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MIGRANTE GRIEGO

 


John Papadópulos


MIGRANTE GRIEGO

 

¡Hoy viene el abuelo John a casa! Seguro me trae chocolatines en el bolsillo de su sobretodo, los que tienen dibujitos de animales que tanto me gustan. Voy a ver si llega. Su figura se va agrandando mientras se acerca por la calle Nazca, hasta que se para justo debajo del balcón y me saluda con su gran sonrisa. Mamá, mamá ahí viene el abuelo. Me cuelgo en sus hombros y busco los chocolates mientras él se ríe a las carcajadas. Hola, Ale, cómo estás, cómo te fue en el colegio. Abu, me saqué un diez en dictado. Vuelve a reírse y me dice, mi nieta es muy inteligente, el sábado cuando vengas a casa podemos ir de pic nic en bicicleta al golf de Palermo, la abuela nos va a preparar unos sándwiches de milanesa y buscaremos pelotitas al borde del campo de juego, ¿te parece? Salto de alegría y corro a ponerme las Skippy para ir a la plaza. Vamos tarareando en griego una canción que me enseñó de cuando él iba a la escuela y después repetimos juntos las letras del alfabeto para que me las acuerde, alfa, beta, gama, delta, épsilon, y así hasta omega y me río mucho cuando no me sale de la forma perfecta que tiene de nombrarlas.

El abuelo es muy sabio y me cuenta historias sobre su vida en Grecia a orillas del mar Mediterráneo donde veía peces de colores mientras nadaba. Sabés Ale, mi mamá, Delfina, cuidaba ovejas, labraba la tierra, sembraba semillas de maíz y molía la harina con la que amasaba el pan. También hilaba la seda y la lana para coserles la ropa a mis diez hermanos. Ellos trabajaban de sol a sol porque no tenían luz, por eso mi familia se levantaba al alba y se acostaba al atardecer. ¡Cómo me gustan estas historias! Después me muestra una foto de su mamá donde está vestida de negro y tiene el pelo gris. Me da tristeza y no sé por qué.

El abuelo John también me contó que fue al colegio como yo, pero aprendió a leer y a escribir en griego. ¡Qué difícil debía ser!, por eso lo admiro tanto y quiero ser educada como él. Después vino a la Argentina en un largo viaje a través del Atlántico. No encuentro relatos parecidos en ningún libro de la colección Robin Hood porque son los que cuenta mi abuelo y por eso son únicos. Por ejemplo, cuando estuvo en un frente en Egipto y así aprendo que existe otro país lejano. Esa parte mucho no la entiendo, porque es triste la guerra y no me la explica mucho. Solo me extraña que su única golosina fuera un terrón de azúcar y pienso que seguro no se habían inventado los quioscos todavía.

Otra cosa importante que hace el abuelo es llevarme a su iglesia que no es la misma que la de mis padres. Es evangélica y en ella aprendo sobre la Biblia. Los Shanon son unos pastores canadienses que viven enfrente de la casa de los abuelos y son amigos de la familia. Ellos nos hacen jugar los sábados a la Biblia en el templo. Nos cantan libro y versículo y nosotros, los chicos, tenemos que buscarlos lo más rápido posible. Quien lo encuentra primero levanta la mano, lo lee y si es correcto lo felicita el pastor. Gano muchas veces y por eso mi abuelo me regala una Biblia hermosa de tapas celestes y finísimas hojas que leo mientras él lee la suya en griego. No sé cómo hace para entender esas letras tan raras, por eso lo admiro tanto.

Cuando cumplo diez años mi fiesta se hace en la casa de los abuelos. Mis padres me regalan una enciclopedia Larousse de tres tomos que apenas puedo levantar pero que me parece muy importante. Voy a leerla completa me prometo. El abuelo John me compra diez vestidos, sí, esa cantidad, aunque nadie lo pueda creer. Mientras tanto juego con los chicos invitados a la mancha y a la rayuela en la vereda.  Pienso que debo ser una nena muy buena o algo así para que todo me salga bien y soy muy feliz de tener tantos amigos y tantos regalos.

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Corre el año mil novecientos ochenta y uno. Ha pasado mucho tiempo desde aquellos días felices de la infancia. Soy becaria del CONICET, tengo dos hijas y un trabajo muy riguroso, tal vez demasiado, lo que me obliga a disfrutar poco y exigirme mucho. Tanto que a los veintinueve años se publica mi primer libro, que es una síntesis de la tesis de licenciatura. Diez años me costó obtener el título y el abuelo falleció antes de que me recibiera de geógrafa. La vida no me resultó tan fácil como cuando era una niña, pero aquella primera publicación reza antes del prólogo: “A mi abuelo, John Papadópulos” y una sonrisa tan grande como la de él se despliega en mi cara.

               

© Diana Durán. 27 de diciembre de 2021.

UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN. Aventuras de Macarena I

 


Dheisheh. Campo de refugiados. Alessandro Petti


 UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN 

 Belén es una ciudad santa en la ladera aterrazada de los montes de Judea. Para los cristianos, allí nació Jesús y para los judíos allí fue coronado el rey David. No puede estar más colmada de historia. Se localiza al sur de Jerusalén en Cisjordania, Palestina, teatro de ocupaciones permanentes y violentas. En Belén viven cristianos, judíos y musulmanes. En el siglo XXI todavía hay campos de refugiados. No hay paz para los niños. 

Imagino el lento paso de los tres camellos que se acercan a Belén llevando a los Reyes Magos a través del desierto, desde la India, Etiopía y Mesopotamia. Imagino el cielo y la estrella que los guía. Imagino que llevan oro, incienso y mirra. Imagino las advertencias de Herodes, que después cumple matando a los niños menores de dos años de Bethlehem. Imagino a José y María huyendo con el Niño a Egipto. 

Evocaba Macarena estas tradiciones mientras observaba el perfil nocturno de Belén algo cansada por las emociones vividas en su estadía en El Cairo y Jerusalén. Había viajado desde Granada, su ciudad, a Medio Oriente. Belén era el destino más esperado. Halim, el taxista, la había llevado a su hotel resort y había conversado animadamente con esa joven de feminidad andaluza que le parecía oriental. Macarena repasó su plan para el día siguiente. Visitaría la Plaza del Pesebre, la calle de la Estrella y la Basílica de la Natividad. Sublime. 

Halim era un muchacho de treinta años, tercera generación de palestinos refugiados tras la ocupación israelí. Vivía en Dheisheh, un campamento superpoblado del sur de la ciudad. Había cursado el terciario profesional en una escuela de las Naciones Unidas. Su educación era fruto del esfuerzo de su madre que había visto morir a balazos a niños y jóvenes en el campo. No quería lo mismo para sus hijos. El padre estaba cansado de las guerras. Había pasado hambre y abandonado todas sus posesiones al huir de Zacaría, un pequeño poblado cerca de Jerusalén. Ya no le importaba el “derecho al retorno”. Pensaba que nunca se cumpliría. Se había dado por vencido. Halim, en cambio, tenía otras expectativas. Podía emigrar hacia oriente a una tierra musulmana no ocupada, o abrirse camino en Cisjordania. Mientras tanto trabajaba con el taxi. 

Macarena salió esa mañana a recorrer la Belén turística. Tenía presente un posible encuentro con Halim en el acceso a la Basílica. La sorprendieron las calles muy estrechas, en subida y bajada, los alambres enrollados en las terrazas, los pasos vigilados, los muros, las rejas. La vegetación mediterránea salpicaba con algunos verdes el predominio del ocre claro de los edificios de cemento. La atraían los portones azules que al irse abriendo mostraban los negocios de artesanías. Se vendían figuras religiosas de madera, postales, túnicas, rosarios, hiyabs, tapices, banderas, pañuelos y hasta tortillas hechas en hornillos. La extrañaban esos faroles tan españoles; la inquietaban los alambrados de púas que había arriba de las paredes en muchas casas de departamentos. 

Iban caminando por Milk Grotto, una de esas callecitas sinuosas y en pendiente de Belén. Ella subiendo, él bajando. Macarena miraba por sobre sus hombros un pesebre en madera de olivo que quería comprar; Halim se cuidaba del entorno como todo refugiado. Tenía la esperanza de encontrarla. A pesar del gentío y casualmente rozaron sus espaldas y voltearon reconociéndose. La piel morena, los ojos grandes y el cabello largo renegrido de Macarena lo deslumbraron más que el día anterior. A ella le atrajeron la cara serena y la figura esbelta de Halim. No le causó inseguridad su pañuelo en la cabeza y recordó sus diálogos en un buen inglés. Tras un intercambio de sonrisas ella le consultó si por esa calle llegaría a la Plaza del Pesebre. Él asintió y pensó cómo retenerla. Le explicó que la iglesia era probablemente la más antigua del mundo y que se iba a encontrar también con la mezquita de Omar. Ella no fue reticente a la conversación. Caminaron juntos. Macarena se dejó guiar. Halim se esforzaba por interesarla con relatos palestinos. Dialogaron hasta llegar a destino. Ella entró a la Basílica. Él se quedó en la plaza. Esperó y esperó. Al fin la vio salir con lágrimas en los ojos conmovida por lo que había visto en el interior de la iglesia. Trató de reiniciar una conversación con Macarena, pero ella estaba demasiado emocionada. La llevó a su hotel y se despidieron con un apretado abrazo y la promesa del reencuentro. 

¿Cómo detenerla? Sabía que se iría pronto de Belén. Por ser turista tenía más derechos que él. Halim no podía circular por los puntos de control de la ciudad, tampoco acompañarla. Denostó su vida de refugiado frente a la libertad de una paseante española. Esa noche en su humilde cuarto del campamento Halim recordó que la palestina fue la primera comunidad cristiana del mundo. Esas convergencias lo acercaban a Macarena en un contexto de culturas dispares. 

A la mañana siguiente fue al resort a buscarla. Preguntó en el lobby y le dijeron que ella había partido hacia Kalia Beach, a solo una hora de Belén, a orillas del Mar Muerto. El placer de un baño en las aguas más saladas del mundo resultó más atractivo para Macarena que el comienzo de una relación. Allí disfrutó plenamente de un paisaje abierto al mar, de la inusual forma de flotar en el agua, de las carpas azules y los baños sanadores de barro. Un tour de relajación que dejó muy lejos su encuentro con Halim. 

Él maldijo su condición de destierro. Divagó con su taxi por la periferia de Belén donde había otros centros de refugiados. Repasó las miserables situaciones de vida de sus hermanos. Pensó en los setenta años de ocupación supuestamente temporal de Dheisheh. En la exclusión, el desplazamiento, la solapada esclavitud. Una supresión humana resuelta en muros, vallas, “tiendas de hormigón” y puentes. La rabia lo embargó. Entonces tomó una decisión. Lucharía por sus derechos como fuera. Era inútil relacionarse con una mujer occidental por más aspecto oriental que tuviera. 

Mientras volvía comenzó a recitar en voz alta el poema de la resistencia que le había enseñado su madre, volveremos entre las sombras de la nostalgia, entre las tumbas de la añoranza. Hay un lugar para nosotros. Va corazón, no te hundas, fatigado en la senda del regreso. Volveremos. Volveremos. (1) 

(1) Sobh, M. (1972). 20 poemas palestinos de la resistencia. Madrid.


©  Diana Durán. 3 de diciembre de 2021

SOLEDADES PATAGÓNICAS

 


Ingeniero Jacobacci

 

SOLEDADES PATAGÓNICAS


    Tomó la ruta más desolada desde Villa la Angostura a Ingeniero Jacobacci para ir en camino de cumplir su deseo y el de su mujer. Ella no lo quería acompañar. Temía que el sueño no se hiciera realidad. 

 

    Franco y Camila habían migrado desde Jáchal, San Juan, dejando a su familia y su tierra natal para establecerse en la villa patagónica. Todo su capital económico y cultural puesto en abrir un pequeño negocio de productos regionales cuyanos. Este se completaría con dulces artesanales que ella había aprendido a preparar con recetas de su abuela. Se insertaron paulatinamente en una sociedad tan cerrada como aquellas que conforman los centros turísticos de la Patagonia Andina. Los “venidos y quedados” (VyC) eran de una clase distinta a los “nacidos y criados” (NyC) y así se lo hacía saber la sociedad local en clubes, sociedades de fomento, iglesia. Entre el frío y las costumbres comunales vivían muy solitarios, intentando abrirse camino en una lucha tenaz en contra del anonimato. Todos los días llegaba una nueva familia en busca de “hacerse la Patagonia”. Ellos superaron la primera meta de abrir el negocio y mantenerlo sin cambiar de rubro. De a poco los iban conociendo. Su casa y su negocio eran un rincón cálido y norteño en el frío ambiente patagónico. 

 

    Lo siguiente fue concretar lo que en diez años de pareja no habían logrado. Tener un hijo. Se contactaron con una persona de Ingeniero Jacobacci. Allí debían ir a buscarlo. Él quería complacerla. Demasiado había sufrido ante cada pérdida espontánea. Su matriz era frágil como su estado anímico frente a la imposibilidad de tener un niño. Camila no se animaba a ir y le rogó a su esposo que se ocupara de todo. Él accedió. Se despidieron con un abrazo interminable.    

 

Así fue como Franco emprendió un viaje por un camino muy transitado en el primer tramo hasta la intersección con la ruta nacional doscientos treinta y siete que unía Villa La Angostura con Bariloche. Luego, el desierto. Iba a conocer al niño o la niña, no lo sabía, y comenzar el proceso de adopción. Todo era incierto. 


    Los kilómetros de camino por la ruta veintitrés que circula por la meseta rionegrina fueron peores de lo que había imaginado. La soledad y el paisaje árido, polvoriento e inhóspito le hacían tener malos augurios. Nunca había pasado por Pilcaniyeu, Comallo y Clemente Onelli hasta Ingeniero Jacobacci, pueblos de origen ferroviario, del Tren Patagónico que une Viedma-Bariloche. Lo único que conocía de Ingeniero Jacobacci era su tradición ferroviaria. Cuna de la famosa Trochita que unía esta localidad con Esquel. Él iba por la ruta. Desde Villa La Angostura no había manera de tomar el tren sin un largo derrotero hasta Bariloche. Lo desanimaba ir sin su mujer y lo corroía la incertidumbre de no saber con quién se iba a encontrar.  


    Cuando llegó a Jacobacci localizó al maestro con el que había hablado días atrás. Con parquedad el hombre le dijo, si me acompaña vamos hasta a la escuela donde está el niño. Usted verá, allí tendrá su primer contacto. El corazón le dio un vuelco. ¿Cómo sería el pequeño? El lugar quedaba más lejos aun, en plena barda de la meseta. Era una escuela albergue, sin agua, sin luz, solo un rancho de adobe rodeado del polvo que acumulaba el viento patagónico. Pensar que estaban a pocos kilómetros de la represa Alicurá que en vez de abastecer a los lugareños, llevaba energía a Buenos Aires. La desolación teñía el ambiente. El establecimiento era un rancho que oficiaba de escuela multigrado, adosado a un dormitorio común para los niños residentes. Un solo maestro, director, cocinero y portero. Allí estaba el pequeño. Sin más ni más el maestro le dijo a Franco, este es Marito. Y al niño, este es Franco. Marito lo miraba con sus ojazos que lo interrogaban sin decir nada. El encuentro se desarrolló entre los gritos y juegos de los alumnos que corrían en el polvoriento patio donde se erguía la bandera argentina. Así se hace patria, pensó Franco.

 

    El encuentro fue intenso. Enseguida empezaron a hablar de fútbol, del colegio, de lo que le gustaba comer, los deliciosos fideos con tuco que cocinaba el maestro. Hasta jugaron un rato a la pelota. Marito con sus ocho años apenas sabía leer y escribir, advirtió Franco, por el cuaderno que el niño le mostró. Apenas unos garabatos, números y su nombre. Lo enamoraron sus ojos tiernos y sus cachetes enrojecidos por el frío y el viento patagónico. Se le pegó como sabiendo a qué venía. Franco quería mandarle una foto a Camila pero en el lugar no había conexión posible. Soledades patagónicas. 

 

    Al atardecer retornó en un recorrido pleno de alegría. Seguro de que el niño en algún momento iba a vivir con ellos. Que Camila iba a ser feliz. Que al próximo viaje irían en busca de Marito con ella, la futura mamá. La meseta se tornó colorida y cercana. La estepa brilló con un sol radiante. Cuando divisó la cordillera nevada acercándose a Villa la Angostura su corazón estaba henchido de felicidad. En la última curva antes de entrar al pueblo no vio el camión que venía de frente a toda velocidad.



© Diana Durán, 23 de noviembre de 2021

 

 

 

AMORES DE FRONTERA

 


Fotografía: Google Earth. Ruta 17, entre Bernardo de Irigoyen y Eldorado

AMORES DE FRONTERA

Bernardo de Irigoyen y Dionisio Cerqueira, ciudades enfrentadas en el límite de la Argentina y del Brasil. Una calle las separa o, en realidad, las une. Distintos idiomas oficiales, el español y el portugués; costumbres parecidas, ciudades hermanas. Mixtura de frontera donde las identidades se confunden. Verdaderos hormigueros humanos por el trasiego de las poblaciones. 

La bella Iracema nació en Eldorado, ciudad del litoral misionero a orillas del Paraná lindando con Paraguay. Había terminado el secundario cuando su familia tuvo que migrar por el cierre de la fábrica donde trabajaba el padre. Eligieron Bernardo Irigoyen en la frontera oriental de la provincia. Irse alentaba nuevas oportunidades, al menos en las conjeturas. Así lo pensó el hombre, un rudo trabajador, que por primera vez en su vida estaba desocupado. Había sido hachero, labrador y luego obrero de una fábrica de calzados. Su esposa e hija completaban la pequeña familia nuclear. Muy unidos, muy católicos, muy tradicionales. Iracema no quería abandonar a sus amigos y su ciudad. Rechazaba partir, pero no tenía chances de oponerse. 

El joven Joao nació en Dionisio Cerqueira y estudió en la Escola Pública Estadual. Era algo atolondrado, pero de buenos sentimientos. Su padre trabajaba en la Delegación de la Policía de la ciudad. La madre y los dos hermanos varones completaban una familia donde reinaba el rigor paternal. Era un hombre estricto que impartía una férrea disciplina a sus hijos. Como policía de frontera estaba al corriente de las actividades ilegales de la zona, el contrabando, el tráfico de drogas y las migraciones ilegales. 

Iracema y Joao se conocieron en los continuos trajinares de una ciudad a la otra. Ella quería estudiar profesorado de Lengua y Literatura, pero primero debía encontrar un trabajo. Salió a recorrer a pie los negocios en el borde de ambas ciudades. Consiguió emplearse en un minimercado cercano al paso internacional del lado argentino. Joao trabajaba como conserje en un hotel brasileño. Él concurría al mercado cotidianamente porque le convenía al cambio. Quedó alucinado por la belleza de la joven. Bom día, muito prazer, le dijo Joao a Iracema. Ella le respondió bajando los ojos, bom día, obrigado. Comenzó la relación en "portuñol". Siguieron las charlas informales y las más personales. Paseaban por el límite de ambas ciudades. Había muchos negocios, parquecitos y arboledas. Un boulevard con bancos propicios para sentarse y tomar mate. Los animaba el bullicio de la gente con sus bolsos y cajas de compras en la frontera. Se distraían conversando sobre sus “aldeias” y sus gentes. Se enamoraron. A los seis meses empezaron a soñar con una vida juntos. Eran casi mayores de edad. 

Las diferencias irreconciliables partían de las religiones que profesaban fervientemente las familias, católica, la de ella; evangélica, la de él. Fieles a sus tradiciones, los padres se opusieron a la unión rotundamente. No debían casarse. Las madres de ambos, no cumplieron ningún papel mediador. La contracción absurda a los respectivos cultos limitaba su libre albedrío.  

Iracema y Joao tomaron una osada decisión. Animados por el dinamismo del modo de vida fronterizo y la pulsión a migrar planificaron vivir juntos en otro lugar. Ella extrañaba su terruño. Él se sentía capaz de todo por estar junto a ella. Estaban seguros de encontrar trabajo y poder casarse. Querían alejarse de las vanas negativas y las restricciones religiosas. 

Evadiendo a las familias se encontraron una siesta en la estación terminal de Irigoyen para viajar a Eldorado. Podrían haber pensado en alguna ciudad más distante, pero se decidieron por un lugar cercano y conocido. Tomaron un micro que cruzaba Misiones por la ruta diecisiete hasta Eldorado. Atravesaron el camino selvático, ondulado, rojizo, húmedo y tropical. Muy de vez en cuando veían algún cartel destartalado de “prohibido cazar”, con dibujos despintados de yaguaretés y osos hormigueros. “Salida de camiones” o “cuidado, pendiente” en los tramos más serranos. Escucharon de fondo los cantos estridentes de loros, papagayos y tucanes. En el trayecto vieron a la vera del camino algunos caseríos en medio de la selva misionera o de los bosques ralos por la deforestación. Viajaron abrazados y seguros del presente y futuro juntos. Jóvenes y enamorados nada temían. 

Cuando bajaron en la terminal de Eldorado, ella sintió cuánto añoraba su pueblo natal. Estaban felices. Llegaron al humilde alojamiento que habían reservado donde pasaron una anticipada noche de bodas de fantasía. A la mañana siguiente seguían dormidos cuando golpearon fuertemente la puerta de la habitación. Era el recepcionista del hotel. La policía local los esperaba en la entrada del residencial para devolverlos al mundo real. Los habían dado por desaparecidos. 

El escarmiento fue retornar a sus lugares. A la frontera seca, al empleo chato, a la rutina de las ciudades linderas. Ahora separados. Iracema recibió la penitencia paterna de no salir de su casa durante un mes. Con la carátula de inmigrante ilegal, Joao fue privado indebidamente de su libertad en el destacamento policial. Su propio padre obtuvo la orden judicial. Fin de la relación. Comienzo del desafío frente a los sueños truncados. Cuando recuperaron su libertad se vieron a escondidas durante más de un año. Nadie pudo frenarlos. Esta vez lo planearon muy bien y juntaron los reales necesarios. Viajaron a la ciudad más poblada del Brasil, San Pablo, a mil kilómetros de sus residencias para iniciar una nueva vida. En el anonimato nadie los detendría.

© Diana Durán, 5 de noviembre de 2011

MUJER MIGRANTE

 


Fotografía. Diana Durán

MUJER MIGRANTE

 Carmen partió en un micro desvencijado desde Caacupé, un pequeño pueblo de Paraguay, hasta Asunción. Era una joven de diecinueve años, corpulenta pero armónica en su fisonomía general. Cara redonda, ojos pequeños y piel cetrina. Llevaba un pequeño bolso con sus escasas pertenencias. Había guardado prolijamente sus zapatillas, dos sencillos vestidos, algunos pañuelos, un mantillón y unas pocas fotos familiares. Su único tesoro era una medallita de la virgen de los Milagros, regalo de su madrina Concepción. Hablaba mejor el guaraní que el español y sus saberes eran básicos, sumar y restar; leer y escribir. El micro surcó el camino rojo y ondulado entre los verdes de la llanura. Divisó con nostalgia el lago Ypacaraí y pensó que iba a extrañarlo con toda su alma. Estaba inquieta por un viaje tan largo y un destino incierto. Nunca había salido de Caacupé más que hasta la costa del lago acompañando a la familia cuyos niños cuidaba desde los quince años. En la capital paraguaya la esperaba su tía quien solo la trasladó al micro de larga distancia. Así emprendió el viaje a la Argentina donde la esperaría su madre quien había migrado hacía un año. No había otro remedio. Quedaban en la casa de Concepción muchas bocas que alimentar. De allí la decisión, común a tantas otras migrantes paraguayas cuyo destino es la Argentina. Carmen era la típica kuñaguapa (1), hacendosa y trabajadora, pero de carácter tímido y retraído. 

Casi no pudo comer ni dormir en todo el trayecto. Solo algunas galletas y agua. En un principio la tranquilizó el paisaje conocido, tan llano y forestal, lindando el río Paraná. Poco a poco las sucesivas entradas a pueblos y ciudades comenzaron a hacerse interminables. El coche semicama no llegaba más a destino. Carmen comenzó a rezar apretando fuerte su medallita. Al cabo de veinte horas, apenas atardeciendo entró a una ciudad gigantesca, mucho más grande que Asunción. Llegó a la terminal de Retiro agotada y temerosa. La iba a esperar, según le había dicho su madrina, un vecino quien la llevaría a su destino en la Isla Maciel donde la esperaba su madre. Mba'éichapa, (2), Carmen, le indicó alguien al bajar. Sintió un poco de alivio al escuchar hablar en guaraní. Le respondió que era ella y el hombre le ordenó que la siguiera hasta el auto para llevarla a destino. 

 Así comenzó su martirio. Como tantos otros tacheros porteños andaba a los tumbos por la ciudad. Manejaba rápido, viboreaba para deslizarse entre los autos, se adelantaba a los camiones y micros para pasarlos justo antes de chocar. Carmen iba llorando en silencio. No podía gritar porque no le salía la voz. Viajaba abrazada a su bolso y seguía apretando la medallita e invocando a la Virgen. Se escuchaba una música estridente en la radio del taxi mezclada con órdenes de una voz de mujer gritona que indicaban próximos viajes. La pobre no entendía nada. Por alguna razón desconocida transpiraba frío a pesar del calor. El tránsito era infernal en la autopista y la velocidad que llevaba el taxi hacía que la muchacha pensara que en cualquier momento se iban a estrellar. Se sumaba el desconocimiento de ese hombre que le había hablado una sola vez en todo el viaje. La muchacha no sabía a dónde iban. Temía por su destino. No conocía ese mundo de edificios altísimos, mezclados con depósitos, fábricas y extrañas grúas metálicas. Cuando casi no podía ni mirar comenzó a sentir un fuerte olor a podredumbre. Cruzaron un río color negro totalmente diferente al de las aguas azules del Paraguay. Bajaron súbitamente por un puente. Carmen apenas espió con sus últimas fuerzas una mezcolanza de casas modestas, rústicas, de chapa y madera, de distintos colores, de dos y hasta tres pisos. Estaba anocheciendo, la muchacha no sabía qué pensar, si estaban cerca o lejos del destino, si alguna vez iba a llegar a algún lado, si como en una pesadilla ese viaje no terminaría jamás. 

 El hombre frenó de golpe el taxi. Desde la bajada a la Isla Maciel, Carmen no se había asomado a la ventana. No me puedo enderezar, creo que me voy a desmayar, pensó. Yacía en posición casi fetal. No sabía qué hacer. Tenía miedo de ver donde estaba. Abruptamente el taxista le ordenó que se bajara. ¿Su viaje había terminado? Miles de imágenes pasaron por su mente, Caacupé, el lago Ypacaraí, su trabajo y su vida sencilla, además de las postales confusas de los lugares que había atravesado. Quién sabe ahora qué iba a ser de ella. Levantó la cabeza con el resto de las fuerzas que le quedaban y entonces vio a su madre con su sonrisa de siempre. Se fundieron en un abrazo interminable. Angá m’hija (3), le dijo, venga que le preparé unos chipás calentitos, debe tener hambre.

(1) Mujer que no se rinde, en guaraní

(2)  ¿Cómo estás?, en guaraní

(3) Pobrecita mi hija, en guaraní

                                                                                           

©  Diana Durán, 4 de octubre de 2021

EL SUR

Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024 EL SUR Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él ...