Embotellamiento en la ruta 22. La Super Digital
NUEVOS RUMBOS, AL SUR
Ambos queríamos un cambio. Otra
gente, otros ambientes, otros lugares. Nuevos rumbos.
Mi situación laboral era
pésima. Había perdido el trabajo en la Secretaría de Cultura del municipio
durante 2002 y no había visos de nuevos puestos. Tiempos difíciles para todos.
La política, la sociedad y la economía no daban tregua. Yo sólo tenía unos
pocos alumnos particulares de inglés. Escasos y pagaban unos pesos. Nico
conservaba su lugar a costa de permanentes conflictos que lo sometían a un gran
estrés.
Lo conversamos mucho. Éramos
jóvenes, no teníamos hijos y comenzamos a pensar en irnos al sur, hacia alguna
localidad patagónica cordillerana. Para ello, la única posibilidad concreta era
que él consiguiera el traslado de su puesto administrativo a una sucursal de la
empresa pública a una local. Nada fácil porque había que viajar a General Roca,
cabecera provincial del ente donde trabajaba. Una vez que él estuviera
acomodado, yo estaría en condiciones de salir a buscar un trabajo más rentable.
Hasta podía ser un microemprendimiento. Decidimos jugarnos...
Le pedimos el auto al padre de
Nico que era a gas y por lo tanto más económico y salimos de casa una
madrugada, previa solicitud del día. Así comenzó nuestro trasiego de 500 km
desde Bahía Blanca a General Roca y otros tantos de vuelta, sumado al tiempo
que durara la entrevista pautada. Pasamos por Médanos, Algarrobo y Río
Colorado, pequeñas localidades en las que se advertía la atmósfera patagónica,
su aridez y despoblamiento. Luego de la interminable recta que se extiende
hacia el cruce del río Colorado que nos refrescó con sus anchurosas aguas
llegamos a Choele Choel. Parecía la capital del desierto. Allí vimos esas matas
redondas y espinosas de cardos rusos que cruzaban la ruta como fantasmales
ovillos arrastrados por el viento que arreciaba. Habíamos ingresado a la
Patagonia.
Comenzaron los problemas. Para
cargar gas -decidimos usarlo para mantener nuestros magros recursos-, había que
presentar unos papeles que no teníamos por lo cual casi se frustra el viaje.
Tras muchas idas y vueltas, llamadas y mensajes conseguimos que el padre enviara
un fax con la documentación requerida. Enseguida caímos en cuenta de que nos
veían como forasteros. Desconfiaban de nosotros. Cargamos el ansiado gas y continuamos
el camino atravesando un rosario de pequeñas ciudades a la vera de la ruta 22.
Se sucedieron Chimpay, Chelforó e Ingeniero Huergo alternando el pródigo valle
con la arisca meseta. Comenzaron a aparecer las plantaciones frutales. Un
espectáculo multicolor.
Estábamos muy esperanzados. A
las doce y cuarto llegamos a General Roca a tiempo para que Nico se presentara
ante la gerente luego de cambiarse en el auto la remera por camisa y corbata.
Mientras tanto, yo me quedé en el Renault, estacionado junto a una plaza bien arbolada,
aunque el calor arreciaba. Luego de dos horas apareció con una gran sonrisa y
me abrazó, seguro del éxito obtenido. Solo faltaba el acto administrativo de
traslado para concretar nuestra ida al sur. Había que planear lo que
significaría vivir en tierras frías: vestimenta apropiada, alquiler de una
casita o departamento, cadenas para el auto y demás pertrechos. Éramos un
cúmulo de felicidad sentados en la plaza hablando de nuestra buena suerte
mientras comíamos unos sándwiches caseros. Pero había que emprender la vuelta
hacia Bahía para que no se hiciera de noche.
En las cercanías de Villa
Regina el tránsito comenzó a congestionarse. Era una fila interminable de
autos, camiones y micros varados por un corte de ruta de los quinteros, según
la radio local, apremiados por el bajo precio de las peras y manzanas. Parecía
que estábamos viviendo el cuento de Cortázar[1], si
bien todavía nos duraba el buen humor por el éxito obtenido en Roca. Al cabo de
una hora y media la fila se empezó a mover al principio muy lentamente, luego
con la rapidez y locura de las rutas argentinas. Polvo que impedía ver, autos
zigzagueantes, camiones a velocidades prohibidas, riesgosas maniobras.
En Chelforó se nos pinchó una
goma. Ya atardecía. Nuestro ánimo sumado al cansancio comenzó a irritarse.
Restaban más de cuatrocientos kilómetros para llegar a destino. Nico, cansado
de las peripecias la cambió, pero decidió continuar sin buscar gomería.
Estábamos sin auxilio para el resto del camino. Faltaban las rectas
interminables entre Choele Choel y Río Colorado y la otra hasta Médanos. El
cansancio hacía que Nico disminuyera la velocidad a niveles de que el camino se
hacía interminable. Seguimos. Nada ni nadie debería tronchar nuestro viaje.
Apenas pasamos Médanos se
sumaron al trasiego, desde la ruta 3, los camiones que iban a Bahía desde el
sur. Nunca vimos tantos vehículos, un verdadero cuello de botella imposible de
evitar. El tránsito se tornó otra vez lento y, a su vez, peligroso. Pasar cada
camión era una suerte de ruleta rusa. El auto recalentaba. Nosotros, agotados.
Cuando llegamos a Bahía Blanca,
cerca de las tres de la mañana, sabiendo que él tenía que ir a trabajar en
pocas horas, había terminado con nuestra paciencia. Ni nos hablamos y creo que
olvidamos el logro obtenido.
Así fue como la idea de vivir
en el sur quedó archivada hasta que superáramos ese viaje infernal. En
realidad, no volvimos a hablar del tema y Nico pausó su trámite de traslado. Finalmente,
la partida quedó guardada en el cajón de los recuerdos.
[1] “La autopista del sur”
es cuento del escritor argentino Julio Cortázar, publicado junto a otros en el
libro “Todos los fuegos el fuego”. En este relato reaparece el viaje como tema
al igual que en otras obras de Cortázar como Rayuela y Los premios.
© Diana Durán, 31 de marzo de 2023