Isla de los Pájaros. Península Valdés. Chubut
Un viaje decisivo a la Patagonia
Elegir
una carrera universitaria y concretar el viaje eran desafíos para nuestros
cortos dieciocho años.
Yo
quería hacer todo a la vez. Recién terminado el secundario seguiría arquitectura. Mis padres insistían que estudiara economía. Una tan artística
y deseada; la otra ligada a la posibilidad de trabajar con mi padre. Futuro
asegurado. Estudiaba los planes de estudio, aunque no me resultaba tan arduo decidir.
La arquitectura implicaría diseñar hasta que la obra quedara tal como la había
proyectado. Sabía que ambas eran formaciones que llevarían años, pero una significaría
empezar desde cero en la profesión, mientras que en el otro caso recibiría gran
ayuda familiar. Me imaginaba en el estudio de papá ocupándome de empresas y
presupuestos. De solo pensarlo sentía apatía y desazón.
Mientras
tanto estaba pendiente el plan organizado con Horacio. Habíamos ideado durante
un año que cuando termináramos el secundario viajaríamos al sur. Sería un
periplo por las costas marítimas y la ruta cuarenta de la Patagonia. Yo lo
había diseñado con esmero consultando mapas, guías turísticas y enciclopedias.
No había dejado un pueblo sin investigar. Ese era nuestro objetivo, nuestro mayor
anhelo. No queríamos viajes de egresados inútiles como algunos de nuestros compañeros.
El dinero lo teníamos. Eran nuestros ahorros y nos lo merecíamos. Ninguno de
los dos se había llevado materias. Habíamos estudiado mucho durante quinto año del
colegio que compartíamos.
Horacio
dudaba ir al viaje. Su familia lo obligaba a tomar una resolución y a estudiar para el
examen de ingreso. Él no tenía claro qué iba a hacer.
Llegué
a imaginar que si no me acompañaba terminaría nuestro noviazgo de los
quince a los dieciocho años. Después me arrepentía al pensar que él había sido
mi compinche durante toda la secundaria, mi compañero, mi amigo y, sobre todo, mi primer novio. Sin embargo, me parecía que alguien minaba esas ganas de emprender un
proyecto juntos. Especulaba que él iba a seguir los dictados familiares de estudiar
abogacía. Especialmente, de la madre. Se frustraría la notable capacidad de lectura y escritura que yo admiraba. Esa
de la que me había enamorado a través de las novelas que me recomendaba leer y de
las poesías amorosas que me dedicaba. Bien podía seguir la licenciatura en
letras o la carrera de periodismo, pero a su familia le parecían poca cosa y lo
empujaban a elegir derecho para trabajar en el estudio de su padre. Ambos en la
misma situación frente a nuestros padres, pero nada más ajeno en mi caso a los
deseos de libertad.
Logré
convencerlo a regañadientes utilizando toda la seducción posible. Nos fuimos al
sur contra viento y marea. Yo estaba admirada de nuestra rebeldía.
Empezamos
el camino en micro desde Bahía Blanca donde residíamos. Viajamos por la ruta
tres percibiendo la aridez patagónica, los suelos yermos, la vegetación
esporádica y arbustiva, las lagunas salitrosas y rosadas en sus bordes por una incalculable
cantidad de flamencos. Así llegamos a la inmensidad del Mar Argentino en Puerto
Madryn, la célebre ciudad de las ballenas. No era tiempo de verlas, pero sí de
ir a Península Valdés donde descubrimos las aves apostadas en el guano de la
Isla de los Pájaros y los lobos y elefantes marinos echados en sus plataformas
acantiladas. Disfrutamos, enamorados, dos días únicos. Hasta ese momento nos
sentíamos unidos por la aventura, seguros de nuestras decisiones. Reímos y
gozamos como nunca. Fueron los mejores momentos de nuestra relación desde que
había comenzado hacía tres años. Me cuidaba, me completaba, era un compañero ideal.
Decidimos
emprender la travesía de cruzar la meseta hasta Esquel. Optamos por viajar a
dedo porque queríamos conocer la geología ruinosa del Valle de Los Altares en
vez de recorrer sin puntos intermedios los seiscientos kilómetros que distaban hasta
la cordillera. Sabíamos de la soledad y aspereza del camino, pero no nos
importaba. Éramos amantes de los paisajes patagónicos. Paramos en el motel del
Automóvil Club de Los Altares. Allí comenzó la letanía, en el lugar menos
esperado. Horacio no pudo olvidar sus próximas opciones universitarias. No
estaba dispuesto como yo a disfrutar del cielo estrellado o a hablar de naderías como frente al mar.
Repetía una y mil veces que quería asegurarse el futuro siguiendo abogacía y,
luego a los pocos minutos decía que en realidad lo que más le gustaba era literatura. Su desconcierto
empezó a cansarme. Yo trataba de desviar la conversación. No lo lograba, él volvía
a los temas repetitivos. María, hablemos un poco de nuestras próximas
decisiones. Dudo entre dos carreras. Es algo muy importante para mí, me
decía. Ya lo sé, Horacio, pero intentemos disfrutar de este presente
inolvidable, le respondía mientras revisaba entusiasmada la cartografía de
la próxima etapa.
Al
día siguiente llegamos a Paso de los Indios, un pueblito planificado y construido
con la estructura de un hexágono, de poco más de mil habitantes. Los
exploradores lo describieron como un manantial, “un rayo de luz en la nada
misma”. Su historia nos atrajo como para quedarnos. En ese lugar desértico y
aislado, tan atractivo por sus cuentos de herrerías y rifleros conseguimos una
pequeña posada muy romántica. Pensé que en ese entorno recuperaríamos la
relación. En vez de gozar a mi lado, Horacio continuó la discusión del día
anterior. Nuestra relación era tan árida como el mismísimo desierto en que nos
encontrábamos. Yo casi no lo escuchaba. Mi preocupación estaba en la próxima
etapa, la esperada llegada a la zona andina.
El
sinuoso acceso a Esquel fue maravilloso. Aprecié al fondo de la ruta la
cordillera nevada, primero entre álamos y pinos; luego adentrándonos en el
exuberante bosque andino patagónico. El desierto se había transformado en una
sinfonía de verdes cuando atravesamos la casilla de piedra que cruzaba la
entrada a la ciudad. Los carteles de venta de cerezas y frutillas se
entreveraban con los avisos de posibilidad de incendios. Rara combinación que me
fascinó en esos paisajes sureños. Una localidad turística de más de treinta mil
habitantes. Allí la discusión recrudeció. Yo ya no quería pensar en carreras y expuse una odiosa sentencia. O nos centramos en el viaje o cada uno sigue por su
lado, le dije desafiante. Es que son temas muy trascendentes, me
quitan el sueño y me impiden disfrutar del viaje, María, me contestó
angustiado. Ese día nos dormimos sin más comentarios. Un abismo se abría en la
relación. Nada que no hubiera estado ya presente. Yo suplía la frustración interesándome
más y más por lo que me rodeaba. Me llevaba folletos y guías de cada lugar para
seguir aprendiendo sobre lo que veía y tomaba notas en mi libreta de viajera.
Desde Esquel continuamos al Bolsón, la
famosa “Comarca Andina del paralelo cuarenta y dos”. Tierra de artesanos emplazada
en el valle del cordón del Piltriquitrón que significa colgado de las nubes.
Así estábamos. Entre los nubarrones de una relación que se iba extinguiendo. Casi
no nos hablábamos, cada uno rumiaba sus pensamientos.
Seguimos
a Bariloche, territorio que ambos conocíamos. Habíamos viajado de vacaciones
con nuestras respectivas familias. Pensé en la influencia que tenía la madre de
Horacio sobre su personalidad. La maldije. Nos mantuvimos mudos y patéticos a
esa altura del partido.
Seguimos
por el camino de los Siete Lagos a San Martín de los Andes. En medio del esplendor
paisajístico de vestigios glaciarios y lagos encajonados en las montañas ya no
nos aguantábamos más. Del silencio que nos oprimía culminamos en disputas irreconciliables.
Yo porfiada en disfrutar del viaje me sumergía en la búsqueda de libros locales
y relatos de guardaparques, guías de turismo y escritores locales. Horacio, ausente de toda
ausencia, me ignoraba y se comunicaba con Bahía Blanca para averiguar todo lo
relativo a su ingreso universitario.
Finalmente,
cada uno volvió por su lado. Él se tomó un micro directo a la ciudad. Yo, en
cambio, opté por viajar con lentitud por el rosario urbano del valle del río
Negro para conocer cada localidad frutícola, muy entusiasmada con los
contrastes regionales.
En
marzo decidí estudiar geografía. Lo hice sin duda a raíz del viaje por
territorios patagónicos. Ni arquitectura, ni economía. Había encontrado mi
vocación. No estaba triste por el fracaso del noviazgo, sino esperanzada en el futuro. Horacio siguió derecho según los dictámenes de su familia. Me enteré por amigos comunes.
Nos hemos cruzado en las calles de Bahía Blanca alguna vez.
©
Diana Durán, 27 de noviembre de 2023