ENCUENTRO EN EL MONTE. UN MAESTRO Y DOS MÁSCARAS

 



ENCUENTRO EN EL MONTE

 

Había conocido a Santino en unas Jornadas donde se reunieron cerca de doscientos docentes procedentes de General Mosconi, Aguaray, Campamento Vespucio, Salvador Mazza y áreas rurales. El maestro indio habló sobre el bosque y su deterioro por el avance de la soja y el poroto. La audiencia quedó prendada de la manera sabia e inteligente de expresarse. Había llegado a Tartagal desde la comunidad de Ikira, cerca de Aguaray, luego de siete horas de caminata por la ruta treinta y cuatro.

Nos conmovimos escuchándolo hablar sobre el daño de la selva por la expansión de la agricultura y del petróleo. Muchos profesores quisieron regalarle videos para que tuvieran más recursos. Él expresó sin inmutarse que en su pueblo no había luz, por lo que solo recibiría libros de regalo. En un momento sentí vergüenza de que la reunión fuera organizada por REFINOR en la Universidad Nacional de Salta. Era un marco de opulencia con cena de camaradería, regalos a los ponentes y libros de resúmenes lujosos que contrastaban con la pobreza reinante en el Ramal[1]. Sin embargo, el encuentro se había desarrollado en un ambiente de concordia y armonía.

Santino Rojas se llamaba el indio wichi que me invitó después de las Jornadas a su reserva en las cercanías de Tartagal. Tierra limítrofe, boscosa y tropical. Acepté de puro interés por conocer el lugar del que había hablado con tanta dignidad durante las Jornadas. Mis compañeros prefirieron recorrer los atractivos turísticos de la zona.

El remise avanzó mientras yo intentaba asimilar el paisaje del camino a través del monte en el que aparecían los ranchos mezclados con bosques raleados y plantaciones sojeras. Cuando llegué a la reserva advertí que reinaba la pobreza. Solo se veían chozas de barro, el fogón rodeado de piedras, corrales de troncos retorcidos con algunas cabras flacas y unos viejos algarrobos sobre la tierra yerma. En los alrededores, el monte enmarañado y exiguo del bosque relicto.

De cada pequeña vivienda se asomaban las cabecitas de niños. Luego de un rato de observar comenzaron a rodearme mostrándome sus artesanías para venderlas. Yo les quería comprar a todos, pero sabía que no podía llevarlas de regreso. Repartí unos cuántos pesos y me encontré cercada por los pequeños como si fuera un atractivo de otro mundo. Me miraban extrañados como si nunca hubieran visto a una mujer blanca. Yo estaba vestida normalmente, pero igual me curioseaban con sus ojos grandes y oscuros. Flacuchos y sucios estaban, pero sonrientes. Escuché las toses que se mezclaban con el chisporroteo de los fogones, una sinfonía áspera que acompañaba mi estadía en el lugar. Era primavera y el aire estaba denso con un olor a tierra caliente y hojas quemadas. La brisa apenas lograba disipar la nube de polvo que flotaba sobre el paisaje. Procedía de los bosques quemados para cultivar.

El indio Santino era el cacique. Delgado, de pómulos prominentes, piel morena y cabello lacio. En su muñeca, el reloj brillaba extraño, ajeno a la sencillez de su ropa. Se notaba que lo respetaban los muchachos más jóvenes, las mujeres y los niños. Me contó que tenía varias esposas y se aceptaba su poligamia, mientras otras familias de la comunidad eran monógamas.

Santino me regaló unas máscaras de un puma y de una cabeza de coatí hechas de madera. Hermosos coloridos, perfecta la forma. Me imaginé la aguda observación requerida para lograr esos diseños, solo con el palo santo y las tinturas del entorno. Conversamos durante mi corta estadía, de la vida y de la tierra.

Mientras el remise me alejaba de Ikira, sostuve las máscaras en mis manos. El puma y el coatí me miraban con sus ojos de madera, testigos mudos de un mundo que apenas había rozado, pero que ya me habitaba.

 

 

El 9 de febrero del año 2009 supe del aluvión que sufrió la ciudad de Tartagal. Rogué porque Santino hubiera permanecido en su comunidad durante la catástrofe.

 

© Diana Durán, 16 de junio de 2025



[1] Subregión del Noroeste argentino, área de frontera organizada territorialmente con el tendido del ferrocarril en la primera década del siglo XX. Está integrada por valles tropicales y subtropicales enmarcados por las Sierras Subandinas, del oriente de la provincia de Jujuy y del centro-este de Salta. Área peculiar por sus condiciones de clima y vegetación, valiosa para el desarrollo de una economía regional, sustitutiva de numerosos productos agrícolas importados (Chiozza, Aráoz, 1982)

EN EL TÚNEL

 


Eurotúnel


EN EL TÚNEL

       Habíamos planeado el viaje con lujo de detalles porque era la ilusión de nuestras vidas. No sabíamos si podríamos repetirlo más adelante. Elegimos capitales del occidente europeo: Madrid, París y Londres.

Todo había transcurrido de maravillas. Inolvidable la estadía en París. Alquilamos un estudio en el barrio Latino, atractivo y vibrante; bohemio y estudiantil. Con la Universidad de la Sorbona como núcleo histórico y los jardines de Luxemburgo donde nos recreamos entre canteros floridos y estanques cristalinos. Nos sentábamos en cada café aledaño para ver pasar a los parroquianos y conocer sus costumbres. Nos apostábamos frente a la Fuente Guy Lartigue en el Café Saint-Médard y curioseábamos con placer a quienes compraban frutas en la esquina opuesta. Veíamos a otros vecinos portar bolsas de papel con sobresalientes baguettes. Nos sentíamos parisinos, aunque no lo fuéramos. Examinábamos con fascinación la vida cotidiana de un barrio que para nosotros tenía un significado especial porque lo habíamos recorrido en nuestras guías turísticas soñando cada lugar. Caminábamos cada rue, cada avenida. Vagabundeábamos por las estrechas callejuelas adoquinadas hasta conocerlas de memoria. El placer nos envolvía el cuerpo hasta agotarnos, por lo que de noche nos quedábamos tranquilos en el departamento rentado.

 

 

A una semana de disfrute en París, nos queda poco para ir a Londres a través del túnel, famoso por conectar Inglaterra y Francia bajo el canal de la Mancha. El Eurostar nos llevará desde la estación Gare du Nord hasta Saint Pancras en Londres, a través del Eurotúnel. Una cueva segura, me dice Tomás risueño; no llames a la desgracia, le contesto. El cruce solo durará treinta y ocho minutos bajo el mar con un trayecto total de poco más de dos horas a ciento cincuenta kilómetros de velocidad. Estamos seguros de la elección. Ya habíamos viajado desde Barcelona a París en un tren de alta velocidad. Nos espera ahora un cruce fluido y sin interrupciones. No nos vamos a dar ni cuenta del trayecto. Así nos había anticipado la empresa de turismo.

Son cuatrocientos pasajeros, se anuncia por altavoces en Gare du Nord, y agrega las recomendaciones del itinerario. Tomás me dice siento que vamos a ser submarinistas. Me río de su ocurrencia. Es la recompensa, nuestra mayor aventura luego de una larga vida de trabajo, hijos y nietos.

Nos sentamos cómodamente y comienza el recorrido. Admiramos el paisaje exterior de campiñas y pequeños pueblos pintorescos hasta llegar a la costa con dunas y playas en la costa del Canal de la Mancha. Los trenes Eurostar tienen iluminación interior, lo que garantiza una experiencia cómoda en la sección submarina del viaje.

Sabemos que el interior del tren mantiene la presión, aunque nos turba un poco el hecho de dejar de ver el paisaje exterior. Desaparecen la costa y la campiña. Los pasajeros estarán expectantes, pienso. Ninguna ventana con vistas al mar. Una rareza. La sensación física no es grata. Aprieto la mano de Tomás. Sin embargo, no se perciben vibraciones ni cambios bruscos. Advierto un leve temblor en los rieles, pero me parece lógico. Lo más importante es que estaremos en poco tiempo en Londres donde tenemos rentada una casa pequeña en Wanstead, un típico barrio de las afueras londinenses.

A los diez minutos de ingresar al túnel, nos sumergimos en un cosmos desconocido. Todo se oscurese y suena una alarma en el vagón contiguo. Me abalanzo sobre Tomás y aprieto los dientes. Siento el sudor de sus manos y su corazón acelerado. Él permanece más tranquilo. Minutos de zozobra infinita. Vibraciones extrañas, ruido a hierros retorcidos. El tren aparenta haber perdido su estabilidad, corcovea, cruje. El tiempo no pasa. La negrura nos envuelve como en un pozo sin fondo. Luego de minutos de terror, gritos y pedidos de ayuda, se escucha a través de un parlante: señores pasajeros está todo controlado, solo fue una alarma en uno de los vagones y hubo que parar el tren. Les solicitamos que bajen con cuidado pues serán guiados a través del túnel de servicio.

Nuestro viaje de placer concluye. Quién sabe qué nos deparará el recorrido final. La recompensa de tantos años se había convertido en un relato incierto. Si París nos regaló su luz; el túnel nos hundió en la sombra.

Nos sentimos en una negrura incierta como náufragos sin mapa. Vamos caminando a tientas por el túnel auxiliar. No sabemos si Londres nos espera, o si el corredor aún tiene otra historia por contarnos.


© Diana Durán, 9 de junio de 2025

 



EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS

 

Imagen generada por IA


EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS

 

Verónica ordenaba el desván de la casa de su abuela. Quería tirar los trastos viejos para armar allí su atelier de pintura. Estaba cursando Dibujo Artístico y Diseño, así que el lugar era ideal para sus estudios. Le había pedido permiso a la abuela Francisca quien le dijo que sí, pero que tuviera cuidado con lo que descartaba.

La joven tenía dieciocho años y había iniciado Bellas Artes con el entusiasmo que la caracterizaba en todo lo que emprendía. Siempre había sido creativa y soñadora, así que la carrera estaba muy bien elegida. Empezó por desechar sillas desvencijadas, mantas descoloridas, viejas valijas de cuero, un huso de hilar inútil para estos tiempos y hasta un maniquí estropeado. Todo cubierto de polvo y telarañas. Avanzaba en la tarea con energía, dispuesta a que el lugar quedara flamante, cuando divisó el viejo ropero de la habitación de los abuelos que tanto le gustaba cuando era pequeña. En muchas ocasiones se había mirado al espejo biselado que tenía en el centro. Pensó que sería provechoso restaurar el mueble para poner allí sus acuarelas, témperas, acrílicos, pinceles y lienzos.  

En lo más alto de uno de los estantes distinguió, una caja forrada de papel floreado, que no reconoció, detrás de unos embalajes redondos de sombreros y pelucas. Le brotó una sonrisa al imaginar a su abuela engalanada con ellos. Intentó bajar la caja subida a una banqueta, pero no pudo. Buscó una escalerita y de puntillas apenas consiguió acercarse al borde del estante hasta que el paquete cayó y, con gran estruendo, se abrió desparramando incontables fotografías, la mayoría en sepia y blanco y negro; aunque también las había coloreadas. Las imágenes se deslizaron en un caos que la asombró. Habían formado una especie de abanico, como cartas repartidas por un crupier, dispuestas de las más antiguas a las más recientes. Verónica pensó que se trataba de una circunstancia ilógica. Se sentó en el suelo para observarlas con detenimiento. Entonces vio que la primera de la izquierda era un daguerrotipo de Delfina, su bisabuela griega. Estaba vestida de negro de la cabeza a los pies con una pequeña carterita en sus manos entrecruzadas y una mirada serena y apacible. Sabía que había cuidado sola a sus seis hijos a orillas del Mediterráneo hilando seda y criando ovejas. Distinguió en la fotografía el viejo reloj que había heredado su madre. Al mirar otras fotos reparó en personas desconocidas para ella, hasta que apareció una en sepia del abuelo paterno, Desiderio, en la cubierta de un barco. Estaba apoyado sobre la baranda mirando al mar. Su padre le había contado que en ese viaje desde Londres el abuelo cantaba muy bajito “Mi Buenos Aires querido”. Sabía que estaba muy enfermo y el nostálgico rostro lo confirmaba. Seguían otras en blanco y negro del casamiento de sus padres, inéditas para Verónica. Ella conocía de memoria el álbum de cuero marrón y bordes dorados, pero estas que estaban sueltas parecían sobrantes. Supuso que eran del cortejo, aunque ignoraba quiénes eran esos personajes tan ataviados; reparó en una pequeña en la que ella parecía una princesita. Cada vez más sorprendida por el orden de las imágenes suspendió la tarea del acondicionamiento para centrarse en las fotos. Distinguió a sus hermanos y primos muy pequeños en algún cumpleaños que no recordaba, aunque e pareció conocido el empapelado de las paredes. Era la foto de un conjunto de niños que la atrajo porque se reconoció con una guirnalda de papel crepé en el cabello y un vestido con volados. Identificó a sus dos hermanos de pantalón corto, pero no logró recordar a ninguno de los demás chicos. ¿Fiestas de cumpleaños olvidadas totalmente? ¿Tan pocas remembranzas tenía de su infancia? Seguían en orden fotos que nunca había visto en las que advirtió su imagen. Eran de colores cálidos, rojos, naranjas, amarillos y dorados. Contempló fiestas en las que aparecía vestida de gala, identificadas con fechas de épocas muy lejanas. Databan de antes de su nacimiento. Lugares exóticos que nunca había visitado. Algunos parecían caribeños por las palmeras y los mares azules. En otras se encontró en paisajes del Barrio Latino de París, pasillos del museo del Prado y conjuntos abigarrados de las bicicletas típicas de las callejuelas de Ámsterdam. Su piel se erizó. Apareció en el borde de los blancos acantilados de Dover en Inglaterra y se descubrió en ornamentales jardines de Luxemburgo. En todas estaba su imagen, pero ella nunca había visitado esos lugares. Había otras fotografías de colores fríos, azules, verdes, violetas y plateados de mujeres muy elegantes y soberbias. ¿Quiénes eran? ¿amigas de su madre?, no lo sabía. Parecía una exhibición de vestimentas de los años cincuenta, pero ¿qué hacía ella entremezclada en esas estampas?

Todo era muy misterioso, exceptuando los rostros de sus familiares más cercanos. Sintió miedo, incertidumbre y el deseo de descubrir el porqué de su presencia en esa ordenada disposición y, también, la identidad de los personajes anónimos. Volvió a revisar algunas fotografías y, de improviso, algunas parecieron moverse levemente y reflejaron luces cada vez que las volvía a observar. Llegaron a parecerle sobrenaturales. Sintió que su corazón se aceleraba.

Con extrañeza, casi acobardada, Verónica decidió contarle a su abuela lo sucedido. No quería dejar el despliegue de imágenes, pero su curiosidad era tal que apurada tomó con su celular varias fotos del conjunto y bajó a los tumbos hacia la cocina. La abuela estaba ocupada preparando el almuerzo. Su nieta le contó con lujo de detalles lo que había descubierto. Francisca, entre las humeantes ollas, le dio una tajante respuesta, no, Verito, estoy ocupada. La joven insistió con vehemencia, pero la abuela se mantuvo firme en su negativa y agregó, tengo que terminar de cocinar, querida. Verónica quedó asombrada y volvió a subir. Quizás otras señales le permitieran develar el misterio.

En un rincón del altillo habían quedado los trastos descartados. Las fotos, en cambio, habían perdido el orden de su caída original y se habían acomodado como por arte de magia en la caja floreada. Desorden convertido en orden. Verónica se estremeció y no volvió a tocarlo. Decidió borrar de su mente los extraños hechos y dejó para otro momento la tarea de armar su atelier.

A la noche, todavía confundida, pensó en lo sucedido y recordó las imágenes que había tomado con su celular. Las buscó. Las “fotografías de las fotografías” mostraban rostros y figuras sin orden alguno en colores sepias; blancos y negros; cálidos y fríos. No se reconoció en ninguna. Las borró inmediatamente.

 

© Diana Durán, 2 de junio de 2025

 



ENCUENTRO EN EL MONTE. UN MAESTRO Y DOS MÁSCARAS

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