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ORDEN Y DESORDEN. TERRITORIOS INTERIORES

 


Fuente del mosaico fotográfico: culmia.com y recreo.monoblock.tv Michael J. Lee 


Orden y desorden. Territorios interiores.

 

Ema era ordenada, metódica y hasta obsesiva en su trabajo. Su estudio contable se destacaba por la extrema prolijidad. No requería auxiliar porque reinaba una perfecta organización. Lápices, marcadores, cinta adhesiva, clips, abrochadora colocados con precisión en un amplio escritorio de madera lustrada. La computadora con todos los programas actualizados, resmas de papel de distintos tamaños y tintas de más para que no se produjeran tardanzas en sus tareas laborales. Atendía a los clientes con gran eficiencia y por ello le iba muy bien en la profesión.

 

Había aprendido de una bibliotecaria del colegio a catalogar y aplicaba el método con rigurosidad meridiana. Los libros se disponían de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo en cada estante, con un código según materia y autor indicado en el lomo, y clasificados por colores en un arco iris de obras profesionales, literarias y de consulta general. 

 

En cambio, lo cotidiano, lo hogareño la fastidiaba. No podía con las cosas más simples de la vida. Su casa, excepto el escritorio, era un modelo de extremo desorden. La cocina revuelta, el dormitorio que compartía con Matías, su esposo, atiborrado de ropa en el suelo mezclada con papeles y hasta con algún envase vacío de yogurt, sumado a varias copas abandonadas en la cómoda y las mesitas de luz.

 

Una vez que entraba a su morada desde el trabajo, Ema olvidaba dónde había dejado el celular, la cartera o la campera. Entonces empezaba a divagar de la sala al comedor, como la naranja de María Elena Walsh. Hasta que Matías con paciencia infinita encontraba los objetos perdidos. Exceptuado el escritorio, la casa era una verdadera hecatombe. Durante largo tiempo él se la pasaba buscando efectos cotidianos e incluso sus propias cosas, hasta las más básicas. Si no aparecían su máquina de afeitar, sus pantuflas o su peine era porque ella los había usado y dejado en algún insólito lugar. Quienes lo conocían no podían comprender cómo ese hombre se había casado con una mujer tan disparatada. La razón era el infinito amor que le profesaba y, también, la diversión que le producían sus despistes. Adoraba la alegría de Ema y le causaban regocijo sus rarezas.

 

Matías optó por contratar a una joven, verdadera santa, una cenicienta que arreglaba todo lo que la señora tiraba por los más recónditos lugares. María iba recogiendo la ropa, los zapatos, las cremas por toda la casa y de tanto hacerlo se acostumbró al peculiar trabajo. A veces tampoco lograba ordenar el lío reinante exceptuado, por supuesto, el escritorio que se mantenía en perfecta disposición. María no entendía cómo el señor podía aguantar a su mujer, pero había comprendido que la debía querer mucho, aunque no sabía qué más hacer para poner en cauce tanto desbarajuste.

 

Una tarde Ema empezó a delirar. Decía que se le perdían los objetos porque alguien se los ocultaba. Había cambiado, desvariaba y se confundía de tal forma que veía el mundo de manera equívoca e incluso recordaba hechos que nunca habían sucedido y los daba por ciertos. Su conciencia estaba alterada.

 

Matías, muy alarmado, decidió llevar a su esposa a un neurólogo con la excusa de que lo acompañara para consultar sobre sus propios dolores de cabeza pues no quería que ella se negara. El médico, advertido antes por el esposo, les recomendó a ambos realizarse estudios de rutina.

 

El diagnóstico de ella fue sombrío, le habían encontrado un tumor cerebral que requería inmediata operación. Matías acompañó a su mujer en todo momento. Cuando se restableció de la cirugía le aconsejaron seguir rutinas, cambiar de dieta, descansar más, organizarse a través de distintas indicaciones específicas en la vida cotidiana. Ema respondió tan bien a los consejos que no solo se mejoró de sus síntomas extremos, sino que comenzó a modificar sus conductas. Su esposo estaba azorado y cada día la veía mejor. Ella regularizó todas las obligaciones vitales, tanto que ya no necesitaron los servicios de María quien se fue muy triste porque se había encariñado mucho con la pareja.

 

A la semana de pasada la operación, Ema y Matías cumplieron una visita de control al neurocirujano quien le indicó a la mujer estudios para decidir tratamientos muy cruentos que ella todavía desconocía. El patólogo ya había arriesgado que era maligno. Faltaba el resultado final de lo extraído. Fue sorprendente. El tumor había sido benigno y no reportaba ningún peligro futuro. Nadie comprendió cómo se había producido el error.

 

Lo cierto es que al tiempo Matías dejó de adorar a su ahora cuidadosa y metódica esposa. Extrañaba profundamente el regocijo que le provocaba su alboroto anterior. La vida diaria se había transformado en un devenir lineal y aburrido. Ema acomodaba todo con tenaz obsesión. Su comportamiento sobrevino riguroso y se transformó en prolijo y hasta tedioso. La alegría del hogar se desvaneció.

 

Finalmente, un día, hastiado decidió dejarla.

 

© Diana Durán, 9 de octubre de 2023

RATÓN DE BIBLIOTECA

 


Biblioteca del Maestro. Argentina.gob.ar

Ratón de biblioteca

 

Amaba la biblioteca de sus padres donde de niña leyó libros como Mujercitas, Cumbres Borrascosas y las Aventuras de Tom Sawer. Más tarde devoró otros como La Buena Tierra, El Diario de Ana Frank o La importancia de vivir. Siguieron las novelas de Simone de Beauvoir, Camus y los cuentos de Borges, Cortázar y García Márquez. Los libros más bellos eran los que tenían hojas de papel biblia, de premios nóbeles y escritores clásicos explorados con sumo cuidado y las enciclopedias que la fascinaron por la variedad de temas descubiertos. Esos anaqueles atestados de libros colmaban sus intereses durante muchas tardes, acurrucada en el sillón de la esquina del living.

Clasificaba los artículos de la Enciclopedia Estudiantil que le había regalado su abuelo según le parecían más atrayentes mientras se iba quedando dormida y los fascículos se deslizaban apilándose al lado de la cama. Jugó a la librería y a la bibliotecaria y registró muchos libros en pequeñas fichas que más tarde caerían amarillentas al removerlos.

La mejor época fue la universitaria cuando comenzó a tener su propia biblioteca que la acompañaría durante toda la vida. El libro número uno entre los clasificados se llamó Historia de los mapas y así continuó el orden mientras avanzaba la carrera. Catalogó de mil maneras todos ellos sumados a guías de viajes, revistas y fascículos que llegaron a sus manos para incorporarlos a sus colecciones.

Sufrió mucho cuando tuvo que desprenderse de algunos al mudarse a un departamento más pequeño durante épocas de dificultades económicas.

Quedaron grabadas a fuego en su memoria la biblioteca del Normal, con sus frágiles escaleras de madera en el fondo del pasillo de quinto año; la del Maestro, en la que se sentía feliz al sentarse en unos sillones de cuero frente a los escritorios de madera lustrada y luces de bronce del Palacio Pizzurno; la del Museo de Antropología, en la que encontró los libros más curiosos del mundo y las de sus propios profesores en las que apreció las obras hasta entonces desconocidas. Años más tarde inauguró la de un centro de estudios a la que llevó muchos de sus libros para que se pudieran difundir entre sus alumnos.

Fue feliz al contribuir a las primeras lecturas de su nieto que inició con los cuentos de María Elena Walsh. El pequeño los distribuía en el suelo encantado de elegir una y otra vez alguno, según el color de sus tapas y la letra de las canciones que sabía de memoria, además de los bellos dibujos que les causaban risas imborrables.

Fui ese ratón de biblioteca, ¡de bibliotecas! que ahora contemplo desde mi escritorio, feliz de haberla podido atesorar a lo largo de la vida. Anaqueles infatigables que guardan los recuerdos más dichosos, entre postales, cajitas, monedas, artesanías, huellas de viajes. Sobre todo, las fotografías de mis hijas de pequeñas, adolescentes y jóvenes quienes, de esa manera, me acompañan cada día y en todas las circunstancias.

 

© Diana Durán, 18 de septiembre de 2023

LA HISTORIA DE MARY SHOW Y SU AMIGO BALTAZAR

 


La verdadera Mary Show de los años 80

LA HISTORIA DE MARY SHOW Y SU AMIGO BALTAZAR

 

Mary había aprendido ventriloquía, magia y globología. Tenía habilidades especiales para esas prácticas. Los chicos la adoraban. Se disfrazaba de payasa, pero no cualquiera, sino de una muy elegante, casi una princesa, a la que agregaba una nariz roja y unos zapatones gigantes. Como maga hacía aparecer palomas y conejos de su blusa de brocato, además de cartas y pañuelos que surgían y desaparecían ante la fascinación de los niños. Transformaba los globos en perros, caracoles y monos bien flaquitos que entregaba a quienes cumplían alguna prenda ocurrente. El mayor atractivo de la función era el muñeco Baltazar quien relataba, en diálogo con Mary, cuentos y chistes, con su despeinado cabello rubio y vestido de frac negro, moño y galera rojos. Mary no movía ningún músculo de su cara. Esa era su destreza especial de animadora infantil. Los niños quedaban pasmados con las contestaciones de Baltazar. No, Mary, te equivocás, a mí no me gusta ir a la escuela, y sí sacarme uno en todas las pruebas. Sí, sí, eso es lo mejor, y los chicos se reían a carcajadas. ¿Te gusta ir a la playa, Baltazar?, le preguntaba Mary. No, no me gusta mojarme porque arruino el frac y, además, se puede quemar mi cara de papel maché al sol. ¿Entonces qué es lo que te gusta, Baltazar? Nada, solo quiero dormir y dormir, y se tiraba bostezando ruidosamente sobre el regazo de Mary como si fuera a acostarse. Luego de golpe se levantaba y decía con voz ronca. Me guuuustaaaan estos chiiiiicos, acercándose a ellos de golpe lo que los hacía asustar y reír.

Ese fin de semana le tocaban cuatro cumpleaños, dos el sábado y dos el domingo. Era un trabajo intenso de traslados, desarmar la valija de magia y la de Baltazar, pero no se amilanaba.

El sábado a la mañana Mary concurrió a Boulogne donde se festejaba en una casa sencilla el cumpleaños de una niña de siete años. Todo transcurrió como lo tenía planeado animando a unos pocos niños en el patio soleado. A la tarde el festejo fue en un pequeño departamento de Villa del Parque para las mellizas a quienes celebraba desde los cinco años. Las niñas adoraban a Mary que se esforzaba en cambiar el show para no repetir, intercambiando palomas por conejos cumple tras cumple. Baltazar siempre lograba animar la fiesta recordando cada uno de los nombres de los invitados. Me parece que este año todos han crecido tanto que parecen obeliscos o tal vez jirafas. Los chicos se reían mucho de tan simples ocurrencias. Mary terminó el día cansada pero complacida.

El domingo a la mañana se había comprometido con un merendero de Ciudad Oculta en Villa Lugano. Ocasionalmente hacía algunas presentaciones solidarias. Había tratado con un comedor popular donde eran inefables las caritas felices de esos niños que nunca habían visto un muñeco que hablara. No importaba que el viejo salón estuviera adornado con simples guirnaldas de papel crepé y la merienda consistiera en vasitos de cocoa y porciones de torta servidas en una vieja fuente de loza. Se esmeró más que nunca en hacerlos reír de Baltazar y sus expresiones. ¿Qué te parece este cumpleaños?, le preguntó finalmente Mary, ahhhh, es maravilloso, maravilloso, le contestó. Nunca he visto una fiesta tan divertida y niños máaaaaaaaasssssss lindos, agregó Baltazar con voz cantarina y graciosa. Mary se sintió plena luego del festejo.  

A la tarde subió todos los bártulos al auto y se encaminó a un country camino a La Plata. Le iban a pagar muy bien por la animación de un cumpleaños compartido entre varios niños de seis años. Luego de un largo viaje por la autopista colmada, pasó por varias revisiones y esperas en el puesto de vigilancia de la entrada donde le abrieron con fastidio las valijas y la inspeccionaron como si fuera una potencial delincuente.

Finalmente llegó al Club House donde se hacían los cumpleaños en el que se encontró con un conjunto abigarrado de personajes de dibujos animados, princesas y superhéroes. Estaban la Sirenita, Aladdín, Frozzen, el Rey León, Peppa, muñecos de Toy Story, el Hombre Araña y el Capitán América. Todo revuelto en un griterío infernal de magia, burbujas, colchones inflables, luces, música ruidosa, muchachas disfrazadas que maquillaban a las niñas y chicos que corrían por todas partes. Mary no sabía quiénes cumplían años hasta que dio con la madre que la había contratado. Esta la trató con bastante desgano en medio del bochinche guiándola hacia el escenario preparado para su actuación. No lograban reunir a los chicos confundidos en medio de tanto alboroto. Después de un rato Mary pudo sentar a algunos y decidió sacar a Baltazar de la valija. Los niños no atendieron durante la pequeña función y más bien se burlaron del muñeco atraídos mucho más por los personajes de moda. Qué muñeco más tonto, no es famoso, dijo uno de los cumpleañeros y otro le respondió, es que nadie lo conoce, es viejo y feo. La animadora concluyó rápido la presentación y ni siquiera sacó las palomas. Se fue sin cobrar y llegó a su casa exhausta.

Esa noche Mary tuvo pesadillas horribles en las que princesas y superhéroes se peleaban hasta yacer moribundos. Estremecida se despertó al escuchar cómo lloraba desconsolado su querido Baltazar quien le comunicó entre lágrimas. Amiga, esto ya no es para mí. Me quiero jubilar. Estoy acabado. Soy un mal muñeco. Ya nunca volveré a actuar en Mary Show.

 

© Diana Durán. 31 de julio de 2023

UN ARDUO CAMINO A LA DEMOCRACIA

 


Arroyito en la ruta nacional 22. Street View

Un arduo camino a la democracia

 

Transcurría el 5 de diciembre de 1983. Faltaban solo cinco días para la asunción de Alfonsín y la recuperación de la democracia en la Argentina. Un hito cardinal de nuestra historia. Sin embargo, para ese momento tan trascendente ya estaríamos en Bariloche. Nosotros fuimos militantes, pero en esa fecha veríamos el gran evento por televisión. Habíamos participado como fiscales en las elecciones del 30 de octubre y necesitábamos alejarnos. Nos merecíamos estas vacaciones y era una oportunidad para disfrutarlas.

Partimos en dos autos. El Ford Taunus, grande y cómodo, manejado por mi marido, Bernardo. El Renault 12, pequeño y económico, conducido por mi hijo, Hernán, que viajaba con su esposa y mi nieto. Menuda tropilla peregrina. Una aventura perfectamente organizada que valía la pena. Fuimos invitados por mi cuñado para residir en una cabaña a orillas del Nahuel Huapi en la península San Pedro, sumergidos en un paisaje único de montañas andinas, bosques australes y lagos glaciares.

Salimos de Buenos Aires al amanecer. Había que recorrer más de mil quinientos kilómetros, atravesar en diagonal la pampa, la estepa, el alto valle del Río Negro y la meseta para llegar a los Andes Patagónicos. Como guía de turismo conocía bien esos panoramas contrastados. Habíamos planificado pasar la noche en un punto intermedio cercano a la comarca andina. No íbamos a llegar en una sola etapa. Sabíamos de la dificultad del último tramo precordillerano. No arriesgaríamos nuestra seguridad.

Propuse a Senillosa como el lugar ideal. No la localidad, sino un hotel distante pocos kilómetros a la vera de la ruta, después de atravesar la capital de Neuquén y su circulación endemoniada. Luego de mil kilómetros de ruta con una o dos paradas cortas cenaríamos y pasaríamos la noche en el Hotel Arroyito. Desde allí quedarían solo unos cuatrocientos kilómetros hasta San Carlos de Bariloche por el sinuoso camino de montaña, por lo que habíamos tomado nuestras previsiones. Descansar bien y salir temprano al día siguiente.

Así atravesamos la pampa fecunda por la ruta nacional cinco. Región verde, agrícola, ganadera, con sus pastizales, lagunas y sus ciudades conocidas como Pehuajó -la de Manuelita con su peculiar monumento en la entrada-; Trenque Lauquen -con sus chacras y curiosos restos de la zanja de Alsina. Ingresamos a La Pampa donde comenzó la transición del verde del pastizal pampeano al amarillento de la estepa. En General Acha paramos a almorzar. Sabíamos que después había que estar bien despiertos por la recta larguísima a franquear. Era conocido, al menos por mí, que los porteños solían tomarla desprevenidos y accidentarse torpemente. Los conductores de los dos autos iban bien alertas. Ningún problema. Seguimos. En Lihuel Calel me hubiera gustado conocer el Parque Nacional con su aislada orografía serrana, sus arbustales de caldenes y molles; la fauna de zorros, pumas y gatos monteses -difícil verlos por sus hábitos nocturnos, pero no imaginarlos-, y sobre todo, la tierra de los pueblos originarios con sus arcanas pinturas rupestres localizadas en senderos. Ni lo insinué. Había que continuar con destino a Neuquén. Ya habíamos recorrido más de ochocientos kilómetros y nos restaban trescientos cuarenta para el merecido descanso en el hotel previsto. Nos acompañaba ahora un paisaje más estepario y yermo. Escuchábamos música porque después de tantas horas ya no sabíamos de qué hablar. No quería viajar con mi nieto de cinco años, cuidadosa de las responsabilidades que significaban tener cualquier percance. No sabíamos cómo estaban en el otro auto, pero imaginaba que mi hijo alegraría el camino con su música y Joaquín ya se habría dormido mecido por el andar. Cruzamos el dique Casa de Piedra, donde deleitamos nuestra perspectiva con un lugar azul frente a tanta monotonía. Propuse parar allí, pero Bernardo no quiso saber nada. Había que continuar. Así enfilamos hacia el sur hasta llegar a General Roca donde divisamos el valle verde y frutal, las plantaciones de manzanos y perales, entre las cortinas de álamos. El paisaje se había humanizado y sorteábamos un mayor flujo de tránsito de camiones, micros y autos que pasaban a gran velocidad y otros vehículos, viejos y lentos, entre el rosario de ciudades. Un aquelarre vial. Restaban menos de ochenta kilómetros al comenzar a atravesar la opulenta ciudad de Neuquén con su tránsito urbano infernal. Allí dejamos de ver el auto de mi hijo y su familia. Nos preocupó un poco la inconexión, pero era previsible que sucediera con tanto tránsito. Ya lo íbamos a volver a distinguir en lo que restaba del camino o en el mismo hotel. No nos inquietamos en demasía.

Conversábamos sobre el nuevo gobierno, felices con la democracia naciente. Todavía estaba latente en nosotros la algarabía de la multitud abigarrada en la 9 de julio para el cierre de campaña. Recordábamos cómo había triunfado Alfonsín el 30 de octubre. Nos preguntábamos si se trataría efectivamente de la restauración de la democracia. Sabíamos que iba a ser un gobierno frágil, pero que era ardiente la decisión popular de acabar con los procesos militares que habían devastado el país, secuestrado y asesinado a miles de personas y hasta conducido a una guerra infructuosa como la de Malvinas.

De tan distraídos por la charla casi nos pasamos del Hotel Arroyito. Todavía no divisábamos al Renault. Esperamos un poco próximos a la ruta sin resultados. No teníamos comunicación. No había más remedio que aguardar ya más que impacientes.

Nos ponía muy intranquilos no verlos llegar. ¿Qué les habría pasado?  Para calmarnos nos registramos en el hotel y reservamos también la habitación de nuestro hijo y su pequeña familia. Pasaron una, dos, tres horas y nada. Noche cerrada. No nos quedó otra posibilidad que pedir un teléfono al recepcionista y llamar a la policía. Poco interés de su parte pues no había accidentes reportados en la zona.

Salimos a buscarlos. Para ese entonces ya estábamos desesperados. La sombra de la dictadura nos perseguía. ¿Podían haber sido secuestrados? No confiábamos en la policía ni en nadie que tuviera uniforme. La zona por ser de frontera estaba repleta de destacamentos militares. Fuimos hasta Senillosa, Plottier, Neuquén y volvimos a Arroyito. Nada. Nada que nos indicara dónde estaban.

En determinado momento se me ocurrió que podrían haber seguido por la ruta 22 sin ver el alojamiento oculto por una cortina forestal. Así fue como una hora después, en mi caso llorando a mares, decidimos ir hacia el oeste por esa vía. Bernardo intentaba mantenerse tranquilo. Más lo pretendía, peor manejaba y aumentaba la velocidad de manera irresponsable. Llegamos a Plaza Huincul con un viento patagónico insoportable que levantaba el polvo en remolinos que impedían ver. Lo primero que hicimos fue ir al destacamento de Policía. Allí los encontramos intentando comunicarse con nosotros. Dicho y hecho. Se habían desviado por la ruta 22 sin distinguir el hotel y siguieron por ese desolado camino entre cigüeñas petrolíferas fantasmales, hasta la primera ciudad, Plaza Huincul. Los abrazos, las exclamaciones, los llantos y alguna que otra explicación superficial permitieron superar el drama. Esa noche no quisimos viajar más. Nos quedamos en la ciudad y a la mañana siguiente partimos al sur previa búsqueda de nuestros equipajes en Arroyito.

Quedamos estresados. El desencuentro nos agotó. Necesitamos días de reposo y tranquilidad en la cabaña. De a poco fuimos superando el estrés. Nos dimos cuenta de que no estábamos curados de la dictadura. Nos había marcado a fuego. No tanto a Hernán y a su esposa como a nosotros.

Lentamente llegó el 10 de diciembre. Nos parecía que habíamos recorrido figuradamente durante el viaje de ida el tortuoso y prolongado camino a la democracia. Íbamos los cuatro abrazados por la calle Mitre engalanados como muchos otros con banderas celestes y blancas. Joaquín en los hombros de mi hijo quien estaba conmovido al ver tanta gente palpitando esos momentos.

Se hizo un gran silencio. Fue entonces cuando escuchamos por lo parlantes del Centro Cívico estos párrafos:

 

“Iniciamos todos hoy una etapa nueva de la Argentina. Iniciamos una etapa que sin duda será difícil, porque tenemos, todos, la enorme responsabilidad de asegurar hoy y para los tiempos la democracia y el respeto por la dignidad del hombre en la tierra argentina (…)

Entre todos vamos a constituir la unión nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino”.[1]

 

No estábamos frente al Cabildo junto a la multitud en Plaza de Mayo, pero no importaba. A pesar de la larga y ardua travesía, disfrutamos con sencillez los festejos de la república naciente en Bariloche junto a la algarabía local. Lloré de alegría.



[1] Raúl Ricardo Alfonsín en el balcón del Cabildo el 10 de diciembre de 1983.

 


10 de diciembre de 1983 en la Plaza de Mayo. Diario La Gaceta. 2009.



© Diana Durán, 3 de julio de 2023

RECUERDOS DE LA PLAZA DE LOS DOS CONGRESOS

 


Foto: Street View


Recuerdos de la Plaza de los Dos Congresos

 

La Plaza de los Dos Congresos. Urbana, extensa, arbolada y monumental. Km 0 del país, en realidad son tres plazas en una. La más significativa es la que está frente al edificio legislativo construida en honor a la Asamblea del año XIII y al Congreso de Tucumán.

El primer recuerdo que acude a mi mente es de mi infancia. Apenas tenía siete u ocho años cuando compraba a las vendedoras de maíz, estratégicamente ubicadas en bancos de cemento, aquellos cucuruchos rebosantes de semillas para atraer a las palomas. A veces, no me alcanzaban las monedas para comprarlos, entonces me regalaban un puñado de granos que cabían en mis manitos esperanzadas. Una gran satisfacción la de lograr que las aves las picaran al acercarse con disimulo a mi cuerpo inmóvil como el de una estatua. A veces no les daba de comer, sino que las corría divertida y ellas levantaban vuelo en un instante sin que las pudiera alcanzar. Siempre volvían a posarse en los mismos canteros. Era muy graciosas. También me llamaba la atención cuando alguna más grande (a quien había bautizado “palomón”) perseguía tenazmente a la elegida, más pequeña y grácil.

Evoco cruzar ese espacio histórico de noche y con mucha zozobra junto a mi padre para enterarnos qué sucedía en la Plaza de Mayo. Corría el año 1976 y parecía que iba a ocurrir un golpe de Estado a un gobierno democrático, el de Isabel Perón. A la mañana siguiente una junta militar asumió el poder dando paso a la dictadura más cruenta de la historia argentina.

Cuando fui madre por primera vez, en 1977, también paseé muchas veces por la plaza y lo que más recuerdo fue el orgullo sublime de recorrerla con mi beba, que tomaba sol en su cochecito azul bien arropada y volvía a casa pintada por unas pizcas de hollín en su tersa carita. Como madre enseguida la bañaba para despojarla de cualquier resto de posible contaminación.

A los veinte años, en 1981, desde lo alto de un edificio en el que trabajaba situado en la esquina de la Plaza ví pasar el cortejo fúnebre de un político, Ricardo Balbín. Lo viví como un hecho histórico. Recordé sus discursos elocuentes intentando la reconciliación entre fuerzas antagónicas, peronistas y radicales. Selectiva mi memoria en la que afloran determinados hechos y otros se olvidan…

Caminé infinitas veces por la Plaza de los Dos Congresos de ida y vuelta desde el colegio y la universidad a mi casa en el barrio de Monserrat. Siempre estuvo allí como un hito persistente de mi adolescencia y juventud.

También la recorrí de paso hacia la Plaza de Mayo en circunstancias en que Alfonsín pronunció la famosa frase “la casa está en orden” frente a un levantamiento carapintada. Recuerdo las corridas de las juventudes peronista y radical que competían por ocupar mayores espacios.

En 2001 la plaza quedó devastada por saqueos y desmanes y, viviendo en las cercanías, vi circular motoqueros que hacían un ruido atronador, además del tremendo estallido social que se produjo el 20 de diciembre. Impactaron esos hechos fuertemente en mi historia personal: pérdida del trabajo y la degradación de quien siempre lo había atesorado.

No he vuelto muchas veces más. El destino me llevó lejos de la Capital. Solo la he visto por televisión en días aciagos de nuestra historia reciente. No me gusta contemplarla como un campo de batalla. Es la Plaza de los Dos Congresos, única y significativa. En distintas circunstancias, continente de muchos hechos de mi vida.

© Diana Durán, 9 de marzo de 2023

CRÓNICA DE VAPORES Y TRENES

 


La vieja casona de Goya, Corrientes hoy (Street view)

Crónica de vapores y trenes

 

Viajábamos con papá y mamá a Goya todos los veranos. Mi hermano y yo nos divertíamos mucho en esos traslados de horas y horas. Menuda tarea la de contener a dos pequeños de ocho y nueve años en el vapor “Ciudad de Paraná” o en el coche de pasajeros del Ferrocarril Belgrano. Tanto nos cuidaba mamá que muchas veces terminaba atando a Martín a un poste de la cubierta por miedo a que se cayera al agua. Mi hermano era muy inquieto, un diablillo imparable. Durante uno de los tantos arribos estivales, al llegar a la finca de los abuelos, se había caído en una zanja cubierta de agua, típica de las calles goyanas. Lo rescataron totalmente embarrado para risa de los abuelos y enojo de mis padres.

El tren era más seguro, aunque había que atar a Martín al asiento, cosa que hacía papá con un cinturón viejo, además de ubicarlo del lado del pasillo para que no se asomara por la ventanilla. Una vez que llegábamos a Reconquista, ciudad del norte de Santa Fe, había que tomar la balsa que cruzaba el anchuroso río Paraná hasta el puerto de Goya, en la costa del río homónimo. Allí nos esperaba un auto que nos trasladaba hasta la residencia de verano de los abuelos.

Cuando viajábamos en tren, durante el trecho final del arribo a Reconquista era común ver a niños pequeños que pedían monedas. Tirá-tirá, tirá-tirá, cantaban en una especie de clamor, corriendo a la vera del terraplén del ferrocarril. Éramos muy chicos como para entender lo que significaba ese canto infantil en los suburbios de la ciudad chaqueña. Nos parecía una hazaña verlos correr a la par del tren y admirábamos su destreza para recoger las monedas. Nuestros padres tenían reservadas pequeñas sumas para cumplir con el rito de arrojarlas a los niños. Nosotros queríamos participar, pero no nos dejaban. Nos quedábamos absortos viendo cómo esos chiquitos de nuestra edad eran capaces de circular peligrosamente a la par de los vagones en marcha, si bien el maquinista aminoraba la velocidad. Años más tarde comprendí lo que significaba la pobreza reinante en esas tierras fecundas del tabaco y los cítricos.

Lo cierto era que en Goya pasábamos los más hermosos veraneos con mi hermano retozando en el patio del aljibe, entre árboles frutales y depósitos de tabaco. El encargado, Don Santino, era un hombre flaco y desgarbado a quien queríamos mucho porque solía contarnos cuentos sobre el aguará guazú, el yacaré, los carpinchos y otros animales que protagonizaban aventuras inolvidables al mejor estilo de Horacio Quiroga. El hombre vivía en un rancho detrás de la gran casona de nuestros abuelos. Recuerdo que yo era dueña, gracias al regalo simbólico de mi abuelo, de un pequeño árbol de quinotos y mi hermano de un limonero añejo siempre cargado de frutos. Amábamos esos ejemplares de los que éramos orgullosos propietarios. La casa colonial de Goya fue testigo de nuestros juegos en las galerías frescas que daban a las diez habitaciones, muchas de las cuales servían de depósito de tabaco de la compañía Pando. Esa gran casona familiar nos parecía un verdadero palacio.

Años después, ya en la adolescencia, los viajes se hicieron más esporádicos pues la familia prefería ir a la playa y nosotros bastante reticentes a pasar mucho tiempo en la finca que terminó vendiéndose.

En 1990 se dispuso la racionalización de los servicios de pasajeros ordenando el cierre del ferrocarril. Ramal que para, ramal que cierra, había dictaminado el presidente. Y así fue como se cometió el más grande desguace de nuestra red ferroviaria. Nunca olvidaría a los niños que cantaban tirá-tirá, tirá-tirá a la vera de las vías. Los rostros cetrinos de aquellos equilibristas arriesgándose por unas pocas monedas. Seguramente ya no lo podrían hacer y formarían parte de los habitantes pauperizados que vivían en la periferia de Reconquista o habrían migrado a la gran ciudad.

Tampoco el barco de pasajeros que unía Buenos Aires con Asunción y pasaba por Goya circuló más por el Paraná. Su historia siguió como hotel flotante en Puerto Iguazú y a partir de 2010 quedó encallado dentro de un camping en las cercanías de Zárate. Triste destino el de nuestros barcos y trenes de pasajeros.

Siempre quise volver a Goya y tuve la oportunidad de hacerlo durante un congreso de profesores de geografía. Allí conocí a muchos correntinos, chaqueños y santafecinos, entre ellos, a un hombre encantador que se expresaba en una dulce mezcla de guaraní y criollo. Me senté junto a él en la cena de camaradería y conversamos sobre bueyes perdidos. Así fue como descubrimos circunstancias comunes de nuestra infancia. Me contó que había nacido en Reconquista y que de chico había pedido monedas en el terraplén cercano a la estación, al canto de tirá-tirá, tirá-tirá. Me embargó una profunda admiración por él y, a la vez, cierta esperanza al concluir que ambos habíamos llegado al mismo lugar a pesar de nuestras niñeces dispares.   


© Diana Durán, 6 de marzo de 2023 

 

ESO NO ERA TODO

 


Casita en El Frutillar. San Carlos de Bariloche. Street View.

ESO NO ERA TODO

Santiago Durán

 

El escenario: una tarde más de tantas de consultorio de Clínica Médica. En el listado de turnos no se destacaba su nombre, no me generaba nada distinto. Cuando lo recorrí, su apellido mapuche común para Bariloche pensé: ¡ah! Doña Lilien, seguro que viene a buscar la receta. Vino con su nieto de diez años.


Con puntualidad entró a mi consultorio saludándome como todos los descendientes de aborígenes con la mano extendida, fláccida, con su piel encallecida. Jamás intentan apretar la mano del profesional, quizás por respeto, quizás por aquella huella ancestral del poder chamánico. Vaya a saber.

 

─¿Las recetas doña Lilien?

 

─Si, mi doctorcito.

 

Tenía sesenta y dos años cronológicos y una década más de calidad de vida. Lo atestiguaba la piel de su rostro incendiada de teleangiectasias por la rudeza del clima local.  Sus dedos toscos, sus uñas engrosadas con suciedad noble, de nuestra tierra, no de mugre. Uno lo sabe. Un ojo blanco por una catarata traumática. Su cuerpo encogido e inclinado, marcha renga, deteriorada… Abrigada como una cebolla con varias camisetas y pullovers raídos por el tiempo. Medias de lana largas y un viejo calzado liviano inadecuado para el invierno patagónico. Tapado gris con el forro descosido.

 

Eso no era todo. Ya se iba cuando le pregunté por qué rengueaba. No la recordaba coja y en su historia clínica solo había datos de resfriados, sinusitis y más recientemente su hipertensión arterial.

 

─¿Qué le pasó en la pierna, doña?

 

─Ay, doctorcito, me pasó con un raigón que no vi por la nieve, pero me dijo el traumatólogo que solo son las carnes y que ya me va a pasar.

 

Raigón en la nieve, pensé y me fijé en su historia clínica. Vivía en un barrio muy alto al pie del Cerro Otto. El Frutillar.

 

─¿Qué andaba haciendo, Lilien’?

 

Con una sonrisa vergonzosa me confesó:

Estaba picando palos pa’ la salamandra. Nos cuesta encontrarlos allá arriba cuando nieva. Y na… iba con el nene y no vi el raigón. Caí con la pierna torcida. Tuvimos que bajar con mi nieto, pobrecito, con la leña.

 

El nene con su corta edad, que al revés de su abuela parecía de siete por la madurez y envergadura, ya llevaba vestigios de la rudeza invernal en su piel. Sus cachetes teñidos de púrpura para siempre. Pocos dientes en su diluida sonrisa. Averigüé luego que su madre lo había dejado con su abuela cuando decidió irse con un hombre de plata y nunca más se supo. El tipo era un viejo y no quería al nene. Su madre lo dejó pensando que algún peso le iba a pasar, pero nada. Allí vivían los dos en un ranchito en lo alto del Alto, ladera sur del Otto, con mucha sombra, frío, viento, lluvia y nieve durante varios meses al año. Allí estaban los dos, solos de toda soledad. Ninguno de sus seis hermanos mayores los ayudaba con el nene. Lilien era viuda de un alcohólico que murió de hipotermia o ahogado una vez que, tras una changa, el tinto barato le arruinó la subida nocturna al barrio y cayó inconsciente en una zanja helada.

 

Después supe, porque la vergüenza me apaleaba, porque quise saber más de mis pacientes, que desde el rancho hasta el bosquecito de lengas había unos 600 metros escarpados. Allí llegaban los dos para picar palos, que el nene arrastraba un trineo casero con los palos porque a su abuela el cuero no le dejaba tironear, iban al rancho y cuando la leña estaba húmeda no había forma de calentarse ni siquiera el cuerpo, ni la sopa o el guiso. Si había.

 

Luego de que se fueron pensé mucho. Los imaginé en el medio del silencio removiendo nieve, buscando palos. Asocié que doscientos metros más arriba chicos y jóvenes disfrutaban del esquí nórdico. Imaginé el dolor de cuerpo y alma que aquejaba a mi pobre paciente. La pobreza, soledad, hambre y frío son mucha cosa para esta gente tan vulnerable. También pensé que yo no hacía mucho por ellos. Hay que parir estos sinsabores profesionales, no inculparse y tratarlos con el respeto y la dignidad que merecen. Hay que mirarlos a los ojos. Hacerlos sentir que al menos en ese momento de la consulta, alguien se va a preocupar por ellos. Pero lo peor que de estos casos es que hay cientos de miles. Los médicos somos testigos del abandono social y protagonistas de la impotencia.

 

En el caso de mi paciente, eso no fue todo. Tiempo después en un diario local leí en la primera plana “Anciana y niño mueren calcinados en una casilla del Frutillar”. No quise leer más.  Estuve tentado, pensé, dudé casi desesperado. ¿Serían ellos? Hacía meses que ya no me visitaban. ¿Cambiaría confirmarlo?

 

San Lucas, médico de cuerpo y almas, sentía lo mismo que sus pacientes. Lejos del santo colega sufrí una tibia y triste melancolía por ambos. No me quemaba el cuerpo, me latía la rabia. ¿A quién acusar? Lo mastico aun en un vergonzoso silencio.

 

Ahora sé que, en cada consulta, cuando se escarba y despeja el sufrimiento de los pacientes, siempre hay más. Un adicional enmascarado que estamos obligados a sacar y a protagonizar con sentido profesional. Aunque nos duela. Siempre hay más.


© Santiago Durán, 17 de enero de 2023

 

LA MADRE, EL HIJO Y EL FÚTBOL

 


Canchita de fútbol en Ramos Mejía. Street View

La madre, el hijo y el fútbol

El sacrificio, los miedos y la compañía del hijo. Enfrentaba la vida con todas las fuerzas de una joven dispuesta y laboriosa. Ella y su soledad. Ella y su hijo. Ella y su trabajo. Ella y su suerte.

Se había mudado de la Capital a un suburbio del oeste para disminuir costos. Su hijo tenía un año. Era su sol, su norte, su fortaleza.

Vivían en una pequeña casa en las cercanías del centro comercial de Ramos Mejía. Abigarrado como toda la ciudad más allá de la General Paz, pero barrio al fin. Había plazas, verde, vecindad, buenos accesos. Paisaje urbano unido a la Capital, pero más sencillo, más económico y, sobre todo, más residencial.

Antonella recorría el vecindario con una bolsa llena de ropa para vender en los tortuosos caminos que había aprendido a dominar como la palma de su mano. No era un trabajo formal sino una actividad a pulmón con la que pagaba todas las cuentas y la manutención de la pequeña familia. Circulaba en bicicleta con el niño, casi un bebé, a cuestas. Vaya a saber cómo lograba el equilibrio necesario, sorteando perros, pozos y charcos por las calles de tierra en un radio que llegaba a los límites con San Justo y Ciudadela. Había logrado contar como clientas a muchas mujeres que la apreciaban. Simpatía y solidaridad de género. El padre del niño había quedado muy lejos, en las antípodas. Ella no se amilanaba. Había adquirido una fuerza superior para sostener a su hijo. Su familia la apoyaba, aunque residía en el centro capitalino. El día a día lo enfrentaba junto a su hijo, sin traumas, excepto por el miedo de que tuviera alguna enfermedad. Cuando sucedía, iba a la guardia del hospital y suspendía toda actividad hasta verlo mejor. A la noche, se abrazaba a su retoño y dormía con él.

Desde el año, cuando aprendió a caminar, Martín jugaba a la pelota con su madre. Ante el menor reclamo ella estaba allí para atajar, rematar y gambetear. Con ese chiquito cuya cara feliz la animaba a dejar lo que fuera para acompañarlo. Sus piernitas se fortalecieron con la zapatilla, una especie de triciclo con el que daba mil vueltas a la manzana a toda velocidad sorprendiendo a los habituales vecinos. Primera infancia de esfuerzo y dedicación absolutas. Nada para ella. Su vida consagrada al hijo.

A los seis el pequeño se repartía entre el colegio y la práctica de fútbol en una escuelita de barrio. Antonella también jugaba en un club local. Siempre recordaba la afinidad con su hermano adolescente comentando los partidos que escuchaban en la radio cuyos goles marcaban con toda prolijidad en el diario dominical. Ahora lo tenía lejos físicamente, pero cercano al corazón.

De adolescente Antonella había sido una diablilla graciosa. Jugaba a todo lo que practicaban los varones, las figuritas, los autitos, la Player y, por supuesto, al fútbol. Por eso no le costaba acompañar el crecimiento lúdico y deportivo de su hijo. Los mismos juegos, los mismos intereses aggiornados con el correr de los años.

El primer partido oficial de Martín fue en una cancha polvorienta cercana a la estación de tren. Sin un solo cuadro de césped, Martín inició su práctica continua, entre el olor a hamburguesas y la presencia saltarina de los perros callejeros interviniendo en las jugadas. Él estaba feliz, iluminado por una sonrisa franca, la cara redonda y animada, bronceada por el sol, orgulloso de su camiseta recién comprada. Siempre ante la presencia de su mamá.

Dos años después comenzó la fase en la que pudo entrar a la Rabona Fútbol Club de Ramos. Fue en “la 2010”, porque ese era el año de su nacimiento. La felicidad de su madre al contemplar el carnet. La escuelita de fútbol. El rostro colmado de satisfacción al final de los partidos ganados, la decepción en las derrotas, la algarabía de meter un tanto. Hoy hice un pase de gol, mami, viste. Hoy me adelanté y se la pateé perfecto al centro delantero. Cada vez que hacía un tanto, Martín miraba a la tribuna señalando con el brazo extendido donde estaba su madre como si fuera un jugador profesional. El consabido chori del almuerzo después del partido. Los viajes en micro a partidos de la zona para competir fueron un regocijo para ambos. Las medallas y los pequeños trofeos empezaron a invadir su dormitorio. Antonella se preocupaba por equilibrar su dedicación al juego con las tareas escolares. Quería que el deporte fuera un suplemento de su formación, aunque no siempre lograba el mismo interés. Ella no había sido una alumna dedicada y ahora debía lidiar con la falta de una profesión que le diera un pasar mejor. No quería eso para su hijo.

Por esas épocas, el fútbol femenino se había afianzado, entonces él acompañaba a su madre más que feliz. Mami juega a la redonda como yo, comentaba en la escuela orgulloso. Unión que los estrechaba y los fusionaba. Inquebrantables.

Antonella había crecido también en un barrio tranquilo, entre cortadas y baldíos. Jugaba con los varones en la calle. Nadie la discriminaba. Practicó en el equipo de niños del colegio hasta que fue una adolescente. Entonces no la aceptaron más. Todavía el fútbol de mujeres no se había desarrollado, ellas se dedicaban al hockey. Estaba mal visto jugar al fútbol. Pero a la niña no le importaba. Se sentía feliz y no producía ningún rechazo en sus compañeros.

Abandonó el fútbol durante algunos años hasta que en Ramos pudo retomarlo. La práctica femenina comenzaba a abrirse camino. Jugaba en cualquier puesto. Era mayor que sus compañeras, pero siempre le ponía garra. Se la transmitió a su hijito. Mientras ella entrenaba, él peloteaba al lado de la cancha estudiando las jugadas de las mujeres.

Vivían en un departamento de pasillo, con un pequeño patio. Allí creció los primeros años, allí aprendió a jugar, en el corredor y en ese cuadrado íntimo solo compartido por ambos. Sus piernas curtidas por el amor al fútbol no dejaban una pelota sin patear. ¿Puedo ir con vos?, era la frase más repetida. La acompañó por años a jugar hasta que los papeles cambiaron y ella lo hizo con él.

La lucha de la madre por acompañar a su hijo fue indecible. Primero a todos los entrenamientos y juegos cuando era pequeño. Luego, solo los domingos a los partidos porque él, ya adolescente, recorría los itinerarios que conducían al club en bicicleta para la práctica. No había peligro. Él conocía la vecindad y saludaba a todos con el brazo en alto como en los partidos. Juntos se acompañaron, se divirtieron, diría que hasta crecieron a la par.

Cuando fue grande, Martín no se convirtió en un futbolista. Estudió y se recibió de abogado. Siguió jugando, pero como un pasamiento más. Sin embargo, esas horas, esos días que compartió con Antonella su gran pasión futbolera lo marcaron en carácter, temple y valores. 

Ya casado Martín concurre con sus hijos a ver partidos domingueros. A veces graba alguna buena jugada con el celular y se la envía a su querida vieja. Acompaña el filme con una gran sonrisa junto al gesto del brazo en alto que alude al recuerdo de una dupla indestructible que no relegará jamás.

 

 © Diana Durán, 15 de diciembre de 2022

EL SUR

Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024 EL SUR Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él ...