SECRETOS INDESEADOS

 



SECRETOS INDESEADOS

Había ido al club esa tarde de primavera. Era jueves y no tenía colonia. Sus padres y hermanos estaban en la zona de camping. Patricia se sentía libre. Aprovechó. Se subió a un tobogán altísimo y se deslizó cuantas veces quiso. Trepó por las sogas de la estación de recreo de abajo para arriba y de arriba para abajo. Hizo todas las acrobacias que conocía, rolls, media lunas, verticales, una detrás de otra. Anduvo en las hamacas lo más alto que pudo, al borde de la caída. Descansó un rato en la pérgola cubierta de rosales y madreselvas cercana a los fogones, oliendo, sintiendo. Siguió. Trepó a un pino añoso hasta divisar todo el club y más allá, gente remando en los riachos del Tigre, amarronados y sinuosos. Se le ocurrió ir corriendo hasta la cancha de básquet y girar alrededor del caño que la limita, con tal mala suerte que por el envión cayó de cabeza sobre el piso de cemento. Enseguida la auxiliaron y la llevaron al médico de guardia del club que le recomendó descansar, además de ponerle hielo en el chichón. Patricia se recostó en el banco de la pérgola intentando dormitar. Los padres y hermanos se le acercaron, pero se fueron enseguida al verla tranquila.

Al levantarse se sintió como nueva y decidió continuar sus andanzas a un ritmo más tranquilo. Un golpe no podía frustrarla. Antes quería comer algo y fue al quiosco a comprar un pebete de jamón y queso y una gaseosa. Se los pidió al vendedor que la conocía. Entonces escuchó. Esta es la pícara que anda siempre corriendo y se lleva por delante todo a su paso. Mirá. Flor de porrazo se dio hoy. La sorprendió que lo dijera delante suyo sin mover los labios. No oyó lo que le contestó el cajero porque se fue enseguida a devorar el sándwich. Se quedó sentada en la terraza frente al comedor del club y empezó a oír las conversaciones de quienes pasaban caminando. No todos eran diálogos, algunos parecían pensamientos. Una mujer que atravesaba el lugar dijo o pensó, no lo sabía, tienen que bajar el precio de la entrada al club porque no voy a venir más, son unos ladrones. Iba sola así que le pareció ridículo que hablara. Un joven con ropa de tenista que caminaba con su pareja rumbo a las canchas dijo o pensó, si estás tan lenta como otras veces vas a tener que buscarte otro compañero, me agotás. Le molestó que fuera tan antipático y más aún que la mujer no le contestara. Así escuchó, ¿pensar?, a varias personas hasta que decidió irse de allí un poco asustada de sus posibles alucinaciones. Estaba muy extrañada porque que ¡leía los pensamientos de otras personas! Pensó que el golpe le había lastimado el oído, que era algo físico. Pero no, era otra cosa. Adquirió desde entonces la anormal capacidad de leer las ideas ajenas. Tenía doce años cuando este hecho le marcaría su vida durante los veinte siguientes y le impediría ser una persona normal. No podía o no quería confesar lo que le estaba ocurriendo. Vivió muchos años atormentada y abrumada por los pensamientos de los que la rodeaban. En el colegio era un suplicio percibir a sus amigas cuando se criticaban entre sí, a los profesores burlarse de los que no sabían y hasta le costó concentrarse en las pruebas porque escuchaba los resultados erróneos de sus compañeras que terminaban confundiéndola. Nunca pensó en la locura, pero si en una capacidad anormal que la tornó en un ser solitario, distante y melancólico, angustiado por las ideas ajenas.

Nada bueno podía pasarle a quien percibía pensamientos intrusos. De padre, madre, hermanas, primos, amigos, desconocidos.  Con el tiempo adquirió la capacidad de evitar escucharlos a todos. Intentaba cerrar su mente ante las banalidades. Le dolió en el alma saber que sus padres eran engañosos en su relación. La verdad es que no te aguanto más con tus delirios de grandeza y compras inservibles, escuchó a su papá pensar sobre su mamá. En otro momento la madre caviló, si me hubiera casado con otro estaría viajando por Europa y tendría un chalet y no este miserable departamento y esta pobre vida.

Así fue como conoció los secretos de muchos. El don la hizo taciturna e introvertida. Rumeaba el pensamiento de los demás intentando despejarlos de su mente. No siempre lo lograba, entonces permanecía confusa hasta que podía desbrozar lo que no servía y seguir con su vida apenas normal. Todo le costó mucho, estudiar, trabajar, relacionarse.

El tiempo no borraba su capacidad diferencial, solo había podido dominarla con limitados recursos. A los treinta años pudo terminar con gran dificultad la carrera de bioquímica, encerrada en laboratorios y estudiando aislada. Se había transformado en una solitaria empedernida. Una mañana oculta entre pipetas y frascos escuchó a un asistente pensar: no la aguanto más, hoy es el día, este preparado es mi solución para sacármela de encima. Hablaba de su pareja. Fue el límite. Patricia hizo una llamada a la policía y lo delató.

Decidió emprender un viaje para liberarse de todo y de todos. Partió a Traslasierra en Córdoba y se instaló a pocos kilómetros de Mina Clavero, en un paraje enclavado en las Altas Cumbres. Una cabaña aislada, asoleada y confortable con vistas a las sierras. Descansó como nunca, durmió día tras día, divagó por los senderos serranos y respiró mucho ozono. La naturaleza arcana, el cristalino escurrir de los arroyos, el cielo diáfano y el canto de los pájaros sanaron de a poco su dolencia. Lo descubrió el día de su partida cuando dejó la cabaña y no supo lo que pensaban ni el conserje ni los pocos turistas que estaban en la recepción. Tampoco el idear de ninguna otra persona durante el viaje de vuelta. De regreso a su ciudad decidió que volvería a los parajes serranos a vivir. Empezó a relacionarse con los lugareños y de a poco interactuó con ellos. Apostó a un negocio de artesanías, al color, a lo autóctono, a la gente. Iba a olvidarse de los secretos que había acumulado durante años.


 © Diana Durán, 20 de junio de 2020


TERRITORIOS SENSIBLES. CUENTOS.

 



Para la compra del libro comunicarse por wsp 2932521423

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "TERRITORIOS SENSIBLES. CUENTOS"

 







El libro "Territorios sensibles. Cuentos" se presentó en la Biblioteca "Mercedes de San Martín" de Punta Alta, el jueves 9 de junio del 2022 con las ponencias de Héctor Correa (quien lo prologó) y de la Prof. Luján Avalos.



También se presentó el viernes 10 de junio de 2022 en el Instituto Antonio Ruiz de Montoya de Posadas, Misiones con la ponencia del Lic. Sergio Páez y la narración de la Dra. Albina Lara.




El libro está a la venta en la Biblioteca Mercedes de San Martín en 9 de julio 1401 y en 11 de setiembre 695 de Punta Alta. Precio: $ 500. También se envía a distintos lugares del país.



Para pedidos y consultas comunicarse por wsp 2932521423

Presentación del libro en el Instituto de Formación Docente y Técnica Nº 159 de Punta Alta ante alumnas del profesorado de Educación Primaria. Agradecemos a la Prof. Luján Avalos su invitación.



Presentación del libro "Territorios sensibles. Cuentos"



EXTRAÑAS FOTOGRAFÍAS

 


El desván de la abuela. @mariaceleste74


EXTRAÑAS FOTOGRAFÍAS

 

    Alicia ordenaba el desván de la casa de la abuela. Quería desocupar de los trastos viejos para armar allí su atelier de pintura. Estaba cursando dibujo artístico y diseño, así que el lugar era ideal para sus estudios. Le había pedido permiso a la abuela Tita quien refunfuñando le dijo que sí, pero que tuviera cuidado con lo que tiraba. Alicia tenía dieciocho años y había iniciado la carrera de bellas artes con el ímpetu que la caracterizaba en todo lo que emprendía. Empezó por desechar sillas desvencijadas, mantas agujereadas, valijas de cueros, hasta un huso de hilar y un maniquí apolillado. Todo cubierto de polvo y telarañas. Avanzaba en la tarea con energía dispuesta a que el lugar quedara flamante cuando vio el viejo ropero que la abuela había cambiado por un placar. Pensó que podía ser muy útil restaurarlo para poner allí sus acuarelas, témperas, acrílicos, pinceles y lienzos.

    En lo más alto de uno de los estantes divisó detrás de unas cajas redondas de sombreros y pelucas un paquete forrado en papel floreado que no reconoció. Intentó bajarlo subida a una banqueta, pero no pudo. Trajo una escalera y de puntillas consiguió apenas acercarlo al borde del estante hasta que el paquete se vino abajo, se abrió y se desparramaron fotografías en sepia, blanco y negro y colores. Las imágenes cayeron en un ordenado caos que la asombró. Habían formado una especie de abanico, como cartas repartidas por un crupier dispuestas de las más antiguas a las más nuevas. Alicia pensó que se trataba de un hecho ilógico por lo caprichoso de la caída. Se sentó en el suelo para observar la rara disposición de las fotos. Entonces reconoció que la primera de la izquierda era un daguerrotipo descolorido de la bisabuela griega, Delfina. Vestida de negro de la cabeza a los pies con una pequeña carterita en sus manos entrecruzadas y una mirada serena y apacible. Sabía que había cuidado sola a sus seis hijos a orillas del Mediterráneo hilando seda y criando ovejas. Al lado de esa foto había otras de personas desconocidas para Alicia, hasta que apareció una en sepia del abuelo Desiderio en la cubierta de un barco apoyado sobre la baranda mirando el océano. Su padre le había contado que en ese viaje desde Londres el abuelo cantaba muy bajito “Mi Buenos Aires querido”. Sabía que estaba muy enfermo y el nostálgico rostro así lo revelaba. Seguían otras en blanco y negro del casamiento de sus padres inéditas para Alicia. Ella sabía de memoria el álbum de cuero marrón y bordes dorados, pero éstas sueltas parecían sobrantes. Pensó que eran del cortejo de sus padres, aunque ignoraba quiénes eran esos personajes tan ataviados. Cada vez más sorprendida por el orden de las imágenes suspendió la tarea del desván para centrarse en ellas. Distinguió a sus hermanos y primos en cumpleaños que no recordaba. Había una foto de un montón de niños que la atrajo porque se reconoció con una guirnalda en el cabello y un vestido de plumetí. Identificó a sus dos hermanos de pantalón corto, pero a ninguno de los demás chicos. ¿Fiestas de cumpleaños a las que nunca había ido según sus nebulosos recuerdos? ¿Tan pocas remembranzas de su infancia? Seguían en orden fotos de colores cálidos, rojos, naranjas, amarillos y dorados de su adolescencia que nunca había visto. Asaltos en los que no imaginaba haber participado. Lugares exóticos que desconocía, tropicales, lejanos, irreconocibles. Otras de colores fríos, azules, verdes, violetas y plateados de mujeres estilo Jacky Kennedy y Twiggi. ¿Quiénes serían?, ¿amigas de su madre?, no lo sabía. Parecían desfiles de ropa de los años sesenta. Costas con riscos acantilados amenazantes, jardines de lavanda y romero que parecían salirse de los cuadros. No recordaba ninguno de esos paisajes. Todo era muy misterioso, exceptuando las imágenes de su familia.

    Alicia decidió preguntarle a la abuela Tita sobre tan extraña exhibición. No quería dejar el despliegue de imágenes y apurada tomó una foto al conjunto con el celular, pero su curiosidad era mayor. Bajó a los tumbos a ver a la abuela y le contó qué había encontrado y si podía explicarle quiénes eran. La abuela sentada en un sillón palideció. No Alicita, no te puedo contar, fue la escueta respuesta. A pesar de la insistencia de la nieta, la abuela se mantuvo firme en su negativa. Pero abue, qué pasa, por qué, alcanzó a murmurar mientas la abuela se incorporaba. Tengo que cocinar, no me agobies querida. Alicia quedó asombrada y volvió a subir al desván. Quizás otras señales le permitieran develar el misterio.

    En el altillo solo estaban en su lugar los trastos que había descartado. Las fotos habían perdido su orden de caída original y se habían acomodado como por arte de magia en el maletín de flores de colores. Desorden convertido en orden. Se asustó mucho, pero prefirió no volver a tocarlo. Alicia decidió borrar de su mente los extraños hechos y continuar con la feliz tarea de armar su atelier.

    A la noche, cansada pero contenta de haber avanzado con su proyecto pensó en lo sucedido y buscó en su celular. La fotografía de las fotografías mostraba las imágenes desordenadas de rostros desconocidos en ilusorios festejos fantasmales sepias, blancos y negros y de colores cálidos y fríos. La borró inmediatamente.


 © Diana Durán, 13 de junio de 2022

 

 

 

UN RELATO PAMPEANO. SEQUÍAS E INUNDACIONES

 


El museo de Castelli.

UN RELATO PAMPEANO. SEQUÍAS E INUNDACIONES.

Rosa vivía en Castelli, pequeña localidad del centro de Buenos Aires, pueblo del interior apegado a las tradiciones y vinculado al campo de su entorno. Situada muy cerca del Salado quedaba a merced de los cambios de humor del río, de sus inundaciones y sequías. Ese era el tema exclusivo del lugar. O el curso se desbordaba en un manto prolongado que traía la emergencia y el desastre o, por el contrario, cuando no llovía, los suelos se resquebrajaban por la sequía afectando al ganado y las mieses. La gente vivía al compás del vaivén de la naturaleza. Tras la sequía la inundación. Tras la inundación, la sequía.

Castelli se destacaba también por su cultura popular. En el museo regional se disponían objetos plenos de historias gauchescas pampeanas, reliquias de la gran inmigración y otras etapas prósperas de la historia argentina. Era un antiguo edificio en el que asomaban malezas entre los resquebrajados ladrillos a la vista. Rosa había sido artífice de su gestación. Había buscado las herencias de la tierra en cada rincón del Salado. Lo que descartaban las familias tradicionales, desde un rebenque hasta una carreta; vajilla europea y enseres camperos, cuchillos, rastras, mates. Todo en una mixtura perfectamente catalogada. Rosa y su hijo eran incansables custodios de la historia local. También estaba a cargo de la biblioteca popular que cuidaba como a un tesoro. Los chicos del pueblo dejaban las bicicletas en la puerta, mejor dicho, las tiraban en la vereda y entraban a buscar materiales para la escuela. Así la biblioteca de Castelli se llenaba de risas compartidas y silencios lectores.

Tierra de poleros, ganaderos y chacareros. Gente ruda, gente llana. Como la pampa. Llegaban a Castelli personajes variopintos. La ruta dos era el eje de los arribos. Así había acudido Mario, así apareció Lucía. Él era un típico viajante, aventurero y bohemio. Vivía de lo que vendía, pero su rasgo más saliente era el imperativo de seguir andando. Ella, en cambio, sedentaria y estudiosa, un típico ratón de biblioteca. Viajaba a Castelli por sus estudios, pero volvía enseguida a La Plata. Estaba escribiendo su tesis de licenciatura sobre las sequías e inundaciones.

Lucía conoció a Rosa a través de una familia local, que tenía una chacra por lo que iban y venían de La Plata. A Rosa le interesó el estudio de Lucía y la acompañó en sus trabajos de campo. Entablaron una amistad. Pasaban horas charlando sobre sobre los problemas del agua que Lucía investigaba. Sequía e inundación. Inundación y sequía. La joven pronto se enamoró de ese lugar apacible y pastoril. Por sus relaciones Rosa logró que Lucía visitara ranchos de gauchos que contaban historias de eventos vividos. Supo por el gauchaje que eran preferibles dos inundaciones a una sequía. También visitó estancias de terratenientes más ocupados por el pedigreé de sus vacunos que por las amenazas climáticas. Conoció a chacareros y arrendatarios, los más afectados por el menor tamaño de sus propiedades. Lucía fue tantas veces al pueblo que su director de investigación terminó mofándose de ella al nombrarla “la reina de Castelli”, cosa que le causaba gran indignación.

El lugar amado por Lucía era esa tierra plana que a pesar de la apariencia homogénea ella sabía distinguir. Aprendió los secretos de sus horizontes perpetuos, las lagunas intermitentes, los duraznillares erguidos, la silueta de las reses en el pastizal. Dónde encontrar flechas de indios, cómo diferenciar un suelo anegadizo de otro fértil o distinguir las aves migratorias de las residentes. Cuando la loma comenzaba a secarse mientras el bajo se encharcaba. Terminó quedándose semanas enteras en la casa de Rosa y acompañándola al museo y la biblioteca. Al finalizar el trabajo cruzaban la ruta paralela al ferrocarril y disfrutaban la simbiosis del horizonte, la tierra y el cielo. Atardeceres mágicos.

Un viernes de primavera Lucía arribó a Castelli como otras tantas veces. En esta ocasión brindaría una conferencia sobre el Salado en la biblioteca. Las inundaciones y sequías. La concurrencia fue numerosa. No había muchas actividades parecidas en el pueblo. A la noche, gran asado. Allí conoció a Mario. Quedó atraída por sus penetrantes ojos negros y su aspecto de galán. Pronto él se le acercó e inició una conversación animada en la que intercambiaron las anécdotas de los viajes de él y los estudios de ella. Enseguida se encontraron hablando de sus vidas, aunque él era poco explícito, solo contaba sus trasiegos. Ambos solteros, ambos jóvenes. Sin compromisos a la vista. Lucía quedó cautivada con su compañía. Pero sentía que él era una incógnita. No sabía de dónde venía ni hacia donde iba.

Comenzaron los encuentros y las esperas. Las noches de plenilunio y los eclipses. Algunas veces lo veía unos pocos minutos cuando coincidían en la casa de Rosa donde dejaba alguna mercadería. Otras conversaban largo rato en la biblioteca y luego continuaban en algún bar hasta que él partía súbitamente. En ciertas ocasiones la invitaba a cenar en la fonda de los poleros al costado de la ruta. La relación se profundizó. Las citas y las ausencias también. Cuando parecía que iban a concretar una pareja, él desaparecía. Como la sucesión de las sequías e inundaciones en los campos aledaños. Así era la relación, un romance intermitente sin continuidad. Exiguo y seco en decisiones, pleno de desbordes y torrentes impetuosos o esperando un nuevo ciclo. Mientras tanto, Lucía secaba sus lágrimas en el regazo de Rosa que la guarecía tiernamente, como a una hija. Le ahorraba sus impresiones sobre ese hombre ocasional.

 

Mario nunca fue a La Plata ni ella pudo seguirlo en sus errantes derroteros. Castelli fue el centro de la relación. Durante un año se encontraron en el pueblo o en algún hotel de la ruta donde los envolvía la pasión. Lucía intensamente enamorada, Mario seducido por la joven que lo aguardaba siempre.

 

Un buen día él no regresó más al pueblo. Seguramente divagaba por alguna ruta acorde a su alma aventurera o atraído por alguna otra conquista. Lucía sabía que iba a pasar. Era inteligente como para no saberlo. Retornó a La Plata, se recibió y regresó a Castelli para radicarse definitivamente en el pueblo que la había adoptado. Con el tiempo profundizó la relación con el hijo de Rosa, tan afincado como ella, tan cercano y estable. Su vida encontró el cauce buscado. Olvidó al hombre inseguro y pasajero.

 

Solo cuando las aguas salen de madres su imagen reaparece como una invocación fugaz en el atardecer pampeano. Mientras construye en la biblioteca popular un centro de estudios sobre los riesgos. El ciclo del agua y el de la vida continúan, eternos.


                                                                                 © Diana Durán, 6 de junio de 2022

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