EXTRAÑAS FOTOGRAFÍAS

 


El desván de la abuela. @mariaceleste74


EXTRAÑAS FOTOGRAFÍAS

 

    Alicia ordenaba el desván de la casa de la abuela. Quería desocupar de los trastos viejos para armar allí su atelier de pintura. Estaba cursando dibujo artístico y diseño, así que el lugar era ideal para sus estudios. Le había pedido permiso a la abuela Tita quien refunfuñando le dijo que sí, pero que tuviera cuidado con lo que tiraba. Alicia tenía dieciocho años y había iniciado la carrera de bellas artes con el ímpetu que la caracterizaba en todo lo que emprendía. Empezó por desechar sillas desvencijadas, mantas agujereadas, valijas de cueros, hasta un huso de hilar y un maniquí apolillado. Todo cubierto de polvo y telarañas. Avanzaba en la tarea con energía dispuesta a que el lugar quedara flamante cuando vio el viejo ropero que la abuela había cambiado por un placar. Pensó que podía ser muy útil restaurarlo para poner allí sus acuarelas, témperas, acrílicos, pinceles y lienzos.

    En lo más alto de uno de los estantes divisó detrás de unas cajas redondas de sombreros y pelucas un paquete forrado en papel floreado que no reconoció. Intentó bajarlo subida a una banqueta, pero no pudo. Trajo una escalera y de puntillas consiguió apenas acercarlo al borde del estante hasta que el paquete se vino abajo, se abrió y se desparramaron fotografías en sepia, blanco y negro y colores. Las imágenes cayeron en un ordenado caos que la asombró. Habían formado una especie de abanico, como cartas repartidas por un crupier dispuestas de las más antiguas a las más nuevas. Alicia pensó que se trataba de un hecho ilógico por lo caprichoso de la caída. Se sentó en el suelo para observar la rara disposición de las fotos. Entonces reconoció que la primera de la izquierda era un daguerrotipo descolorido de la bisabuela griega, Delfina. Vestida de negro de la cabeza a los pies con una pequeña carterita en sus manos entrecruzadas y una mirada serena y apacible. Sabía que había cuidado sola a sus seis hijos a orillas del Mediterráneo hilando seda y criando ovejas. Al lado de esa foto había otras de personas desconocidas para Alicia, hasta que apareció una en sepia del abuelo Desiderio en la cubierta de un barco apoyado sobre la baranda mirando el océano. Su padre le había contado que en ese viaje desde Londres el abuelo cantaba muy bajito “Mi Buenos Aires querido”. Sabía que estaba muy enfermo y el nostálgico rostro así lo revelaba. Seguían otras en blanco y negro del casamiento de sus padres inéditas para Alicia. Ella sabía de memoria el álbum de cuero marrón y bordes dorados, pero éstas sueltas parecían sobrantes. Pensó que eran del cortejo de sus padres, aunque ignoraba quiénes eran esos personajes tan ataviados. Cada vez más sorprendida por el orden de las imágenes suspendió la tarea del desván para centrarse en ellas. Distinguió a sus hermanos y primos en cumpleaños que no recordaba. Había una foto de un montón de niños que la atrajo porque se reconoció con una guirnalda en el cabello y un vestido de plumetí. Identificó a sus dos hermanos de pantalón corto, pero a ninguno de los demás chicos. ¿Fiestas de cumpleaños a las que nunca había ido según sus nebulosos recuerdos? ¿Tan pocas remembranzas de su infancia? Seguían en orden fotos de colores cálidos, rojos, naranjas, amarillos y dorados de su adolescencia que nunca había visto. Asaltos en los que no imaginaba haber participado. Lugares exóticos que desconocía, tropicales, lejanos, irreconocibles. Otras de colores fríos, azules, verdes, violetas y plateados de mujeres estilo Jacky Kennedy y Twiggi. ¿Quiénes serían?, ¿amigas de su madre?, no lo sabía. Parecían desfiles de ropa de los años sesenta. Costas con riscos acantilados amenazantes, jardines de lavanda y romero que parecían salirse de los cuadros. No recordaba ninguno de esos paisajes. Todo era muy misterioso, exceptuando las imágenes de su familia.

    Alicia decidió preguntarle a la abuela Tita sobre tan extraña exhibición. No quería dejar el despliegue de imágenes y apurada tomó una foto al conjunto con el celular, pero su curiosidad era mayor. Bajó a los tumbos a ver a la abuela y le contó qué había encontrado y si podía explicarle quiénes eran. La abuela sentada en un sillón palideció. No Alicita, no te puedo contar, fue la escueta respuesta. A pesar de la insistencia de la nieta, la abuela se mantuvo firme en su negativa. Pero abue, qué pasa, por qué, alcanzó a murmurar mientas la abuela se incorporaba. Tengo que cocinar, no me agobies querida. Alicia quedó asombrada y volvió a subir al desván. Quizás otras señales le permitieran develar el misterio.

    En el altillo solo estaban en su lugar los trastos que había descartado. Las fotos habían perdido su orden de caída original y se habían acomodado como por arte de magia en el maletín de flores de colores. Desorden convertido en orden. Se asustó mucho, pero prefirió no volver a tocarlo. Alicia decidió borrar de su mente los extraños hechos y continuar con la feliz tarea de armar su atelier.

    A la noche, cansada pero contenta de haber avanzado con su proyecto pensó en lo sucedido y buscó en su celular. La fotografía de las fotografías mostraba las imágenes desordenadas de rostros desconocidos en ilusorios festejos fantasmales sepias, blancos y negros y de colores cálidos y fríos. La borró inmediatamente.


 © Diana Durán, 13 de junio de 2022

 

 

 

UN RELATO PAMPEANO. SEQUÍAS E INUNDACIONES

 


El museo de Castelli.

UN RELATO PAMPEANO. SEQUÍAS E INUNDACIONES.

Rosa vivía en Castelli, pequeña localidad del centro de Buenos Aires, pueblo del interior apegado a las tradiciones y vinculado al campo de su entorno. Situada muy cerca del Salado quedaba a merced de los cambios de humor del río, de sus inundaciones y sequías. Ese era el tema exclusivo del lugar. O el curso se desbordaba en un manto prolongado que traía la emergencia y el desastre o, por el contrario, cuando no llovía, los suelos se resquebrajaban por la sequía afectando al ganado y las mieses. La gente vivía al compás del vaivén de la naturaleza. Tras la sequía la inundación. Tras la inundación, la sequía.

Castelli se destacaba también por su cultura popular. En el museo regional se disponían objetos plenos de historias gauchescas pampeanas, reliquias de la gran inmigración y otras etapas prósperas de la historia argentina. Era un antiguo edificio en el que asomaban malezas entre los resquebrajados ladrillos a la vista. Rosa había sido artífice de su gestación. Había buscado las herencias de la tierra en cada rincón del Salado. Lo que descartaban las familias tradicionales, desde un rebenque hasta una carreta; vajilla europea y enseres camperos, cuchillos, rastras, mates. Todo en una mixtura perfectamente catalogada. Rosa y su hijo eran incansables custodios de la historia local. También estaba a cargo de la biblioteca popular que cuidaba como a un tesoro. Los chicos del pueblo dejaban las bicicletas en la puerta, mejor dicho, las tiraban en la vereda y entraban a buscar materiales para la escuela. Así la biblioteca de Castelli se llenaba de risas compartidas y silencios lectores.

Tierra de poleros, ganaderos y chacareros. Gente ruda, gente llana. Como la pampa. Llegaban a Castelli personajes variopintos. La ruta dos era el eje de los arribos. Así había acudido Mario, así apareció Lucía. Él era un típico viajante, aventurero y bohemio. Vivía de lo que vendía, pero su rasgo más saliente era el imperativo de seguir andando. Ella, en cambio, sedentaria y estudiosa, un típico ratón de biblioteca. Viajaba a Castelli por sus estudios, pero volvía enseguida a La Plata. Estaba escribiendo su tesis de licenciatura sobre las sequías e inundaciones.

Lucía conoció a Rosa a través de una familia local, que tenía una chacra por lo que iban y venían de La Plata. A Rosa le interesó el estudio de Lucía y la acompañó en sus trabajos de campo. Entablaron una amistad. Pasaban horas charlando sobre sobre los problemas del agua que Lucía investigaba. Sequía e inundación. Inundación y sequía. La joven pronto se enamoró de ese lugar apacible y pastoril. Por sus relaciones Rosa logró que Lucía visitara ranchos de gauchos que contaban historias de eventos vividos. Supo por el gauchaje que eran preferibles dos inundaciones a una sequía. También visitó estancias de terratenientes más ocupados por el pedigreé de sus vacunos que por las amenazas climáticas. Conoció a chacareros y arrendatarios, los más afectados por el menor tamaño de sus propiedades. Lucía fue tantas veces al pueblo que su director de investigación terminó mofándose de ella al nombrarla “la reina de Castelli”, cosa que le causaba gran indignación.

El lugar amado por Lucía era esa tierra plana que a pesar de la apariencia homogénea ella sabía distinguir. Aprendió los secretos de sus horizontes perpetuos, las lagunas intermitentes, los duraznillares erguidos, la silueta de las reses en el pastizal. Dónde encontrar flechas de indios, cómo diferenciar un suelo anegadizo de otro fértil o distinguir las aves migratorias de las residentes. Cuando la loma comenzaba a secarse mientras el bajo se encharcaba. Terminó quedándose semanas enteras en la casa de Rosa y acompañándola al museo y la biblioteca. Al finalizar el trabajo cruzaban la ruta paralela al ferrocarril y disfrutaban la simbiosis del horizonte, la tierra y el cielo. Atardeceres mágicos.

Un viernes de primavera Lucía arribó a Castelli como otras tantas veces. En esta ocasión brindaría una conferencia sobre el Salado en la biblioteca. Las inundaciones y sequías. La concurrencia fue numerosa. No había muchas actividades parecidas en el pueblo. A la noche, gran asado. Allí conoció a Mario. Quedó atraída por sus penetrantes ojos negros y su aspecto de galán. Pronto él se le acercó e inició una conversación animada en la que intercambiaron las anécdotas de los viajes de él y los estudios de ella. Enseguida se encontraron hablando de sus vidas, aunque él era poco explícito, solo contaba sus trasiegos. Ambos solteros, ambos jóvenes. Sin compromisos a la vista. Lucía quedó cautivada con su compañía. Pero sentía que él era una incógnita. No sabía de dónde venía ni hacia donde iba.

Comenzaron los encuentros y las esperas. Las noches de plenilunio y los eclipses. Algunas veces lo veía unos pocos minutos cuando coincidían en la casa de Rosa donde dejaba alguna mercadería. Otras conversaban largo rato en la biblioteca y luego continuaban en algún bar hasta que él partía súbitamente. En ciertas ocasiones la invitaba a cenar en la fonda de los poleros al costado de la ruta. La relación se profundizó. Las citas y las ausencias también. Cuando parecía que iban a concretar una pareja, él desaparecía. Como la sucesión de las sequías e inundaciones en los campos aledaños. Así era la relación, un romance intermitente sin continuidad. Exiguo y seco en decisiones, pleno de desbordes y torrentes impetuosos o esperando un nuevo ciclo. Mientras tanto, Lucía secaba sus lágrimas en el regazo de Rosa que la guarecía tiernamente, como a una hija. Le ahorraba sus impresiones sobre ese hombre ocasional.

 

Mario nunca fue a La Plata ni ella pudo seguirlo en sus errantes derroteros. Castelli fue el centro de la relación. Durante un año se encontraron en el pueblo o en algún hotel de la ruta donde los envolvía la pasión. Lucía intensamente enamorada, Mario seducido por la joven que lo aguardaba siempre.

 

Un buen día él no regresó más al pueblo. Seguramente divagaba por alguna ruta acorde a su alma aventurera o atraído por alguna otra conquista. Lucía sabía que iba a pasar. Era inteligente como para no saberlo. Retornó a La Plata, se recibió y regresó a Castelli para radicarse definitivamente en el pueblo que la había adoptado. Con el tiempo profundizó la relación con el hijo de Rosa, tan afincado como ella, tan cercano y estable. Su vida encontró el cauce buscado. Olvidó al hombre inseguro y pasajero.

 

Solo cuando las aguas salen de madres su imagen reaparece como una invocación fugaz en el atardecer pampeano. Mientras construye en la biblioteca popular un centro de estudios sobre los riesgos. El ciclo del agua y el de la vida continúan, eternos.


                                                                                 © Diana Durán, 6 de junio de 2022

EL OTRO PAÍS

 


Villa Retiro. Google Drive.

EL OTRO PAÍS

No pienses que nos perdiste

Es que la pobreza nos pone tristes

La sangre tensa

Y uno no piensa más que en morir

 

Versos del chamamé “Oración del remanso” de Jorge Fandermole (1998)

 

Recorrí muchos caminos a lo largo de tantos años. Me gusta conocer, sondear, auscultar el ritmo de los lugares. Viajé sola o acompañada, pero siempre pensando en espacios a explorar y descubrir. Distinguir su gente, cómo viven y qué hacen.

Anduve por muchos itinerarios de la Argentina. Pude vivenciarla en sus más recónditos sitios. Recorrí todas las regiones. Visité paisajes únicos preparados para el turismo, plenos de naturaleza y cultura. También de comodidades. Buenos Aires, donde nací, el más atractivo, afrancesado, español, británico según por donde se lo transite. Con su opulencia y su cultura.

También vi el otro país.

Conocí una escuela rancho en los alrededores de San Fernando del Valle de Catamarca. Allí estuve en un aula multigrado con siete u ocho chiquillos que usaban un pizarrón cascado, algunas tizas y un viejo mapa de la Argentina. Las zapatillas rotas, las narices frías, los delantales con más polvo que almidón. Vergüenza.

Dicté algunas clases en escuelas de la cuenca del río Reconquista. Entre el barro y las chapas, entre el barro y los residuos, entre el barro y el olor rancio de la contaminación. Allí, sobre escritorios de plástico vencido y doblado, los pequeños intentaban escribir en vano. Recordé sus caritas frustradas. Vergüenza.

Fui a la isla Maciel a buscar a la señora que cuidaba a mis hijos pequeños. Recorrí los monoblocks donde vivían. Los ascensores rotos, el griterío, los diminutos departamentos, la mugre en los espacios comunes. Allí estaban trasladados desde las villas apretujadas del barrio inundable y ya ocupadas por otras gentes. Vergüenza.

Visité la provincia de Misiones y la crucé desde el río Paraná hasta el Uruguay. Los chicos caminaban por el borde rojizo al costado de la ruta por donde pasaban a gran velocidad camiones que transportaban rollizos de madera. Pensé que alguno podría morir en el camino como los osos hormigueros o los perros domésticos. Vergüenza.

Durante años llegué desde el sur a la ciudad de Buenos Aires en micro y vi crecer la villa de Retiro. Cada vez más alta, cada vez más pobre. Un enjambre de edificios unidos por cables caprichosos que asciende como el jenga, cada pieza colocada sobre la otra en equilibrio inestable, por caerse en cualquier momento. Vi gente caminando a sus trabajos o a buscarlo entre la basura. Muchas veces me pregunté cómo se viviría allí. Vergüenza.

Estuve en el barrio El Frutillar del Alto de Bariloche. No el de la tarjeta postal, sino el de la ruta cuarenta que va al Mascardi. En una hondonada, ranchos de madera con chimeneas humeantes, autos viejos y desvencijados, el basural a cielo abierto, algún que otro poblador vendiendo torta frita a la vera de la ruta. Muchas veces se han incendiado esos ranchos. Conversé con maestros que trabajaban allí. Me contaron del embarazo adolescente, del frío, de la tuberculosis, del alcoholismo. Muchos chicos no conocen el centro de Bariloche. Vergüenza.

Vergüenza mi país, vergüenza la pobreza. Vergüenza tengo por no haber hecho nada sobre todo lo que vi.

 © Diana Durán, 9 de mayo de 2022

 

SENDEROS QUEBRADOS. UNA EXPERIENCIA MÁGICA


Inicio de un sendero. Foto Diana Durán


SENDEROS QUEBRADOS. Una experiencia mágica

La cabaña “El Zorzal” estaba enclavada en una colina baja a solo un kilómetro de la villa serrana. Rodeada de aromos, sauces, álamos, eucaliptos, pinos y un pastizal de hierbas nativas. La habían elegido para estar solos y disfrutar de la naturaleza. Alejarse de los respectivos trabajos, de la rutina urbana, de los desconocidos y de los no tanto. Querían complacerse uno al otro e integrarse al paisaje. Dos senderos, a pocos metros de la entrada, incitaban a caminar. Podían elegir cualquiera de ellos. El primero que recorrieron estaba oscuro y cerrado, parecía un túnel por el exceso de árboles que lo coronaban y el sotobosque de enredaderas que cubrían el suelo húmedo por la hojarasca. El camino era sinuoso, pero de vez en cuando aparecía un abra que les devolvía el cielo. El resto estaba cubierto por las copas unidas entre sí y atravesadas por tenues haces de luz. Guiaban la caminata unas flechas de madera con la inscripción “sendero”. No se hubiera requerido ese cartel. Sin duda era un sendero. La frecuencia de señales redundaba en el entorno. Para animar el trasiego paisajístico aparecían unas esculturas rústicas hechas de ramas entretejidas de múltiples grosores, colores y tamaños. Un perro y su cachorro, una pareja de caballos, unos teros inmensos y desproporcionados y hasta la figura de un espantapájaros. No era de paja sino de ramas. Bastante extraño también. Entre tanta naturaleza esas extravagantes figuras parecían mágicas, por lo que ellos esperaban la siguiente con ansiedad. Mientras caminaban se escuchaban los trinos de inquietas calandrias, rojizos zorzales, laboriosos horneros, renegridos tordos, inconstantes cabecitas negras. Esa orquesta alada los acompañaba. Ellos estaban felices, seguros de que la mayoría de los paseantes no se darían cuenta de la diversidad de aves. Ellos sí, sentían la compañía armónica del montaraz canto y avistaban cada una de las especies con detenimiento. El otro sendero era más abierto y luminoso. Se extendía a lo largo del alambrado que deslindaba el predio. Tras de él, una cortina de álamos y luego el terraplén del tren de carga que pasaba solo dos veces por día. No lo habían visto, solo lo escuchaban en su lejano pero fuerte y rítmico retumbar. En ese segundo sendero encontraron bandadas de tordos músicos y revoltosos chingolos. La mayor luminosidad les permitía avistar mejor los pájaros y transitar con pericia. Solo había que cuidarse de los pozos de los topos que aparecían de vez en cuando y podían hacerlos trastabillar.

En esa cotidiana aventura matinal ocupaban día tras día de sus largas vacaciones. Una mañana bastante nublada se internaron en el primer sendero. A pesar de la oscuridad ella usaba sus binoculares para indicar a su esposo una posible presa fotográfica. Él la ubicaba pausadamente para evitar perderla en fugaz vuelo. Luego continuaban la marcha serenos avanzando en su diario vagar. 

Había transcurrido media hora cuando escucharon un ruido ensordecedor. Un feroz trueno metálico que parecía que iba a arrollarlo todo. Aterrados por la cercanía de la estridencia corrieron desviándose del sendero como pudieron hasta estar a salvo en la cabaña donde se abrazaron consternados. Entonces sintieron el estruendo, el fragor, el rugido del tren descarrilando. También oyeron clamores indescifrables. Pasado un tiempo prudencial acudieron para ayudar. Dos vagones yacían tirados sobre el sendero. En su brutal marcha habían dejado una grieta enorme y profunda donde estaba la senda oscura. Fueron los primeros en llegar, revisaron todo el perímetro de la brecha que había horadado la máquina en su furioso recorrido. No encontraron a nadie. Se acercaron los bomberos de la villa. Tampoco hallaron víctimas. ¿Sería porque era un tren de carga?, ¿se habrían desintegrado los cuerpos de los maquinistas? ¿Habría algún cadáver? Nadie pudo resolver la incógnita del misterioso y brutal accidente. Montañas de canto rodado, piedras de distintos tamaños y hierros retorcidos de la carga estaban esparcidos por doquier. No había quedado nada del sendero, ni álamos, ni eucaliptos. Los aromos estaban arrasados. Solo permanecían en pie los esqueletos de algunos pinos y unos pocos sauces más lejos. El silencio luego de la explosión ferroviaria era sepulcral. ¿Habrían huido todos los pájaros?, se preguntaron. 

Esa noche durmieron abrazados en la cabaña y de vez en cuando les parecía escuchar los gritos errantes de los teros, el quejoso relincho de los caballos, el ladrido quimérico del perro junto a su cachorro y hasta el sollozo final del espantapájaros.

                                                                                          © Diana Durán, 2 de mayo de 2022

ENCUENTRO EN EL DELTA

 


Escultura de Alberto Bastón Díaz. Isla El Descanso.


ENCUENTRO EN EL DELTA

 

No podían compartir la vida cotidiana. Allí estaban, juntos y más allá, alejados y a la vez próximos. Pertenecían a una misma historia, pero en realidad solo se sucedían días de espera hasta la próxima cita en un café.

Eres complejidad, contradicción, esencia eterna, cúmulo de sensaciones, plenitud, inclusión, deseo, perplejidad, sombra eterna y abarcadora. Le escribió ella y él respondió con besos eternos.

A pesar del ímpetu de los sentimientos, la insatisfacción los acompañaba. No podían cumplir sus expectativas. Definir un futuro en común era muy complejo.

Llegaron en una lancha a la isla “El Descanso” a orillas del arroyo Sarmiento del Delta del Paraná. Los dueños habían creado una original fusión entre la naturaleza, el paisaje y el arte al aire libre. Recorrieron el albardón con sus frutales, se detuvieron en cada planta florida y fotografiaron cada pájaro que lograron avistar. Un manto de rosales los envolvió con su perfume. Descansaron un rato sentados en una pérgola singular construida en madera con techo de metal en forma de hexágono.

Varias esculturas metálicas muy bellas diseminadas en el jardín, obra de escultores vanguardistas. Había un conjunto de atriles expuestos como una orquesta esperando a sus integrantes; un modelado de perros y caballos en bronce; una ninfa azul recostada, entre muchas otras composiciones. Una más exquisita que la otra. Pero una extraña figura de hierro llamó especialmente su atención. Semejaba una flor con pétalos pardos de distintas formas que se extendían rígidos hacia el cielo. Moderna y desafiante se destacaba entre los rosales que la rodeaban. Había muchas otras esculturas en los jardines, pero por alguna razón esta era especial y estuvieron largo rato admirándola.

Presenciaron el atardecer abrazados y expectantes. Rosados, violáceos y naranjas fulgurantes acompañaron el ocaso hasta que el sol se escurrió entre los álamos y sauces del solar en el que refugiaron su historia.

Henchidos de naturaleza cenaron tranquilos antes de comenzar el diálogo decisivo. No tenían otra salida que enfrentarlo. ¿Vivirían juntos?

Encuentros, solo encuentros,

convergencias puntuales,

pocos minutos:

                         soledad.

Compartidas ausencias

                nos eximen.

Pero allí estamos,

juntos y más allá,

alejados y aquí.

 

No hay distancias.

No hay destierro.

Perteneces a la historia.

Integras la conciencia.

No hay día ni noche.

 

Superpoblando lo cotidiano, estás.

 

Allí estaban, otra vez juntos insistiendo en encontrar un resquicio, una salida. Ella lo miró a los ojos, intentó atraparlo con abrazos, hasta le rogó. Él le respondió con suavidad y lágrimas en los ojos, abrazándola, pero sin darle una propuesta concreta.

A pesar del ímpetu de los sentimientos, la insatisfacción los acompañaba. Definir un futuro en común era demasiado incierto para las circunstancias de ambos. Ella le proponía la unión, él era temeroso de hacerlo.

No hubo acuerdo, primaron las reservas y la prudencia de él. Cuando partieron a la tarde siguiente ella advirtió que los pétalos de la escultura que habían admirado semejaban a cuchillos que se le clavaban en el corazón.


 © Diana Durán, 11 de abril de 2022

LA REJA

 



La Reja. Street View


La Reja


Una vez tuve un retazo de tierra, un octavo de cielo y una verde alameda para mí. Así los sentí, únicos, míos. Durante dos años disfruté la fusión del tiempo y el espacio en ese lugar. No había nada ni nadie que interrumpiera el estado contemplativo que había logrado. El éxtasis, la conexión prístina con la naturaleza.


La quinta no era muy grande, un cuarto de manzana que colmaba todas mis expectativas. Sentada cómodamente en mi rincón forestal veía, recortada en el horizonte, la figura de dos caballos pastando. Bellas siluetas delineadas contra el sol cuando se ocultaba tiñendo el paisaje de un rojo feroz. Me evadía con ellas del triste sino que me acompañaba.


Él trabajaba en el jardín ignorándolo todo.  Entonces mi espíritu se fundía en un estado único que sólo lograba en ese lugar, La Reja. 


Vivíamos cotidianamente en un departamento chico en el barrio de Flores por lo que salir del claustro urbano y del desencuentro nuestro era la total liberación, al menos para mí. En cambio, la quinta era un espacio abierto. Allí mi alma, mi ausente y apenada alma estaba encerrada y vacía de él. Sería por eso que la colmaba de paisaje. Lo cierto es que lo disfrutaba intensamente. Como símbolo de mi estado de ánimo había conseguido una intrincada y repujada reja para la ventana principal de la pequeña casa quinta. Esa reja y esa casa nos encerró de ausencias. El paisaje evaporó el desánimo.


Allí, en ese entorno verde y amado, cada uno en su mundo se olvidó del otro. Allí, en ese territorio, murió el amor.


 ©  Diana Durán, 10 de abril de 2022


KALINA Y EL NIÑO DE LA GUERRA



                                    Foto: elmundo.es

KALINA Y EL NIÑO DE LA GUERRA


Cumplí con mi deseo de quedarme en Leópolis (LVIV) para ayudar a mis compatriotas ucranianos, comprometida con la tierra de mis ancestros y las vivencias del sufrimiento humano. De nada habían valido los ruegos de mis padres para que volviera a Posadas. Tíos y primas me habían pedido que partiera con ellos a Varsovia días antes de la invasión rusa. Mi negativa fue total. Ellos estaban de camino a Madrid esperanzados en un final rápido de la guerra. Inútil poder hablar con mis primos Yuri y Damián después de que se marcharan a alistarse. Estarían luchando en las cercanías de Kiev o en algún otro lugar hostil. Quizás en Hostoniek o Vasilkov, bombardeados recientemente. Hasta la planta nuclear de Chernobyl había sido atacada, aunque solo se produjo un incendio en las instalaciones aledañas. Las noticias eran confusas y contradictorias.

Lo primero fue comprar elementos básicos de enfermería, mi profesión, antes de que hubiera desabastecimiento. Me aceptaron en un centro de los refugiados que procedían del este del país, de las costas del mar de Azov y del mar Negro, como Odessa y NIkolaev. Todavía no habían llegado muchos de Konotop y de Jarkov que quedaban más al noroeste en la frontera con Rusia. Verlos estremecía. Habían dejado todo lo propio huyendo despavoridos para salvarse de la muerte.

Me di cuenta de que la invasión en pinzas del ejército ruso era apabullante desde todos los frentes salvo en los territorios cercanos a los países de la Unión Europea aliados a la OTAN. Todavía no habían llegado a la Ucrania más europea, la occidental, ni habían invadido ningún país ex soviético como Letonia, Lituana, Letonia, Polonia o Moldavia. La resistencia de mi pueblo era enorme a pesar de los furibundos ataques del país de mayor poderío militar mundial después de Estados Unidos. Estas disquisiciones no me dejaban dormir, prefería no ahondar en ellas.  

A los tres días de trabajar en el centro comenzaron a llegar más y más mujeres con sus hijos, niños solos separados de sus padres y ancianos, algunos en buen estado de salud, otros enfermos. Los veía bajar del tren con sus valijas colmadas de ropa y documentación. Los pequeños con algún juguete entrañable, un osito, una muñeca, un autito apretados bajo sus brazos como única posesión. El frío iba en aumento e incluso hubo días de fuertes nevadas. Yo me había puesto capas y capas de ropa, pero solo lograba entrar en calor con el trabajo. Los refugiados estaban abrigados con camperas, gorros, botas y mantas de calidad. Se notaba que antes de este drama habían tenido un buen nivel de vida. No eran las migraciones forzadas de las guerras de Medio Oriente o las hambrunas de África ecuatorial que uno podía imaginar muy trágicas, consciente del horror que significaban, pero algo lejanas. Estas me dolían en el alma, eran propias. En cada migrante veía un familiar o un amigo. Solo quería actuar, eso aliviaba mi congoja. Escuchaba llantos, desesperanza, desasosiego. 

Pensé que los bombardeos nunca llegarían a Leópolis. Pero escuchando lo que sucedía en Kiev, los ataques de la artillería, las bombas, los misiles y el asedio de un convoy gigantesco de tanques rusos, todo podía suceder. Así fue, el doce de marzo Rusia bombardeó a Yavorov, el Centro Internacional de Mantenimiento de Paz y Seguridad de Leópolis, un lugar de entrenamiento que quedaba a cuarenta kilómetros al noroeste, justo en el camino transitado por mi familia para viajar a Varsovia. No podía creer lo que estaba sucediendo. La guerra se acercaba más y más. Mientras tanto solo escuchaba de quienes estaban a cargo del campo, Kalina te necesito, Kalina recibí el siguiente convoy, cuando bajen, arropalos y dales sopa caliente, Kalina buscá más ayuda. Kalina, Kalina, Kalina…

Me tuve que acostumbrar a las sirenas y a los refugios, a dormir poco y comer mal. Al frío intenso que calaba los huesos. Bajaba como un autómata cuando sonaba la señal y circulaba por pasillos, túneles helados, espacios oscuros separados por cortinas raídas, esperaba en asientos rígidos de madera o descansaba brevemente en colchones tirados en el suelo. Se sentía un fuerte olor a orín. Al salir miraba sin ver los edificios humeantes. Atendí como podía alguna noticia que me relataban. Un millón de niños necesitaban ayuda. Los muertos, un capítulo aparte, inenarrable. Nunca pensé en presenciar escenas de tanto dramatismo. Sabía de la separación de los niños de sus padres. Lloré en silencio, no tenía derecho a gritar. Pero no podía acostumbrarme a los ojos vidriosos y tristes, a las caras enrojecidas por el frío y llenas de preguntas de los más pequeños. 

Uno de ellos me había conmovido especialmente. Era un pequeño de no más de cinco años que se notaba aturdido y confuso. Sus padres habían muerto en un bombardeo. Alguien lo había subido al tren. Solo y desamparado había llegado al centro de refugiados. Nadie sabía su origen. Fui su primer contacto al bajar del tren. Repetía entre sollozos soy Dimitri, soy Dimitri y seguía llorando aferrado a mi pollera y a su peluche polvoriento. Me ocupé de él durante los días siguientes. Me seguía a todos lados. Su calor era la única fuente de humanidad para mi corazón. Estaba casi al límite de mis fuerzas. En realidad seguía por el pequeño. En su mochila encontré un pequeño ovillo de lana celeste. Cuando comparé con el pulovercito de la misma lana y color que llevaba pensé en la madre. Dimitri me contó entre llantos y sonrisas que su mamá siempre tejía. Era el único recuerdo que traía de ella. Me estrujó el corazón. Durante esos días lo arropé, jugué con él, le conté cuentos, lo acaricié hasta que se durmiera. 

Entonces tomé la decisión. Me iba a ocupar de Dimitri, mi pequeño acompañante. Aún no sabía cómo, pero sentí un deseo profundo e irrenunciable. Un llamado de mis entrañas.

La guerra continuaba. Rusia había ocupado gran parte de la periferia ucraniana, el oeste, el norte y el sur. La resistencia del ejército y la milicia eran feroces pero no alcanzaban. 

Entonces lo supe. Salvaría a ese único ser humano, a mi pequeño niño. Cruzaría la frontera con él y me encargaría de conocer con certeza su identidad. Haría todos los trámites necesarios en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Necesitaba volver a la Argentina, a mi Posadas natal. No veía la hora de ver la tierra roja, la selva, de sentir el calor subtropical. Abrazar a mi madre, a mi padre y a mis hermanos. Sin embargo, mi universo había cambiado. Todo esto pensaba y deseaba hasta que llegó al campamento la tía de Dimitri. Comprendí que mi destino no estaba a su lado. Volví a llorar por eso. Desconsoladamente.

Partí una fría mañana de marzo en un micro que llevaba refugiados a Varsovia y de allí a Madrid. La guerra y la experiencia materna habían culminado para mí. 

                                                 ©  Diana Durán. 26 de marzo de 2022


JUEGO DE NIÑOS




JUEGO DE NIÑOS

 

La quinta y los juegos. Diversión plena. Los cuatro subidos a la higuera, uno en cada rama. Preparábamos ingeniosos platos con hojas, gajos y frutos, cuando no nos comíamos los higos maduros, carnosos, dulces. El tío Rodolfo nos gritaba desde lejos. Abajo todos, me destrozan la higuera. Y descendíamos a pura risa. Formábamos un cuarteto incansable acostumbrado a cometer infinitas travesuras y alborotos.

Nos hamacábamos inclinándonos peligrosamente hacia ambos lados, siempre al borde del choque. Éramos hábiles, no nos lastimábamos en los juegos más intrépidos, pero tropezábamos al correr con cualquier pozo y patinábamos en los charcos de barro. Otro juego ideal para la pandilla: los policías daban dos minutos para que los ladrones huyeran y después salían a perseguirlos. Los bandidos se escondían entre los ligustros, en los recovecos de la galería, tras la vivienda de los caseros y algunas veces en las habitaciones de la casa desde donde la tía Margarita nos sacaba volando.

Durante los pocos momentos de tranquilidad, Martín transportaba de un lado al otro a los perritos de pocos meses de los cuidadores. Divertido verlo llevar por toda la quinta a cada uno de los cachorros a pasear en brazos como si fuera bebés.

La construcción de nuestra choza era ardua y efímera. La hacíamos con tallos de un cañaveral cercano a la quinta. Una vez terminada, las chicas nos dedicábamos a las tareas de limpieza y decorado, cuadros fabricados con ramas, cortinas de hojas de sauce, jarrones de piedra con pequeñas flores amarillas o blancas del césped, las más humildes, porque las rosas y las hortensias estaban prohibidas. Mientras tanto los varones salían a “cazar” para comer. Traían en frascos de vidrio hormigas, ciempiés, escarabajos y otros bichos que iban a parar a una vieja cacerola. Mil historias se labraban allí adentro. Hasta llegué a casarme ficticiamente con Ignacio, ataviada con una funda a guisa de tul, tan vieja que parecía de gasa. Maricel, quieres por esposo a Ignacio, recitaba muy serio Martín. Y después de los consabidos sí padre desfilábamos por el sendero de lajas de la entrada matándonos de risa.

Osman, el padre de Paula y Martín, era un genio, médico y deportista, nos acompañaba en todo. Jugábamos con él al croquet mediante un conjunto desvencijado de palos y bolas de madera. También al fútbol, la felicidad femenina de integrar un juego típico de los varones. Rondábamos los nueve a once años por lo que no había gran diferencia física entre nosotros.

Bajo el nogal de la entrada principal al chalet se jugaba a la canasta, la generala y el truco que alternábamos con el Estanciero y el Scrabel. Si lo hacían los grandes, los chicos revoloteábamos alrededor para ver quién ganaba. De noche dormíamos en una habitación que tenía una cama marinera. En el entrepiso, dos catres y una baranda. Disputábamos para seleccionar quién dormía en lo alto. Siempre tenían que chistarnos porque los murmullos previos al descanso no cesaban.

 

Un jueves de Semana Santa fuimos a la quinta más temprano que de costumbre. Nos esperaban cuatro días de estadía. Estaba algo fresco así que los chicos nos pusimos a jugar a la generala en la soleada galería del frente de la casa. Se escuchaba ladrar a los perros de la casera. Nuestras madres habían ido al supermercado para comprar algunas provisiones faltantes. El tío Rodolfo, un poco sordo, leía el diario adentro de la casa, Osmán estaba hachando unas maderas y mi padre escuchaba música con sus auriculares. Absortos cada uno en lo suyo. Al principio no le dimos importancia porque siempre ladraban, pero al rato los aullidos aumentaron. Hasta que finalmente fueron tan fuertes que decidimos acudir. Entusiasmados por el juego, nadie quería suspenderlo. ¿Dónde estarán los caseros?, nos preguntamos. Ninguno sabía. No quisimos interrumpir a los grandes y sorteamos la tarea con un dado. Le tocó a Paula quien aceptó de mala gana. Al minuto vio a los perros alrededor del tanque australiano cercano a la casa de los caseros. Se acercó y advirtió que uno de los cachorros no podía salir. Desesperada gritó con todas sus fuerzas. ¡Vengan, un perrito se ahoga! Corrimos los tres y fue Ignacio quien lo intentó reanimar sin suerte. Era el que Martín más quería. Nos quedamos desconcertados. Llegó Osmán atraído por los gritos y con mucho cuidado elevó las patas traseras del perrito dejándolo colgado. Luego lo sacudió suavemente para que le saliera el agua. El pequeño revivió. Martín y Paula abrazaron a su padre con admiración. Osmán preguntó por los caseros ante tamaño descuido. Rodolfo extrañado fue a buscarlos y los encontró desmayados uno sobre el otro en el sillón. Se habían intoxicado con el monóxido de carbono del brasero. Una sucesión de hechos dramáticos que no recuerdo, pero sé que vino la ambulancia y se los llevó. Sobrevivieron, pero si no hubiera sido por el ladrido de los perros habrían muerto intoxicados.

Durante esa Semana Santa los episodios conmovedores se resolvieron como pasión, muerte y resurrección, pero de un perrito y una pareja. Los grandes que no eran practicantes se la pasaron hablando de los acontecimientos sin referencia a la Pasión de Cristo. A los chicos por un tiempo no nos resultó divertido ir a la quinta. La impresión sobre la cercanía de la muerte fue implacable. Martín no volvió a transportar los perritos. Paula no se acercó más al tanque australiano. Ignacio aceptaba compartir cualquier juego menos con los dados. Yo soñé durante mucho tiempo que me ahogaba y que mis padres morían intoxicados.

 

 

                                                                             © Diana Durán. 14 de marzo de 2022

UCRANIA. LA DECISIÓN DE KALINA

 


Leópolis. Por Aлександр Демьяненко (Google Maps) 2021


    Kalina era una joven de ojos celestes, hermoso cabello largo y enrulado, carácter afable y suavidad al hablar. Bailaba danzas folklóricas ucranianas desde niña. Se vestía con una pollera roja y una camisa blanca bordada y adornaba su cabeza con una vincha de flores coloridas. Sus padres migraron a la Argentina desde Ucrania a mediados del siglo XX y se asentaron en Posadas, ciudad que los recibió como a tantos otros de la misma nacionalidad. La mayor parte de sus familiares vivían en Leópolis, un oblast[1] del oeste de Ucrania, a setenta kilómetros de la frontera con Polonia. La ciudad homónima, bien europea, estaba atravesada por las huellas del pasado polaco y austrohúngaro.

    Ella manifestó siempre un gran amor por Ucrania. Era una ucraniana de pura cepa que hablaba el idioma desde niña. Sabía cómo había nacido la federación de tribus eslavas en el primer siglo y había llegado a ser un Estado poderoso de Europa en el siglo XI. También había leído sobre la invasión mongola en el siglo XIII y la división entre el imperio austrohúngaro, el otomano y el zarato ruso. Su familia resistió sin éxito la revolución rusa que dio lugar a la República Socialista Soviética de Ucrania en 1921 hasta que recuperó la independencia en 1991 con la desintegración de la URSS. Sin embargo, sus padres se vieron obligados a emigrar tiempo antes por el desastre económico de la perestroika[2].  

    En 2013 Kalina supo de la Revolución de la Dignidad que transcurría en Kiev y también en Leópolis. Fue a favor de mantenerse europeos que el pueblo derrotó al presidente pro ruso. Sus primos, Yuri y Damián, le relataron con mucho detalle la sangrienta resistencia del pueblo en la que ellos participaron. La muchacha había quedado conmovida y orgullosa.

       Desde la pérdida de Crimea y la revuelta de 2013-2014 en la plaza de Maidán en Kiev, apaciguado el clima político, Kalina había tenido deseos de viajar a Ucrania para conocer al resto de su familia, pero no le alcanzaba el dinero ahorrado. Cuando juntó lo necesario, sucedió la pandemia. Vuelta atrás con sus ganas de viajar a la tierra de sus ancestros. Para las fiestas del 2021 al fin tomó la decisión de marchar con su amiga Mariya de la misma ascendencia. Ambas estaban muy emocionadas con el recorrido planeado. Se conocían desde el secundario en el colegio ortodoxo San Basilio de Posadas. Las dos habían seguido la carrera universitaria de enfermería.

    A pesar del frío que les esperaba recalaron en Kiev por vía aérea desde Madrid. La familia de Mariya las acogió como a hijas pródigas. Conocieron la histórica ciudad capital. Peregrinaron iglesias de cúpulas doradas, monumentos, museos y admiraron las boscosas colinas que circundaban Kiev. Los complejos de edificios iguales reflejaban el pasado soviético.

    En la segunda etapa partieron a Leópolis en tren, distante solo cinco horas de Kiev. En la misma estación fueron recibidas con grandes abrazos y exclamaciones familiares. Kalina sintió esa cálida bienvenida en el frío del invierno. Por fin conocía la tierra de sus padres y sus abuelos y trataba a sus tíos y primos. Con los más jóvenes, Yuri y Damián, recorrieron Leópolis. Centro industrial e histórico, Patrimonio de la Humanidad, reunía una pléyade de iglesias, monumentos, palacios y catedrales. La compleja combinación de Europa central y oriental. El barrio céntrico se parecía en pequeño a París, por su paisaje urbano y modo de vida europeos. Los cuatro vagaron por plazas floridas, ferias ambulantes y estrechas calles adoquinadas. Kalina y Mariya se sentían como en sus hogares.

    Sin embargo, no eran buenos tiempos. Luego de la toma de Crimea por parte de los rusos y ante la creciente ola independentista del este pro ruso, el clima que se vivía no era de fiesta, al menos en Kiev. Sin embargo, en Leópolis encontraron una atmósfera más tranquila, aunque expectante. Se advertía en la complicidad y cautela de las conversaciones familiares que tenían reservas sobre el futuro.  

    El veinticuatro de febrero, sin que nadie lo esperara, comenzó la guerra. Rusia invadió Ucrania. Mariya anticipó el regreso y logró salir de Kiev por vía aérea días antes de la invasión. Kalina no quiso irse. Lloraba y lloraba. No paraba de llorar. Se ocultaba de su familia para no preocuparlos. No le bastaba con rezar ni invocar bendiciones como era su costumbre. No entendía cómo había sucedido. Siempre vivió en la Argentina donde había crisis angustiantes, pero no contiendas bélicas territoriales. La familia comprobaba con pavura el horror de las bombas estrellándose en los edificios de Donbás, primera ciudad atacada. Veían en todos los medios los incendios y explosiones provocados por la artillería rusa, el polvo que lo cubría todo, los hierros retorcidos, los huecos en las paredes, las montañas de escombros esparcidos. Mamposterías dadas vuelta como si fueran de papel. En el medio de ese paisaje siniestro e impensado, la gente huía con lo puesto o llenaba alguna valija con lo indispensable y escapaba hacia la frontera para alcanzar el estatus de refugiado en Polonia, Eslovaquia, Moldavia, Alemania y de allí quién sabe a dónde. Empezaron a sucederse imágenes horrendas del destierro de la población. La familia de Kalina decidió irse a Polonia por vía terrestre. Tomarían la autopista M 10 hasta el cercano paso de Korczowa – Krakovets. Le rogaron que fuera con ellos, pero no hubo caso. Nadie pudo convencerla, ni siquiera las súplicas de sus padres desde Posadas. Pensaba que algo debía hacer. Yuri y Damián habían partido hacia Kiev. No podían irse de Ucrania. Debían quedarse como voluntarios para resistir los embates donde fuera.

    Kalina leyó en un medio digital que jóvenes extranjeros iban a asistir a los refugiados. ¿Alguien puede hablar inglés?, se preguntaban. Estamos llegando con un equipo de Holanda para ayudar. Sería bueno tener algunos contactos cerca. Si los holandeses lo proponían, cómo ella no iba a hacerlo. Kalina se sobrepuso al miedo y decidió quedarse sola en Leópolis. Esperaba poder asistir a los que huían de las ciudades atacadas. Recibir a niños, mujeres y ancianos. Poder servirles un plato de sopa caliente o darles ropa seca. Además, podía aplicar sus conocimientos de enfermería cuando fuera necesario.

    Del calor tropical y el cobijo familiar de su Posadas natal al frío extremo del invierno septentrional y solitario de Ucrania, su patria la necesitaba.



[1] Subdivisión política de Ucrania, Bielorrusia, Bulgaria y Rusia.

[2] Quiere decir reestructuración. Fue la reforma política y económica de la URSS encarada por Mijaíl Gorbachov, una de las causas que provocó la desintegración soviética. 

                                                                              © Diana Durán. 7 de marzo de 2022

EL SUR

Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024 EL SUR Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él ...