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SENDEROS QUEBRADOS. UNA EXPERIENCIA MÁGICA


Inicio de un sendero. Foto Diana Durán


SENDEROS QUEBRADOS. Una experiencia mágica

La cabaña “El Zorzal” estaba enclavada en una colina baja a solo un kilómetro de la villa serrana. Rodeada de aromos, sauces, álamos, eucaliptos, pinos y un pastizal de hierbas nativas. La habían elegido para estar solos y disfrutar de la naturaleza. Alejarse de los respectivos trabajos, de la rutina urbana, de los desconocidos y de los no tanto. Querían complacerse uno al otro e integrarse al paisaje. Dos senderos, a pocos metros de la entrada, incitaban a caminar. Podían elegir cualquiera de ellos. El primero que recorrieron estaba oscuro y cerrado, parecía un túnel por el exceso de árboles que lo coronaban y el sotobosque de enredaderas que cubrían el suelo húmedo por la hojarasca. El camino era sinuoso, pero de vez en cuando aparecía un abra que les devolvía el cielo. El resto estaba cubierto por las copas unidas entre sí y atravesadas por tenues haces de luz. Guiaban la caminata unas flechas de madera con la inscripción “sendero”. No se hubiera requerido ese cartel. Sin duda era un sendero. La frecuencia de señales redundaba en el entorno. Para animar el trasiego paisajístico aparecían unas esculturas rústicas hechas de ramas entretejidas de múltiples grosores, colores y tamaños. Un perro y su cachorro, una pareja de caballos, unos teros inmensos y desproporcionados y hasta la figura de un espantapájaros. No era de paja sino de ramas. Bastante extraño también. Entre tanta naturaleza esas extravagantes figuras parecían mágicas, por lo que ellos esperaban la siguiente con ansiedad. Mientras caminaban se escuchaban los trinos de inquietas calandrias, rojizos zorzales, laboriosos horneros, renegridos tordos, inconstantes cabecitas negras. Esa orquesta alada los acompañaba. Ellos estaban felices, seguros de que la mayoría de los paseantes no se darían cuenta de la diversidad de aves. Ellos sí, sentían la compañía armónica del montaraz canto y avistaban cada una de las especies con detenimiento. El otro sendero era más abierto y luminoso. Se extendía a lo largo del alambrado que deslindaba el predio. Tras de él, una cortina de álamos y luego el terraplén del tren de carga que pasaba solo dos veces por día. No lo habían visto, solo lo escuchaban en su lejano pero fuerte y rítmico retumbar. En ese segundo sendero encontraron bandadas de tordos músicos y revoltosos chingolos. La mayor luminosidad les permitía avistar mejor los pájaros y transitar con pericia. Solo había que cuidarse de los pozos de los topos que aparecían de vez en cuando y podían hacerlos trastabillar.

En esa cotidiana aventura matinal ocupaban día tras día de sus largas vacaciones. Una mañana bastante nublada se internaron en el primer sendero. A pesar de la oscuridad ella usaba sus binoculares para indicar a su esposo una posible presa fotográfica. Él la ubicaba pausadamente para evitar perderla en fugaz vuelo. Luego continuaban la marcha serenos avanzando en su diario vagar. 

Había transcurrido media hora cuando escucharon un ruido ensordecedor. Un feroz trueno metálico que parecía que iba a arrollarlo todo. Aterrados por la cercanía de la estridencia corrieron desviándose del sendero como pudieron hasta estar a salvo en la cabaña donde se abrazaron consternados. Entonces sintieron el estruendo, el fragor, el rugido del tren descarrilando. También oyeron clamores indescifrables. Pasado un tiempo prudencial acudieron para ayudar. Dos vagones yacían tirados sobre el sendero. En su brutal marcha habían dejado una grieta enorme y profunda donde estaba la senda oscura. Fueron los primeros en llegar, revisaron todo el perímetro de la brecha que había horadado la máquina en su furioso recorrido. No encontraron a nadie. Se acercaron los bomberos de la villa. Tampoco hallaron víctimas. ¿Sería porque era un tren de carga?, ¿se habrían desintegrado los cuerpos de los maquinistas? ¿Habría algún cadáver? Nadie pudo resolver la incógnita del misterioso y brutal accidente. Montañas de canto rodado, piedras de distintos tamaños y hierros retorcidos de la carga estaban esparcidos por doquier. No había quedado nada del sendero, ni álamos, ni eucaliptos. Los aromos estaban arrasados. Solo permanecían en pie los esqueletos de algunos pinos y unos pocos sauces más lejos. El silencio luego de la explosión ferroviaria era sepulcral. ¿Habrían huido todos los pájaros?, se preguntaron. 

Esa noche durmieron abrazados en la cabaña y de vez en cuando les parecía escuchar los gritos errantes de los teros, el quejoso relincho de los caballos, el ladrido quimérico del perro junto a su cachorro y hasta el sollozo final del espantapájaros.

                                                                                          © Diana Durán, 2 de mayo de 2022

CORRIENTES EN SOLEDAD

 


Esteros del Iberá cerca de Concepción. Foto: Diana Durán

CORRIENTES EN SOLEDAD


Los focos aislados se acoplan. El fuego arrasa, el fuego encierra, crepitan las llamas. Es un incendio masivo y aterrador. Nada lo frena. Una chispa y el infierno de Dante. El humo, del rojo al negro y la muerte.

 

Don Ramón había trabajado desde muy joven en una estancia aledaña a los esteros. Una gran extensión ganadera y forestal cerca de Concepción de la Virgen María[1], donde había nacido. Dominaba los esteros como la palma de su mano o mejor dicho como el paso de su caballo por los caminos rurales. No tenía celular ni nada que se le pareciera. Se comunicaba cabalgando adonde quería.

Amaba los caminos, podía surcar las orillas de los esteros y hasta internarse en algunas lagunas sin temor a los yacarés. Sabía cuándo salían a tomar sol. Era el Quijote de los Esteros. Subía a la barda como se le decía a ese terraplén de tierra que se había construido no hacía mucho para atravesar la zona. Desde allí divisaba el panorama y bajaba para arrear el ganado a pastos más tiernos. A veces iba a Concepción por alimentos o alguna herramienta. También para la “Fiesta provincial del peón rural”, único festejo al que concurría para comerse un buen asado y conversar con el gauchaje. No necesitaba mucho, se autoabastecía. Sus padres, nacidos en Colonia Santa Rosa, ya habían fallecido. La soledad lo acompañaba sin quejas. Su comparsa eran los carpinchos, el ciervo de los pantanos, el aguará guazú, los monos aulladores, los zorros, los venados de las pampas. Había dejado de ver yaguaretés. Intuyó que estaban en peligro. Sabía ver a las familias de los “chajases” que cruzaban el pajonal con las crías doradas.

El ostracismo de don Ramón estaba acompañado por la naturaleza. Lo animaba el recorrer los campos inundados naturalmente. Conocía cada una de las aves magníficas de los esteros. Para él no había límite en sus recorridos, salvo los arrozales y yerbatales de fincas ajenas. Su piel estaba siempre quemada a pesar del sombrero chato y de ala ancha que lo protegía. Lapachos y timbóes le daban sombra en sus paradas. Muchas veces se había preguntado qué hacían esas palmeras pindó en las lomadas arenosas. Las imaginaba relictos de un pasado árido cubierto por las aguas de lluvia del presente.

Había tenido problemas con el título de propiedad del pequeño terruño heredado de los padres y sin pensarlo mucho le pidió prestada una hectárea al patrón para construir un nuevo rancho de madera a la sombra de un tala. El renunciamiento, la soledad y la mansedumbre eran su filosofía de vida.

Lo conocí una fresca y luminosa mañana de agosto de dos mil dieciocho. Lo cruzamos con un grupo de alumnos y profesores que proveníamos desde Saladas en trabajo de campo para reconocer el impacto de la barda sobre los esteros. Los chicos habían presentado un trabajo sobre ese tema y me habían invitado a recorrer en camioneta el paisaje único del Iberá. Don Ramón fue parco pero amistoso en el encuentro. Logramos que contara su historia de pérdidas y arraigos. No voy a olvidar jamás su gran porte y sus ojos negros. Nunca bajó del caballo.

La sequía había empezado un año antes, nos contó. Algo se notaba en el suelo arcilloso y quebradizo, y en el amarilleo de la vegetación. La seca llega así muy lentamente y casi no se percibe hasta que está instalada. Entonces reina la incertidumbre porque no se sabe cuándo termina y puede conducir a los incendios o al desierto. A don Ramón no lo engañaba, había pasado muchas y la que se avecinaba le parecía peor. Prefería dos inundaciones a una sequía, nos dijo. Aprendimos del gaucho más que de cualquier especialista.

En dos mil veintidós el foco se inició en una forestación de pinos a cincuenta kilómetros de su rancho en las cercanías de Concepción. Desde ahí se empezaron a quemar primero los campos de pastos naturales y los sembradíos. Pronto alcanzó las forestaciones de pino, lo más inflamable que puede haber, la savia, el humo, la brea.

Imaginé a Don Ramón recorriendo la zona en un itinerario más amplio que nunca. Vio a los yacarés huir con ese trajinar lento por los caminos rurales, vio a familias enteras de carpinchos quemarse por la lentitud de su andar, vio miles de aves de los esteros huir despavoridas, tenían la facilidad del vuelo, pero no así los “chajases” y los ñandúes que yacían carbonizados. Vio caballos y vacas intentar atravesar los alambrados y morir atrapados. Las reses que él cuidaba. Por primera vez en su vida las lágrimas corrieron por su ajada cara. No pensó en él ni en sus modestas posesiones. El espectáculo era dantesco. Estaba solo.

Lejos, muy lejos del infierno leí y vi las noticias. Las imágenes satelitales tomadas al Este de Concepción mostraban el daño que habían provocado las llamas en el Parque Nacional Iberá. Habían alcanzado pastizales, palmares, montes y bañados. Un fotógrafo escribió, vi fotografías de yacarés refugiados en una pequeña laguna, mientras alrededor las llamas lo consumieron todo; un mono que miraba con temor el avance del fuego, y una serpiente curiyú que escapaba como podía de los incendios[2].

Me comuniqué con una amiga de Saladas que había organizado el congreso de geografía y me contó que lo estaban pasando muy mal pero que después de semanas de súplicas habían llegado más bomberos y el ejército. Me quedé un poco más tranquila por la gente del pueblo. Pero enseguida recordé a don Ramón y su única compañía, los animales del Estero. Lloré por él. También por Santo Tomé, Gobernador Virasoro, Caá Catí, Paraje Galarza, Santa Rosa, Mariano Loza, Santa Lucía, Bella Vista, San Miguel, Curuzú Cuatiá, Ituzaingó, Loreto, San Martín y Saladas. Por todo Corrientes contenida en la soledad de don Ramón.



[1] Antes Yaguareté Corá por ser la tierra del gran carnívoro.

[2] Emilio White. Fotógrafo de la naturaleza. 

                                                                                    © Diana Durán. 21 de febrero de 2022

UN NIÑO WICHI EN EL IMPENETRABLE




Paisaje del Impenetrable en las cercanías de Ingeniero Juárez. Street View


UN NIÑO WICHI EN EL IMPENETRABLE 

    Poyahen era un niño wichi de doce años. Vivía en un rancho a diez kilómetros de Ingeniero Juárez en el Impenetrable de Formosa. Ese territorio polvoriento de bosque chaqueño espinoso marcado por la inundación o la sequía y diezmado por la deforestación. Desde muy pequeño ayudaba a su papá a recoger leña, arrear cabras, pescar y cazar. Era el mayor de seis hermanos. A veces se alimentaban de quirquincho, yacaré, palomas y culebras. Su papá hacía changas en el pueblo. La mamá preparaba dulce de algarroba y tejidos en chaguar. Hablaban una mezcla de español y wichi, si bien en su hogar lo hacían en su idioma. Poyahen, bajito y delgado, estaba mal nutrido, pero era muy inteligente y nada silencioso como otros niños wichi. Los surcos de su carita redonda semejaban el suelo de su tierra. La profundidad de sus ojos negros ocultaba sus tristezas. Amaba la naturaleza del Impenetrable que era su tayhi (1). El agua faltaba cada vez más. Había que buscarla lejos en algún riacho o juntar la de lluvia. Cuando llovía… Su casa tenía paredes de rama y adobe y un techo cubierto de pastos crecidos. El cerco de palos limitaba la tierra, heredad de los abuelos. Baldes, sogas, redes y demás enseres colgaban en desordenada geometría. Dos perros flacos andaban por allí. 

    Como todos los años la maestra cumplió con el diagnóstico inicial en la escuela que no era de educación bilingüe como otras de la zona. Poyahen contestó cada pregunta con esa voz suave tan peculiar de los wichis. Explicó que le gustaba  escuela porque leían cuentos, escribían en hojas blancas y dibujaban con lápices de colores. Contó que iba con su mamá y hermanos cuando podían. Ella limpiaba en el hotel “Parador” a la entrada del pueblo. Caminaban más de una hora por el borde de la ruta. Sobre qué quería ser cuando fuera grande aclaró, sabe, yo quiero aprender a leer “de corrido”. Quiero ser médico para curar a mis hermanos, mi mamá y mi papá. Los chicos andan siempre con mocos o les duele la panza. Los remedios de mamá no los curan. Sanan los de la farmacia. El informe de la maestra quedó archivado y no produjo ningún aporte para el niño. 

    El viento caliente silbaba como siempre y se colaba entre las ramas del rancho. El verano hacía crujir el suelo yermo. El polvo volaba y lo invadía todo. A pesar del calor crepitaba el fuego en el horno de barro. Los pájaros cantaban de día y las bestias gruñían de noche. 

    La asistente social de la intendencia de Ingeniero Juárez fue a hacerle una entrevista a la familia. Poyahen respondió cómo se alimentaban mientras la funcionaria escribía en sus fichas sin mirarlo. Mamá planta zapallo y maíz, hay poca “waj” (2) pa regar. Los zapallos mueren y los choclos no crecen. La ayudo a carpir, pero la tierra es dura, susurró. Dijo que la mamá cocinaba unas tortillas que vendía en la ruta. A veces la panza duele de noche. Mamá y papá no comen pa darnos a nosotros, agregó triste Poyahen. Para cambiar de tema expresó orgulloso, hace poco mi kalayi (3) Aarón me invitó a su cumple. No sabía si iba a ir. Comprar el regalo sería muy difícil. La asistente social partió sin decir nada. 

    El viento helado silbaba y atravesaba como siempre las ramas del rancho. El invierno frío penetraba en los huesos sin más protección que unas pocas mantas. A pesar del fuego en el horno de barro. Se escuchaban menos pájaros cantar de día y los gruñidos de noche. 

    Un etnobotánico y un antropólogo visitaron a la familia para investigar su cultura y modo de vida. Los padres se rehusaron a hablar, pero el niño sí lo hizo. Ando en el monte y el río. Cerca de las casas un “fwa’ayukw” (4) me da sombra si hace mucho calor. Poyahen les relató que conocía el quebracho, las tunas y el palo santo y que cuando salían con el padre a cazar vizcachas veían zorros y garzas. Agregó que le gustaba buscar nidos de pájaros y mojarritas en la laguna. Su carita se entristeció al describir que cada vez había menos animales en su tierra. Los tshowet (5) se van muy lejos de tanto que los ahatay (6) cortan los árboles para plantar ese pataj (7) que se llama soja. Los investigadores no volvieron más. 
     El viento de la primavera silbaba y se colaba como siempre a través de las paredes entrelazadas del rancho. El frío se atemperaba. Los árboles brotaban y las yucas florecían. El polvo volaba como siempre. Crepitaba el fuego en el horno de barro. Se escuchaban más pájaros cantar de día y más gruñidos de noche. 

    Un año de mucha sequía se bajaron de una camioneta unos jóvenes. Les llevaron agua y comida. Poyahen les agradeció y conversó con ellos. Contó que le gustaba cuando llovía, pero no cuando se inundaba porque perdían todas sus posesiones. No sabía qué era peor, si la arroyada o cuando no había agua como en ese momento. Durante las siguientes sequías los miembros de la organización no regresaron. 

   Una mañana dos fotógrafos quisieron que él y sus hermanos fueran retratados para formar parte de un proyecto sobre la niñez en el Impenetrable. Los padres se negaron rotundamente. No querían que sus hijos hicieran de modelos para los blancos. El niño también los escuchó renegar con los ingenieros del INTA porque rechazaron las técnicas de agricultura familiar. No es lo que querían hacer. 

    Todo esto explicó Poyahen a la maestra, a la asistente social, a los estudiosos de la cultura wichi, a los miembros de la ONG. También los padres a los fotógrafos y a los ingenieros que pasaron por su casa. Todos ellos centrados en sus propios intereses y ocupaciones. La familia no necesitaba ser objeto de estudio. Querían el reconocimiento de sus costumbres. Pretendían trabajo y educación. 

    El choque fue la consecuencia. Uno invisible y artero a la vida y al corazón wichi. El del anonimato y la indiferencia. 

    Con los años Poyahen no se recibió de médico. En cambio, se convirtió en el líder de la resistencia por los derechos ancestrales de las comunidades sobre las tierras que habitaban en el oeste de Formosa. 

(1) Tayhi: monte en wichi. 
(2) Way: agua en wichi. 
(3) Kalayi: amigo en wichi. 
(4) Fwa’ayukw: algarrobo en wichi. 
(5) Tshowet: animal en wichi. 
(6) Ahatay: hombre blanco en wichi. 
(7) Pataj: pasto en wichi.

© Diana Durán. 31 de enero de 2022

FIN DE SIGLO



Altas Cumbres. Traslasierra. Foto. Diana Durán



FIN DE SIGLO

El fin de año siempre fue tiempo de grandes festejos. Recordé el espíritu con que preparaba el menú de las fiestas, la mesa engalanada, los regalos para cada uno, las tarjetas navideñas, el árbol y las luces. Mi casa había sido en los últimos años el centro de atracción de la pequeña familia y de muchos amigos. Flashes nostálgicos de tiempos dichosos colmaron mi memoria. Rememoré las reuniones previas con compañeros con quienes había compartido momentos únicos en cenas y despedidas. Evoqué algunas ocasiones pintorescas como mi hermano ocultándose bajo el piano de cola cuando los mayores explotaban pólvora en las vías del tranvía de la calle Goyena. Repasé tradiciones tan entrañables como la de levantar la gran copa de cristal tallado de la abuela que pasaba de mano en mano junto al deseo de cada uno. En contraste, había pasado fines de años en los que la fiesta resultó triste, por ejemplo, frente a la posible guerra con Chile en diciembre de 1978, o la explosión del arsenal de Río Tercero en noviembre de 1995, y otras tragedias de una Argentina violenta. 

El inicio del siglo XXI se iba a celebrar en el mundo de manera grandiosa. Se proyectaría, por ejemplo, el “Día del Milenio” como una superproducción mundial televisiva que llegaría a más de mil doscientos millones de personas. También se temía que el arribo del nuevo siglo causara un colapso en las computadoras. Nosotros, en cambio, queríamos hacer exactamente lo contrario. Pensábamos en alejarnos de todo exceso. Demasiado habíamos agasajado durante años. Los hijos ya estaban grandes. Podían pasar su fin de año sin nuestra presencia. Era el momento. 

A fines de 1999 decidimos transcurrir el Año Nuevo en una cabaña a veinte kilómetros de Mina Clavero, en las Sierras de Córdoba. Un lugar agreste en una hondonada del faldeo serrano al que se accedía por un camino pedregoso a transitar muy lentamente por las pendientes. Casi una huella. La idea era alejarnos lo más posible de lo tradicional, cambiar el rumbo de lo hecho hasta ahora. Recorrer la orilla de algún arroyuelo serrano, encontrar manantiales espejados en los cerros y, sobre todo, avistar. Siempre fue lo que más disfrutábamos juntos. Habíamos decidido empezar el nuevo siglo apartados del turismo vano. Queríamos pasarlo tranquilos tras veinte años de matrimonio. Elegimos una pequeña cabaña para disfrutar del entorno más que de un festejo suntuoso. 

El treinta de diciembre salimos de mañana a avistar y fotografiar. Admiramos al crestudo canela en su nido enramado, a la pareja de chincheros con sus adornados copetes, a la loica roja y gritona en los alambrados, a las calandrias inquietas revoloteando, a las bandadas de jilgueros cantando como tenores en los pastizales serranos, a las parejas de bravías tijeretas y a los sencillos y laboriosos horneros. Por primera vez logramos fotografiar un carpintero negro casi oculto entre las ramas de un molle. Un hallazgo. Pájaros en orquestal coro nos acompañaron en la caminata por los senderos silvestres cercanos a la cabaña.

Durante la mañana del último día del siglo veinte recorrimos el camino de las Altas Cumbres, singular por sus sinuosos abismos que bordean las retorcidas rocas de plegamiento arcaico. Divisamos saltos en caída que daban origen a los ríos serranos, acantilados rectos despeñándose al vacío en el que pudimos avistar por primera vez a un cóndor en majestuoso vuelo. De vuelta a la cabaña descansamos asoleados pero felices. Cuando nos despertamos, cercano el atardecer, decidimos ir a buscar algunas provisiones con el auto en un almacén de campo. Compramos queso y salame, pan casero, unos tomates, unas frutas y una bebida para brindar. El puestero parecía tan despreocupado como nosotros por el fin de siglo. Esto es todo lo que necesitamos, le dijimos al saludarlo. Otro mundo. 

Al regresar se pinchó una goma del auto en un camino plagado de guijarros. Cambiarla en la oscuridad sería un esfuerzo que no teníamos intención de emprender. No nos amilanamos. Armamos una fogata con gajos y ramas que buscamos en el entorno, controlada por un círculo de rocas como si fuera una pirca indígena. Nos deleitamos haciéndolo porque hubo que rastrearlas. Tanteábamos el suelo en la oscuridad entre risas y abrazos para no trastabillar. Extendimos una vieja lona y nos sentamos. Así preparamos nuestro inusual banquete iluminados por luciérnagas que se confundían con las estrellas de la Vía Láctea. Brillaba la oscuridad. 

Ese fin de siglo no arrojamos lentejas para atraer dinero, no escondimos monedas debajo del árbol navideño, no comimos doce uvas y tampoco nos vestimos de blanco. La copa de cristal de la abuela subsistió en el recuerdo. Los ritos quedaron incumplidos. Sin embargo, fuimos muy felices. Pasamos el año nuevo amándonos más que nunca en el medio de la nada, cerca del crepitar del fuego cuyas chispas se elevaban hacia el firmamento.

© Diana Durán. 17 de diciembre de 2021.

MAGIAS SERRANAS

 


Foto Diana Durán. Alameda cercana a Villa Ventana


MAGIAS SERRANAS 

Caminaba por una lomada agreste para divisar en perspectiva la singular forma de hoja de Villa Ventana. Todos los veranos seguía un itinerario diferente por la comarca que me era tan familiar.

Bordeaba el arroyo Las Piedras tranquila de que sería una ruta segura. Conocía cada roca, cada recodo del curso, cada remanso. El caudal somero me indicaba un tránsito sereno hasta mi destino en los balcones rocosos desde donde se divisan los valles de Ventania. 

Cuidaba no trastabillar cuando apareció un chiflón entre los juncos de la orilla. El ave daba pasos lentos y elegantes y ni se inmutó al verme. Admiré su pico rosado con punta negra y un anillo azul rodeando el ojo. Su copete, sus colores tornasolados y el gran tamaño lo distinguen de otros pájaros serranos. Ante mi asombro, pegó un salto, dio una vuelta en el aire y cazó dos sapitos negros de las sierras que estaban abrazados. Seguramente eran macho y hembra. Me oculté entre los juncos, pero el chiflón advirtió mi presencia. Entonces silbó con su habitual cadencia. Escuché, ya quisieras, humana, hacer estas acrobacias.

Pasado el susto, enfilé hacia la ladera lo más rápido posible. A poco de continuar la caminata bajo la sombra de un árbol espinoso reposaban en el pastizal serrano tres pequeños búfalos negros. En otras ocasiones había visto caballos cimarrones o vacunos en la estancia Las Vertientes, pero nunca búfalos. Me miraban curiosos. Atravesé despacio y a cierta distancia como para que siguieran pastando tranquilos, pero me sorprendieron mugidos y ronquidos. Escuché que uno decía, te gusta la muzzarella, ¿no? Gracias a nosotros la podés comer. Me di vuelta sorprendida y pensé, los animales no hablan, y seguí mi derrotero. 

Para descansar del sol abrasador me interné en un bosquecillo de álamos que se veía tupido. Cuando entré lo sentí aún más cerrado. La sombra me dio un poco de frío, pero continué animada la marcha. En la penumbra pisé un charco barroso. Salté al costado para quitarme el fango de las botas cuando escuché unos gruñidos mucho más fuertes que los de un cerdo común. Apareció una pareja de jabalíes junto a sus dos crías. Trepé lo más rápido que pude a uno de los árboles. La familia se revolcó en el charco mientras hociqueaban buscando brotes frescos para alimentarse. Mi corazón latía impetuoso. No bajé hasta que desaparecieron. Pero no, uno volvió para gruñir diciendo, ¿nunca te revolcaste en el barro?, es muy placentero. Deberías practicarlo, agregó. Confusa, empecé a dudar si había escuchado o no a los animales. ¿Era el efecto de una insolación, un sueño, una alucinación? 

La alameda tenía arroyuelos y un entramado tan denso que parecía que no iba a poder salir de allí. Estaba en una especie de laberinto. Di muchas vueltas en busca de un claro que presagiara la salida. Topé con una laja recta clavada en el suelo y a cinco metros, otra muy parecida. Ningún arroyo las podría haber llevado allí. Repasé mis conocimientos de arqueología y me pregunté, ¿serán menhires? 

Fuera del bosquecillo localicé una fila espaciada de rocas de igual altura ubicadas a la misma distancia una de la otra. Me extrañó tanto que seguí cada una de ellas descubriéndolas a medida que ascendía la ladera. Seguro eran menhires por la forma y recordé que coinciden con zonas energéticas de rituales indios. Cuando alcancé la última roca descubrí un fresco manantial que surgía de una caverna. Allí me senté a descansar de tantos delirios, supuse, y aprecié las pinturas rupestres de colores rojizos y naranjas. 

Tomé la libreta de la mochila y empecé a anotar los episodios de mi mágica travesía. Registrar lo sucedido para espantar la idea de que había alucinado. Mientras escribía comenzaron a sonar ecos. Eran las voces prístinas de indios pampas. Pensé en que esas tribus nómades habían habitado en las Sierras de la Ventana. Esta vez no los vi, como pasó con los animales. Imaginé que esos sonidos hacían referencia a la caza del día. No había búfalos ni jabalíes en la zona en tiempos de los primeros pampas ni tampoco una alameda en sus tierras. En cambio, los chiflones eran sus aves adoradas y las estructuras rocosas, sus creaciones. 

Como en un baile sobrenatural las sombras milenarias de los nativos me rodearon, remontaron las paredes de la caverna, se arremolinaron en las pinturas rupestres, se difuminaron y danzaron en ronda agradeciendo la buena caza. Luego se esfumaron repentinamente. 

© Diana Durán, 11 de diciembre de 2021

AMORES DE FRONTERA

 


Fotografía: Google Earth. Ruta 17, entre Bernardo de Irigoyen y Eldorado

AMORES DE FRONTERA

Bernardo de Irigoyen y Dionisio Cerqueira, ciudades enfrentadas en el límite de la Argentina y del Brasil. Una calle las separa o, en realidad, las une. Distintos idiomas oficiales, el español y el portugués; costumbres parecidas, ciudades hermanas. Mixtura de frontera donde las identidades se confunden. Verdaderos hormigueros humanos por el trasiego de las poblaciones. 

La bella Iracema nació en Eldorado, ciudad del litoral misionero a orillas del Paraná lindando con Paraguay. Había terminado el secundario cuando su familia tuvo que migrar por el cierre de la fábrica donde trabajaba el padre. Eligieron Bernardo Irigoyen en la frontera oriental de la provincia. Irse alentaba nuevas oportunidades, al menos en las conjeturas. Así lo pensó el hombre, un rudo trabajador, que por primera vez en su vida estaba desocupado. Había sido hachero, labrador y luego obrero de una fábrica de calzados. Su esposa e hija completaban la pequeña familia nuclear. Muy unidos, muy católicos, muy tradicionales. Iracema no quería abandonar a sus amigos y su ciudad. Rechazaba partir, pero no tenía chances de oponerse. 

El joven Joao nació en Dionisio Cerqueira y estudió en la Escola Pública Estadual. Era algo atolondrado, pero de buenos sentimientos. Su padre trabajaba en la Delegación de la Policía de la ciudad. La madre y los dos hermanos varones completaban una familia donde reinaba el rigor paternal. Era un hombre estricto que impartía una férrea disciplina a sus hijos. Como policía de frontera estaba al corriente de las actividades ilegales de la zona, el contrabando, el tráfico de drogas y las migraciones ilegales. 

Iracema y Joao se conocieron en los continuos trajinares de una ciudad a la otra. Ella quería estudiar profesorado de Lengua y Literatura, pero primero debía encontrar un trabajo. Salió a recorrer a pie los negocios en el borde de ambas ciudades. Consiguió emplearse en un minimercado cercano al paso internacional del lado argentino. Joao trabajaba como conserje en un hotel brasileño. Él concurría al mercado cotidianamente porque le convenía al cambio. Quedó alucinado por la belleza de la joven. Bom día, muito prazer, le dijo Joao a Iracema. Ella le respondió bajando los ojos, bom día, obrigado. Comenzó la relación en "portuñol". Siguieron las charlas informales y las más personales. Paseaban por el límite de ambas ciudades. Había muchos negocios, parquecitos y arboledas. Un boulevard con bancos propicios para sentarse y tomar mate. Los animaba el bullicio de la gente con sus bolsos y cajas de compras en la frontera. Se distraían conversando sobre sus “aldeias” y sus gentes. Se enamoraron. A los seis meses empezaron a soñar con una vida juntos. Eran casi mayores de edad. 

Las diferencias irreconciliables partían de las religiones que profesaban fervientemente las familias, católica, la de ella; evangélica, la de él. Fieles a sus tradiciones, los padres se opusieron a la unión rotundamente. No debían casarse. Las madres de ambos, no cumplieron ningún papel mediador. La contracción absurda a los respectivos cultos limitaba su libre albedrío.  

Iracema y Joao tomaron una osada decisión. Animados por el dinamismo del modo de vida fronterizo y la pulsión a migrar planificaron vivir juntos en otro lugar. Ella extrañaba su terruño. Él se sentía capaz de todo por estar junto a ella. Estaban seguros de encontrar trabajo y poder casarse. Querían alejarse de las vanas negativas y las restricciones religiosas. 

Evadiendo a las familias se encontraron una siesta en la estación terminal de Irigoyen para viajar a Eldorado. Podrían haber pensado en alguna ciudad más distante, pero se decidieron por un lugar cercano y conocido. Tomaron un micro que cruzaba Misiones por la ruta diecisiete hasta Eldorado. Atravesaron el camino selvático, ondulado, rojizo, húmedo y tropical. Muy de vez en cuando veían algún cartel destartalado de “prohibido cazar”, con dibujos despintados de yaguaretés y osos hormigueros. “Salida de camiones” o “cuidado, pendiente” en los tramos más serranos. Escucharon de fondo los cantos estridentes de loros, papagayos y tucanes. En el trayecto vieron a la vera del camino algunos caseríos en medio de la selva misionera o de los bosques ralos por la deforestación. Viajaron abrazados y seguros del presente y futuro juntos. Jóvenes y enamorados nada temían. 

Cuando bajaron en la terminal de Eldorado, ella sintió cuánto añoraba su pueblo natal. Estaban felices. Llegaron al humilde alojamiento que habían reservado donde pasaron una anticipada noche de bodas de fantasía. A la mañana siguiente seguían dormidos cuando golpearon fuertemente la puerta de la habitación. Era el recepcionista del hotel. La policía local los esperaba en la entrada del residencial para devolverlos al mundo real. Los habían dado por desaparecidos. 

El escarmiento fue retornar a sus lugares. A la frontera seca, al empleo chato, a la rutina de las ciudades linderas. Ahora separados. Iracema recibió la penitencia paterna de no salir de su casa durante un mes. Con la carátula de inmigrante ilegal, Joao fue privado indebidamente de su libertad en el destacamento policial. Su propio padre obtuvo la orden judicial. Fin de la relación. Comienzo del desafío frente a los sueños truncados. Cuando recuperaron su libertad se vieron a escondidas durante más de un año. Nadie pudo frenarlos. Esta vez lo planearon muy bien y juntaron los reales necesarios. Viajaron a la ciudad más poblada del Brasil, San Pablo, a mil kilómetros de sus residencias para iniciar una nueva vida. En el anonimato nadie los detendría.

© Diana Durán, 5 de noviembre de 2011

GAVIOTA DEL HUMEDAL



Fotografía: Héctor Correa

GAVIOTA DEL HUMEDAL 

Una gaviota cangrejera sobrevuela la inmensidad del humedal. La diviso posada en un poste del camino al puerto. El ave descubre los cangrejos de la bahía. En bajamar los encuentra cuando se asoman y los deglute. La distingue sus alas negras, cuerpo blanco, pico rojinegro y patas naranjas. Es bella aunque el graznido irrite. Su vuelo atrae a los visitantes de esos litorales. 

Es una gaviota especial que reconozco cada vez que voy a Arroyo Pareja. Erguida y orgullosa, parece reírse de quien la ve. Levanta vuelo hacia el pastizal de la isla Cantarelli cruzando el puente. Seguro allí debe tener su nido y algunos polluelos. 

En el humedal esta gaviota se integra al ambiente. A los atardeceres encendidos, a la marisma tornasolada, al ir y venir de las mareas. Otras aves la acompañan, flamencos rosados, playeros rojizos, finos teros reales. Garzas, chorlos y coscorobas suelen chapotear en el fango o refugiarse entre los juncos y espartillos. Hay muchas otras aves que residen permanentemente o migran a tierras árticas. Por eso mi gaviota es singular en este sitio peculiar. No vuela más allá de algunos kilómetros, aunque hay colonias en todo nuestro litoral. Dicen que la gaviota cangrejera está “casi amenazada”. Me pregunto por qué el “casi”. 

En esas tardes otoñales en que decido avistar, ella siempre pareciera vigilarme. Sabe que utilizo solo un arma, la máquina de fotos, para divisar la multiplicidad de especies de este paisaje único. 

Cierto es que cada primavera regresan las golondrinas y distingo los rojos churrinches, los amarillos benteveos, los cabezudos suiriríes, los pequeños chingolos, la monjita blanca, junto a las aves playeras en una extraña fusión. Aves de la llanura y del litoral mezcladas en perfecta armonía. Solo quien las conoce puede admirar esta singular armonía. Muchas veces la gente pasa sin verlas. La invisibilidad las protege. 

Una tarde de primavera no volví a ver a mi gaviota en su acostumbrado poste. Me pareció extraño. Seguí el camino preciso donde estaba su nido. Y ahí reconocí lo que había sucedido. Pavimentaron el camino para localizar una industria en la marisma. Tampoco pude divisar los nidos de las lechuzas con sus crías níveas. 

Me apena que ya no esté. Seguramente sobrevolará el basural a cielo abierto de la entrada a la ciudad y comerá residuos. Los despojos. 

Es como si hubieran destruido el hogar de nuestros hijos y tuviéramos que “cartonear” por el centro comercial. Así siento, así comparo, así me estremece el triste destino de mi gaviota cangrejera. También el de la humanidad.   




Fotografía: Héctor Correa

Multiplicidad alada 

Tierra del humedal en itinerario temprano. 
La curiosidad inspira avistar 
los festivos revoloteos
de pájaros pampeanos 
y aves marinas. 
El vergel encierra 
un bullicio orquestal, 
suaves plumajes, 
rojos de fuego, 
amarillos de sol, 
marrones veteados, 
blancos y rosados. 
Picos corvos, rectos, finos se afanan. 
Comparte el chimango el solar de la tijereta. 
Carpinteros reales cavan el tronco horizontal. 
La paloma paciente empolla su cría. 
El mixto trina agudo y espera. 
El benteveo y el hornero residentes dominan. 
Las gaviotas sobrevuelan el barrizal costero. 
Los flamencos pintan de rosa la planicie del mar. 
Las migrantes descansan de kilométrico viaje. 
Los pastizales se balancean. 
El arroyo divaga. 
 
Multiplicidad alada, la vida nuestra. 

©  Diana Durán, 1 de noviembre de 2021.

EL SUR

Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024 EL SUR Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él ...