TRAS LA MESA DEL CAFÉ

 




Plaza. Fotografía de Héctor Correa.


TRAS LA MESA DEL CAFÉ


Sueños prometidos tras la mesa del café. Serán los diálogos eternos. Las historias, deleites compartidos. 

Las casas de paredes blancas y techos multicolores se diseminaban en la aldea que trepaba la colina allende el mar. El sitio tenía la particularidad de que la plaza principal estaba ubicada de tal manera que daba al campo en el este y al mar en el oeste. Vista privilegiada que los lugareños no apreciaban lo suficiente, ocupados en sus tareas cotidianas. 

Vivían en el pueblo Mario y Alejandra con sus sueños prometidos tras la mesa del café. Otras vidas, otros rumbos, circulares, elípticos, divergentes, retomados al azar después del viaje aquel. 

La función principal del poblado era ser estación ferroviaria, lo que le daba vida y sentido. La causa de su fundación. Su razón de ser. Pero, en la década de los noventa, llegaron malas noticias. El posible levantamiento del ramal, dijeron. Así fue. No hubo posibilidad de reclamar. Con la estación cerrada, el jefe se reinventó y partió hacia un destino itinerante. El operario de vías emigró con su familia a una ciudad cercana donde podía hacer changas. Los jóvenes comenzaron a irse en búsqueda de nuevas alternativas. Solo fueron quedando viejos, adolescentes y niños. Una verdadera sangría humana. Subsistieron los maestros de la escuela primaria y los profesores de la secundaria agrícola que alternaban su estadía semanalmente. El médico acabó atendiendo según lo llamaran por alguna emergencia. Las ventas del almacén de ramos generales habían decaído estrepitosamente y hasta el cura comenzó a ir a la capilla solo los domingos para dar misa. No había mucho que hacer. La somnolencia y la quietud embargaron el lugar, antes promisorio. La mayoría de las viviendas se habían deshabitado. 

Mientras tanto, Mario y Alejandra vivían en una casa luminosa, llena de libros, historias, reporters apilados, folletos de viajes, melodías que los arrullaban. Silencioso escritorio y los escritos. La heredada vajilla y los adornos de la abuela, tan queridos. El encuentro del mate y los puchos, miradas, manos, contactos. La ilusión era quedarse. Lo racional, partir. Sueños prometidos tras la mesa del café. 

A la vieja estación de servicio le había quedado un solo surtidor de nafta junto a un bar rústico que oficiaba de punto de reunión. Los chacareros de los predios aledaños se reunían allí muy de vez en cuando para tratar algún tema común: los caminos rurales o el precio de los granos. Ante la dramática situación del éxodo se decidió realizar una reunión en el bar. Allí se congregaron el delegado municipal, la directora de la escuela primaria y el director de la agropecuaria. También asistieron el encargado del silo y algunos viejos vecinos de las familias locales. Se juntaron alrededor de las sencillas mesas para tomar un vaso de caña o un café mientras trataban la vital cuestión. Estaban tan afligidos que ni siquiera tenían ánimo para matear. 

―Si seguimos así vamos a desaparecer, ―dijo el almacenero apenado. 
―Tenemos que tomar medidas urgentes. La escuela sigue perdiendo alumnos. Los chicos que quedan están deprimidos, ―contestó el director―. Esto no da para más. Es una desgracia. 
―Temo que, si no pensamos en algún proyecto para nuestro lugar, se van a ir todos, me incluyo, ―sentenció el dueño de la estación de servicio. 

 Así siguieron dialogando e incluso discutieron acaloradamente sobre el asunto hasta que llegaron a la ingrata conclusión de que no había nada que hacer. A nadie se le ocurría una solución. Levantaron la reunión y se fueron a sus casas. El pueblo tan bello con vistas al mar y al campo estaba condenado. Quedaban solo doscientas personas que lo abandonarían inexorablemente. Si los adultos no encontraban un rumbo, para los adolescentes era aún peor. Se temían depresiones masivas. El hijo de un puestero y alumno de la agropecuaria se había escapado de la casa. Lo encontró la policía rural en un barranco ebrio y muy lastimado. El hecho cubrió a todos de un manto de tristeza y desolación incluso mayor. 

No reparaban en Mario y Alejandra y sus sueños prometidos tras la mesa del café. Ideales compartidos. Ellos decidieron quedarse y construir con la herencia del bisabuelo de Alejandra, uno de los primeros habitantes del lugar, un hotel de turismo rural. En él reunieron todas sus expectativas, los sueños, los viajes, la vajilla, las tradiciones. 

Entonces se produjo el milagro. La aldea revivió. El hotel atrajo a turistas primero de los alrededores y luego de la región. Promovió múltiples actividades que dieron vuelta la historia. La escuela agropecuaria volvió a tener alumnos. Se realizaron ferias con sus productos, dulces, quesos, verduras frescas e, incluso, artesanías que las mujeres del lugar decidieron sacar a la luz. Aburridas las habían acumulado en sus casas sin pensar en venderlas. La estación ferroviaria se transformó con el tiempo en un museo histórico a cargo del jefe que volvió al poblado. El médico decidió que podía reinstalarse y el cura se estableció de nuevo en la capilla. La plaza “del Este y el Oeste” se transformó en el mayor atractivo con su doble paisaje de la llanura al naciente y el mar al poniente, por lo que los visitantes admiraban el amanecer en el llano y el atardecer en el horizonte marino. 

Sueños cumplidos junto a la mesa del café. Lloverá maná, entrará luz y hallarán la huella. Al final, será simiente. Así llamaron Mario y Alejandra al hotel que devolvió la vida al lugar. “Simiente”.


© Diana Durán, 8 de agosto de 2022

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