico que a cualquiera le
hubiera dado miedo recorrerlas, pero Rosalía no tenía miedo, sino una profunda
tristeza. Sus padres se murieron al poco tiempo, uno tras otro, desterrados.
Los hermanos se mudaron a Trenque Lauquen. La mujer no quería por nada del
mundo dejar a sus perros que ya eran ocho.
Cuando un peón fue a verla a la salita, ella le comentó. Mi historia es la de una mujer
que se quedó sola en el medio de la nada, con mis ocho perros, esperando que
alguno de ustedes tenga una dolencia y llegue a mi sala de primeros auxilios. Aquí
estaré con mate y pan casero para ayudarlos, porque del pueblo yo no me voy.
Hoy salí a caminar para estirar
las piernas cuando vi dos caballos blancos desconocidos que pastaban en la
plaza desierta. Me senté en un banco de cemento descascarado entre los juegos
rotos que aún quedaban y me sentí muy satisfecha. ¡San Mauricio es mi tierra!
El tiempo, las lluvias y los
depredadores hicieron de San Mauricio una especie de museo al aire libre que se
deterioraba día a día. Los edificios ruinosos eran los únicos testigos de que alguna
vez hubiera estado habitado. A veces cruzaban el lugar algunos motoqueros o
turistas de paso para sacar fotos de las ruinas entre las ovejas y cabras que
andaban por la estación.
Los hermosos aljibes de las casas
que quedaron en pie se herrumbraron y fueron cubiertos de enredaderas. Un árbol
había crecido en lo que fuera la cocina de pisos relucientes de la confitería que
delataba el tiempo del abandono. Hasta la campana de la capilla fue a parar al
museo de América y el nombre de las tres calles principales ya no se leía. Las
ocho manzanas del pueblo apenas resistían al embate del tiempo y de las
cuarenta casas solo quedaba en pie el pequeño lugar donde vivía Rosalía.
Parecía un pueblo fantasma, pero para ella no lo era. Allí subsistía, allí
desafiaba la soledad.
Se avecinaban tiempos de
inundación. Así decían en América y en todos los pueblos de la comarca. Había
más previsión en esa época frente a las catástrofes. Alguien se acordó de
Rosalía, la única habitante de San Mauricio. La que vivía con sus ocho perros.
La gente la nombraba como “la loca de los perros” y se narraban historias de su
vagar por el pueblo y sus treinta y nueve casas derruidas.
Días antes de la tormenta había
pasado una patrulla rural que le avisó a Rosalía el pronóstico de tremendas tempestades.
La mujer los ignoró y cuando insistieron los ahuyentó a los gritos e insultos
sumados al ladrido de sus guardianes. A ella no la iban a sacar del pueblo.
Un sábado comenzó el aguacero.
La tierra ya no absorbía el agua que precipitaba. La patrulla volvió a
rescatarla. Ella no quiso saber nada, les dijo de aquí no me muevo. Ya pasé
muchas y este es mi lugar. Luego salió corriendo con sus perros detrás. Los
hombres quedaron asombrados de su actitud agresiva y turbada.
Fue un verdadero tornado, no
una inundación. Cuando los policías volvieron a San Mauricio no encontraron a nadie.
Rosalía se había esfumado. Sus hermanos la buscaron infructuosamente.
Se dice que en las noches de
luna llena se escucha una voz quejumbrosa que aúlla de aquí no me sacan ni
muerta junto a ladridos ensordecedores. Nunca más se la volvió a ver.
© Diana Durán, 7 de agosto de
2023
Hermoso relato, aplicable a las familias formadas por inmigrantes que vinieron esperanzadas para continuar sus sueños....
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Rodolfo! Este cuento tiene una gran base de realidad. Te mando un gran saludo
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