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ORDEN Y DESORDEN. TERRITORIOS INTERIORES

 


Fuente del mosaico fotográfico: culmia.com y recreo.monoblock.tv Michael J. Lee 


Orden y desorden. Territorios interiores.

 

Ema era ordenada, metódica y hasta obsesiva en su trabajo. Su estudio contable se destacaba por la extrema prolijidad. No requería auxiliar porque reinaba una perfecta organización. Lápices, marcadores, cinta adhesiva, clips, abrochadora colocados con precisión en un amplio escritorio de madera lustrada. La computadora con todos los programas actualizados, resmas de papel de distintos tamaños y tintas de más para que no se produjeran tardanzas en sus tareas laborales. Atendía a los clientes con gran eficiencia y por ello le iba muy bien en la profesión.

 

Había aprendido de una bibliotecaria del colegio a catalogar y aplicaba el método con rigurosidad meridiana. Los libros se disponían de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo en cada estante, con un código según materia y autor indicado en el lomo, y clasificados por colores en un arco iris de obras profesionales, literarias y de consulta general. 

 

En cambio, lo cotidiano, lo hogareño la fastidiaba. No podía con las cosas más simples de la vida. Su casa, excepto el escritorio, era un modelo de extremo desorden. La cocina revuelta, el dormitorio que compartía con Matías, su esposo, atiborrado de ropa en el suelo mezclada con papeles y hasta con algún envase vacío de yogurt, sumado a varias copas abandonadas en la cómoda y las mesitas de luz.

 

Una vez que entraba a su morada desde el trabajo, Ema olvidaba dónde había dejado el celular, la cartera o la campera. Entonces empezaba a divagar de la sala al comedor, como la naranja de María Elena Walsh. Hasta que Matías con paciencia infinita encontraba los objetos perdidos. Exceptuado el escritorio, la casa era una verdadera hecatombe. Durante largo tiempo él se la pasaba buscando efectos cotidianos e incluso sus propias cosas, hasta las más básicas. Si no aparecían su máquina de afeitar, sus pantuflas o su peine era porque ella los había usado y dejado en algún insólito lugar. Quienes lo conocían no podían comprender cómo ese hombre se había casado con una mujer tan disparatada. La razón era el infinito amor que le profesaba y, también, la diversión que le producían sus despistes. Adoraba la alegría de Ema y le causaban regocijo sus rarezas.

 

Matías optó por contratar a una joven, verdadera santa, una cenicienta que arreglaba todo lo que la señora tiraba por los más recónditos lugares. María iba recogiendo la ropa, los zapatos, las cremas por toda la casa y de tanto hacerlo se acostumbró al peculiar trabajo. A veces tampoco lograba ordenar el lío reinante exceptuado, por supuesto, el escritorio que se mantenía en perfecta disposición. María no entendía cómo el señor podía aguantar a su mujer, pero había comprendido que la debía querer mucho, aunque no sabía qué más hacer para poner en cauce tanto desbarajuste.

 

Una tarde Ema empezó a delirar. Decía que se le perdían los objetos porque alguien se los ocultaba. Había cambiado, desvariaba y se confundía de tal forma que veía el mundo de manera equívoca e incluso recordaba hechos que nunca habían sucedido y los daba por ciertos. Su conciencia estaba alterada.

 

Matías, muy alarmado, decidió llevar a su esposa a un neurólogo con la excusa de que lo acompañara para consultar sobre sus propios dolores de cabeza pues no quería que ella se negara. El médico, advertido antes por el esposo, les recomendó a ambos realizarse estudios de rutina.

 

El diagnóstico de ella fue sombrío, le habían encontrado un tumor cerebral que requería inmediata operación. Matías acompañó a su mujer en todo momento. Cuando se restableció de la cirugía le aconsejaron seguir rutinas, cambiar de dieta, descansar más, organizarse a través de distintas indicaciones específicas en la vida cotidiana. Ema respondió tan bien a los consejos que no solo se mejoró de sus síntomas extremos, sino que comenzó a modificar sus conductas. Su esposo estaba azorado y cada día la veía mejor. Ella regularizó todas las obligaciones vitales, tanto que ya no necesitaron los servicios de María quien se fue muy triste porque se había encariñado mucho con la pareja.

 

A la semana de pasada la operación, Ema y Matías cumplieron una visita de control al neurocirujano quien le indicó a la mujer estudios para decidir tratamientos muy cruentos que ella todavía desconocía. El patólogo ya había arriesgado que era maligno. Faltaba el resultado final de lo extraído. Fue sorprendente. El tumor había sido benigno y no reportaba ningún peligro futuro. Nadie comprendió cómo se había producido el error.

 

Lo cierto es que al tiempo Matías dejó de adorar a su ahora cuidadosa y metódica esposa. Extrañaba profundamente el regocijo que le provocaba su alboroto anterior. La vida diaria se había transformado en un devenir lineal y aburrido. Ema acomodaba todo con tenaz obsesión. Su comportamiento sobrevino riguroso y se transformó en prolijo y hasta tedioso. La alegría del hogar se desvaneció.

 

Finalmente, un día, hastiado decidió dejarla.

 

© Diana Durán, 9 de octubre de 2023

ROSALÍA Y SUS OCHO PERROS

 


San Mauricio. Provincia de Buenos Aires. Fotografía: La Nación

Rosalía y sus ocho perros

 

No hace mucho tiempo en San Mauricio había gente. La plaza se animaba con el bullicio de los niños cuando volvían de la escuela rural. Si hasta tenían farmacia, destacamento policial y una pequeña confitería, además de la salita de primeros auxilios, la escuela y la capilla. El tren traía las noticias y a las familias de visita, al pueblo y los campos aledaños. Eran en ese tiempo mil ochocientos habitantes integrados a la tierra que los rodeaba.

El entorno era curioso porque a pesar de estar en la pampa arenosa, que así se llama por los médanos alargados, resabios de viejos tiempos secos, el pueblo se situó entre lagunas paralelas sin nombre. Médanos y lagunas, lagunas y médanos. A veintisiete kilómetros se localizaba América, un poblado más importante y solo a quince González Moreno justo en el límite entre Buenos Aires y La Pampa.

San Mauricio fue fundado por los hermanos Duva, unos italianos que llegaron vagando por la llanura y plantaron un buen roble que aún permanece en su vieja casona. Algunos pobladores rurales de las cercanías se proveían en el almacén de ramos generales, pero la mayoría lo hacía en América, el lugar que logró ser cabecera del partido de Rivadavia, lo que les permitió tener un camino pavimentado de acceso. En cambio, a San Mauricio solo se llegaba por tierra desde la ruta setenta y tres, siempre poceada y peligrosa.

Rosalía formaba parte de una familia típica de costumbres rurales constituida por el padre, la madre y dos hermanos varones. A los veinte se casó con un paisano. El pobre murió en un accidente de ruta cuando lo chocó una camioneta. Iba al trote en su caballo manso, tanto como bonachón había sido. Entonces se quedó sola con sus padres y hermanos y se acostumbró a una vida poco sociable. A pesar de eso fue maestra rural.

Un aciago día se cerró la estación ferroviaria. El presidente riojano de ese entonces dictaminó “ramal que para, ramal que cierra”. Entonces los vecinos comenzaron a irse. Primero fueron las familias del ferrocarril y enseguida las que de él dependían. Con ese cierre comenzó la partida, el abandono, pero todavía quedaban habitantes en San Mauricio, aunque cada día partía alguna familia, en general detrás de sus hijos. Rosalía permanecía con sus padres y se había acostumbrado a la viudez. Eso sí, a sus dos perros los cuidaba como si fueran hijos.

En 2001, la escuela se quedó sin alumnos y ella sin trabajo. Varios negocios más se cerraron y todos se iban yendo. Entonces aceptó ser enfermera, curso acelerado de por medio, en la sala de primeros auxilios del pueblo.

En la primavera se produjo la lluvia más torrencial del siglo. Tras el diluvio, vino la inundación. No cualquier inundación, fue un manto que lo cubrió todo. El pueblo debió ser totalmente evacuado. Sus padres y hermanos también marcharon lejos, muy lejos porque América también estaba inundada. No se querían ir, la mayoría deseaba cuidar sus casas. A Rosalía la llevaron a la fuerza junto a sus perros. En los pueblos grandes pusieron defensas, pero en San Mauricio por ser tan pequeño no había cómo ayudarlos. Tanta fue la devastación que los vecinos no volvieron.

Hasta sus padres dejaron San Mauricio para vivir en América junto a sus hermanos. Cuando se retiró la inundación quedó la mugre y el barro. Pero Rosalía volvió, limpió el hotelito del lugar y allí vivió. Arreció el viento y poco a poco los pastizales crecieron en las calles. El polvo lo cubrió todo y los cardos rusos empezaron a meterse en las casas abandonadas.

Las viviendas de bellas fachadas estaban cubiertas de moho en la mayor parte de sus paredes y los techos derrumbados. El aspecto era tan fantasmagórico que a cualquiera le hubiera dado miedo recorrerlas, pero Rosalía no tenía miedo, sino una profunda tristeza. Sus padres se murieron al poco tiempo, uno tras otro, desterrados. Los hermanos se mudaron a Trenque Lauquen. La mujer no quería por nada del mundo dejar a sus perros que ya eran ocho.

Cuando un peón fue a verla a la salita, ella le comentó. Mi historia es la de una mujer que se quedó sola en el medio de la nada, con mis ocho perros, esperando que alguno de ustedes tenga una dolencia y llegue a mi sala de primeros auxilios. Aquí estaré con mate y pan casero para ayudarlos, porque del pueblo yo no me voy.

Hoy salí a caminar para estirar las piernas cuando vi dos caballos blancos desconocidos que pastaban en la plaza desierta. Me senté en un banco de cemento descascarado entre los juegos rotos que aún quedaban y me sentí muy satisfecha. ¡San Mauricio es mi tierra!

El tiempo, las lluvias y los depredadores hicieron de San Mauricio una especie de museo al aire libre que se deterioraba día a día. Los edificios ruinosos eran los únicos testigos de que alguna vez hubiera estado habitado. A veces cruzaban el lugar algunos motoqueros o turistas de paso para sacar fotos de las ruinas entre las ovejas y cabras que andaban por la estación.

Los hermosos aljibes de las casas que quedaron en pie se herrumbraron y fueron cubiertos de enredaderas. Un árbol había crecido en lo que fuera la cocina de pisos relucientes de la confitería que delataba el tiempo del abandono. Hasta la campana de la capilla fue a parar al museo de América y el nombre de las tres calles principales ya no se leía. Las ocho manzanas del pueblo apenas resistían al embate del tiempo y de las cuarenta casas solo quedaba en pie el pequeño lugar donde vivía Rosalía. Parecía un pueblo fantasma, pero para ella no lo era. Allí subsistía, allí desafiaba la soledad.

Se avecinaban tiempos de inundación. Así decían en América y en todos los pueblos de la comarca. Había más previsión en esa época frente a las catástrofes. Alguien se acordó de Rosalía, la única habitante de San Mauricio. La que vivía con sus ocho perros. La gente la nombraba como “la loca de los perros” y se narraban historias de su vagar por el pueblo y sus treinta y nueve casas derruidas.

Días antes de la tormenta había pasado una patrulla rural que le avisó a Rosalía el pronóstico de tremendas tempestades. La mujer los ignoró y cuando insistieron los ahuyentó a los gritos e insultos sumados al ladrido de sus guardianes. A ella no la iban a sacar del pueblo.

Un sábado comenzó el aguacero. La tierra ya no absorbía el agua que precipitaba. La patrulla volvió a rescatarla. Ella no quiso saber nada, les dijo de aquí no me muevo. Ya pasé muchas y este es mi lugar. Luego salió corriendo con sus perros detrás. Los hombres quedaron asombrados de su actitud agresiva y turbada.

Fue un verdadero tornado, no una inundación. Cuando los policías volvieron a San Mauricio no encontraron a nadie. Rosalía se había esfumado. Sus hermanos la buscaron infructuosamente.

Se dice que en las noches de luna llena se escucha una voz quejumbrosa que aúlla de aquí no me sacan ni muerta junto a ladridos ensordecedores. Nunca más se la volvió a ver.

 

© Diana Durán, 7 de agosto de 2023

 

 

LA HISTORIA DE MARY SHOW Y SU AMIGO BALTAZAR

 


La verdadera Mary Show de los años 80

LA HISTORIA DE MARY SHOW Y SU AMIGO BALTAZAR

 

Mary había aprendido ventriloquía, magia y globología. Tenía habilidades especiales para esas prácticas. Los chicos la adoraban. Se disfrazaba de payasa, pero no cualquiera, sino de una muy elegante, casi una princesa, a la que agregaba una nariz roja y unos zapatones gigantes. Como maga hacía aparecer palomas y conejos de su blusa de brocato, además de cartas y pañuelos que surgían y desaparecían ante la fascinación de los niños. Transformaba los globos en perros, caracoles y monos bien flaquitos que entregaba a quienes cumplían alguna prenda ocurrente. El mayor atractivo de la función era el muñeco Baltazar quien relataba, en diálogo con Mary, cuentos y chistes, con su despeinado cabello rubio y vestido de frac negro, moño y galera rojos. Mary no movía ningún músculo de su cara. Esa era su destreza especial de animadora infantil. Los niños quedaban pasmados con las contestaciones de Baltazar. No, Mary, te equivocás, a mí no me gusta ir a la escuela, y sí sacarme uno en todas las pruebas. Sí, sí, eso es lo mejor, y los chicos se reían a carcajadas. ¿Te gusta ir a la playa, Baltazar?, le preguntaba Mary. No, no me gusta mojarme porque arruino el frac y, además, se puede quemar mi cara de papel maché al sol. ¿Entonces qué es lo que te gusta, Baltazar? Nada, solo quiero dormir y dormir, y se tiraba bostezando ruidosamente sobre el regazo de Mary como si fuera a acostarse. Luego de golpe se levantaba y decía con voz ronca. Me guuuustaaaan estos chiiiiicos, acercándose a ellos de golpe lo que los hacía asustar y reír.

Ese fin de semana le tocaban cuatro cumpleaños, dos el sábado y dos el domingo. Era un trabajo intenso de traslados, desarmar la valija de magia y la de Baltazar, pero no se amilanaba.

El sábado a la mañana Mary concurrió a Boulogne donde se festejaba en una casa sencilla el cumpleaños de una niña de siete años. Todo transcurrió como lo tenía planeado animando a unos pocos niños en el patio soleado. A la tarde el festejo fue en un pequeño departamento de Villa del Parque para las mellizas a quienes celebraba desde los cinco años. Las niñas adoraban a Mary que se esforzaba en cambiar el show para no repetir, intercambiando palomas por conejos cumple tras cumple. Baltazar siempre lograba animar la fiesta recordando cada uno de los nombres de los invitados. Me parece que este año todos han crecido tanto que parecen obeliscos o tal vez jirafas. Los chicos se reían mucho de tan simples ocurrencias. Mary terminó el día cansada pero complacida.

El domingo a la mañana se había comprometido con un merendero de Ciudad Oculta en Villa Lugano. Ocasionalmente hacía algunas presentaciones solidarias. Había tratado con un comedor popular donde eran inefables las caritas felices de esos niños que nunca habían visto un muñeco que hablara. No importaba que el viejo salón estuviera adornado con simples guirnaldas de papel crepé y la merienda consistiera en vasitos de cocoa y porciones de torta servidas en una vieja fuente de loza. Se esmeró más que nunca en hacerlos reír de Baltazar y sus expresiones. ¿Qué te parece este cumpleaños?, le preguntó finalmente Mary, ahhhh, es maravilloso, maravilloso, le contestó. Nunca he visto una fiesta tan divertida y niños máaaaaaaaasssssss lindos, agregó Baltazar con voz cantarina y graciosa. Mary se sintió plena luego del festejo.  

A la tarde subió todos los bártulos al auto y se encaminó a un country camino a La Plata. Le iban a pagar muy bien por la animación de un cumpleaños compartido entre varios niños de seis años. Luego de un largo viaje por la autopista colmada, pasó por varias revisiones y esperas en el puesto de vigilancia de la entrada donde le abrieron con fastidio las valijas y la inspeccionaron como si fuera una potencial delincuente.

Finalmente llegó al Club House donde se hacían los cumpleaños en el que se encontró con un conjunto abigarrado de personajes de dibujos animados, princesas y superhéroes. Estaban la Sirenita, Aladdín, Frozzen, el Rey León, Peppa, muñecos de Toy Story, el Hombre Araña y el Capitán América. Todo revuelto en un griterío infernal de magia, burbujas, colchones inflables, luces, música ruidosa, muchachas disfrazadas que maquillaban a las niñas y chicos que corrían por todas partes. Mary no sabía quiénes cumplían años hasta que dio con la madre que la había contratado. Esta la trató con bastante desgano en medio del bochinche guiándola hacia el escenario preparado para su actuación. No lograban reunir a los chicos confundidos en medio de tanto alboroto. Después de un rato Mary pudo sentar a algunos y decidió sacar a Baltazar de la valija. Los niños no atendieron durante la pequeña función y más bien se burlaron del muñeco atraídos mucho más por los personajes de moda. Qué muñeco más tonto, no es famoso, dijo uno de los cumpleañeros y otro le respondió, es que nadie lo conoce, es viejo y feo. La animadora concluyó rápido la presentación y ni siquiera sacó las palomas. Se fue sin cobrar y llegó a su casa exhausta.

Esa noche Mary tuvo pesadillas horribles en las que princesas y superhéroes se peleaban hasta yacer moribundos. Estremecida se despertó al escuchar cómo lloraba desconsolado su querido Baltazar quien le comunicó entre lágrimas. Amiga, esto ya no es para mí. Me quiero jubilar. Estoy acabado. Soy un mal muñeco. Ya nunca volveré a actuar en Mary Show.

 

© Diana Durán. 31 de julio de 2023

PINCELADAS

 


Pinceladas

De chica era flaquita, muy flaquita. No solo porque comía poco sino porque mi contextura era así, esmirriada, débil, mis huesos frágiles, tanto que a veces me doblaba como un junco por el viento. En realidad, yo era la “Alicia” de Modigliani, una niña que trasmitía esa calma que produce ver la cara oval, los ojos rasgados, el estrecho cuello y el largo cabello. A pesar de ser una pintura, nadie se daba cuenta. Iba al colegio en París donde no era muy apreciada. Solo me destacaba en dibujo, lo hacía bien, pero mis temas eran monótonos. Lo único que sabía crear eran señoras parecidas.

Mi historia, más allá de la flacura, fue como la de cualquier niña. Me gustaba jugar a las muñecas, ir a la plaza en Montmartre, juntar flores, pero los niños me dejaban de lado y se mofaban de mí. Pensé que era por mi delgadez, entonces empecé a comer y comer. Comí todo lo que encontré a mi alcance en alacenas y heladeras. Golosinas, galletitas, cualquier tipo de dulces. Ya no fui más a la Place du Tertre donde algunos artistas llegaron a retratarme, ni tampoco al colegio. Me quedaba en casa porque no podía dejar de engullir. A los quince años pesaba ochenta kilos. Seguí engordando más y más. Ya no era una chica, había crecido, había dado el salto de niña a mujer.

Entonces dejé de ser la Alicia de Modigliani y me convertí en una gruesa y robusta mujer de Botero. Me fui a vivir a Colombia. Otro mundo, música, danza, colores, diversidad. Cambié muchas veces de aspecto. Fui una Mona Lisa, una bailarina en un bar, una campesina, una madre con su hijo y muchas mujeres más. Todas gordas que representaban la violencia, la religión, la política, pero también la vida cotidiana. Pude visitar una plaza en Medellín y vi unas esculturas que se me parecían. Muchos paseantes las admiraban. Me sentí feliz de que las estatuas le gustaran a la gente.

Sin embargo, sabía que, a pesar de admirarme, nadie sentiría amor por mí con esa figura voluminosa. Me refugié por un tiempo en la religión, hasta novicia quise ser, pero lo deseché.

Quería ser libre y bella. Anduve por muchos tiempos y lugares en búsqueda de mi identidad y logré encontrarla en una mujer con sombrilla, la de Monet. Desde entonces fui “Camille”, feliz como ninguna en un prado florido contra un cielo celeste y blanco, mi pollera ondulante por la brisa.

Una dama, ni gorda ni delgada, al aire libre con mi pequeño hijo a quien cuidé por siempre.

 

© Diana Durán, 24 de julio de 2023

 

 

 

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

 


Cerca de San José del Boquerón. Street View

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

Conocí a los Chayle como maestra de los gurises en San José del Boquerón. Un pequeño caserío a la vera de la ruta cuatro y del Salado, el buen río que fertiliza el desierto. Su rancho estaba rodeado de postes retorcidos de chañar. Les daba reparo un algarrobo y un quebracho. En verano se morían de calor, ni a la sombra se podía estar.

Cuando los Chayle se amañaron se fueron a vivir con sus padres. Tuvieron muchos hijos. Uno por año, pó. Hasta seis. Yo, la mayor de todos, la “mayora”, contaba Suyay.

Tenían huerta, corral para las cabras, gallinero y dos perros. Había vizcachas, osos hormigueros, algún tatú carreta y hasta de noche relucían los ojos brillantes del gato montés. Suyay no les tenía miedo porque eran de su tierra. Son mis animales, ia sabes, me contó sin dudar. Vos tienes también. Es la pacha que nos da todito.

Había diez bocas para alimentar, pero se podía vivir entre lo que ganaba el abuelo, las changas del padre, los tejidos de la abuela, la huerta y las cabras. El abuelo siempre había trabajado de carbonero en los hornos de leña. Oficio duro si los hay que le arruinó el pulmón. El carbón no perdona como a tantos otros en el pueblo.

Éramos pobres, pero nos alegraban, qué no, el mate, el pan casero, las empanadas. Levantábamos polvaderal bailando chacarera. A mí me gustaba el telar. Íbamos al colegio los tres changos mayores y yo. Los otros, todavía wawas. Cuando el viejo se murió machao, la plata empezó a faltar fiero. Pasábamos hambre.

La niña me relató con tristeza que los padres decidieron trabajar en la cosecha de la cebolla en fincas cercanas a la ciudad de Santiago del Estero. Al poco tiempo buscaron plantaciones más distantes. Entonces empezaron las desgracias. Los más grandes tuvieron que dejar el colegio para seguirlos. A mí me gustaba mucho estudiar, qué no. Ia sabe, maestra. La abuela se quedó con los gurises. Cuando no alcanzó con la cebolla fuimos a levantar la cosecha del melón y el zapallo. Hacía mucho calor, pues, mientras trabajábamos al sol, más que cuando nos mandaban a siestear. A veces volvíamos moretoneaos de arrancar los frutos.

Empezaron a recorrer otras provincias. De mayo a setiembre se iban a la zafra de la caña de azúcar en Tucumán. Esa sí que era brava porque había ratas y víboras que podían lastimarlos. La cintura les quedaba rota de apilar la caña y recogerla para llevarla al ingenio. A otros alumnos les había pasado lo mismo y desertaban de la escuela.

Io tenía vergüenza de hacer ese laburo. No me gustaba que los changos me miraran. Mi padre ordenaba viajar, íbamos como animales en camiones viejos. Hasta llegamos a Río Negro para recoger la manzana y la pera. Recién volvíamos en noviembre a las casas. Un día supe que nos decían trabajadores golondrinas. Felices las golondrinas que hay de estar volando.

Les hablé a mis padres. Les dije que no aguantaba más, me quería ir. Tenía dieciocho. Ellos me dijeron que sí. Una boca menos pa comer. Como yo no era floja y sabía tejer, en Santiago del Estero lo hice para una señora que tenía negocio, además les cuidaba a los gurises y cocinaba. Me cansé de tanto fregar pa los demás y me fui de la provincia en busca de otra vida. Achalay que tenía sueños. 

Supe por sus padres que Suyay se había ido a Mar del Plata. La había visto en la televisión de la casa donde trabajaba. El mar, la gente en la playa. Anduvo por todos lados. Le costaba encontrar un trabajo digno porque no tenía ni el primario. Terminó de nuevo cosechando. Esta vez papas en el cinturón hortícola marplatense. Al poco tiempo tenía las manos ajadas, el cuerpo encorvado, la cara arrugada, el cabello seco. Por desgracia un contratista sin escrúpulos fue quien la llevó a vivir sin agua, sin luz y hacinada en unos establos sucios hasta que la policía los allanó y rescataron a los jornaleros esclavizados.

Así vivió Suyay hasta los veinte. Suelen decir que los santiagueños son perezosos porque duermen la siesta. No saben de historias de migrantes, de trasiegos, de sumisión. La joven finalmente quiso regresar a sus pagos, aunque hubiera poco trabajo, aunque la soja arrasara bosques y pueblos como el de San José de Boquerón donde quedaba la mitad de las casas vacías. No le importaba. La tristeza la invadía, quería ver a su familia y sentirse protegida. Sus sueños se habían desvanecido.

¡Achalay, hoy he recibido el pasaje! Allá voy mi tierra querida. 

Ahora la tengo sentada en el aula para adultos y sé que la joven, tenaz como es, podrá encauzar su historia.

© Diana Durán, 17 de julio de 2023

UNA MAESTRA EN LA PUNA

 


Escuela en Mina Pirquitas

Una maestra en la Puna

 

    Vivir en la Puna es difícil, pero ser maestra aquí lo es mucho más. Todavía no sé cómo me animé. Esta fue tierra de aventureros, de buscadores de oro y crianceros de llamas, vicuñas y alpacas; luego de mineros, rudos y aguantadores. Hasta que llagaron las empresas extranjeras para explotar el estaño, la plata y el zinc. Historia de aperturas y cierres. De gente contra la gente.

    Yo nací en San Salvador de Jujuy donde viví hasta los veinte, me vine buscando mejorar mi sueldo por trabajar en una escuela rural. Total, más vacía no podía estar en la capital jujeña. Me quería alejar de mi familia, pero sobre todo de mi historia con Amaru. Éramos novios desde el colegio primario. Yo quería más libertad. Él me limitaba, me oprimía. El agobio de tener que casarme con él sin otro destino. Ahora estoy apartada a cuatrocientos kilómetros de la ciudad por caminos de montaña, lejos del colorido de la quebrada de Humahuaca y del verdor de las yungas. Me costó decidirme, pero un buen día logré el traslado.

    En Mina Pirquitas somos pocos, no más de seiscientos, y resistimos todo tipo de inclemencias. Pura roca rojiza y amarillenta rodea el pueblo cuyas casas espejan esos colores con la ardiente intensidad del sol que se refleja en los ladrillos resecos. Nos rodea una meseta que parece baja pero no lo es. La mina está pocos kilómetros. Es un conjunto yermo de oquedades de tono grisáceo en el suelo horadado a orillas del barranco. Una especie de embudo gigante de tierra arrancada a la Pacha. Hay que extraer inmensas cantidades de roca para alcanzar el mineral. A cielo abierto le dicen, yo le diría un tajo, una gran lastimadura en el suelo pétreo. Aquí suelen cambiar los dueños de la mina, pero la pobreza es la misma de siempre.

    Respiramos un aire enrarecido a cuatro mil metros de altura. Hay que aguantarlo y yo aprendí a hacerlo a fuerza de apunarme y mascar coca. Frío, mucho frío padecemos y hasta nevadas extremas en el invierno. Tanto que lastima la piel y no deja que nos calentemos ni siquiera al lado de la leña encendida. Por eso suelo irme al valle en las vacaciones.

    Esta es tierra de estaño y soledad[1] cantaba Mercedes Sosa, sin embargo, aquí no se libera la esperanza de los pueblos. Aquí todos saben de la contaminación del río Pirquitas, aguas abajo de la mina; del frío que tienen los chicos en la escuela. Ese que no los deja estudiar. La gente piensa que si se va la empresa perderán los trabajos. Volverán a pastorear o migrarán. En la mina se gana mucho más. Por eso aguantan, como sufro yo el aislamiento y la orfandad. Todo por unos pesos más.

    Siempre se habla del cierre de la mina y los hombres y unas pocas mujeres que allí trabajan están muy inquietos. Tienen conciencia de lo que vivimos con el agua. Pocos se deciden por los emprendimientos del cultivo de quinoa o el turismo como alternativa. Los mineros cortan la ruta 40 cuando se habla de clausurar la mina. No les importa la contaminación con metales pesados ni los desechos aguas abajo del río.

    Yo trabajo en la Escuela 83, la primaria. Me gusta mi labor, pero a veces me siento inútil como cuando no hay agua en el baño y no puedo dar clases. El termotanque no funciona y las temperaturas descienden hasta los 20° bajo cero. Ni pensar en agua caliente. Si hasta los arroyos se congelan y los cabellos de los chicos se escarchan si se mojan. En cambio, en las instalaciones de la mina tienen luz, agua y calefacción.

    Yo solo soy maestra de la escuela, pero tengo el deber de despertar las conciencias de lo que pasa a mis alumnos. Tienen que entender que es imposible rellenar esos profundos agujeros que destruyen la altiplanicie puneña. Entonces me siento inútil y me dan ganas de irme. De noche sueño con volver a mi casa.

    Llegué con todas mis ilusiones y mi fortaleza juvenil, pero me voy, me voy yendo, me vuelvo a los suburbios de Jujuy. A lo mejor todavía me espera Amaru.

© Diana Durán, 26 de junio de 2023



[1]Canción con todos” de Tejada Gómez (letra) y César Isella (música).



Así queda el terreno en la Mina Pirquitas

EN UN BANCO DE LA PLAZA

 


Plaza Belgrano. Punta Alta. Street View


EN UN BANCO DE LA PLAZA 

Se habían cruzado en la plaza del pueblo muchas veces durante la infancia. Jugaban a la mancha, subían a los altos toboganes y se mecían intrépidos en las hamacas como otros tantos chicos. Compartían caballos andantes en la calesita y se corrían unos a otros, saltando canteros floridos durante las tardes soleadas. No necesitaban saludarse, solo retozaban con otros niños en el mismo parque central. A veces intercambiaban miradas apresuradas mientras corrían.

Niñeces compartidas en esa manzana de arboledas añosas que surcaban las veredas de las que se desprendían diagonales hacia el punto central. Un monumento a la madre en una esquina, otro del bombero en la opuesta y uno en el centro de extraña forma piramidal dedicado a la bandera. A veces los niños recorrían juiciosos el camino central vestidos con sus delantales blancos y acompañados por los mayores. Lisa primorosa con zapatos relucientes y un gran moño azul que remataba su largo cabello azabache. Claudio algo descuidado como buen varón. Se miraban fugazmente y se reconocían aún sin hablar. Es la chica de la calesita y los juegos, pensaba él cuando la veía, sin agregar mayor descripción a sus pensamientos infantiles. La pequeña bajaba la cabeza y no lo saludaba porque era bastante vergonzosa.

Llegó la etapa adolescente durante la que coincidieron fugazmente en la plazoleta central. También en ferias artesanales y fiestas patrias. Como alumnos solían desfilar por la calle principal y se habían cruzado con regularidad en las desconcentraciones. En el quiosco de la esquina de Irigoyen y Brown se reunían los chicos y las chicas a la salida de la escuela. Sin embargo, no fueron compañeros de la secundaria. Lisa estudió en el Nacional, Claudio en un colegio parroquial. Tenían amigos en común, pero por alguna razón fortuita no frecuentaban los mismos asaltos y cumpleaños tan usuales en esa etapa.

Siguieron sus caminos. La juventud llegó para ambos. Él se fue a estudiar medicina a La Plata y se dedicó de lleno a recibirse. Ella siguió el profesorado en letras en su ciudad y se casó al terminar. Sus dos hijos no tardaron en llegar.

Una tarde templada y ventosa de primavera Lisa caminaba por la plaza. Estaba algo cansada de las tareas cotidianas y se sentó en un banco a reposar. Allí se sentía tranquila y podía recordar su infancia y adolescencia transcurridas en el mismo lugar. Sin embargo, estaba algo inquieta con su vida actual, en especial sobre la relación con su esposo. Sumida en sus pensamientos observó llegar a Claudio que según sabía se había recibido de médico y esporádicamente regresaba al pueblo. Él se sentó en el mismo banco. En un arranque de audacia ella le dijo, cómo estás, soy Lisa. Hace mucho que no te veía. Él la miró asombrado y reconoció en la bella joven a la niña y adolescente que había conocido. Hola, tanto tiempo, y como un eco respondió, sí, hace mucho que no nos veíamos. Iniciaron una conversación en la que narraron sus vidas sin demasiadas precisiones. En cambio, recordaron en detalle la calesita que todavía giraba desteñida y los juegos de madera algo deteriorados por el paso del tiempo. Juntos descubrieron las incontables veces que se habían encontrado sin reparar el uno en el otro. Se despidieron amigablemente con la esperanza tácita de volverse a ver. El sol se ocultó bañando de luces difusas el lugar. El viento había mermado.

Pasaron cinco años. Lisa transitaba una fuerte crisis matrimonial. Claudio continuaba soltero y se dedicaba a su profesión en La Plata. Regularmente volvía a su pueblo de visita familiar. Un cálido sábado estival enfiló hacia la plaza de siempre y otra vez descubrió a Lisa. Cuando ella lo divisó, un impulso urgente la llevó a sentarse en el “banco rojo”[1] recientemente inaugurado. Una situación muy dolorosa la había conducido al lugar. Él la miró extrañado y se acercó lento y tranquilo. Ella le relató con premura la terrible realidad que estaba viviendo como si fuera un amigo entrañable. Claudio la miró detenidamente y advirtió las marcas. Sin vacilar le habló suavemente y la convenció de acompañarla a la comisaría de la mujer. Aquella niña, adolescente y mujer presente en toda su vida lo necesitaba. Él podía ayudarla. Esta vez no fue indiferente. Lisa se dejó llevar.

 © Diana Durán, 12 de junio de 2023



[1] El banco rojo es un símbolo mundial de la lucha contra la violencia de género y los femicidios. Surgió como un proyecto cultural y pacífico de concientización, información y sensibilización que tiene el objetivo de visibilizar de una manera creativa y pacífica la problemática, además de informar a los vecinos sobre las líneas telefónicas a las cuales comunicarse, en caso de violencia de género.



El banco rojo de la Plaza Belgrano en Punta Alta, provincia de Buenos Aires.

RECUERDOS DE LA PLAZA DE LOS DOS CONGRESOS

 


Foto: Street View


Recuerdos de la Plaza de los Dos Congresos

 

La Plaza de los Dos Congresos. Urbana, extensa, arbolada y monumental. Km 0 del país, en realidad son tres plazas en una. La más significativa es la que está frente al edificio legislativo construida en honor a la Asamblea del año XIII y al Congreso de Tucumán.

El primer recuerdo que acude a mi mente es de mi infancia. Apenas tenía siete u ocho años cuando compraba a las vendedoras de maíz, estratégicamente ubicadas en bancos de cemento, aquellos cucuruchos rebosantes de semillas para atraer a las palomas. A veces, no me alcanzaban las monedas para comprarlos, entonces me regalaban un puñado de granos que cabían en mis manitos esperanzadas. Una gran satisfacción la de lograr que las aves las picaran al acercarse con disimulo a mi cuerpo inmóvil como el de una estatua. A veces no les daba de comer, sino que las corría divertida y ellas levantaban vuelo en un instante sin que las pudiera alcanzar. Siempre volvían a posarse en los mismos canteros. Era muy graciosas. También me llamaba la atención cuando alguna más grande (a quien había bautizado “palomón”) perseguía tenazmente a la elegida, más pequeña y grácil.

Evoco cruzar ese espacio histórico de noche y con mucha zozobra junto a mi padre para enterarnos qué sucedía en la Plaza de Mayo. Corría el año 1976 y parecía que iba a ocurrir un golpe de Estado a un gobierno democrático, el de Isabel Perón. A la mañana siguiente una junta militar asumió el poder dando paso a la dictadura más cruenta de la historia argentina.

Cuando fui madre por primera vez, en 1977, también paseé muchas veces por la plaza y lo que más recuerdo fue el orgullo sublime de recorrerla con mi beba, que tomaba sol en su cochecito azul bien arropada y volvía a casa pintada por unas pizcas de hollín en su tersa carita. Como madre enseguida la bañaba para despojarla de cualquier resto de posible contaminación.

A los veinte años, en 1981, desde lo alto de un edificio en el que trabajaba situado en la esquina de la Plaza ví pasar el cortejo fúnebre de un político, Ricardo Balbín. Lo viví como un hecho histórico. Recordé sus discursos elocuentes intentando la reconciliación entre fuerzas antagónicas, peronistas y radicales. Selectiva mi memoria en la que afloran determinados hechos y otros se olvidan…

Caminé infinitas veces por la Plaza de los Dos Congresos de ida y vuelta desde el colegio y la universidad a mi casa en el barrio de Monserrat. Siempre estuvo allí como un hito persistente de mi adolescencia y juventud.

También la recorrí de paso hacia la Plaza de Mayo en circunstancias en que Alfonsín pronunció la famosa frase “la casa está en orden” frente a un levantamiento carapintada. Recuerdo las corridas de las juventudes peronista y radical que competían por ocupar mayores espacios.

En 2001 la plaza quedó devastada por saqueos y desmanes y, viviendo en las cercanías, vi circular motoqueros que hacían un ruido atronador, además del tremendo estallido social que se produjo el 20 de diciembre. Impactaron esos hechos fuertemente en mi historia personal: pérdida del trabajo y la degradación de quien siempre lo había atesorado.

No he vuelto muchas veces más. El destino me llevó lejos de la Capital. Solo la he visto por televisión en días aciagos de nuestra historia reciente. No me gusta contemplarla como un campo de batalla. Es la Plaza de los Dos Congresos, única y significativa. En distintas circunstancias, continente de muchos hechos de mi vida.

© Diana Durán, 9 de marzo de 2023

LA MADRE, EL HIJO Y EL FÚTBOL

 


Canchita de fútbol en Ramos Mejía. Street View

La madre, el hijo y el fútbol

El sacrificio, los miedos y la compañía del hijo. Enfrentaba la vida con todas las fuerzas de una joven dispuesta y laboriosa. Ella y su soledad. Ella y su hijo. Ella y su trabajo. Ella y su suerte.

Se había mudado de la Capital a un suburbio del oeste para disminuir costos. Su hijo tenía un año. Era su sol, su norte, su fortaleza.

Vivían en una pequeña casa en las cercanías del centro comercial de Ramos Mejía. Abigarrado como toda la ciudad más allá de la General Paz, pero barrio al fin. Había plazas, verde, vecindad, buenos accesos. Paisaje urbano unido a la Capital, pero más sencillo, más económico y, sobre todo, más residencial.

Antonella recorría el vecindario con una bolsa llena de ropa para vender en los tortuosos caminos que había aprendido a dominar como la palma de su mano. No era un trabajo formal sino una actividad a pulmón con la que pagaba todas las cuentas y la manutención de la pequeña familia. Circulaba en bicicleta con el niño, casi un bebé, a cuestas. Vaya a saber cómo lograba el equilibrio necesario, sorteando perros, pozos y charcos por las calles de tierra en un radio que llegaba a los límites con San Justo y Ciudadela. Había logrado contar como clientas a muchas mujeres que la apreciaban. Simpatía y solidaridad de género. El padre del niño había quedado muy lejos, en las antípodas. Ella no se amilanaba. Había adquirido una fuerza superior para sostener a su hijo. Su familia la apoyaba, aunque residía en el centro capitalino. El día a día lo enfrentaba junto a su hijo, sin traumas, excepto por el miedo de que tuviera alguna enfermedad. Cuando sucedía, iba a la guardia del hospital y suspendía toda actividad hasta verlo mejor. A la noche, se abrazaba a su retoño y dormía con él.

Desde el año, cuando aprendió a caminar, Martín jugaba a la pelota con su madre. Ante el menor reclamo ella estaba allí para atajar, rematar y gambetear. Con ese chiquito cuya cara feliz la animaba a dejar lo que fuera para acompañarlo. Sus piernitas se fortalecieron con la zapatilla, una especie de triciclo con el que daba mil vueltas a la manzana a toda velocidad sorprendiendo a los habituales vecinos. Primera infancia de esfuerzo y dedicación absolutas. Nada para ella. Su vida consagrada al hijo.

A los seis el pequeño se repartía entre el colegio y la práctica de fútbol en una escuelita de barrio. Antonella también jugaba en un club local. Siempre recordaba la afinidad con su hermano adolescente comentando los partidos que escuchaban en la radio cuyos goles marcaban con toda prolijidad en el diario dominical. Ahora lo tenía lejos físicamente, pero cercano al corazón.

De adolescente Antonella había sido una diablilla graciosa. Jugaba a todo lo que practicaban los varones, las figuritas, los autitos, la Player y, por supuesto, al fútbol. Por eso no le costaba acompañar el crecimiento lúdico y deportivo de su hijo. Los mismos juegos, los mismos intereses aggiornados con el correr de los años.

El primer partido oficial de Martín fue en una cancha polvorienta cercana a la estación de tren. Sin un solo cuadro de césped, Martín inició su práctica continua, entre el olor a hamburguesas y la presencia saltarina de los perros callejeros interviniendo en las jugadas. Él estaba feliz, iluminado por una sonrisa franca, la cara redonda y animada, bronceada por el sol, orgulloso de su camiseta recién comprada. Siempre ante la presencia de su mamá.

Dos años después comenzó la fase en la que pudo entrar a la Rabona Fútbol Club de Ramos. Fue en “la 2010”, porque ese era el año de su nacimiento. La felicidad de su madre al contemplar el carnet. La escuelita de fútbol. El rostro colmado de satisfacción al final de los partidos ganados, la decepción en las derrotas, la algarabía de meter un tanto. Hoy hice un pase de gol, mami, viste. Hoy me adelanté y se la pateé perfecto al centro delantero. Cada vez que hacía un tanto, Martín miraba a la tribuna señalando con el brazo extendido donde estaba su madre como si fuera un jugador profesional. El consabido chori del almuerzo después del partido. Los viajes en micro a partidos de la zona para competir fueron un regocijo para ambos. Las medallas y los pequeños trofeos empezaron a invadir su dormitorio. Antonella se preocupaba por equilibrar su dedicación al juego con las tareas escolares. Quería que el deporte fuera un suplemento de su formación, aunque no siempre lograba el mismo interés. Ella no había sido una alumna dedicada y ahora debía lidiar con la falta de una profesión que le diera un pasar mejor. No quería eso para su hijo.

Por esas épocas, el fútbol femenino se había afianzado, entonces él acompañaba a su madre más que feliz. Mami juega a la redonda como yo, comentaba en la escuela orgulloso. Unión que los estrechaba y los fusionaba. Inquebrantables.

Antonella había crecido también en un barrio tranquilo, entre cortadas y baldíos. Jugaba con los varones en la calle. Nadie la discriminaba. Practicó en el equipo de niños del colegio hasta que fue una adolescente. Entonces no la aceptaron más. Todavía el fútbol de mujeres no se había desarrollado, ellas se dedicaban al hockey. Estaba mal visto jugar al fútbol. Pero a la niña no le importaba. Se sentía feliz y no producía ningún rechazo en sus compañeros.

Abandonó el fútbol durante algunos años hasta que en Ramos pudo retomarlo. La práctica femenina comenzaba a abrirse camino. Jugaba en cualquier puesto. Era mayor que sus compañeras, pero siempre le ponía garra. Se la transmitió a su hijito. Mientras ella entrenaba, él peloteaba al lado de la cancha estudiando las jugadas de las mujeres.

Vivían en un departamento de pasillo, con un pequeño patio. Allí creció los primeros años, allí aprendió a jugar, en el corredor y en ese cuadrado íntimo solo compartido por ambos. Sus piernas curtidas por el amor al fútbol no dejaban una pelota sin patear. ¿Puedo ir con vos?, era la frase más repetida. La acompañó por años a jugar hasta que los papeles cambiaron y ella lo hizo con él.

La lucha de la madre por acompañar a su hijo fue indecible. Primero a todos los entrenamientos y juegos cuando era pequeño. Luego, solo los domingos a los partidos porque él, ya adolescente, recorría los itinerarios que conducían al club en bicicleta para la práctica. No había peligro. Él conocía la vecindad y saludaba a todos con el brazo en alto como en los partidos. Juntos se acompañaron, se divirtieron, diría que hasta crecieron a la par.

Cuando fue grande, Martín no se convirtió en un futbolista. Estudió y se recibió de abogado. Siguió jugando, pero como un pasamiento más. Sin embargo, esas horas, esos días que compartió con Antonella su gran pasión futbolera lo marcaron en carácter, temple y valores. 

Ya casado Martín concurre con sus hijos a ver partidos domingueros. A veces graba alguna buena jugada con el celular y se la envía a su querida vieja. Acompaña el filme con una gran sonrisa junto al gesto del brazo en alto que alude al recuerdo de una dupla indestructible que no relegará jamás.

 

 © Diana Durán, 15 de diciembre de 2022

EL SUR

Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024 EL SUR Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él ...