CATRIEL, EL ARRIERO

 


Foto: INTA informa. 2013

Catriel, el arriero

Mis chivos están todos, ciento noventa y seis, los conté muy bien. Cola Larga y Manchado, los mantuvieron juntos cuando alguno se separaba del resto o subía al cerro. Quiero llegar al mallín antes de que anochezca para hacer el fuego y poder descansar hasta que salga el sol. La ruta 43 se pone fea cuando los autos no respetan al hombre de a caballo. Antes no pasaba nadie, pero ahora hay muchos turistas que no consideran nuestro trabajo. Estoy cansado, vengo de arrear cerca de Chile, en Pichi Neuquén. Fue un año duro. Mucha seca. Costó encontrar pastos tiernos. Todavía tengo que pasar por Manzano Amargo, Varvarco, y las Ovejas para llegar a Andacollo. Cien kilómetros de montaña a caballo y arreando. Me acompaña solo el Mario a quien le pago bien. No puedo protestar porque es lo que me gusta hacer. El ganado es mío y los dos ranchos también. No me quejo. Más no puedo pedir. Así cavilaba el arriero.

Catriel había nacido en las tierras más desoladas del Neuquén. Si bien los paisajes son únicos, mezcla de roca volcánica, amarillos de la estepa y cielos pintados, están alejados de lugares turísticos como San Martín de los Andes o Villa La Angostura. Su cuna era Andacollo, a orillas del río Neuquén que aguas abajo se une con el Limay para formar los solares pródigos y pujantes del Alto Valle del Río Negro. Se trata de un pueblo donde viven solo tres mil habitantes. Tierra de crianceros, de hombres rudos y solitarios que llevaban sus cabras a la veranada, montaña arriba, en la búsqueda de pastos tiernos. Interminables trasiegos. Durante el invierno, en cambio, bajaban de los cerros a los campos de invernada donde pastaban en los bajos y se engordaban para la venta.

Catriel tenía cuarenta años, pero su aspecto era el de un hombre mayor. El cabello reseco, el rostro ajado y los ojos hundidos. La rudeza de su vida y el clima seco y ventoso lo habían envejecido antes de tiempo. Sin embargo, su vitalidad estaba intacta. Este criancero de ley podría haber sido minero de pirca a pico y pala, pero en cambio siempre quiso estar libre, solo, sin ninguna atadura y en contacto con la naturaleza. No necesitaba ni de su propia mujer. Ella sabía esperarlo y criaba bien a sus dos hijos. Ese era el trabajo de una compañera. Catriel conocía como la palma de su mano el camino a sus dos ranchos. Uno en la veranada, arriba, a 1400 metros de altura; el otro de invernada en las afueras de Andacollo. Allí vivía la Silvia, su mujer, con Pedrito y Juani. Él era el único dueño de “las casas” y de su ganado. Orgulloso de sus posesiones.

Aprendió el oficio del padre quien murió joven bajo un alud, por lo que Catriel aprendió el trabajo a la fuerza. Recién había terminado la primaria, pero no pudo seguir. Con sus quince años había aprendido a arrear en reemplazo de su papá. Tal fue su destino.

Ese anochecer el cielo estaba más diáfano que nunca, el sol recién se había puesto tras la montaña. Bajó tranquilo del caballo. Se sentó cómodo en la pirca luego de hacer la fogata y se disponía a calentar unas tortas fritas. Escuchó entonces un ruido ensordecedor de rocas chocando entre sí. Conocía bien ese sonido, el tronar de la tierra. De su tierra. Quiso primero salvar a los animales. Ahuyentó a los perros para que se los llevaran. Las primeras piedras del derrumbe cayeron sobre él. No podía moverse, estaba atrapado. Pensó en sus cabras, en sus perros, en su compañero y en su familia. La historia se repetía. Moriría como su padre. Alguno de sus hijos lo iba a suceder.


© Diana Durán, 13 de marzo de 2023

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