ENFERMO DE VIRTUALIDAD


Parque Leloir. Street View


Enfermo de virtualidad

Después de que murió Angélica, Vicente quedó devastado. Su compañera de toda la vida. Cuarenta años juntos hasta los sesenta de él y cincuenta y ocho de ella. Su mujer había sido tierna, dulce, mansa y un ama de casa ejemplar; él, leal, sereno, calmo y un trabajador laborioso. Habían tenido un solo hijo, suboficial de la marina que residía con su familia en Ushuaia. Más lejos, imposible. Lo extrañaban mucho, pero sabían que el destino militar era así. Vivían solos pero felices, una existencia sencilla que los había unido en un lazo indestructible de amor.

Angélica y Vicente eran caseros de una quinta muy amplia en Parque Leloir, al oeste del Gran Buenos Aires. Residían allí desde siempre. Por recomendación de su jefe del aserradero que se había clausurado, Vicente había logrado ese trabajo estable que incluía una pequeña pero cómoda casa en la esquina del solar. De esta manera, la pareja había podido abandonar la pobreza de Ituzaingó en la que habían nacido. Contrastes suburbanos, casas quintas, countries, clubes de campo, villas de emergencia. La riqueza y la escasez en compleja mixtura. La labor de él consistía en el mantenimiento y la de ella en la atención de la familia Amuchástegui durante los fines de semana o las vacaciones. Preparar las camas, limpiar la casa principal, hacer algunas comidas. Con el tiempo las estadías se fueron espaciando cuando la familia comenzó a viajar. La propiedad solía alquilarse así que como estaban habituados a recibir y tratar con gente diversa elegida con cuidado por los dueños no se producían problemas graves.

El lugar era muy especial, distintivo por el aire puro debido a la cercanía al INTA de Castelar y sus espaciosos predios agropecuarios. Parque Leloir había surgido a partir de las Haras Thays, famosas por sus cuatrocientos mil árboles plantados a principios del siglo XX. Increíble la forestación del barrio con un trazado de calles de tierra en líneas curvas que se unían en pequeñas rotondas confluyentes en placitas circulares. La cercana a la quinta donde residían tenía la estatua de un resero en el centro a la que con el tiempo se le habían agregado juegos infantiles. Las calles tranquilas, sinuosas y arboladas y las casas ocultas por la vegetación le imprimían al lugar una belleza poco común en los suburbios bonaerenses. Con el tiempo las viviendas se hicieron más ostentosas y visibles, pero la de los Amuchástegui continuaba oculta entre eucaliptos, ceibos, jacarandás, palos borrachos, sauces, lapachos y nogales en una mezcla única de colores y aromas a los que se agregaban los frutales y la huerta al cuidado de los caseros.  

Ella siempre había sido una excelente asistente de la familia que la adoraba. Él, un gran trabajador. Modestos pero felices. La vida les fue tronchada por la enfermedad de Angélica, un cáncer que se la llevó en menos un año. Vicente subsistió inmensamente solo. No había nada que lo consolara, ni los quehaceres, ni la huerta, ni su hijo con sus nietos que habían venido y se habían ido pasados unos días del entierro. El hombre se hundió en una tristeza rayana en depresión. Solo sus labores cotidianas lo mantenían algo activo, aunque las hacía como un autómata sin el dinamismo de otros tiempos. Su existencia no tenía sentido sin Angélica, lo demolía una melancolía pesada, agobiante, permanente.

El médico le había recomendado relacionarse, no podía seguir tan triste como estaba y menos en ese lugar que solo le traía recuerdos de su mujer. El aislamiento no es buen consejero, le había dicho. Vicente a gatas tenía un celular. Nunca se había comprado una computadora. El hijo le recomendó y enseñó a usar WSP y Facebook para estar más comunicados. El hombre transformó en poco tiempo su energía en contacto con la naturaleza en una sumersión en las redes sociales. Se comunicaba con su hijo y sus nietos por WSP. Sus recursos informáticos eran mínimos. Se hizo un perfil con una foto carnet. No incluyó su estado civil, le parecía demasiado sombrío, solo subió como portada la imagen de un rincón forestal de la quinta. Nada más que eso. Al poco tiempo tenía amigos contados con los dedos de la mano, su hijo, su nuera, sus nietos. Uno de ellos le dijo, abuelo te voy a enseñar a usar las redes y así comenzó a usar el buscador, supo de los grupos, los intereses, los juegos, las distintas páginas a las que podía acceder. Encontró a su viejo jefe y le pidió amistad. Exploró el Messenger, pero solo para comunicarse con su familia, aunque era mejor por WSP, mientras tanto seguía a todos ellos a través del Facebook. Después de unos meses harto de retraimiento, Vicente comenzó a enredarse en el mundo virtual. Aceptó amistades que le aparecían como sugeridas, algún amigo de su hijo, de los nietos y de su nuera. Amigos de los amigos. Era un fanático de los “me gusta”.

Facebook era raro para él. ¿Cómo podía ser que se uniera todo el mundo en una gran red? Tan habituado a las relaciones personales, cara a cara. A partir de sus búsquedas empezaron a aparecer sugerencias y por propia inquietud buscó viejos compañeros de la escuela y exploró sus perfiles, aunque por la configuración de cada uno solo podía componer retazos de historias vitales. Vicente no estaba seguro de ligarse a ellos, pero seguía sus acontecimientos. Cada día con mayor intensidad, empujado por la soledad, su existencia comenzó a consistir en vivir la vida de los otros. Por alguna razón no subió ninguna foto con Angélica. Aumentó las amistades, la pertenencia a grupos que poco tenían que ver con su esencia, los vínculos con personas desconocidas, un tejido cada vez más intenso de lazos indeterminados. Vicente dejó de ser Vicente, el que cuidaba de los árboles y la casa, un hombre trabajador y sereno, para transformarse en un adicto a las redes sociales que vivía sumido en un incierto y acelerado mundo virtual.

La huerta resultó mustia y seca, los frutales abichados, el césped del parque crecido, todo abandonado. Estaba enfermo ya no de tristeza sino de miedo, incertidumbre y duda a raíz de las horas que pasaba en las redes alejado de la realidad que lo había mantenido siempre vital. El insomnio lo desesperaba.

Los Amuchástegui le comunicaron con meses de antelación que iban a pasar las fiestas en la quinta con la familia y algunos amigos. Vicente se vio obligado a salir de su encierro para ocuparse del predio. En caso contrario, podría perder su trabajo y quedar en la calle. Le costó mucho hacerlo. Al principio llevaba el celular consigo todo el tiempo. Pasó días sembrando hortalizas y desmalezando las que se habían salvado, cortó el césped, arregló los canteros. A medida que aumentaba el trabajo físico, disminuía su atención por lo virtual. Poco a poco. Más cercano el verano cambió el agua verde de la pileta, blanqueó las paredes, limpió la casa principal, hizo las camas. Al salir a la galería le pareció sentir la fresca presencia de Angélica entre tanto aroma y verdor. Un recuerdo tranquilo y profundo lo invadió. Nada parecido a la vertiginosa virtualidad que lo enfermaba. Cierta mañana un rayo de sol lo despertó. Había dormido profundamente, se hizo unos mates y sintió paz. Salió a recorrer la quinta y vio los avances: los brotes, los pimpollos, los primeros frutos. Sentía que su mujer lo acompañaba. Recuerdos de lo cotidiano vivido juntos. Respiró profundamente y olió el perfume a azahares. Por primera vez no se sintió apesadumbrado. Volvió a su casa. Buscó el celular. Cuando salió se quedó mirándolo unos minutos. No lo usó, siguió con sus tareas y lo dejó olvidado en algún lugar de la quinta. No se hizo problema, ya lo recuperaría.


© Diana Durán. 10 de octubre de 2022

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