Pensamientos
en vuelo
Nubes
y más nubes. Un mar de blancos y grises. Un colchón espumoso que lo cubre todo.
Inabarcable, infinito. Algunos espacios en el blanquecino manto dejan entrever
el verde, el amarillo, el marrón del campo, las estancias y la mínima
naturaleza virgen. Los arroyos plateados y finos, apenas unas hendeduras que
declinan al mar bordeados por los intensos colores esmeraldas de los bosques en
galería. Las brillantes lagunas que reflejan la luz como efímeros e irregulares
espejos. El brillo rojo del sol vespertino provee el destello que todo lo
ilumina. El perfil de las sierras en el horizonte donde sus picos y laderas
incipientes delinean una grisácea sombra. Espaciados y pequeños cuadriláteros de
calles y manzanas en la inmensidad del territorio apenas urbanizado. Como
rectilíneas ranuras los caminos conectan los pueblos.
Dejo
de mirar por la ventanilla y mis pensamientos se alejan de la observación del
atardecer. Estoy por llegar. Vamos a descender. Mi vida puede cambiar. Será el
momento del deseado primer encuentro con Martín. Falta poco. ¿Cómo será él en
realidad? ¿Tan interesante como en nuestros diálogos? Pronto lo sabré. Me invade
una gran excitación.
Una
azafata anuncia el próximo aterrizaje. Pocos minutos después se ejecuta una
maniobra y el avión vuelve a ascender en una operación poco común. Me pregunto
si habrá prioridad de paso para otra aeronave. El capitán indica a la
tripulación que se mantenga en sus lugares y explica a los pasajeros con voz
tranquila que habrá algunas turbulencias. Nada raro. Sin embargo, comienzan los
vientos cruzados y el paisaje que antes me parecía maravilloso se torna amenazante.
Aparecen unos yunques enormes de los temidos cumulunimbus. No me gustan, el
piloto debería haberlos sorteado, pienso, pero quién soy yo para discernir sobre
las maniobras de un avión. Tengo confianza en el comandante. Seguro estamos
atravesando un frente y él ha decidido subir a mayor altura. No veo nada por la
ventanilla. Solo nubes y más nubes, oscuras y tenebrosas.
Por
primera vez observo a mis acompañantes, dos jóvenes que juegan con sus
celulares. No parecen nerviosos. Pienso en la espera de Martín. ¿Estará
preocupado con la tardanza? Seguro que sí.
Descendemos
bruscamente. No sé calcular cuánto. ¿Un pozo de aire? Los pasajeros gritan. Es
para hacerlo, esos agujeros demuestran la fragilidad del avión, aunque bien sé
que no es así. No hay medio de transporte más seguro que el aéreo, dicen. Maldigo
el estar sola entre tantos desconocidos. Si estuviera con él seguro me hubiera
abrazado muy fuerte. Atravesamos nubes y más nubes. El panorama ya no me gusta
nada.
Una
voz tranquilizadora anuncia nuevamente que estamos por aterrizar. No la escucho
bien. Pregunto a uno de mis compañeros de asiento. Me dice que descenderemos en
el aeropuerto de Santa Rosa y no en Comandante Espora. La azafata explica que
allí aguardaremos
hasta que mejoren las condiciones meteorológicas para volver a destino.
El
avión carretea y aterrizamos en un lugar inesperado. Los pasajeros aplauden.
Nos hacen bajar por lo que supongo que el tiempo no va a mejorar pronto. Evalúo,
debemos estar a más de una hora de vuelo de Bahía Blanca adonde tendríamos que
haber arribado.
De
algo estoy segura, no volveré a subir a este avión. Bajo con mi carry on y
mi mochila. Decido tomar un micro en Santa Rosa de regreso a Buenos Aires. Tarde
lo que tarde iré por tierra. Ya no pienso en la belleza del cielo ni en el disfrute
del paisaje.
Súbitamente
me doy cuenta de mi olvido. Martín me estará esperando en el aeropuerto de Bahía.
Nuestro primer encuentro tan deseado... Reflexiono, en el camino me comunicaré
con él.
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