QUIERO TODO

 


QUIERO TODO

Josefina estaba obsesionada por comprar y comprar. Le gustaba especialmente decorar el departamento donde residía con su esposo e hijo. Su última adquisición había sido un conjunto de tres elefantitos de madera de sándalo que completarían el estante donde se situaba la emperatriz de marfil entre dos estatuillas de piedra dura, un buda y un dragón. La disposición era estética, armoniosa y equilibrada. Josefina decía poseer algún antepasado coleccionista ya que, a diferencia de ella, su mamá había sido sumamente sobria, tal es así que en el living materno solo se destacaban un antiguo reloj de madera y dos piezas de cristal de Bacará, una bermellón y otra azul que con el tiempo formaron parte del acervo de su hija. En cambio, Josefina seguía acomodando objetos en la vitrina de marco dorado a la hoja, tallado y repujado con un espejo en la parte trasera y laterales de terciopelo bordó. Siempre había querido tener una así y finalmente la consiguió en el remate que hizo una amiga al mudarse a un departamento más chico. Fue una bicoca el precio, pensó Josefina, pero le pidió a la amiga pagarlo en dos o tres meses, que finalmente se convirtieron en seis.

Cuando era una niña Josefina iba con sus padres a la residencia de la tía Eugenia donde se detenía maravillada frente a dos esculturas chinas colocadas sobre pedestales de mármol de Carrara en la entrada pasando la puerta cancel. Luego se quedaba extasiada frente a un cristalero de pie donde lucían los juegos de comedor de porcelana en miniatura; docenas de copas de cristal de múltiples colores; estatuillas de pájaros, leones, tortugas y demás animalejos en cuarzo blanco, pasta blanda y hueso; entre otros múltiples adornos. Las paredes estaban totalmente cubiertas de platos ingleses de cacería y franceses de doncellas y flores. En el gran comedor separado del living había una mesa de roble tallada para veinte personas y en la pared, un estante de madera que rodeaba todo el ambiente situado a gran altura repleto de jarrones de porcelana. Josefina los miraba con admiración mientras transcurría el almuerzo dominical. Había observado con tanto detalle esa residencia fabulosa que cuando se casó la usó como modelo para decorar la suya. Pero claro, sus tíos eran ricos, situación nada comparable con la suya, esposa de un visitante médico de relativa capacidad económica. Igualmente, ella pensaba que su departamento estaba muy bien engalanado y le gustaba hacer reuniones en las que desplegaba la vajilla y la cristalería que le habían regalado para su casamiento a la que sumaba nuevas adquisiciones de fuentes, posa cubiertos y candelabros, entre otros enseres. Así se sentía feliz.

Usualmente salía con su vecina Sarita a pasear por la calle Cuenca. Siempre encontraban adornos para comprar. La amiga, esposa de un comerciante de muy buen pasar no tenía problemas de dinero. En cambio, Josefina engañaba a su esposo con las compras pues extraía los fondos de las cuentas e impuestos a pagar que él le encargaba. No tenía ningún remordimiento por esas trampas, sino que disfrutaba de sus adquisiciones. Se tiraba en el sofá y miraba en detalle cada objeto nuevo pensando donde ubicarlo o cuál de ellos reemplazar. En varias ocasiones habían quedado cuentas impagas, pero la mujer no cesaba de mentir a su marido en un ajedrez delirante de préstamos y ahorros para poder pagarlos. Pensaba que ella podía hacer lo mismo que Sarita. Tenía la rara cualidad de ubicar sus novedades sin que fueran muy notorias o esconderlas e ir cambiándolas por otras que ya se había cansado de ver a sabiendas de que ni su esposo ni su hijo repararían en sus acciones. Este último, sin embargo, ya le había dicho que su casa parecía un museo, pero ella ni se inmutaba. Continuaba pensando en más tesoros que obtener.

Lo que más anhelaba era una porcelana de Lladró. Había visto una estatuilla de una mujer con un cántaro en la galería Santa Fe. Quedó extasiada, pero era imposible acceder a la compra. Obnubilada había entrado al negocio dejando una seña que nunca recuperó. El sueño de Josefina era ir a Europa y además de visitar París, Londres y Roma, comprar unas piezas de Sevres y Limoge con sello, auténticas, aunque sabía que en Bavaria estaban las mejores, por lo que también quería viajar a Alemania. Hasta soñaba con traerse algún plato alusivo a la reina Isabel del palacio de Windsor.

El anhelo y la acción de adquirir objetos a partir de los ingresos de su esposo no tenían límites. Llegó un momento en que el síndrome de la compra compulsiva abarcó no solo adornos sino también ropa, maquillaje, libros de colección y cualquier otro elemento atractivo para su insaciable ansiedad consumidora.

Todos los objetos se iban acumulando en el departamento y Josefina llegó a padecer de irritabilidad cuando no podía salir de compras y, a su vez, tenía que canjear pagos imprescindibles como la luz, el gas o el teléfono por elementos que se acumulaban en los placares sin ton ni son. Ello implicaba nuevos préstamos y prestamistas.

Cuando conoció la existencia de Mercado Libre, Josefina ya no tuvo límites. Se pasaba horas revisando múltiples publicidades. No paraba de conseguir chucherías a bajo costo sin ni siquiera salir de su casa. Con solo poner el rubro deseado en la lupa de la página, elegía y llenaba el carrito virtual con todo tipo de trastos inservibles que cargaba a las extensiones de las tarjetas que le había proporcionado su esposo hacía unos años.

Josefina alcanzó el máximo desequilibrio cuando ocultó la compra de una mesa para veinte personas como la de la casa de su tía rica. El día en que se la trajeron estaban su esposo y su hijo. Los repartidores no tenían donde disponerla por lo que fue devuelta inmediatamente. Josefina quedó en estado de estupor cuando su marido le canceló todas las tarjetas y se fue de la casa con su hijo dejándola en medio de un mar de porcelanas y adornos inservibles.


© Diana Durán, 7 de noviembre de 2022

 

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