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UNA MAESTRA EN LA PUNA

 


Escuela en Mina Pirquitas

Una maestra en la Puna

 

    Vivir en la Puna es difícil, pero ser maestra aquí lo es mucho más. Todavía no sé cómo me animé. Esta fue tierra de aventureros, de buscadores de oro y crianceros de llamas, vicuñas y alpacas; luego de mineros, rudos y aguantadores. Hasta que llagaron las empresas extranjeras para explotar el estaño, la plata y el zinc. Historia de aperturas y cierres. De gente contra la gente.

    Yo nací en San Salvador de Jujuy donde viví hasta los veinte, me vine buscando mejorar mi sueldo por trabajar en una escuela rural. Total, más vacía no podía estar en la capital jujeña. Me quería alejar de mi familia, pero sobre todo de mi historia con Amaru. Éramos novios desde el colegio primario. Yo quería más libertad. Él me limitaba, me oprimía. El agobio de tener que casarme con él sin otro destino. Ahora estoy apartada a cuatrocientos kilómetros de la ciudad por caminos de montaña, lejos del colorido de la quebrada de Humahuaca y del verdor de las yungas. Me costó decidirme, pero un buen día logré el traslado.

    En Mina Pirquitas somos pocos, no más de seiscientos, y resistimos todo tipo de inclemencias. Pura roca rojiza y amarillenta rodea el pueblo cuyas casas espejan esos colores con la ardiente intensidad del sol que se refleja en los ladrillos resecos. Nos rodea una meseta que parece baja pero no lo es. La mina está pocos kilómetros. Es un conjunto yermo de oquedades de tono grisáceo en el suelo horadado a orillas del barranco. Una especie de embudo gigante de tierra arrancada a la Pacha. Hay que extraer inmensas cantidades de roca para alcanzar el mineral. A cielo abierto le dicen, yo le diría un tajo, una gran lastimadura en el suelo pétreo. Aquí suelen cambiar los dueños de la mina, pero la pobreza es la misma de siempre.

    Respiramos un aire enrarecido a cuatro mil metros de altura. Hay que aguantarlo y yo aprendí a hacerlo a fuerza de apunarme y mascar coca. Frío, mucho frío padecemos y hasta nevadas extremas en el invierno. Tanto que lastima la piel y no deja que nos calentemos ni siquiera al lado de la leña encendida. Por eso suelo irme al valle en las vacaciones.

    Esta es tierra de estaño y soledad[1] cantaba Mercedes Sosa, sin embargo, aquí no se libera la esperanza de los pueblos. Aquí todos saben de la contaminación del río Pirquitas, aguas abajo de la mina; del frío que tienen los chicos en la escuela. Ese que no los deja estudiar. La gente piensa que si se va la empresa perderán los trabajos. Volverán a pastorear o migrarán. En la mina se gana mucho más. Por eso aguantan, como sufro yo el aislamiento y la orfandad. Todo por unos pesos más.

    Siempre se habla del cierre de la mina y los hombres y unas pocas mujeres que allí trabajan están muy inquietos. Tienen conciencia de lo que vivimos con el agua. Pocos se deciden por los emprendimientos del cultivo de quinoa o el turismo como alternativa. Los mineros cortan la ruta 40 cuando se habla de clausurar la mina. No les importa la contaminación con metales pesados ni los desechos aguas abajo del río.

    Yo trabajo en la Escuela 83, la primaria. Me gusta mi labor, pero a veces me siento inútil como cuando no hay agua en el baño y no puedo dar clases. El termotanque no funciona y las temperaturas descienden hasta los 20° bajo cero. Ni pensar en agua caliente. Si hasta los arroyos se congelan y los cabellos de los chicos se escarchan si se mojan. En cambio, en las instalaciones de la mina tienen luz, agua y calefacción.

    Yo solo soy maestra de la escuela, pero tengo el deber de despertar las conciencias de lo que pasa a mis alumnos. Tienen que entender que es imposible rellenar esos profundos agujeros que destruyen la altiplanicie puneña. Entonces me siento inútil y me dan ganas de irme. De noche sueño con volver a mi casa.

    Llegué con todas mis ilusiones y mi fortaleza juvenil, pero me voy, me voy yendo, me vuelvo a los suburbios de Jujuy. A lo mejor todavía me espera Amaru.

© Diana Durán, 26 de junio de 2023



[1]Canción con todos” de Tejada Gómez (letra) y César Isella (música).



Así queda el terreno en la Mina Pirquitas

LA LLANURA EN LOS SENTIMIENTOS

 


La llanura. Foto: Héctor O. Correa

La llanura en los sentimientos

He recorrido todas las sendas, he buscado sin cesar, en el cielo y la tierra un refugio, mi lugar. Entre peñascos olvidados, bajo achaparradas encinas, entre caminos truncados y pequeñas colinas. Un lugar donde encontrarte, un lugar donde vivir.

Lo descubrí en la llanura que se extiende interminable hasta un horizonte lineal y perfecto. Ese surco absoluto que amansa mis sentidos. He admirado siempre la inmensidad del llano, observándolo en detalle, desde su interior profundo. Recorriéndolo paso a paso, entre gramíneas y pastizales. Me ha sorprendido la fauna escondida que con mis ojos adiestrados aprendí a descubrir. Una martineta elegante, una liebre asustadiza corriendo inalcanzable, las bellas aves que se dejan ver entre las mieses y otean hambrientas y vigilantes desde los alambrados a sus pequeñas presas.

Amo esas planicies que algunos tildan de monótonas, pero que para mí fueron objeto de estudio y también de disfrute y trasiego. Reconocer las cubetas excavadas por el viento y luego colmadas por las lluvias para formar lagunas. Ellas tienen un reborde más alto al este adonde se acumularon las lomas y el hombre sembró arboledas.

Me he internado en la llanura y he sentido la energía de las ventiscas arrachadas en su amplia heredad. He admirado esos días en que el cielo se impone celeste, límpido y todo lo ilumina. Otros, en cambio, he contemplado los frentes que se encuentran en bravías tormentas.

La pampa anima a seguir vagando por senderos interminables. A transitar itinerarios terrosos sin rumbo fijo. Sin duda, ha sido la disparadora de mi pasión por andar, a todas partes y a ningún lugar.

Allí fue donde te encontré, hombre de la llanura, de la planicie surera. Allí pasó que sin saber lo que iba a suceder, sin pensar en que nos íbamos a descubrir, aconteció. Desde entonces te amé por siempre.

© Diana Durán, 5 de junio de 2023

PENSAMIENTOS EN VUELO

 


Foto: Diana Durán

Pensamientos en vuelo

Nubes y más nubes. Un mar de blancos y grises. Un colchón espumoso que lo cubre todo. Inabarcable, infinito. Algunos espacios en el blanquecino manto dejan entrever el verde, el amarillo, el marrón del campo, las estancias y la mínima naturaleza virgen. Los arroyos plateados y finos, apenas unas hendeduras que declinan al mar bordeados por los intensos colores esmeraldas de los bosques en galería. Las brillantes lagunas que reflejan la luz como efímeros e irregulares espejos. El brillo rojo del sol vespertino provee el destello que todo lo ilumina. El perfil de las sierras en el horizonte donde sus picos y laderas incipientes delinean una grisácea sombra. Espaciados y pequeños cuadriláteros de calles y manzanas en la inmensidad del territorio apenas urbanizado. Como rectilíneas ranuras los caminos conectan los pueblos.

Dejo de mirar por la ventanilla y mis pensamientos se alejan de la observación del atardecer. Estoy por llegar. Vamos a descender. Mi vida puede cambiar. Será el momento del deseado primer encuentro con Martín. Falta poco. ¿Cómo será él en realidad? ¿Tan interesante como en nuestros diálogos? Pronto lo sabré. Me invade una gran excitación.

Una azafata anuncia el próximo aterrizaje. Pocos minutos después se ejecuta una maniobra y el avión vuelve a ascender en una operación poco común. Me pregunto si habrá prioridad de paso para otra aeronave. El capitán indica a la tripulación que se mantenga en sus lugares y explica a los pasajeros con voz tranquila que habrá algunas turbulencias. Nada raro. Sin embargo, comienzan los vientos cruzados y el paisaje que antes me parecía maravilloso se torna amenazante. Aparecen unos yunques enormes de los temidos cumulunimbus. No me gustan, el piloto debería haberlos sorteado, pienso, pero quién soy yo para discernir sobre las maniobras de un avión. Tengo confianza en el comandante. Seguro estamos atravesando un frente y él ha decidido subir a mayor altura. No veo nada por la ventanilla. Solo nubes y más nubes, oscuras y tenebrosas.

Por primera vez observo a mis acompañantes, dos jóvenes que juegan con sus celulares. No parecen nerviosos. Pienso en la espera de Martín. ¿Estará preocupado con la tardanza? Seguro que sí.

Descendemos bruscamente. No sé calcular cuánto. ¿Un pozo de aire? Los pasajeros gritan. Es para hacerlo, esos agujeros demuestran la fragilidad del avión, aunque bien sé que no es así. No hay medio de transporte más seguro que el aéreo, dicen. Maldigo el estar sola entre tantos desconocidos. Si estuviera con él seguro me hubiera abrazado muy fuerte. Atravesamos nubes y más nubes. El panorama ya no me gusta nada.

Una voz tranquilizadora anuncia nuevamente que estamos por aterrizar. No la escucho bien. Pregunto a uno de mis compañeros de asiento. Me dice que descenderemos en el aeropuerto de Santa Rosa y no en Comandante Espora. La azafata explica que allí aguardaremos hasta que mejoren las condiciones meteorológicas para volver a destino.

El avión carretea y aterrizamos en un lugar inesperado. Los pasajeros aplauden. Nos hacen bajar por lo que supongo que el tiempo no va a mejorar pronto. Evalúo, debemos estar a más de una hora de vuelo de Bahía Blanca adonde tendríamos que haber arribado.

De algo estoy segura, no volveré a subir a este avión. Bajo con mi carry on y mi mochila. Decido tomar un micro en Santa Rosa de regreso a Buenos Aires. Tarde lo que tarde iré por tierra. Ya no pienso en la belleza del cielo ni en el disfrute del paisaje.

Súbitamente me doy cuenta de mi olvido. Martín me estará esperando en el aeropuerto de Bahía. Nuestro primer encuentro tan deseado... Reflexiono, en el camino me comunicaré con él.

 

© Diana Durán, 6 de abril de 2023

UN DÍA EN EL TERRAPLÉN SERRANO

 


El terraplén y la cabaña en Sierra de la Ventana. Street View

Un día en el terraplén serrano

 

En Sierra de la Ventana había un terraplén, el de las vías por donde circulaba el ferrocarril con mínima frecuencia, pero vital para la comarca turística. Con sus árboles añosos y pastizales amarillos, era un ambiente especial y diferente del resto de los sitios serranos. Desde el terraplén se veía mejor el paisaje, como subiendo a una serranía baja. Los lugareños no lo transitaban, imbuidos de sus propias actividades. En cambio, los turistas, parejas de enamorados, chicos aventureros y demás paseantes vagabundeaban por las vías en busca de sosiego o diversión. Algunos caminaban desde la mismísima estación hasta el viejo puente de hierro y otros retozaban en los taludes subiendo y bajando.

Cuando la sequía arreciaba el terraplén se tornaba gris amarillento y algo triste. Un verde brillante, en cambio, lo tapizaba en época de lluvias. Era un ecosistema humano y natural a la vez. Muy pocos, pero destacables los árboles allende el talud. Viejos y de gran altura se erguían álamos, pinos, sauces y eucaliptus.

En la cima de un árbol de copa algo raída por el tiempo habitaba un milano (*). Hermoso ejemplar de ave rapaz con plumaje blanco y ojos de mirada amenazante. Él reinaba con su vuelo rasante en las soledades humanas del talud. Desde la rama más alta acechaba sus presas para cazarlas hábilmente. Cuises, ratones de campo y hasta conejos. Aunque cuando la escasez recrudecía se alimentaba de residuos de los vertederos de basura que la gente descuidada tiraba por allí.

El milano transcurría su vida junto a su hembra que en el otoño ponía uno o dos huevos. En la época estival cuando se producía el aluvión de turistas el ave se retraía insatisfecho.

Frente al eminente árbol donde regía el milano, al que la mayoría nombraba despectivamente "aguilucho", había una cabaña pequeña de ladrillos a la vista y techo de zinc, pocas veces ocupada.

Un año durante las Pascuas, ya pasadas las ajetreadas vacaciones plagadas de turistas, apareció una familia peculiar que se adueñó del lugar como buenos humanos. La madre y las dos hijas ya grandes tenían la costumbre de esconder los huevos y conejos de chocolate para celebrar las Pascuas en los lugares más insólitos. Lo hacían para el pequeño, hijo de una de las muchachas. Eran felices al verlo buscar en el jardín o incluso en los terrenos del terraplén donde habitualmente jugaba. El ave rapaz se sentía invadida, pero se mantenía calma porque le tenía simpatía al niño que no andaba con hondas ni molestaba a los pájaros que se alimentaban por allí.

Don milano, en general, no tenía buen carácter. Refunfuñaba especialmente cuando otros pájaros invadían su hábitat o con la gente desconsiderada por sus extrañas costumbres de ahuyentar a sus presas. No se veía un cuis ni un conejo cuando veraneaban.

En el mismo entorno del terraplén habitaban otros personajes alados. Como residentes, tijeretas, chimangos y carpinteros campestres y desde la primavera las migrantes golondrinas y zorzales patagónicos. Era habitual ver a la tijereta pelear con el chimango. Cosa extraña que un ave tan pequeña y de larga y ondulante cola tuviera la costumbre de perseguir en vuelo al chimango inoportuno. Aunque quien regía en el terraplén era, sin duda, el milano por su porte y sus costumbres.

El domingo de Pascuas, madre e hijas se despertaron muy temprano y se dispusieron a colocar los huevos y el conejo de chocolate bien escondidos en los alrededores de la cabaña. Lo hicieron en varias rejas de las ventanas laterales, en un agujero de un tronco talado, detrás de un viejo cartel herrumbrado, en las alcantarillas del terraplén y hasta en el pino donde habitaba el milano. Los huevos de distintos tamaños fueron ocultados en pequeñas bolsas de papel madera que se mimetizaban en el entorno. Cuando el niño despertó después del desayuno pascual, la abuela le dijo, llegó el día, ¡a buscar los huevos y el gran conejo! Feliz él salió a recorrer y los primeros que encontró fueron los ubicados en las rejas. Saltaba y gritaba de alegría para risa de la familia que lo seguía bien de cerca. Luego empezó a merodear por el jardín y siguió hallando huevos de pascuas de distintos tamaños entre las matas de arbustos y los canteros de flores silvestres. Llegó el momento de otear el talud y allí solo encontró un huevo en el tronco cortado. Para sorpresa de la madre y las hijas faltaba el conejo de chocolate, que habían dispuesto en una rama del árbol lo más alto que pudieron. Era fácil de descubrir, pero no había caso, no lo descubrían.

Toda la familia buscó y buscó pues no se explicaba la desaparición de la deliciosa golosina de pascua, hasta que desde la copa del árbol el ave orgullosa mostró su glorioso trofeo: el gran conejo de pascua que se había llevado como presa a su nido. Delicia para las aves y diversión para la familia que divisó al milano deglutiendo con su hembra el regalo pascual. El niño se rio a carcajadas feliz de ver semejante ostentación y le mostró sus propios tesoros de chocolate.



Milano blanco. Fotografía Héctor Correa


(*) MILANO BLANCO  Elanus leucurus
FAMILIA: ACCIPITRIDAE

Nombres vulgares: Aguilucho. Araucano. Bailarín. Cometa blanca. Elanio blanco. Gavilán blanco. Halcón. Halcón azulado. Halcón bailarín. Halcón blanco. Halcón langostero. Halcón lauchero. Halcón morotí. Halcón plateado. Lechuza blanca. Milano. Ñancu. Sacre. Taguató-morotí.

DESCRIPCIÓN

L: Macho: 35-42 cm. Hembra: 37-43 cm. Pico negro. Cera y patas amarillas. Iris rojo. La cabeza es gris con una línea ocular oscura y la frente blanca. Dorsalmente es grisáceo. Ventralmente es blanco. Las alas son puntiagudas, grises con las cubiertas negras. Ventralmente las tapadas son blancas con una mancha negra, el resto gris. La cola es blanca con las dos plumas centrales grisáceas pálidas. El inmaduro es ventralmente y la corona, estriado de pardo y canela. La cola tiene una banda subterminal grisácea. Las plumas primarias, las secundarias y las de cobertura, con punta blanquecina.

 

COMPORTAMIENTO

Se lo ve asentado en postes, cables o en árboles. Es de vuelo rápido a mediana altura. Cuando busca el alimento aletea a cierta altura suspendido en un mismo lugar y luego se lanza sobre la presa con las alas hacia arriba y las patas extendidas hacia abajo. Anda solitario o en pareja.

 Fuente de la descripción: MILANO BLANCO – Aves Argentinas (unl.edu.ar)

© Diana Durán, 1 de marzo de 2023

ENCUENTRO EN PEHUEN CO

 


Atardecer en Pehuen Co


Encuentro en Pehuen Co

El mejor momento del día era cuando atravesaba el médano y divisaba el mar. Caminaba con los pies descalzos sobre la arena fría y mojada y jugaba con la espuma del oleaje divagante. Solo la acompañaban unas gaviotas a pocos metros y el poderoso ruido marino. Aspiraba profundamente el aire salino y la envolvía una genuina sensación de plenitud y placer, en estrecha comunión con el entorno.

Sofía había decidido vivir en Pehuen Co, un balneario de la costa atlántica de Buenos Aires. La habían aceptado como profesora en la única escuela secundaria. Era el trabajo ideal para quien quisiera aislarse de la vida ajetreada de Bahía Blanca y, fundamentalmente, de su reciente divorcio. Había decidido alejarse de la gran ciudad y del ambiente docente en el que su exmarido también actuaba, además ganaría bastante más dado el carácter rural de la localidad. Al fin estaría libre de ataduras, luego de diez años de un matrimonio aburrido, desapasionado y anodino. Estaba a sólo setenta kilómetros de Bahía por si quería hacer alguna compra especial, visitar a la familia y los amigos, o acceder a un servicio médico y a trámites complejos. Por la división de bienes, Sofía se había quedado con el auto mediano y la cabaña de veraneo que la pareja había comprado años atrás. La joven pensaba que para recuperarse lo mejor era estar lejos y empezar de cero. Con treinta años no sabía qué le depararía el destino, pero sí que no quería tener una nueva relación. Había una distancia sideral entre el trasiego de profesor taxi de escuela en escuela al transcurrir tranquilo y solitario en la idílica villa balnearia. Todo estaba a un paso en el nuevo lugar. Había transformado la cabaña en una residencia bien acondicionada para vivir con unos pocos muebles vintage de colores pasteles y un gran sillón de mimbre con almohadones estampados, cortinas en bandas verticales black out, algunos libros elegidos y un cuadro tríptico con figuras de mujeres estilizadas. Todo distribuido con gran sencillez lo que le daba a la casa una atmósfera cálida y encantadora. Ahora podría cuidar bien de jardín de agapantos azules, margaritas blancas y amarillas y madreselvas perfumadas cubriendo los muros. Contemplaba los dos pinos a ambos lados de la tranquera y los álamos vigilantes al costado del terreno junto a los aromos amarillos en primavera. Ascendiendo el médano que limitaba su casa en la parte posterior, tres cipreses añejos proveían la sombra ideal para los ardientes veranos. Planificaba revivir su pequeña huerta de hortalizas y aromáticas y plantar algunos frutales. Plenitud completa.

Sofía reinició su vida en Pehuen Co feliz, acomodando su casa y acostumbrándose al ritmo cansino de la vida lugareña. La acompañaba el intercambio con sus colegas que venían de Punta Alta en una combi, para volver al terminar la jornada escolar. Conversaba con algunos vecinos, en general comerciantes que la proveían de los víveres cotidianos. No había mucha gente de residencia permanente, venían en general los fines de semana o en las vacaciones. Disfrutaba su soledad. Se sentía dichosa con sus caminatas sin rumbo por la ribera y el bosque que rodeaba la villa. Era una enamorada del mar, pacífico o bravío, de las nubes cambiantes en forma de penachos, estratos o cúmulos que le permitían imaginar figuras extrañas y sorprendentes. También amaba las puestas de sol tan particulares de Pehuen Co donde el astro salía y se ponía en el mar formando un arco singular de amaneceres y atardeceres únicos. Una bola de fuego alzándose y sumergiéndose lentamente en el horizonte oceánico. Deseaba contemplar el espectáculo una y mil veces. La joven nadaba como un pez desde la infancia, pero era prudente con los vaivenes marinos. Conocía el ritmo de las bajamares y pleamares como el de su corazón.

Todas las tardes, terminado el trabajo, Sofía caminaba a buen ritmo las siete cuadras de tierra que distaban entre la escuela y su casa. Cuando no tenía clases y los días se alargaban hacía otro itinerario que la llevaba por la angosta calle Las Gaviotas hasta Los Tamariscos subiendo y bajando los ondulantes médanos para luego alcanzar la avenida que daba al mar. Entonces corría feliz hasta la orilla. Allí se quedaba hasta el atardecer clasificando caracolas milenarias y rocas de erosionadas formas que coleccionaba luego de una refinada selección.   

Nunca pensó en un encuentro tan inesperado. Una tarde cálida de octubre hizo el recorrido hasta llegar a la bajada de Ameghino y comenzó su acostumbrado vagabundeo por la playa. El mar estaba calmo. Entonces distinguió la silueta de un hombre saliendo del agua con una tabla de surf bajo el brazo. Le pareció de su misma edad. Sin poder evitarlo, se ruborizó intensamente. El joven se le acercó para atravesar el camino por donde ella había bajado. Le sonrió con un gesto amistoso y Sofía le devolvió una tímida sonrisa. Ninguno atinó a decir palabra, pero quedó entre ambos una estela de seducción. Al día siguiente se repitió la escena, solo que esta vez se saludaron e intercambiaron nombres y actividades. Tomás era el nuevo guardaparque de la Reserva Pehuen Co-Monte Hermoso. Se había acabado la tranquilidad emocional para Sofía. No podía dejar de pensar en ese joven encantador al que esperaba ansiosa ver luego del trabajo. Su camino hacia la costa ahora le hacía latir fuerte el corazón. Cuando se encontraban conversaban de todo lo que a ella le gustaba, el mar, la playa, los deportes náuticos, el cuidado del médano, la concientización de los turistas, el aluvión veraniego. Odiaba los días de lluvia porque sabía que no lo iba a encontrar. Se sentía totalmente atraída no solo por el trabajo tan singular de guardaparque, sino porque era un joven atlético, tranquilo y solitario. Entablaron una relación amorosa desde aquel ocasional encuentro. La embargó la pasión. ¿La soledad había quedado atrás?

La joven debió ir a Bahía Blanca para atender a su madre que se había operado. Eran solo tres días, pero los sufrió intensamente. Quería regresar lo antes posible. Se acercaba el verano y sabía que Tomás se sumergiría en el cuidado de la reserva y las visitas guiadas a las huellas paleontológicas. No lo vería tanto como ahora lo que la sumía en el desasosiego.

La muchacha regresó el lunes cuando se anunciaba una temible sudestada. Se habían suspendido las clases. Arreciaban vientos de más de 80 km por hora. Había vuelto a tontas y a locas solo pensando en el reencuentro. Por suerte su casa estaba en orden, nada se había arruinado, aunque los árboles se bamboleaban peligrosamente. Ella solo imaginaba a Tomás. Se animó a bajar a la costa, aun sabiendo lo que significaba ese temporal. Apenas pudo llegar por el viento huracanado, los truenos amenazantes y la lluvia torrencial. La playa se había convertido en una estrecha franja contra los tamariscos. La arena le azotaba el cuerpo. No lo encontró, pero descubrió un morral colgado de una rama. Se desesperó. Corrió a su casa y se comunicó con el delegado municipal quien atareado no podía responderle, solo le exigió que se refugiara en su casa. Estaba trabajando con los bomberos debido al mal estado de las defensas costeras, el posible retroceso y derrumbe del médano y las consecuencias en los chalets veraniegos de la línea de costa. Sofía suponía que Tomás como guardaparque sabría cuidarse, pero estaba muy afligida. Podía resultar una tragedia. Por primera vez, el lugar le parecía sombrío y triste. Supuso que el joven había ido a revisar el estado de la casilla en la entrada de la reserva paleontológica y habría preferido quedarse protegido tras los médanos hasta que amainara la tempestad. También pensó que habría olvidado su morral durante la recorrida matinal. Pasada una hora Sofía se sentía impotente y alterada por la desaparición de su amado por lo que volvió a llamar al delegado municipal que le contestó que los dos guardaparques, Luis y Esteban, estaban a buen resguardo. ¿Cómo Luis y Esteban? ¿Y Tomás?, preguntó sorprendida Sofía. En Pehuen Co no hay ningún guardaparque llamado Tomás, le respondió el funcionario y agregó algo molesto, manténgase a resguardo, por favor. Sofía volvió a preguntar, pero se cortó la comunicación. No podía entender lo que estaba sucediendo, cómo que no había un guardaparque llamado Tomás. Entonces, quién era su amor. Sofía nunca más lo volvió a ver. La imagen del joven surgiendo del mar con su tabla de surf se transformó en una incógnita amarga e inconcebible. 


© Diana Durán, 14 de noviembre de 2022

EL PUMA Y LOS NIÑOS

 


Villa del Mar. Foto: Google Street View

El puma y los niños

 

Un puma sigiloso acecha oculto en el amarillo pastizal. Tiene hambre. Sus crías están lejos. Puede andar kilómetros y kilómetros en busca de una presa.

Pablo y Andrés con sus once años ríen y juegan en Villa del Mar cerca de la salina. Están acostumbrados a vagar por la periferia donde el remanso se transforma en pajonal. Conocen cada uno de los rincones de las pocas manzanas del pueblo y son libres de merodear por ellas. Juegan tirando piedras que hacen ondas en la laguna. Se distraen con los cangrejos del barrizal costero, pero saben que no tienen que matarlos. En el lagunajo seco encuentran todo tipo de elementos que le sirven para sus aventuras. Cañas, gomas y maderas son tesoros para ellos. Los guardan en el galpón de una casa abandonada. Recorren el sendero del humedal y el jardín de la fundación que protege a los animales marinos. Alguna vez participaron en el rescate y cuidado de tortugas del mar o pingüinos varados en aguas bajas. Saben la diferencia entre las gaviotas cangrejeras y las cocineras. Persiguen cuises al borde de la ruta apenas saliendo de la Villa. Tampoco los dañan, se divierten corriéndolos.

Un atardecer de sábado los chicos deciden recorrer el sendero del Club Marino. Se acercan para divisar en el horizonte el perfil del puerto con sus chimeneas humeantes. La ciudad parece cada día más cercana. Ellos no entienden por qué. Nunca han ido, pero en la escuela les enseñaron que hay grandes industrias en la urbe portuaria.

De regreso casi de noche ven una sombra en el pajonal. No es liebre ni mulita. Tampoco un perro de la calle. Es muy grande y se mueve lentamente. Los niños se apartan y vuelven a sus casas corriendo. No saben qué es. Nunca han visto algo semejante.

El domingo la curiosidad los lleva a seguir caminando por el perímetro donde el caserío se hace campo, pero ahora tienen un objetivo, saber qué animal es. No tienen miedo. A pocas cuadras de la espesura donde lo vieron el día anterior divisan con claridad una silueta que se mueve acompasadamente. Es como un gato grande que enseguida se oculta. ¡Un puma!, grita Pablo, ¡sí, un puma!, asiente Andrés. Su cabeza redonda, cuerpo grande y alargado, sus orejas erguidas y patas macizas lo distinguen. Pueden verlo fugazmente, porque el felino muy calmo se oculta emitiendo un sonido conocido, como el maullido de un gato. Agitados y orgullosos los chicos corren a sus casas.


Se prometen no decir nada a sus familias para seguir investigando. Al día siguiente vuelven al lugar y se internan en el pajonal. Nuevamente lo divisan. El puma se esconde. Ellos se alejan. Pablo y Andrés deciden contar el gran descubrimiento a sus padres y se arma la batahola. Las familias muy alarmadas se comunican con el delegado de la villa y este con las autoridades municipales. Los medios de la ciudad cercana publican artículos sobre la peligrosidad del ejemplar. Asustan a la gente. Agregan que puede haber otros en las cercanías. Los guardaparques explican el comportamiento de los pumas. La Oficina Ciudadana advierte que nadie debe andar cerca y que si lo ven tienen que avisar inmediatamente a los teléfonos difundidos. Durante varios días buscan al puma. Es necesario rescatarlo, brindarle los cuidados que necesita y devolverlo a su hábitat natural.


Al cuarto día el animal es sacrificado por el padre de Andrés de un escopetazo. El puma fuerte y esbelto yace exánime de un tiro certero. Alivio generalizado. Algunas voces ambientalistas no están de acuerdo. Los niños no pueden creer lo sucedido. Andrés le dice a su amigo que si no lo hubieran contado el puma seguiría vivo. Pablo le reprocha la acción de su padre. Se sienten culpables y a pesar de ello rememoran lo vivido como una gran aventura, aunque sufren mucho la muerte del animal. No lo quieren ver. Los padres de ambos deciden restringirles las salidas. La infancia despreocupada de Pablo y Andrés ha terminado.

 

 

Nota: Los pumas comen ciervos, guanacos, liebres, aves, reptiles pequeños, roedores e incluso insectos. Además, se ha reportado que depreda ganado cuando la urbanización avanza notoriamente sobre su hábitat. Las poblaciones del puma están decreciendo debido, principalmente, a la modificación de su hábitat y a la persecución directa del ser humano, por lo que en un futuro su categoría podría modificarse a una con cierto grado de amenaza o peligro.

© Diana Durán. 12 de setiembre de 2022

 

MI PEQUEÑO ANDRÉS DE LAS SIERRAS

 


Camino de los artesanos. Villa Giardino. Camino de los artesanos - Destino Punilla

Mi pequeño Andrés de las sierras

 

Peligroso para sí mismo, decíamos. Andrés subía las escaleras que llevaban al tejado y trepaba los muros como un gato. Siempre lo alcanzábamos justo en el momento en que se iba a resbalar y caer. Era el más simpático, malcriado e inquieto de mi tres hijos. Un diablillo único al que todos amaban, pero preferían ver de lejos antes que tener que correrlo. 


Si este niño llega vivo a los doce años, haremos una fiesta, ─le dije a mi esposo, un poco en chiste, un poco en serio.


No para, no para, Andrés es tremendo, ─replicó su padre quejumbroso. Siempre cuestionaba las correrías del pequeño y teníamos discusiones por mi poca severidad.


Como mamá me las ingeniaba para que estuviera ocupado a través del dibujo, los deportes, la música o lo que fuera, hasta acompañándome en las tareas de la casa y las compras en un ir y venir permanentes. Cualquier acción le resultaba fácil, menos los deberes de la escuela. Si bien siempre pasaba de grado, le costaba dedicarse a las tareas.


Sin embargo, desde muy pequeño sus habilidades artísticas y manuales sobresalieron. Podía dibujar con facilidad una lucha entre dinosaurios o un combate de robots y pintar monstruos fantásticos. Con los bloques armaba ciudades medievales y campos de batalla. Utilizando un palo de escoba, unos alambres, un cordel y unos papeles de diario construía un caballo con el que inventaba hazañas en lugares creados por su imaginación.


Vivíamos en un ambiente propicio para sus aventuras al pie de las Sierras Chicas en Villa Giardino, a pocas cuadras del Hotel de Luz y Fuerza donde su padre era administrador. Muchas veces quería llevarlo con él, pero Andrés no quería saber nada de papeles y encierros de oficina. A los doce años prefería surcar arroyos, trepar entre las rocas o reposar por unos minutos en las ramas de algarrobos y chañares. Nada de nuestra quebrada geografía le era ajeno. Valles, sierras y vertientes, sus lugares preferidos. No lo asustaban las vizcachas, comadrejas, armadillos, liebres, aves carroñeras o cualquier otro animal silvestre. Nunca los cazaba, eran sus compañeros de andanzas. Cada uno representaba un personaje peculiar. Inventaba comadrejas policías, liebres que nunca ganaban una carrera y urracas campeonas en concursos de belleza.


Empezamos a preocuparnos por él cuando tenía dieciocho años y no se decidía en la elección de una carrera o un trabajo. Discutíamos con mi esposo porque andaba vagando por el pueblo y su comarca. A veces tardaba en volver y el papá se impacientaba, pero finalmente llegaba y a pesar de las reprimendas no variaba su estilo de vida. Mi esposo lo presionaba para que trabajara en el hotel con él. Como mamá lo había soñado arquitecto, ingeniero, geólogo o inventor. Sin embargo, Andrés no podía poner en cauce su propio torrente de actividad. 


Una tarde de domingo se fue de la casa para emprender sus habituales recorridos, pero esta vez no regresó. Nos embargó la desesperación. Lo buscamos entre sus amistades, llamamos a la policía, recorrimos hospitales y todos los lugares conocidos donde acostumbraba a estar. Nada, ni rastros de nuestro hijo. ¿Qué rumbo había seguido? ¿Habría sufrido un accidente en las escarpadas sierras o caído en un arroyo torrentoso? Ni pensar en esa posibilidad que, sin embargo, era plausible. Brigadas de Defensa Civil recorrieron los sitios más alejados y de difícil acceso. No se supo nada de Andrés.


Entristecidos y agotados por la búsqueda imaginamos para calmarnos un viaje lejano en búsqueda de aventuras. No podíamos creer que le hubiera pasado algo trágico. Después de unas días de desasosiego Andrés nos llamó diciendo donde estaba: en una cabaña del “Camino de los Artesanos” a pocos kilómetros de Villa Giardino. Desde hacía tiempo recalaba en la casa de una pareja de ceramistas que admiraban sus capacidades. Cuando fuimos a buscarlo pudimos apreciar una colección de pinturas de paisajes y animales serranos para vender hechas por nuestro hijo durante sus salidas cotidianas. El inquieto Andrés había comenzado una nueva vida entre artistas de distintos rubros. La mayoría parejas y familias de artesanos. Su mundo creativo se había cristalizado en este bohemio pintor que era hoy.


© Diana Durán. 22 de agosto de 2022.


MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama

 


Mujer en las yungas. Foto: Héctor Correa


MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama

    Verdes, profusos verdes de todas las tonalidades, esmeralda, aguamarina, pasto, pino, oliva y manzana. Amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor alternando en pisos hasta los prados más altos. Los inefables grises y blancos del cielo cuando bajan las nubes y envuelven los cerros. La policromía de las yungas. Selva, bosque y pastizales. Lianas, helechos y los troncos tan altos que parecen llegar al sol.

    La abuela Amancia con su pollera violeta, su poncho marrón y su gorro con guarda naranja acompañaba ese entorno único. No descansaba nunca. Sabe Dios quién le daba esas fuerzas sobrenaturales. Cocinaba locro y empanadas cuando había dinero y tortillas de harina y grasa cuando no. Tejía en el telar y remendaba nuestra gastada ropa. Cuidaba el gallinero. Mantenía limpio el rancho. Solo dejaba el pequeño predio cuando a veces nos acompañaba a arriar las cabras. Entonces caminaba lento detrás de nosotros, sus dos nietos adolescentes, por los senderos del bosque hasta el abra. Allí gozaba de los atardeceres de Villa San Lorenzo y muy lejos, casi en el horizonte, miraba melancólica el perfil de Salta la linda. Se sentaba en un tronco seguramente extrañando a su hija, mi madre. Ella trabajaba en la gran ciudad para enviarnos dinero mientras mi padre yacía en un catre postrado por el alcohol o la pereza. A veces trabajaba en la zafra, entonces marchaba y nos quedábamos con la abuela. Fue siempre el pilar de la familia. No recuerdo al abuelo, se debe haber ido como mi padre. Desde el abra se veía la gran capital que la abuela solo había conocido en tres oportunidades, cuando estuvo enferma por el Chagas y cuando cuidó de mi madre al darnos a luz.

    Verdes, profusos verdes, amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor, los inefables grises y blancos pintando el azul del cielo al bajar las nubes que envuelven los cerros.

    La abuela, con su tez ajada y sus cabellos blancos, miraba más hacia la tierra que al cielo. Siempre agachada para mantener el rebelde sembradío entre las rocas del Cerro de la Cruz. Por esa razón se estaba encorvando. Tal vez se encoge por la edad, pensaba yo y me ponía un poco triste. Vivíamos en un rancho de madera con un toldo de plástico negro que cubría el techo frágil. En un ambiente apenas separado por cortinas raídas donde dormía con mi hermano y la abuela. También mi padre cuando estaba. Ella golpeaba con un palo las mantas para orearlas y arrancarle el polvo que las cubría. Cuando la lluvia las mojaba las ventilaba para que se secaran. La oscura morada contrastaba con el tornasolado bosque que se volvía selva hacia el Este. Íbamos bajando la cuesta treinta cuadras hasta el colegio en la villa sobre la ruta. Así de simple era nuestra vida.

    Verdes, profusos verdes, amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor, los cielos azules en los días radiantes que iluminan los cerros.

    Poco a poco nuestra tierra quedó en el medio del circuito turístico, aislada entre barrios privados y hoteles lujosos que se expandían sin cesar. Hasta entonces ninguno de nosotros renegaba de la pobreza. Bello era andar entre los cerros guiando las cabras o descubriendo pájaros, zorros y llamas. Pero a medida que aumentaba el turismo y las nuevas construcciones, se producían derrumbes y hasta aluviones. El bosque se iba raleando cada vez más. Demasiado cemento, decía la abuela. No entendía la jarana de los aladeltistas que subían por los senderos hasta el abra. ¿Para qué romperse los huesos?, se preguntaba la abuela y nos hacía reír porque tenía razón. Sabíamos que algunos solían caer por las pendientes. Otros se perdían en los circuitos de la montaña.

    Una tarde subimos con mi hermano a traer las cabras. La abuela nos acompañó lentamente y se sentó enseguida en el pastizal mirando el horizonte. Se la notaba cansada. Mientras nos alejábamos vimos que se había recostado. Al regresar quedamos paralizados. Había muerto la querida abuela Amancia. Entonces dejamos la Villa San Lorenzo y nos fuimos a Salta con mamá.

    Grises, oscuros grises de la gran ciudad a pesar del color ladrillo de las tejas, el marrón de los balcones, el ocre de las iglesias y los pequeños recuadros verdes de algunas plazas. El gris de la pobreza urbana.  

©  Diana Durán, 1 de agosto de 2022.

Yungas: son las selvas de montaña del Noroeste argentino. Tienen diferentes pisos. En las partes bajas el bosque denso y húmedo, en las partes altas la selva da paso a arbustos y pastizales.

UN CAMINO HACIA LA LIBERTAD. LA QUEBRADA DE HUMAHUACA

 


Plaza de Purmamarca. Street View.

UN CAMINO HACIA LA LIBERTAD. LA QUEBRADA DE HUMAHUACA

 

    El nacimiento de Felisa Quipildor resultó del “chineo” (1) que les sucede a tantas mujeres originarias del norte argentino. Su padre fue el hijo del dueño de casa donde su madre era doméstica. Tal como lo consumaron otros hijos del poder a tantas muchachas indígenas, práctica colonial que se había repetido inveteradamente. Felisa pertenecía a una familia diaguita dócil al sometimiento. Víctimas y victimarios residían en un pueblo enclavado en la Sierra Santa Victoria de Salta, a más de 2700 metros sobre el nivel del mar. La madre no había podido huir ni olvidar la cara blanca y el cuerpo fláccido del violador. La pobre murió joven de tuberculosis y tristeza. A los dieciséis años Felisa, conocedora de la historia de su madre, logró abandonar la casa. Una conquista que le significó mucho esfuerzo para encontrar un rumbo. Tenía recelo de su futuro y mínimos recursos. Poco después se unió al joven Tolaba que criaba cabras y ovejas como tantos otros pobladores originarios. Parecía que iba a poder torcer la historia. Tuvieron dos hijos, Juana y Ramón.

    Ramón emigró a las minas del norte de Chile en busca de trabajo y fortuna. No se supo más de él. Juana tenía una personalidad decidida y resiliente. Pese a la modestia de su situación cursó la escuela primaria y parte de la secundaria. Su fortaleza hizo que sorteara largas noches de oscuridad y frío en las alturas, iluminada por una vela, pero con la férrea voluntad de avanzar en el estudio en una escuela vespertina. Su madre la acompañaba mientras tejía. Allí en el borde de la Puna, en un pueblo que parecía empotrado en la montaña superó todas las barreras y evolucionó de portera a maestra. La mayoría de los maestros eran itinerantes. Esa fue la oportunidad que supo aprovechar porque ellos venían alternadamente de otras localidades de la región y se quedaban por una semana. En cambio, Juana era residente, de esa manera obtuvo el trabajo. Nada la desviaba de su necesidad de superación. Además, crio tres hijos, dos varones y una niña. Habían nacido de su relación con Rubén Mamaní que parecía un buen hombre hasta que comenzó a trabajar en la mina Aguilar a ciento veinte kilómetros del pueblo. Cuando volvía temporariamente se la pasaba tomando en algún boliche. La historia de abuso se repitió, esta vez a través de la violencia. Una tarde, cansada de los castigos, Juana hizo la valija y partió con la pequeña Yanay. En quichua este nombre significa “mi morenita, mi amada”. Adorada por su madre que la había criado estudiosa y educada como ella. Los varones ya estaban grandes. Podrían valerse solos, había decidido Juana. Además, eran de la misma casta de su padre. No había logrado educarlos como para impedir el machismo reinante en la sociedad local. Juana eligió para migrar el pueblo más bello de la quebrada de Humahuaca, Purmamarca. También consideró su significado en aimará: “pueblo de la tierra virgen”. Noche tras noche miraba fotografías del Cerro de los Siete Colores, la animada feria artesanal, la cuesta de Lipán, el Algarrobo histórico. No iba a ser fácil que le dieran un pase docente ya que ella no tenía un título oficial, simplemente había ejercido porque no había otros maestros en su pueblo. Pero como hábil tejedora, herencia de su madre, podía trabajar como artesana en la feria y después se vería. Juana y Yanay recorrieron ciento cuarenta kilómetros en distintos medios. Viajaron en camionetas, autos y hasta caminaron al rayo del sol por los itinerarios más abruptos de valles y quebradas, siempre pensando en su nuevo destino. Larguísimo camino. Pasaron por Pueblo Viejo, Iturbe, Humahuaca, Huacalera, Tilcara previo ascenso por el “Camino Fin del Mundo” con subidas y bajadas que no iban a olvidar jamás. Laderas cortadas a pique, guijarros en asombrosas acumulaciones, cerros multicolores y el desierto puneño las acompañaron. La naturaleza las conmovía. Les recordaba su historia. Una travesía de vueltas y más vueltas para alcanzar la tierra prometida. Ese derrotero desde Salta a Jujuy había sido el más largo y emocionante de sus vidas. Bien lo valía. A pesar de ser norteñas no habían salido de su pueblo natal. Ahora iban en rumbo hacia un nuevo destino. La libertad.

    Con los pocos ahorros que tenía Juana inició una nueva vida satisfecha por su labor en la Feria Artesanal de Purmamarca. Las múltiples formas de las tallas, el colorido de los tejidos, la finura de la orfebrería, la original alfarería y el bullicio de la plaza principal le daban una tonalidad diferente a su existencia. Junto a su hija poco a poco se integraron a la vida del pueblo purmamarqueño. Juana con sus dotes de maestra dio clases de hilado y tejido. Unió la tradición de hilar la lana con el emprendimiento en la feria y se fue incorporando poco a poco a la organización de las artesanas. Cuando su situación económica mejoró, logró traer a Felisa ya anciana a vivir con ellas. Mientras tanto Yanay, tan abnegada como Juana, trabajaba junto a su madre y realizaba actividades comunitarias. Además, estudiaba abogacía con gran esfuerzo y, de esa manera, superaba el mito del dominio patriarcal. Con el tiempo se incluyó en la lucha por sus derechos y participó en actividades de las mujeres indígenas.

  Una noche estaban las tres reunidas después de comer conversando animadamente. Yanay hizo una pausa y les pidió atención. Alternaba una leve sonrisa con una actitud seria. Entonces la joven les leyó a su madre y a su abuela, como ofrenda de todo lo vivido por las cuatro generaciones de mujeres de la familia, la “Declaración del tercer parlamento plurinacional de mujeres y diversidades indígenas por el buen vivir” del 25 de mayo de 2022. Las tres se abrazaron con gran emotividad en honor a sus vidas y sus luchas.

Nosotras Mujeres y Diversidades Indígenas organizadas en el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, de manera autoconvocada y autogestiva, manifestamos que tenemos la certeza de que nuestra unión y organización como mujeres y diversidades indígenas constituye la base del buen vivir.

Llegamos al Kollasuyo, Chicoana, Salta, desde las distintas latitudes indígenas. Allí parlamentamos, nos escuchamos del mismo modo que nuestros ancestros lo hicieron, con la presencia del abuelo fuego y precedidas por ceremonias en las que convocamos a las fuerzas cósmicas para hablar desde la sabiduría, la verdad y la memoria desde los espacios ancestrales. A través nuestro la montaña habló, los ríos cantaron, los cóndores nos abrazaron y la selva danzó porque todos ellos somos nosotras, somos cuerpo territorio.

Los objetivos se cumplieron y hemos salido de allí fortalecidas, recuperando nuestra espiritualidad ancestral ya que es desde la espiritualidad que nos nutrimos de fuerza y claridad para esta importante lucha que nos trasciende y que nos compromete con la vida de la niñez de toda Indoamérica y por qué no del mundo.

Es tiempo de darle un ultimátum al Estado que ha permanecido cómplice de criminalidades como lo es el “chineo” y que además ha reforzado la impunidad a través de su indiferencia. Esta aberrante práctica de violencia sexual contra nuestras niñas debe terminar y, es por lo que, nuestra campaña “#BastaDeChineo” asume una nueva etapa la de luchar por “#AboliciónDelChineoYa” y para ello hemos consensuado lo siguiente:

Ultimátum al Estado argentino para la abolición del chineo, exigimos:

1. Que se declare y tipifique el chineo como crimen de odio, y con ello alcance las penas máximas y sin obtener beneficios, como ser la libertad condicional o la reducción de condena. Entendemos al chineo como una práctica criminal, racista y colonial sistémica.

2. Que se declare crimen imprescriptible.

3. Que se responsabilice e inhabilite a trabajar en territorios indígenas a empresas que tengan empleados que hayan cometido esta aberración.

4. Que se procese, condene y se dé de baja deshonrosa a policías, gendarmes y/o militares que violen a las niñas indígenas.

5. Que se expulsen y condenen a las instituciones y grupos religiosos que operan en territorio indígena y sean cómplices de estas prácticas criminales.

6. Que se juzgue y condene sin excepción y sin reconocimiento de fueros a funcionarios públicos como así también a las autoridades tradicionales de los Pueblos Indígenas que sean ejecutores de estas prácticas, cómplices o bien facilitadores de las mismas.

7. El embargo de todos los bienes de los violadores, con bienes a cumplir la contención económica y recuperación de la víctima.

8. Sanción económica al Estado argentino, para la creación de un fondo de prevención, recuperación y apoyo a las víctimas del chineo, administrado por el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir.

Entendemos y sostenemos que el principal responsable de que estas prácticas criminales sigan vigentes desde hace más de 200 años ha sido el propio Estado argentino, que en ninguno de sus sucesivos gobiernos ha generado mecanismos de condena ni ha producido instrumentos legales para la prevención y tratamiento de casos de chineo.

9. Para desactivar los escenarios de complicidades que generan este crimen se deben reformular los mecanismos de diálogo y representación entre los Pueblos Indígenas y el Estado. Es así como de ahora en más las mujeres debemos ser las receptoras y administradoras de los programas de alimentación y asistencia social, ya que muchos caciques y referentes hombres indígenas aprovechan este lugar de poder para humillar y someter sexualmente a niñas y jóvenes de su propia comunidad.

10. Exigimos que los encubridores también sean condenados y con la misma escala que los actores materiales.

11. Elaboración de protocolos con participación y consulta a mujeres y diversidades indígenas. Con fines a que se apliquen en instituciones, tanto del Estado Nacional como en cada una de las provincias y municipios, como ser instituciones educativas, de salud, de justicia, y de seguridad.

Es determinante que cualquier legislación o medida que se tome para dar respuesta a la abolición del chineo, deberá contener todos y cada uno de estos puntos que señalamos.

Esta exigencia será caminado, colectivizado y urdido entre muchos hilos de solidaridad del mundo. Estamos convencidas que desde el 3er. Parlamento Plurinacional de Mujeres y Diversidades Indígenas por el Buen Vivir ha surgido una propuesta que tendrá impacto continental.

(…)

Convocamos a luchar por su abolición y abrazar la vida toda y todas las vidas.

 

Declaración desde Chicoana Mujeres y Diversidades Indígenas de los pueblos naciones: AvaGuaraní, Aymara, Chané, Charrúa, Chorote, Chulupí, Diaguita, Guaycurú, Huarpe, Kolla, Lule, Mapuche, Moqoit, Purépecha, Qom, Quechua, Ranquel, Simba Guaraní, Tapiete, Weenhayek, Wichi.

 

#Declaración #BuenVivir #BastaDeTerricidio
#AboliciónDelChineoYa
#bastadechineo #ElGenocidioEsHoy
#Parlamento #Plurinacional

                                                                                   Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir

(1) Un juez de casación la definía muy bien en un fallo del 2008: “Se sabe que el llamado ‘chineo’ es una pauta cultural de nuestro oeste provincial. Se trata de jóvenes criollos que salen a buscar ‘chinitas’ (aborígenes niñas o adolescentes) a las que persiguen y toman sexualmente por la fuerza. Se trata de una pauta cultural tan internalizada que es vista como un juego juvenil y no como una actividad, no ya delictiva, sino denigrante para las víctimas” (Ana González, 2011. Página 12. “Para terminar con el chineo”.





© Diana Durán. 11 de julio de 2022

EL SUR

Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024 EL SUR Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él ...