Mostrando entradas con la etiqueta BUENOS AIRES. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta BUENOS AIRES. Mostrar todas las entradas

PENSAMIENTOS EN VUELO

 


Foto: Diana Durán

Pensamientos en vuelo

Nubes y más nubes. Un mar de blancos y grises. Un colchón espumoso que lo cubre todo. Inabarcable, infinito. Algunos espacios en el blanquecino manto dejan entrever el verde, el amarillo, el marrón del campo, las estancias y la mínima naturaleza virgen. Los arroyos plateados y finos, apenas unas hendeduras que declinan al mar bordeados por los intensos colores esmeraldas de los bosques en galería. Las brillantes lagunas que reflejan la luz como efímeros e irregulares espejos. El brillo rojo del sol vespertino provee el destello que todo lo ilumina. El perfil de las sierras en el horizonte donde sus picos y laderas incipientes delinean una grisácea sombra. Espaciados y pequeños cuadriláteros de calles y manzanas en la inmensidad del territorio apenas urbanizado. Como rectilíneas ranuras los caminos conectan los pueblos.

Dejo de mirar por la ventanilla y mis pensamientos se alejan de la observación del atardecer. Estoy por llegar. Vamos a descender. Mi vida puede cambiar. Será el momento del deseado primer encuentro con Martín. Falta poco. ¿Cómo será él en realidad? ¿Tan interesante como en nuestros diálogos? Pronto lo sabré. Me invade una gran excitación.

Una azafata anuncia el próximo aterrizaje. Pocos minutos después se ejecuta una maniobra y el avión vuelve a ascender en una operación poco común. Me pregunto si habrá prioridad de paso para otra aeronave. El capitán indica a la tripulación que se mantenga en sus lugares y explica a los pasajeros con voz tranquila que habrá algunas turbulencias. Nada raro. Sin embargo, comienzan los vientos cruzados y el paisaje que antes me parecía maravilloso se torna amenazante. Aparecen unos yunques enormes de los temidos cumulunimbus. No me gustan, el piloto debería haberlos sorteado, pienso, pero quién soy yo para discernir sobre las maniobras de un avión. Tengo confianza en el comandante. Seguro estamos atravesando un frente y él ha decidido subir a mayor altura. No veo nada por la ventanilla. Solo nubes y más nubes, oscuras y tenebrosas.

Por primera vez observo a mis acompañantes, dos jóvenes que juegan con sus celulares. No parecen nerviosos. Pienso en la espera de Martín. ¿Estará preocupado con la tardanza? Seguro que sí.

Descendemos bruscamente. No sé calcular cuánto. ¿Un pozo de aire? Los pasajeros gritan. Es para hacerlo, esos agujeros demuestran la fragilidad del avión, aunque bien sé que no es así. No hay medio de transporte más seguro que el aéreo, dicen. Maldigo el estar sola entre tantos desconocidos. Si estuviera con él seguro me hubiera abrazado muy fuerte. Atravesamos nubes y más nubes. El panorama ya no me gusta nada.

Una voz tranquilizadora anuncia nuevamente que estamos por aterrizar. No la escucho bien. Pregunto a uno de mis compañeros de asiento. Me dice que descenderemos en el aeropuerto de Santa Rosa y no en Comandante Espora. La azafata explica que allí aguardaremos hasta que mejoren las condiciones meteorológicas para volver a destino.

El avión carretea y aterrizamos en un lugar inesperado. Los pasajeros aplauden. Nos hacen bajar por lo que supongo que el tiempo no va a mejorar pronto. Evalúo, debemos estar a más de una hora de vuelo de Bahía Blanca adonde tendríamos que haber arribado.

De algo estoy segura, no volveré a subir a este avión. Bajo con mi carry on y mi mochila. Decido tomar un micro en Santa Rosa de regreso a Buenos Aires. Tarde lo que tarde iré por tierra. Ya no pienso en la belleza del cielo ni en el disfrute del paisaje.

Súbitamente me doy cuenta de mi olvido. Martín me estará esperando en el aeropuerto de Bahía. Nuestro primer encuentro tan deseado... Reflexiono, en el camino me comunicaré con él.

 

© Diana Durán, 6 de abril de 2023

UN DÍA EN EL TERRAPLÉN SERRANO

 


El terraplén y la cabaña en Sierra de la Ventana. Street View

Un día en el terraplén serrano

 

En Sierra de la Ventana había un terraplén, el de las vías por donde circulaba el ferrocarril con mínima frecuencia, pero vital para la comarca turística. Con sus árboles añosos y pastizales amarillos, era un ambiente especial y diferente del resto de los sitios serranos. Desde el terraplén se veía mejor el paisaje, como subiendo a una serranía baja. Los lugareños no lo transitaban, imbuidos de sus propias actividades. En cambio, los turistas, parejas de enamorados, chicos aventureros y demás paseantes vagabundeaban por las vías en busca de sosiego o diversión. Algunos caminaban desde la mismísima estación hasta el viejo puente de hierro y otros retozaban en los taludes subiendo y bajando.

Cuando la sequía arreciaba el terraplén se tornaba gris amarillento y algo triste. Un verde brillante, en cambio, lo tapizaba en época de lluvias. Era un ecosistema humano y natural a la vez. Muy pocos, pero destacables los árboles allende el talud. Viejos y de gran altura se erguían álamos, pinos, sauces y eucaliptus.

En la cima de un árbol de copa algo raída por el tiempo habitaba un milano (*). Hermoso ejemplar de ave rapaz con plumaje blanco y ojos de mirada amenazante. Él reinaba con su vuelo rasante en las soledades humanas del talud. Desde la rama más alta acechaba sus presas para cazarlas hábilmente. Cuises, ratones de campo y hasta conejos. Aunque cuando la escasez recrudecía se alimentaba de residuos de los vertederos de basura que la gente descuidada tiraba por allí.

El milano transcurría su vida junto a su hembra que en el otoño ponía uno o dos huevos. En la época estival cuando se producía el aluvión de turistas el ave se retraía insatisfecho.

Frente al eminente árbol donde regía el milano, al que la mayoría nombraba despectivamente "aguilucho", había una cabaña pequeña de ladrillos a la vista y techo de zinc, pocas veces ocupada.

Un año durante las Pascuas, ya pasadas las ajetreadas vacaciones plagadas de turistas, apareció una familia peculiar que se adueñó del lugar como buenos humanos. La madre y las dos hijas ya grandes tenían la costumbre de esconder los huevos y conejos de chocolate para celebrar las Pascuas en los lugares más insólitos. Lo hacían para el pequeño, hijo de una de las muchachas. Eran felices al verlo buscar en el jardín o incluso en los terrenos del terraplén donde habitualmente jugaba. El ave rapaz se sentía invadida, pero se mantenía calma porque le tenía simpatía al niño que no andaba con hondas ni molestaba a los pájaros que se alimentaban por allí.

Don milano, en general, no tenía buen carácter. Refunfuñaba especialmente cuando otros pájaros invadían su hábitat o con la gente desconsiderada por sus extrañas costumbres de ahuyentar a sus presas. No se veía un cuis ni un conejo cuando veraneaban.

En el mismo entorno del terraplén habitaban otros personajes alados. Como residentes, tijeretas, chimangos y carpinteros campestres y desde la primavera las migrantes golondrinas y zorzales patagónicos. Era habitual ver a la tijereta pelear con el chimango. Cosa extraña que un ave tan pequeña y de larga y ondulante cola tuviera la costumbre de perseguir en vuelo al chimango inoportuno. Aunque quien regía en el terraplén era, sin duda, el milano por su porte y sus costumbres.

El domingo de Pascuas, madre e hijas se despertaron muy temprano y se dispusieron a colocar los huevos y el conejo de chocolate bien escondidos en los alrededores de la cabaña. Lo hicieron en varias rejas de las ventanas laterales, en un agujero de un tronco talado, detrás de un viejo cartel herrumbrado, en las alcantarillas del terraplén y hasta en el pino donde habitaba el milano. Los huevos de distintos tamaños fueron ocultados en pequeñas bolsas de papel madera que se mimetizaban en el entorno. Cuando el niño despertó después del desayuno pascual, la abuela le dijo, llegó el día, ¡a buscar los huevos y el gran conejo! Feliz él salió a recorrer y los primeros que encontró fueron los ubicados en las rejas. Saltaba y gritaba de alegría para risa de la familia que lo seguía bien de cerca. Luego empezó a merodear por el jardín y siguió hallando huevos de pascuas de distintos tamaños entre las matas de arbustos y los canteros de flores silvestres. Llegó el momento de otear el talud y allí solo encontró un huevo en el tronco cortado. Para sorpresa de la madre y las hijas faltaba el conejo de chocolate, que habían dispuesto en una rama del árbol lo más alto que pudieron. Era fácil de descubrir, pero no había caso, no lo descubrían.

Toda la familia buscó y buscó pues no se explicaba la desaparición de la deliciosa golosina de pascua, hasta que desde la copa del árbol el ave orgullosa mostró su glorioso trofeo: el gran conejo de pascua que se había llevado como presa a su nido. Delicia para las aves y diversión para la familia que divisó al milano deglutiendo con su hembra el regalo pascual. El niño se rio a carcajadas feliz de ver semejante ostentación y le mostró sus propios tesoros de chocolate.



Milano blanco. Fotografía Héctor Correa


(*) MILANO BLANCO  Elanus leucurus
FAMILIA: ACCIPITRIDAE

Nombres vulgares: Aguilucho. Araucano. Bailarín. Cometa blanca. Elanio blanco. Gavilán blanco. Halcón. Halcón azulado. Halcón bailarín. Halcón blanco. Halcón langostero. Halcón lauchero. Halcón morotí. Halcón plateado. Lechuza blanca. Milano. Ñancu. Sacre. Taguató-morotí.

DESCRIPCIÓN

L: Macho: 35-42 cm. Hembra: 37-43 cm. Pico negro. Cera y patas amarillas. Iris rojo. La cabeza es gris con una línea ocular oscura y la frente blanca. Dorsalmente es grisáceo. Ventralmente es blanco. Las alas son puntiagudas, grises con las cubiertas negras. Ventralmente las tapadas son blancas con una mancha negra, el resto gris. La cola es blanca con las dos plumas centrales grisáceas pálidas. El inmaduro es ventralmente y la corona, estriado de pardo y canela. La cola tiene una banda subterminal grisácea. Las plumas primarias, las secundarias y las de cobertura, con punta blanquecina.

 

COMPORTAMIENTO

Se lo ve asentado en postes, cables o en árboles. Es de vuelo rápido a mediana altura. Cuando busca el alimento aletea a cierta altura suspendido en un mismo lugar y luego se lanza sobre la presa con las alas hacia arriba y las patas extendidas hacia abajo. Anda solitario o en pareja.

 Fuente de la descripción: MILANO BLANCO – Aves Argentinas (unl.edu.ar)

© Diana Durán, 1 de marzo de 2023

LA MADRE, EL HIJO Y EL FÚTBOL

 


Canchita de fútbol en Ramos Mejía. Street View

La madre, el hijo y el fútbol

El sacrificio, los miedos y la compañía del hijo. Enfrentaba la vida con todas las fuerzas de una joven dispuesta y laboriosa. Ella y su soledad. Ella y su hijo. Ella y su trabajo. Ella y su suerte.

Se había mudado de la Capital a un suburbio del oeste para disminuir costos. Su hijo tenía un año. Era su sol, su norte, su fortaleza.

Vivían en una pequeña casa en las cercanías del centro comercial de Ramos Mejía. Abigarrado como toda la ciudad más allá de la General Paz, pero barrio al fin. Había plazas, verde, vecindad, buenos accesos. Paisaje urbano unido a la Capital, pero más sencillo, más económico y, sobre todo, más residencial.

Antonella recorría el vecindario con una bolsa llena de ropa para vender en los tortuosos caminos que había aprendido a dominar como la palma de su mano. No era un trabajo formal sino una actividad a pulmón con la que pagaba todas las cuentas y la manutención de la pequeña familia. Circulaba en bicicleta con el niño, casi un bebé, a cuestas. Vaya a saber cómo lograba el equilibrio necesario, sorteando perros, pozos y charcos por las calles de tierra en un radio que llegaba a los límites con San Justo y Ciudadela. Había logrado contar como clientas a muchas mujeres que la apreciaban. Simpatía y solidaridad de género. El padre del niño había quedado muy lejos, en las antípodas. Ella no se amilanaba. Había adquirido una fuerza superior para sostener a su hijo. Su familia la apoyaba, aunque residía en el centro capitalino. El día a día lo enfrentaba junto a su hijo, sin traumas, excepto por el miedo de que tuviera alguna enfermedad. Cuando sucedía, iba a la guardia del hospital y suspendía toda actividad hasta verlo mejor. A la noche, se abrazaba a su retoño y dormía con él.

Desde el año, cuando aprendió a caminar, Martín jugaba a la pelota con su madre. Ante el menor reclamo ella estaba allí para atajar, rematar y gambetear. Con ese chiquito cuya cara feliz la animaba a dejar lo que fuera para acompañarlo. Sus piernitas se fortalecieron con la zapatilla, una especie de triciclo con el que daba mil vueltas a la manzana a toda velocidad sorprendiendo a los habituales vecinos. Primera infancia de esfuerzo y dedicación absolutas. Nada para ella. Su vida consagrada al hijo.

A los seis el pequeño se repartía entre el colegio y la práctica de fútbol en una escuelita de barrio. Antonella también jugaba en un club local. Siempre recordaba la afinidad con su hermano adolescente comentando los partidos que escuchaban en la radio cuyos goles marcaban con toda prolijidad en el diario dominical. Ahora lo tenía lejos físicamente, pero cercano al corazón.

De adolescente Antonella había sido una diablilla graciosa. Jugaba a todo lo que practicaban los varones, las figuritas, los autitos, la Player y, por supuesto, al fútbol. Por eso no le costaba acompañar el crecimiento lúdico y deportivo de su hijo. Los mismos juegos, los mismos intereses aggiornados con el correr de los años.

El primer partido oficial de Martín fue en una cancha polvorienta cercana a la estación de tren. Sin un solo cuadro de césped, Martín inició su práctica continua, entre el olor a hamburguesas y la presencia saltarina de los perros callejeros interviniendo en las jugadas. Él estaba feliz, iluminado por una sonrisa franca, la cara redonda y animada, bronceada por el sol, orgulloso de su camiseta recién comprada. Siempre ante la presencia de su mamá.

Dos años después comenzó la fase en la que pudo entrar a la Rabona Fútbol Club de Ramos. Fue en “la 2010”, porque ese era el año de su nacimiento. La felicidad de su madre al contemplar el carnet. La escuelita de fútbol. El rostro colmado de satisfacción al final de los partidos ganados, la decepción en las derrotas, la algarabía de meter un tanto. Hoy hice un pase de gol, mami, viste. Hoy me adelanté y se la pateé perfecto al centro delantero. Cada vez que hacía un tanto, Martín miraba a la tribuna señalando con el brazo extendido donde estaba su madre como si fuera un jugador profesional. El consabido chori del almuerzo después del partido. Los viajes en micro a partidos de la zona para competir fueron un regocijo para ambos. Las medallas y los pequeños trofeos empezaron a invadir su dormitorio. Antonella se preocupaba por equilibrar su dedicación al juego con las tareas escolares. Quería que el deporte fuera un suplemento de su formación, aunque no siempre lograba el mismo interés. Ella no había sido una alumna dedicada y ahora debía lidiar con la falta de una profesión que le diera un pasar mejor. No quería eso para su hijo.

Por esas épocas, el fútbol femenino se había afianzado, entonces él acompañaba a su madre más que feliz. Mami juega a la redonda como yo, comentaba en la escuela orgulloso. Unión que los estrechaba y los fusionaba. Inquebrantables.

Antonella había crecido también en un barrio tranquilo, entre cortadas y baldíos. Jugaba con los varones en la calle. Nadie la discriminaba. Practicó en el equipo de niños del colegio hasta que fue una adolescente. Entonces no la aceptaron más. Todavía el fútbol de mujeres no se había desarrollado, ellas se dedicaban al hockey. Estaba mal visto jugar al fútbol. Pero a la niña no le importaba. Se sentía feliz y no producía ningún rechazo en sus compañeros.

Abandonó el fútbol durante algunos años hasta que en Ramos pudo retomarlo. La práctica femenina comenzaba a abrirse camino. Jugaba en cualquier puesto. Era mayor que sus compañeras, pero siempre le ponía garra. Se la transmitió a su hijito. Mientras ella entrenaba, él peloteaba al lado de la cancha estudiando las jugadas de las mujeres.

Vivían en un departamento de pasillo, con un pequeño patio. Allí creció los primeros años, allí aprendió a jugar, en el corredor y en ese cuadrado íntimo solo compartido por ambos. Sus piernas curtidas por el amor al fútbol no dejaban una pelota sin patear. ¿Puedo ir con vos?, era la frase más repetida. La acompañó por años a jugar hasta que los papeles cambiaron y ella lo hizo con él.

La lucha de la madre por acompañar a su hijo fue indecible. Primero a todos los entrenamientos y juegos cuando era pequeño. Luego, solo los domingos a los partidos porque él, ya adolescente, recorría los itinerarios que conducían al club en bicicleta para la práctica. No había peligro. Él conocía la vecindad y saludaba a todos con el brazo en alto como en los partidos. Juntos se acompañaron, se divirtieron, diría que hasta crecieron a la par.

Cuando fue grande, Martín no se convirtió en un futbolista. Estudió y se recibió de abogado. Siguió jugando, pero como un pasamiento más. Sin embargo, esas horas, esos días que compartió con Antonella su gran pasión futbolera lo marcaron en carácter, temple y valores. 

Ya casado Martín concurre con sus hijos a ver partidos domingueros. A veces graba alguna buena jugada con el celular y se la envía a su querida vieja. Acompaña el filme con una gran sonrisa junto al gesto del brazo en alto que alude al recuerdo de una dupla indestructible que no relegará jamás.

 

 © Diana Durán, 15 de diciembre de 2022

ENCUENTRO EN PEHUEN CO

 


Atardecer en Pehuen Co


Encuentro en Pehuen Co

El mejor momento del día era cuando atravesaba el médano y divisaba el mar. Caminaba con los pies descalzos sobre la arena fría y mojada y jugaba con la espuma del oleaje divagante. Solo la acompañaban unas gaviotas a pocos metros y el poderoso ruido marino. Aspiraba profundamente el aire salino y la envolvía una genuina sensación de plenitud y placer, en estrecha comunión con el entorno.

Sofía había decidido vivir en Pehuen Co, un balneario de la costa atlántica de Buenos Aires. La habían aceptado como profesora en la única escuela secundaria. Era el trabajo ideal para quien quisiera aislarse de la vida ajetreada de Bahía Blanca y, fundamentalmente, de su reciente divorcio. Había decidido alejarse de la gran ciudad y del ambiente docente en el que su exmarido también actuaba, además ganaría bastante más dado el carácter rural de la localidad. Al fin estaría libre de ataduras, luego de diez años de un matrimonio aburrido, desapasionado y anodino. Estaba a sólo setenta kilómetros de Bahía por si quería hacer alguna compra especial, visitar a la familia y los amigos, o acceder a un servicio médico y a trámites complejos. Por la división de bienes, Sofía se había quedado con el auto mediano y la cabaña de veraneo que la pareja había comprado años atrás. La joven pensaba que para recuperarse lo mejor era estar lejos y empezar de cero. Con treinta años no sabía qué le depararía el destino, pero sí que no quería tener una nueva relación. Había una distancia sideral entre el trasiego de profesor taxi de escuela en escuela al transcurrir tranquilo y solitario en la idílica villa balnearia. Todo estaba a un paso en el nuevo lugar. Había transformado la cabaña en una residencia bien acondicionada para vivir con unos pocos muebles vintage de colores pasteles y un gran sillón de mimbre con almohadones estampados, cortinas en bandas verticales black out, algunos libros elegidos y un cuadro tríptico con figuras de mujeres estilizadas. Todo distribuido con gran sencillez lo que le daba a la casa una atmósfera cálida y encantadora. Ahora podría cuidar bien de jardín de agapantos azules, margaritas blancas y amarillas y madreselvas perfumadas cubriendo los muros. Contemplaba los dos pinos a ambos lados de la tranquera y los álamos vigilantes al costado del terreno junto a los aromos amarillos en primavera. Ascendiendo el médano que limitaba su casa en la parte posterior, tres cipreses añejos proveían la sombra ideal para los ardientes veranos. Planificaba revivir su pequeña huerta de hortalizas y aromáticas y plantar algunos frutales. Plenitud completa.

Sofía reinició su vida en Pehuen Co feliz, acomodando su casa y acostumbrándose al ritmo cansino de la vida lugareña. La acompañaba el intercambio con sus colegas que venían de Punta Alta en una combi, para volver al terminar la jornada escolar. Conversaba con algunos vecinos, en general comerciantes que la proveían de los víveres cotidianos. No había mucha gente de residencia permanente, venían en general los fines de semana o en las vacaciones. Disfrutaba su soledad. Se sentía dichosa con sus caminatas sin rumbo por la ribera y el bosque que rodeaba la villa. Era una enamorada del mar, pacífico o bravío, de las nubes cambiantes en forma de penachos, estratos o cúmulos que le permitían imaginar figuras extrañas y sorprendentes. También amaba las puestas de sol tan particulares de Pehuen Co donde el astro salía y se ponía en el mar formando un arco singular de amaneceres y atardeceres únicos. Una bola de fuego alzándose y sumergiéndose lentamente en el horizonte oceánico. Deseaba contemplar el espectáculo una y mil veces. La joven nadaba como un pez desde la infancia, pero era prudente con los vaivenes marinos. Conocía el ritmo de las bajamares y pleamares como el de su corazón.

Todas las tardes, terminado el trabajo, Sofía caminaba a buen ritmo las siete cuadras de tierra que distaban entre la escuela y su casa. Cuando no tenía clases y los días se alargaban hacía otro itinerario que la llevaba por la angosta calle Las Gaviotas hasta Los Tamariscos subiendo y bajando los ondulantes médanos para luego alcanzar la avenida que daba al mar. Entonces corría feliz hasta la orilla. Allí se quedaba hasta el atardecer clasificando caracolas milenarias y rocas de erosionadas formas que coleccionaba luego de una refinada selección.   

Nunca pensó en un encuentro tan inesperado. Una tarde cálida de octubre hizo el recorrido hasta llegar a la bajada de Ameghino y comenzó su acostumbrado vagabundeo por la playa. El mar estaba calmo. Entonces distinguió la silueta de un hombre saliendo del agua con una tabla de surf bajo el brazo. Le pareció de su misma edad. Sin poder evitarlo, se ruborizó intensamente. El joven se le acercó para atravesar el camino por donde ella había bajado. Le sonrió con un gesto amistoso y Sofía le devolvió una tímida sonrisa. Ninguno atinó a decir palabra, pero quedó entre ambos una estela de seducción. Al día siguiente se repitió la escena, solo que esta vez se saludaron e intercambiaron nombres y actividades. Tomás era el nuevo guardaparque de la Reserva Pehuen Co-Monte Hermoso. Se había acabado la tranquilidad emocional para Sofía. No podía dejar de pensar en ese joven encantador al que esperaba ansiosa ver luego del trabajo. Su camino hacia la costa ahora le hacía latir fuerte el corazón. Cuando se encontraban conversaban de todo lo que a ella le gustaba, el mar, la playa, los deportes náuticos, el cuidado del médano, la concientización de los turistas, el aluvión veraniego. Odiaba los días de lluvia porque sabía que no lo iba a encontrar. Se sentía totalmente atraída no solo por el trabajo tan singular de guardaparque, sino porque era un joven atlético, tranquilo y solitario. Entablaron una relación amorosa desde aquel ocasional encuentro. La embargó la pasión. ¿La soledad había quedado atrás?

La joven debió ir a Bahía Blanca para atender a su madre que se había operado. Eran solo tres días, pero los sufrió intensamente. Quería regresar lo antes posible. Se acercaba el verano y sabía que Tomás se sumergiría en el cuidado de la reserva y las visitas guiadas a las huellas paleontológicas. No lo vería tanto como ahora lo que la sumía en el desasosiego.

La muchacha regresó el lunes cuando se anunciaba una temible sudestada. Se habían suspendido las clases. Arreciaban vientos de más de 80 km por hora. Había vuelto a tontas y a locas solo pensando en el reencuentro. Por suerte su casa estaba en orden, nada se había arruinado, aunque los árboles se bamboleaban peligrosamente. Ella solo imaginaba a Tomás. Se animó a bajar a la costa, aun sabiendo lo que significaba ese temporal. Apenas pudo llegar por el viento huracanado, los truenos amenazantes y la lluvia torrencial. La playa se había convertido en una estrecha franja contra los tamariscos. La arena le azotaba el cuerpo. No lo encontró, pero descubrió un morral colgado de una rama. Se desesperó. Corrió a su casa y se comunicó con el delegado municipal quien atareado no podía responderle, solo le exigió que se refugiara en su casa. Estaba trabajando con los bomberos debido al mal estado de las defensas costeras, el posible retroceso y derrumbe del médano y las consecuencias en los chalets veraniegos de la línea de costa. Sofía suponía que Tomás como guardaparque sabría cuidarse, pero estaba muy afligida. Podía resultar una tragedia. Por primera vez, el lugar le parecía sombrío y triste. Supuso que el joven había ido a revisar el estado de la casilla en la entrada de la reserva paleontológica y habría preferido quedarse protegido tras los médanos hasta que amainara la tempestad. También pensó que habría olvidado su morral durante la recorrida matinal. Pasada una hora Sofía se sentía impotente y alterada por la desaparición de su amado por lo que volvió a llamar al delegado municipal que le contestó que los dos guardaparques, Luis y Esteban, estaban a buen resguardo. ¿Cómo Luis y Esteban? ¿Y Tomás?, preguntó sorprendida Sofía. En Pehuen Co no hay ningún guardaparque llamado Tomás, le respondió el funcionario y agregó algo molesto, manténgase a resguardo, por favor. Sofía volvió a preguntar, pero se cortó la comunicación. No podía entender lo que estaba sucediendo, cómo que no había un guardaparque llamado Tomás. Entonces, quién era su amor. Sofía nunca más lo volvió a ver. La imagen del joven surgiendo del mar con su tabla de surf se transformó en una incógnita amarga e inconcebible. 


© Diana Durán, 14 de noviembre de 2022

AL ACECHO

 


Delta del Paraná. Street View


Al acecho

 

Mara escuchó los ladridos del perro. Se asomó por la ventana e instantáneamente sintió miedo. Estaba sola en la quinta y atardecía. Sus padres se habían ido temprano de compras al Tigre. La lancha habitual no los abastecía de los materiales que requerían para resolver el tema de la filtración de los techos. Ya tendrían que haber vuelto. La muchacha pensó que, si fueran ellos, Igor hubiera ladrado distinto, con el entusiasmo de siempre. Pero esta vez sonaban gruñidos de alerta. No podían ser por su gata Zaira ni por cualquier otro animalito silvestre. En ese caso el ladrido lo hubiera delatado. Esta que escuchaba era una manifestación de peligro. Conocía bien los diferentes sonidos que emitía su querido perro. De allí su temor.

No distinguió nada, ningún movimiento, pero los ladridos continuaban cada vez más fuertes hasta que alcanzaron la dimensión de aullidos. El corazón le comenzó a latir fuerte y sintió que transpiraba frío. No sabía si esconderse o salir a ver qué le pasaba a Igor. Apagó las luces del comedor y se encerró en su habitación para tranquilizarse. No encendió el televisor, no quería que nadie supiera que estaba en su casa. Le quedaba el celular para comunicarse, pero la señal de Internet estaba muy baja. Siempre pasaba lo mismo a esta hora en las islas. Transcurridos diez minutos logró mandar un wsp a sus padres, pero no obtuvo respuesta. Maldijo la única rayita que indicaba que su mensaje no había salido, ergo tampoco leído. Finalmente, los ladridos se acallaron luego de los últimos que la habían aterrado. Pensó que algo le había sucedido a su perro. Tenía que ver qué había pasado. Por eso decidió salir.

Mara tomó coraje, agarró una pala de hierro que se usaba en la chimenea y se acercó a la puerta. Había pasado una hora entre el primer ladrido y el momento en que atravesó la entrada. Ya eran las siete de la tarde. Se habían encendido las luces del parque. Se asomó apenas por la mirilla y nada. No se veía nada. El perro había cesado de ladrar y tampoco se lo divisaba.

Estoy a la buena de dios, se dijo. Pensó que sus padres podrían haber sido ser atacados en el muelle por ladrones. Entonces no dudó, saldría para ayudarlos de la manera que fuera.

Apenas atravesó la puerta, escuchó maullidos suaves. No dudó en acercarse hacia los ligustros que rodeaban la casa. Allí estaba Igor tendido al lado de la gata Zaira que había tenido seis primorosos gatitos. Si serás escandaloso, Igor, dijo Mara, tranquilizándose. No pude ver el nacimiento de los gatitos con tus tremendos ladridos. Me asustaste mucho. Le extrañó la inmovilidad de su perro, pero se arrimó feliz a ver el tierno espectáculo. Fue entonces cuando recibió un fuerte golpe en la cabeza y cayó desmayada.

 

LA PELOTA Y YO

 


Benja



La pelota y yo

Pienso. A los seis años ya se puede entrenar en el club. Los cumplo en julio. Mi mamá seguro me lleva. Tengo que pedirle. Por eso hago los deberes bien. Para que se acuerde y me anote en Rosario. Rosario es el más grande de Punta Alta. El mejor club para mí. Sporting también, pero me gusta más la camiseta de Rosario. Además, mi mamá es de Rosario y mi abuelo también.

Hoy empiezo. Volví del colegio y ya hice los deberes. Ahora, me toca ir al club. Me dijeron mis amigos de segundo que el profesor de la 2010 es lo más. Se juega por el año en que naciste. Se anotaron Milton, Bruno, León, Santi de mi escuela y no sé quiénes más. Ramiro, mi vecino de la cuadra, también. Vamos a ser un equipo tan bueno como Boca o como Argentina. Capaz puedo ganarme una copa.

Me doy cuenta de que me gusta más el fútbol que el colegio, pero no puedo dejar de ir porque sin colegio no hay fútbol, me dijo mamá.

El otro día mi mamá me quiso poner unos dibujitos para que me durmiera rápido a la noche. Daba vueltas y no me podía dormir. No me gustaban los dibujitos. Entonces cuando mamá se fue a la cama, cambié de canal y puse Sportcenter. Mi mamá me dijo que a veces hablo de noche dormido. Debe ser porque se me ocurre una jugada. Soy un campeón haciendo eso. Me gustaría ser periodista deportivo como mi mamá. Mi mamá es la mejor de todas las mamás porque nadie sabe de deportes como ella.

Me sigue gustando más el fútbol que el colegio, pero no se lo digo a mi mamá. A mi abuela tampoco porque ella me va a decir lo mismo. Sin colegio, no hay fútbol. Eso quiere decir que me tengo que sacar buenas notas.

Los viernes mi abuela me va a buscar al colegio para ir a su casa. Cuando llego almorzamos algo que me gusta. Siempre me hace cosas ricas, empanadas, milanesas, fideos con crema y mucho queso. Yo llego, me saco las zapas y voy a buscar pelotitas. Comemos y jugamos con esas pelotitas chiquitas de colores. Hay por todos lados, debajo de los sillones, detrás del escritorio, debajo de la mesa. Yo solo sé dónde están. Mi abuela se sienta en la silla y yo hago un arco que son las baldosas del horno y empezamos. La tiro y me la devuelve. La tiro y me la devuelve. Siempre le gano. Todas las veces juega conmigo. Mi abuela es una genia. También ella mira mis cuadernos, me felicita y repite: sin colegio no hay fútbol.

Hoy estoy muy enojado. La señorita dijo que no podíamos jugar más a la pelota en la escuela. Nos aburrimos sin fútbol en los recreos. Por eso inventamos “la pelota invisible” y jugamos igual. Hacemos las jugadas de los genios. Todos vimos videos de los mejores. Maradona, Messi, Ronaldo. Las imitamos sin pelota. Di María corre y corre, se la pasa a Lavezzi, él a Messi. La Pulga gambetea a todos y gooool de Argentina. Las maestras mucho no entienden lo que hacemos. Sin pelota igual se puede.

Tengo doce años y recuerdo lo que pensaba de chico. Ya estoy en sexto grado. Este año termino la primaria. Todavía no sé a qué colegio secundario iré. Creo que al Nacio como muchos compañeros. Me sigue gustando el fútbol. Ahora voy solo en bici a los entrenamientos, no me pierdo ninguno, y me quedo a ver a los grandes. Este año hice varios goles, pero un golazo se lo dediqué a mi mamá como hacen los jugadores de primera y alguien lo filmó. Ahora lo tengo de recuerdo para siempre. También me tomó la abuela cuando entré con la bandera de la provincia de Buenos Aires en el acto de San Martín. Me puse muy orgulloso y me acordé del dicho “sin colegio no hay fútbol”.

Diana Durán, 22 de octubre de 2022

DISTANCIA EN EL ENCUENTRO

 


Monte Hermoso. Street View

DISTANCIA EN EL ENCUENTRO  

La distancia era un obstáculo insalvable para el amor, aún en tiempos de virtualidad. Demasiada travesía para el encuentro, kilométrica, tan vasta… Línea meridiana que unía Monte Hermoso, la ciudad de él, con Recoleta, el barrio capitalino de ella.

Luciano era habitante de la pequeña villa turística, acostumbrado al mar, a la pesca, a andar en bicicleta por caminos rurales, a la tranquilidad. Había nacido entre los olivares de Coronel Dorrego y muy joven se había trasladado a Monte. Veinticinco años en el mismo trabajo. Rutinario como era, le gustaba estar tranquilo en su casa, leer un buen libro o ver una película clásica. Cuando llegaba la época veraniega se ocultaba y salía sólo para hacer compras o caminar en zonas alejadas de las muchedumbres turísticas. Tenía cincuenta años. Se había divorciado hacía cinco y no había vuelto a tener pareja. Sus dos hijos varones residían afuera del país. Se sentía tranquilo, aunque una buena mujer, pensaba, sería agradable compañía y ayuda doméstica. Sobre todo, esto último. La concebía como una aliada en el hogar. La candidata debía reunir muchas condiciones, pero por sobre todo ser perfecta ama de casa.

Ema vivía en la gran ciudad, porteña a rabiar. Le gustaba el ruido, las luces, el centro, los negocios, los cafés, encontrarse con amigos, salir al cine y al teatro. Para mantenerse tenía que trabajar mucho en la empresa donde se desempeñaba, pero no le importaba. Apuntaba a pasarla bien sin ataduras. Había preferido la soltería con el fin de tener una vida libre e independiente. Con treinta y nueve años no buscaba una pareja estable. Tampoco tener hijos que limitaran sus deseos de viajar y disfrutar. Como otras mujeres, había congelado óvulos por si decidía ser madre. Rara avis entre sus amigas cuarentonas todavía casamenteras. No se imaginaba limitada por un hombre celoso o dependiente. Vivía más afuera que adentro de su departamento que, sin embargo, mantenía como un espacio cálido y funcional.

Los años 2001 y 2002 fueron caóticos para el país: inflación, cacerolazos, saqueos, violencia en las calles, ollas populares, trueque, aumento de la pobreza, estallido social y represión. A pesar de la situación extrema, la gente continuaba encontrándose. Ema y Luciano lo habían hecho vía virtual. Sin demasiadas esperanzas. Solo para probar.


A él le atrajo su fotografía y descripción en la página de encuentros. Era una morocha interesante y atractiva. Sabía ocultar sus rasgos mundanos y mostraba una belleza peculiar, exótica, misteriosa. Él la contactó e iniciaron charlas extensas y seductoras vía chat. Cada uno ocultaba lo que podía desagradar al otro. Ambos sabían conquistar. Los diálogos fueron cada vez más asiduos hasta que él llegó a la inesperada conclusión de que quería conocerla personalmente. Ella aceptó ocultando su interés. Luciano tomó un vuelo a Buenos Aires y se encontraron en un café-librería de la Recoleta. Un entorno agradable, una burbuja en la ciudad acaparada por motoqueros, gente desesperada por recuperar sus ahorros, manteros vendedores de chucherías. Los bancos estaban cerrados, los ahorristas golpeaban las puertas. La violencia flotando en el aire. No era un buen momento. Sin embargo, ellos congeniaron. Tal vez por ser distintos. A pesar de las profundas diferencias, una tan mundana y algo frívola; el otro, tan sereno y hogareño. La atracción física fue instantánea como había sido en el mundo virtual. Se contaron sus vidas matizadas con mentiras piadosas, se engañaron mutuamente a sabiendas de que, en caso contrario, la relación no avanzaría. Humanas contradicciones.


Él regresó a Monte Hermoso muy atraído por Ema que lo había seducido, pero odiando Buenos Aires que mostraba la cara más nítida del contexto dramático argentino. Ella, a pesar de su habitual resistencia a una relación durable, comenzó a extrañarlo de manera poco común. Difícil convergencia la de ambos. Tan distintos e iguales.


Durante su regreso a Buenos Aires para verla, dos meses después, a Luciano lo seguía sorprendiendo su capacidad de haber conquistado a esa mujer porteña, peculiar para él. Especulaba que no era tan potente su enamoramiento como el de ella. Le había gustado, sí, pero tenía grandes reparos sobre su forma de ser. Detrás del encanto e incluso de la pasión, se había filtrado el arquetipo de la mujer citadina. Su intensidad en el hablar, su interés por lo mundano, su costumbre de andar de lugar en lugar con la excusa de mostrarle la ciudad. A pesar de todo habían disfrutado juntos la Boca, el Teatro Colón, el puerto de Frutos del Tigre, el catamarán por el río Luján, cine y pizzería en la calle Corrientes, café y espectáculo en el Tortoni. Pocos escenarios callejeros sin visitar.


La tercera vez que se encontraron fue en Monte Hermoso durante las vacaciones de invierno. Cómo se amaron. Caminaron abrazados contra el viento helado de la playa y admiraron el verde espejo de la laguna Sauce Grande. Un balneario amigable y el paisaje marino los acarició. Ella se sintió a gusto en su casa, cocinó para él, leyeron fragmentos de libros que elegía de su gran biblioteca, vieron cine clásico, hicieron largas caminatas de la mano por el parque soleado. En el hogar de Luciano intimaron mucho más que en Buenos Aires. Ella se sintió como nunca al lado de ese hombre. Lloró al despedirlo, en cada parada del micro lo llamaba. No quería volver a Buenos Aires. Él la consolaba cariñosamente, como un caballero, aunque no sabía a qué atenerse con ella. Tenía reparos sobre su verdadera identidad. De vuelta a su casa Ema parecía transformada. ¿Se había enamorado?

Siguieron escribiéndose y hablando por teléfono. Pasaron los últimos cuatro meses del año hasta que pudieron reencontrarse en un punto intermedio, Mar del Plata. Él debía volver enseguida a trabajar, ella también. Poco tiempo. Parecía que el puñado de historia en común no bastaba. Ella quería escuchar de nuevo su voz tan deseada, ver su mirada cálida y vespertina, yacer en sus brazos. Quería unirlo a su vida, pero le resultaba arduo reinventarse como él deseaba. Se había dado cuenta palmariamente cuál era su modelo de mujer y a contramano de la historia intentó contrariar el destino. No pudo. Él le manifestó los profundos reparos hacia sus costumbres tan intensas, tan urbanas. Ella le ratificó su independencia. Mar del Plata selló la última cita. Desde allí volvieron a sus distantes rutinas.

 

Ríos de amor, historias breves, obstinados encuentros. Tortuosos cursos de amores inolvidables, inevitables pérdidas. Quebradas nacientes, miradas cercanas, promesas de espera. Cascadas rebeldes los destinos disgregados en dos. ¿Hacia dónde los llevaron? Desembocaduras tristes.

© Diana Durán, 17 de octubre de 2022

ENFERMO DE VIRTUALIDAD


Parque Leloir. Street View


Enfermo de virtualidad

Después de que murió Angélica, Vicente quedó devastado. Su compañera de toda la vida. Cuarenta años juntos hasta los sesenta de él y cincuenta y ocho de ella. Su mujer había sido tierna, dulce, mansa y un ama de casa ejemplar; él, leal, sereno, calmo y un trabajador laborioso. Habían tenido un solo hijo, suboficial de la marina que residía con su familia en Ushuaia. Más lejos, imposible. Lo extrañaban mucho, pero sabían que el destino militar era así. Vivían solos pero felices, una existencia sencilla que los había unido en un lazo indestructible de amor.

Angélica y Vicente eran caseros de una quinta muy amplia en Parque Leloir, al oeste del Gran Buenos Aires. Residían allí desde siempre. Por recomendación de su jefe del aserradero que se había clausurado, Vicente había logrado ese trabajo estable que incluía una pequeña pero cómoda casa en la esquina del solar. De esta manera, la pareja había podido abandonar la pobreza de Ituzaingó en la que habían nacido. Contrastes suburbanos, casas quintas, countries, clubes de campo, villas de emergencia. La riqueza y la escasez en compleja mixtura. La labor de él consistía en el mantenimiento y la de ella en la atención de la familia Amuchástegui durante los fines de semana o las vacaciones. Preparar las camas, limpiar la casa principal, hacer algunas comidas. Con el tiempo las estadías se fueron espaciando cuando la familia comenzó a viajar. La propiedad solía alquilarse así que como estaban habituados a recibir y tratar con gente diversa elegida con cuidado por los dueños no se producían problemas graves.

El lugar era muy especial, distintivo por el aire puro debido a la cercanía al INTA de Castelar y sus espaciosos predios agropecuarios. Parque Leloir había surgido a partir de las Haras Thays, famosas por sus cuatrocientos mil árboles plantados a principios del siglo XX. Increíble la forestación del barrio con un trazado de calles de tierra en líneas curvas que se unían en pequeñas rotondas confluyentes en placitas circulares. La cercana a la quinta donde residían tenía la estatua de un resero en el centro a la que con el tiempo se le habían agregado juegos infantiles. Las calles tranquilas, sinuosas y arboladas y las casas ocultas por la vegetación le imprimían al lugar una belleza poco común en los suburbios bonaerenses. Con el tiempo las viviendas se hicieron más ostentosas y visibles, pero la de los Amuchástegui continuaba oculta entre eucaliptos, ceibos, jacarandás, palos borrachos, sauces, lapachos y nogales en una mezcla única de colores y aromas a los que se agregaban los frutales y la huerta al cuidado de los caseros.  

Ella siempre había sido una excelente asistente de la familia que la adoraba. Él, un gran trabajador. Modestos pero felices. La vida les fue tronchada por la enfermedad de Angélica, un cáncer que se la llevó en menos un año. Vicente subsistió inmensamente solo. No había nada que lo consolara, ni los quehaceres, ni la huerta, ni su hijo con sus nietos que habían venido y se habían ido pasados unos días del entierro. El hombre se hundió en una tristeza rayana en depresión. Solo sus labores cotidianas lo mantenían algo activo, aunque las hacía como un autómata sin el dinamismo de otros tiempos. Su existencia no tenía sentido sin Angélica, lo demolía una melancolía pesada, agobiante, permanente.

El médico le había recomendado relacionarse, no podía seguir tan triste como estaba y menos en ese lugar que solo le traía recuerdos de su mujer. El aislamiento no es buen consejero, le había dicho. Vicente a gatas tenía un celular. Nunca se había comprado una computadora. El hijo le recomendó y enseñó a usar WSP y Facebook para estar más comunicados. El hombre transformó en poco tiempo su energía en contacto con la naturaleza en una sumersión en las redes sociales. Se comunicaba con su hijo y sus nietos por WSP. Sus recursos informáticos eran mínimos. Se hizo un perfil con una foto carnet. No incluyó su estado civil, le parecía demasiado sombrío, solo subió como portada la imagen de un rincón forestal de la quinta. Nada más que eso. Al poco tiempo tenía amigos contados con los dedos de la mano, su hijo, su nuera, sus nietos. Uno de ellos le dijo, abuelo te voy a enseñar a usar las redes y así comenzó a usar el buscador, supo de los grupos, los intereses, los juegos, las distintas páginas a las que podía acceder. Encontró a su viejo jefe y le pidió amistad. Exploró el Messenger, pero solo para comunicarse con su familia, aunque era mejor por WSP, mientras tanto seguía a todos ellos a través del Facebook. Después de unos meses harto de retraimiento, Vicente comenzó a enredarse en el mundo virtual. Aceptó amistades que le aparecían como sugeridas, algún amigo de su hijo, de los nietos y de su nuera. Amigos de los amigos. Era un fanático de los “me gusta”.

Facebook era raro para él. ¿Cómo podía ser que se uniera todo el mundo en una gran red? Tan habituado a las relaciones personales, cara a cara. A partir de sus búsquedas empezaron a aparecer sugerencias y por propia inquietud buscó viejos compañeros de la escuela y exploró sus perfiles, aunque por la configuración de cada uno solo podía componer retazos de historias vitales. Vicente no estaba seguro de ligarse a ellos, pero seguía sus acontecimientos. Cada día con mayor intensidad, empujado por la soledad, su existencia comenzó a consistir en vivir la vida de los otros. Por alguna razón no subió ninguna foto con Angélica. Aumentó las amistades, la pertenencia a grupos que poco tenían que ver con su esencia, los vínculos con personas desconocidas, un tejido cada vez más intenso de lazos indeterminados. Vicente dejó de ser Vicente, el que cuidaba de los árboles y la casa, un hombre trabajador y sereno, para transformarse en un adicto a las redes sociales que vivía sumido en un incierto y acelerado mundo virtual.

La huerta resultó mustia y seca, los frutales abichados, el césped del parque crecido, todo abandonado. Estaba enfermo ya no de tristeza sino de miedo, incertidumbre y duda a raíz de las horas que pasaba en las redes alejado de la realidad que lo había mantenido siempre vital. El insomnio lo desesperaba.

Los Amuchástegui le comunicaron con meses de antelación que iban a pasar las fiestas en la quinta con la familia y algunos amigos. Vicente se vio obligado a salir de su encierro para ocuparse del predio. En caso contrario, podría perder su trabajo y quedar en la calle. Le costó mucho hacerlo. Al principio llevaba el celular consigo todo el tiempo. Pasó días sembrando hortalizas y desmalezando las que se habían salvado, cortó el césped, arregló los canteros. A medida que aumentaba el trabajo físico, disminuía su atención por lo virtual. Poco a poco. Más cercano el verano cambió el agua verde de la pileta, blanqueó las paredes, limpió la casa principal, hizo las camas. Al salir a la galería le pareció sentir la fresca presencia de Angélica entre tanto aroma y verdor. Un recuerdo tranquilo y profundo lo invadió. Nada parecido a la vertiginosa virtualidad que lo enfermaba. Cierta mañana un rayo de sol lo despertó. Había dormido profundamente, se hizo unos mates y sintió paz. Salió a recorrer la quinta y vio los avances: los brotes, los pimpollos, los primeros frutos. Sentía que su mujer lo acompañaba. Recuerdos de lo cotidiano vivido juntos. Respiró profundamente y olió el perfume a azahares. Por primera vez no se sintió apesadumbrado. Volvió a su casa. Buscó el celular. Cuando salió se quedó mirándolo unos minutos. No lo usó, siguió con sus tareas y lo dejó olvidado en algún lugar de la quinta. No se hizo problema, ya lo recuperaría.


© Diana Durán. 10 de octubre de 2022

DE BUENOS AIRES A YOKOHAMA

 


Sakura Gaoka. Yokohama    

De Buenos Aires a Yokohama

La verdad es que nací por casualidad o por magia. Ya tengo doce años, pero todavía no lo sé. Es una historia genial, aunque a veces me ponga triste. Mi mamá es argentina y mi papá japonés.

Las redes sociales tuvieron mucho que ver. Papá era tan buen jugador que un día lo llamaron para formar la selección japonesa. Hizo un gol olímpico que se vio por televisión en el mundial de fútbol que se jugó en Alemania en 2006. Entonces millones de grupos de Facebook y Youtube de todos lados repitieron el video del gol famoso, aunque el equipo japonés cayó en primera ronda. Mi mamá, hincha fanática de fútbol y periodista deportiva, quiso hacerle una nota y tanto insistió que le dieron el número de su celular. Entonces lo llamó y él le respondió en español porque sus padres, o sea mis abuelos, eran argentinos y aunque hablaba un poco mal, porque se había olvidado el idioma, le contó su vida. Kichiro, que así se llama mi papá, tenía un papá tintorero y una mamá ama de casa. Fue muy simpático y se hizo amigo de mi mamá, tanto que la invitó a Japón. Ese viaje debe haber salido millones, pero cuando a mi mamá se le pone algo en la cabeza… Además, mi bisabuelo siempre le daba todos los gustos.

Kichiro le contó a mamá que había vivido en la Argentina, en Boulogne, del otro lado de la autopista, y que por algo feo que había pasado en el 2001 sus padres lo habían llevado de vuelta a Japón. Acá no se podía vivir. En cambio, se ve que mamá sí pudo. ¿A dónde iba a ir?

Mamá que siempre fue muy valiente se tomó un avión que primero paró en Australia y después voló a Japón. Fueron veintiséis horas de viaje. Más que un día. Dicen que mi abuela lloró mucho porque ella se iba, pero igual le hizo a mi mami una torta con los colores de la bandera de Japón, roja y blanca, con una japonesita y una valija de adornos, creo que para que nunca se olvidara de ella. En Japón mamá encontró un mundo fabuloso. La gente usaba guantes y barbijos, sí, barbijos antes de la pandemia, solo para cuidar a las otras personas. Los subtes llegaban a horario a todos lados y las plazas eran muy lindas con juegos que nunca se rompían. Mi papá y mi mamá vivieron en un departamento chiquito que era a prueba de los terremotos que hay en Japón y estaban contentos, pero un día se pelearon mucho y mamá se fue a un ciber de esos donde te podés quedar a dormir. La abuela y mis tíos hablaban con ella todo el tiempo hasta que consiguieron que volviera. Todo esto me contó mamá ahora que soy grande.

Mi mamá antes vivía en Buenos Aires, pero yo nací en un pueblo más chico donde fuimos a vivir con la abuela. Aquí soy muy feliz y juego a la pelota mejor que mi papá, según me dice mi mamá, porque con él jamás jugué y tampoco lo conocí.

    

© Diana Durán, 3 de octubre de 2022

 

HISTORIAS DE SUBURBIOS. CONTRASTES VITALES

 


Suburbio. Street View

Historias de suburbios. Contrastes vitales.

Julia contemplaba su jardín desde la ventana del escritorio en el que componía su novela. La extasiaba ese mundo vegetal creado por sus propias manos, paleta asimétrica y multicolor de lavandas, rosales, margaritas y pequeños arbustos que tras la reja admiraban vecinos y caminantes. La hiedra trepaba perezosa la blanca pared que lindaba con la casa de los vecinos. Gozaba de su invernadero, cubierto de plantines con incipientes brotes que regalaría cuando se tornaran maduros, y del pequeño alero donde colgaban helechos, potus y lazos de amor que se reproducían vivamente por lo que se afanaba en preparar más y más. En una esquina del patio trasero tenía reservado un rectángulo de tierra fértil en el que con solo tirar semillas brotaban plántulas que disponía en diminutas macetas recicladas. Hasta el viejo galpón había renovado con sus ingeniosas manos y era el resguardo de ropas, revistas, herramientas y demás enseres que no entraban en la vivienda.

Su casa, heredada de los abuelos, estaba decorada por sus manos, combinando muebles, cuadros, libros, recuerdos de viajes en perfecta armonía. A los treinta y cinco años Julia se sentía plena en ese cálido hogar con su esposo y su hijo de diez años. Pequeña la familia, pues sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico años atrás. Había borrado de su mente esa triste historia. Los había archivado en su frágil memoria. No se había permitido duelo ni desánimo.  

Era una eficaz emprendedora en las más diversas tareas, fueran laborales o domésticas. Las primeras, entregar los artículos solicitados por la editorial y, a la par, escribir una novela por año, además de dar clases de Lengua y Literatura en un profesorado cercano. También adoraba conversar durante las tardes o fines de semana con los vecinos camino a hacer las compras y a veces tomar mate con alguno de ellos. Podía tratarse de la esposa del tapicero que vivía enfrente, la joven madre de la casa lindera, el jardinero con el que discutía sobre las plantas que quería incorporar al jardín, la tímida muchacha de la esquina cuya cocina relucía, el carpintero al que le encargaba renovar viejos muebles. La anciana dama que residía en una casa de madera prefabricada le contaba coloridas historias de ese barrio suburbano, de casas bajas, arbolado y poco transitado. Comunidad afincada hacía muchos años en la que la mayoría se conocía.    

Su vida placentera. Casada con un hombre querido, honesto y trabajador, compañero en toda circunstancia, y madre de un niño adorado, con el que jugaba todas las tardes después del colegio y acompañaba en las tareas escolares. Una biografía organizada y feliz. Su mente había esfumado por completo el accidente de sus padres. Ni siquiera un retrato había querido disponer entre sus recuerdos.

        Hasta que un día el espejo le devolvió una mirada triste, una mueca en vez de sonrisa, los ojos hundidos y pequeños. Comenzó a sentirse cansada y melancólica. Su alegría, cúmulo de actividades e intereses se desvanecieron en poco tiempo. No sabía por qué. Lo que le estaba sucediendo contrariaba su esencia vital, activa y vivaz. Día tras día se sentía más fatigada. Se despertaba confusa y afligida. No podía comer bien y deseaba seguir durmiendo para no enfrentar lo cotidiano. Ella, la reina de los hábitos diarios, no tenía siquiera fuerzas para levantarse. María, que la ayudaba en las tareas, empezó a reemplazarla paulatinamente en la preparación del desayuno de su hijo y el almuerzo del esposo. A la noche, él cocinaba. Las tareas diarias quedaron relegadas por una apatía que la tenía perpleja. El jardín comenzó a llenarse de malezas mientras las flores terminaron mustias; el invernadero se convirtió en una confusa maraña de plantas que crecían al azar; el galpón se llenó de polvo y telarañas. Julia descubrió que su familia le era ajena y sus vecinos distantes. Ya no los frecuentaba. Casi no salía de la casa y había abandonado la novela. Tuvo que pedir licencia en su trabajo. Permanecía estática y aburrida frente al televisor. Sentía que la vida de los otros, la de su propia familia devenía, mientras que la de ella se había detenido en un páramo incierto. Se había apagado de nostalgias pensando en el accidente de sus padres. Nadie en el barrio la veía pasar. Fue una especie de autoexilio alarmante. Un verdadero destierro. Julia olvidó amigos, contuvo sueños, se esfumó de su natural actividad. Así vivió casi un año.

En la noche deliro. Hadas misteriosas acompañan mi sueño. Auroras boreales disipan su imagen. Duendes imaginarios transitan el bosque umbrío. Caminos intrincados extravían sus rostros. Oscuridades inciertas me envuelven. Y entonces: abrazo el osito de felpa, lloro, sueño. Prefabrico volver a verlos.

Muchas veces Julia se sentó en su escritorio, tantas otras se levantó sin tocar sus trabajos. Poco se asomó a la ventana. Cierta tarde de primavera una pareja de torcazas se posó sobre el arbusto raído. Hicieron un nido. Escuchó sus arrullos. Imaginó que traían un mensaje de sus padres. Los recordó y lloró amargamente. Sollozó durante días cada vez que escuchaba a las palomas. Algunos rayos de sol atravesaron la ventana. Sintió extrañeza y calor. Ayudada de múltiples maneras por su pequeña familia y la terapia que no abandonó, un buen día volvió a su lugar de escritura. Releyó los últimos párrafos de la novela y redactó unas pocas oraciones. Advirtió tras la ventana el abatido estado de su jardín y con esfuerzo infinito tomó la tijera de podar y la pala más pequeña. Salió y notó que sus propias manos podían extraer malezas y pastos altos. Emergieron las plantas abandonadas. Con la pala removió la tierra reseca y la regó. Podó el rosal cuyas ramas se habían estrujado contra el muro. Le costaría retomar su trabajo de jardinería, pero sintió un brote de placer. Durante los días subsiguientes retornó al invernadero y ordenó parte del caos reinante. Entró a la casa y se miró al espejo. Descubrió cierto brillo en su mirada. No más que eso.

Poco a poco regresaron los días de bonanza, cosas concretas que tantear, de nuevo los encuentros en el barrio, de nuevo la confianza. Fue volviendo de a migajas, sintió que podía luchar. Julia recuperó su vida a fuerza de mucha paciencia, esfuerzo y del infinito amor de su esposo e hijo. Comenzó a recordar a sus padres con ternura. Hasta pudo poner su retrato en un esquinero que mandó a hacer especialmente. Volvió a ser Julia, la buena vecina, la del jardín, el invernadero, el galpón y las letras. La madre y esposa que había olvidado ser. De nuevo la vida de los otros se incluyó en la propia. La pareja de torcazas abandonó el nido y voló. Julia recuperó su edén.


© Diana Durán, 19 de setiembre de 2022.

EL SUR

Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024 EL SUR Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él ...