MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama

 


Mujer en las yungas. Foto: Héctor Correa


MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama

    Verdes, profusos verdes de todas las tonalidades, esmeralda, aguamarina, pasto, pino, oliva y manzana. Amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor alternando en pisos hasta los prados más altos. Los inefables grises y blancos del cielo cuando bajan las nubes y envuelven los cerros. La policromía de las yungas. Selva, bosque y pastizales. Lianas, helechos y los troncos tan altos que parecen llegar al sol.

    La abuela Amancia con su pollera violeta, su poncho marrón y su gorro con guarda naranja acompañaba ese entorno único. No descansaba nunca. Sabe Dios quién le daba esas fuerzas sobrenaturales. Cocinaba locro y empanadas cuando había dinero y tortillas de harina y grasa cuando no. Tejía en el telar y remendaba nuestra gastada ropa. Cuidaba el gallinero. Mantenía limpio el rancho. Solo dejaba el pequeño predio cuando a veces nos acompañaba a arriar las cabras. Entonces caminaba lento detrás de nosotros, sus dos nietos adolescentes, por los senderos del bosque hasta el abra. Allí gozaba de los atardeceres de Villa San Lorenzo y muy lejos, casi en el horizonte, miraba melancólica el perfil de Salta la linda. Se sentaba en un tronco seguramente extrañando a su hija, mi madre. Ella trabajaba en la gran ciudad para enviarnos dinero mientras mi padre yacía en un catre postrado por el alcohol o la pereza. A veces trabajaba en la zafra, entonces marchaba y nos quedábamos con la abuela. Fue siempre el pilar de la familia. No recuerdo al abuelo, se debe haber ido como mi padre. Desde el abra se veía la gran capital que la abuela solo había conocido en tres oportunidades, cuando estuvo enferma por el Chagas y cuando cuidó de mi madre al darnos a luz.

    Verdes, profusos verdes, amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor, los inefables grises y blancos pintando el azul del cielo al bajar las nubes que envuelven los cerros.

    La abuela, con su tez ajada y sus cabellos blancos, miraba más hacia la tierra que al cielo. Siempre agachada para mantener el rebelde sembradío entre las rocas del Cerro de la Cruz. Por esa razón se estaba encorvando. Tal vez se encoge por la edad, pensaba yo y me ponía un poco triste. Vivíamos en un rancho de madera con un toldo de plástico negro que cubría el techo frágil. En un ambiente apenas separado por cortinas raídas donde dormía con mi hermano y la abuela. También mi padre cuando estaba. Ella golpeaba con un palo las mantas para orearlas y arrancarle el polvo que las cubría. Cuando la lluvia las mojaba las ventilaba para que se secaran. La oscura morada contrastaba con el tornasolado bosque que se volvía selva hacia el Este. Íbamos bajando la cuesta treinta cuadras hasta el colegio en la villa sobre la ruta. Así de simple era nuestra vida.

    Verdes, profusos verdes, amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor, los cielos azules en los días radiantes que iluminan los cerros.

    Poco a poco nuestra tierra quedó en el medio del circuito turístico, aislada entre barrios privados y hoteles lujosos que se expandían sin cesar. Hasta entonces ninguno de nosotros renegaba de la pobreza. Bello era andar entre los cerros guiando las cabras o descubriendo pájaros, zorros y llamas. Pero a medida que aumentaba el turismo y las nuevas construcciones, se producían derrumbes y hasta aluviones. El bosque se iba raleando cada vez más. Demasiado cemento, decía la abuela. No entendía la jarana de los aladeltistas que subían por los senderos hasta el abra. ¿Para qué romperse los huesos?, se preguntaba la abuela y nos hacía reír porque tenía razón. Sabíamos que algunos solían caer por las pendientes. Otros se perdían en los circuitos de la montaña.

    Una tarde subimos con mi hermano a traer las cabras. La abuela nos acompañó lentamente y se sentó enseguida en el pastizal mirando el horizonte. Se la notaba cansada. Mientras nos alejábamos vimos que se había recostado. Al regresar quedamos paralizados. Había muerto la querida abuela Amancia. Entonces dejamos la Villa San Lorenzo y nos fuimos a Salta con mamá.

    Grises, oscuros grises de la gran ciudad a pesar del color ladrillo de las tejas, el marrón de los balcones, el ocre de las iglesias y los pequeños recuadros verdes de algunas plazas. El gris de la pobreza urbana.  

©  Diana Durán, 1 de agosto de 2022.

Yungas: son las selvas de montaña del Noroeste argentino. Tienen diferentes pisos. En las partes bajas el bosque denso y húmedo, en las partes altas la selva da paso a arbustos y pastizales.

2 comentarios:

  1. Sensible relato, siguiendo el hilo se puede ir armando como cuadros esceográficos los pasos
    y los tiempos de cada uno de los personajes.
    La imágen. espléndida y cierta permite arrancar con un telón de fondo impecable e ir sumando todos los pasos de la vida de esa abuela que cuida tanto a la naturaleza como a su descendencia.

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    1. Gracias por el comentario, Roldolfo Marconi. La foto es de Hector Correa y a esa mujer la vimos en ese preciso lugar. Momento imborrable.

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