LA URRACA Y LOS GEÓGRAFOS
La selva respiraba. Bajo el
dosel del Pino Paraná, una urraca bulliciosa de pecho amarillo vibraba como un
presagio. Su copete aterciopelado se erizaba con cada ráfaga, y sus cejas liláceas
parecían dos arcos suspendidos en el aire. El dorso negro, brillante como azabache,
se fundía con las sombras. Volaba bajo, rasante, sobre los yerbatales que tanto
amaba, como si vigilara algo más que a los insectos.
Cuatro geógrafos, aún con el
polvo rojo en las zapatillas, se instalaron en una encantadora cabaña de
madera. Lo hicieron luego de recorrer el conjunto jesuítico guaraní de Santa
Ana y el parque temático de La Cruz, donde el eje monumental de ochenta y dos
metros les había revelado un tapiz de timboes, cedros y lapachos rosados. Dos
de los jóvenes, hijos de Misiones, habían guiado con la naturalidad de quien
conoce los secretos del monte. Las otras dos, del sur bonaerense, caminaban con
ojos asombrados, como si el verdor les hablara en un idioma nuevo.
La misión de Santa Ana los había
envuelto. Las ruinas emergían como esqueletos de piedra entre la vegetación
selvática. La historia se filtraba por las grietas, y la atmósfera parecía
tener siglos. El sonido envolvente los llevó a imaginar rituales, cantos,
fugas. El suelo rojo, húmedo y ancestral, parecía guardar leyendas que aún no
se habían contado. Me siento transportada por completo a la época de las
misiones, dijo Alejandra, con la voz entrecortada por la emoción. Es lo
que ocurre aquí; este lugar no solo conserva piedras, conserva memorias,
respondió Luis, bajando el volumen de la música de La Misión. Me imagino los
cantos guaraníes mezclándose con los rezos; los silencios también, comentó Lucía.
Son los silencios que quedaron cuando todo terminó, replicó Rosa,
conocedora de la historia misionera; mi abuela decía que el monte guarda lo
que no se puede decir, agregó como si hablara para sí.
Un graznido áspero interrumpió
la caminata. ¿Escucharon eso? preguntó Alejandra, deteniéndose súbita. Ese
“tcha-tcha-tcha”, parece que nos sigue, dijo Lucía, inquieta; me
suena a pájaro de mal agüero. No te preocupes, respondió la geógrafa
misionera; en China, su canto anuncia buena fortuna; quizás aquí también. O
quizá nos está contando algo que todavía no entendemos, añadió Luis.
El grupo siguió caminando, pero
algo había cambiado. La selva ya no era solo belleza: tenía algo de misterio.
Al atardecer, instalados en el
balcón de la cabaña, el canto regresó. Esta vez más cerca. Alejandra se
levantó, exploró el ramaje y la vio. Creo que es la misma urraca que vimos en la misión; miren qué
bella, exclamó, y leyó en su guía: se alimenta de insectos, reptiles,
pichones y tiene habilidad para manipular objetos. La última descripción
parecía más humana que animal.
La urraca volvió a cantar, esta
vez con un tono más agudo, casi metálico. El eco rebotó entre los árboles como
una señal cifrada. Lucía expresó ese canto... ahora sí me da miedo. No
es miedo, dijo Rosa, sin apartar la vista del follaje; es memoria, la
selva recuerda.
La mañana siguiente fue una sucesión de cristalinos saltos de agua que
los refrescaron. Los yerbatales evocaron para los cuatro amigos un símbolo de la
amistad. El encuentro con mujeres guaraníes bajo techos de ramas les permitió
llevarse recuerdos de tradición local hechos en madera: coatíes, yaguaretés, tapires; y hermosos canastos tejidos. Un paisaje inolvidable completó
la exuberancia del día anterior.
Al atardecer comenzó el regreso a Posadas. El auto aceleró su marcha más de lo debido. No vayas tan rápido, rogó Alejandra, mientras los cuatro saltaron bruscamente por culpa de un lomo de burro que el conductor no llegó a ver. Las bandas amarillas dobles se sobrepasaron sin ser advertidas. Apenas cruzaron la rotonda, la policía los detuvo en plena ruta, pero pudieron seguir luego de convincentes súplicas.
Es culpa de la urraca, aseveró en el tramo final Lucía. No; nos salvó; nos
advirtió, corrigió Rosa.
O nos puso a prueba, agregó Luis, encendiendo el GPS. Y nos dejó su
canto como señal, cerró Alejandra, mientras la noche envolvía el camino.
Los amigos volvieron sanos y salvos.
La urraca no volvió a cantar, pero
su eco quedó suspendido, como una nota final de advertencia.
© Diana Durán, 8 de setiembre de 2025
Dedicado a mis queridos colegas que nos acompañaron por tierra misionera (Sergio, Rosana y Albina)