LA TIERRA PROMETIDA

 


Pan Bendito. Madrid. Street View

LA TIERRA PROMETIDA

 

Desde pequeño sintió en carne propia la manera autoritaria en que lo trataba. Rafael, ¡ordena tu habitación! Rafael, ¡báñate ya! Rafael, ¡ven a comer inmediatamente! Nunca se lo decía con cariño, jamás un ¿puedes hacerlo? o una frase que denotara ternura.

Sin embargo, él se resistía a decaer. Sabía cómo hacer para que esas órdenes le resbalaran. De muy chiquito había sido travieso. A la mujer no le hablaba como a una madre. Le decía, ya voy, señora, pero huía al jardín a jugar a las canicas o a buscar escarabajos. Espere un poco, y se ocultaba debajo de la cama con dos soldaditos de plástico porque la guerra de fantasía le resultaba más atractiva que cumplir órdenes. Lo mismo sucedía al volver de la escuela. ¿Hiciste los deberes?, le preguntaba terminado el almuerzo. O le gritaba desde el balcón ¡ven de inmediato que te esperan los mandados! cuando recién había comenzado el partido de fútbol en la cancha de enfrente. Nunca un beso o un abrazo al irse a dormir.

Rafael cumplía con recelo los mandatos impartidos o no los acataba por lo que caía en penitencias. Sin embargo, aguantaba el trato poco cariñoso y las frecuentes injusticias. Era el cuarto niño de una familia de acogida, el más chiquillo de dos mujeres y dos varones. De pequeña altura, menudo para sus diez años, de pelo azabache, penetrantes ojos negros y rodillas siempre lastimadas. Querido por sus amigos y maestros por inteligente y pícaro.

Vivían en un departamento al suroeste de Madrid en Pan Bendito, una de las barriadas periféricas de la gran ciudad, habitadas por clases bajas e inmigrantes. Era un sitio de aspecto homogéneo donde los edificios de ladrillos rojizos y desteñidos conformaban bloques de más de cinco plantas. Para felicidad de Rafael moraban frente a un gran parque deportivo. Amaba ese lugar donde se sentía libre y seguro, lejos de la familia disfuncional que le había tocado en suerte. El niño nada sabía de sus verdaderos padres.

A pesar de la crianza autoritaria, Rafael nunca fue sumiso. Los mandamientos y las reglas no encajaban con su personalidad. Era libre, había nacido así, no lo amilanaban las sujeciones y advertencias inflexibles. Tampoco los gritos y malos tratos, especialmente de quien oficiaba de madre cruel y desamorada. Su esposo ferroviario nunca estaba en la casa. Era una especie de fantasma que muy de vez en cuando aparecía y cuando lo hacía estaba fatigado y ceñudo como para tratar con los niños.


Imagen creada por IA

Desde chico Rafael había soñado con irse de la casa. Descubrir nuevos horizontes. Imaginaba un destino mejor. En la escuela habían leído Las aventuras de Tom Sawyer quien se convirtió en el ídolo de su infancia. Ya encontraré un tesoro y seré rico, pensaba. Cumpliría su deseo, aunque conocía sus límites: la corta edad y la falta de dinero. ¿Adónde iba a ir? No confiaba tampoco en sus hermanos con quienes hablaba poco y despreciaba porque mendigaban cariño y, de esa manera, eran también rechazados sin piedad.

Rafael se escapaba a su mundo de fantasía para soportar sus estudios en la Plataforma Social Panbendito[1]. Emulaba, según los días y las circunstancias, a los personajes de los cómics: Zipi y Zape[2], Mortadelo y Filemón[3] y El Papus[4]. Conseguía las revistas en la escuela o en la plaza porque nunca tuvo las suyas. El universo de Rafael se confundía con esos personajes que aplicaba a sus sueños y juegos imaginativos.

Rafael admiró de adolescente a La Excepción, un grupo musical formado por jóvenes de su barrio que había triunfado al interpretar hip hop con toques flamencos. Eran sus héroes porque habían logrado salir del mismo extramuros donde él vivía y tener éxito en toda España. Rafael había aprendido sus canciones y las cantaba como metáfora de futuro. Ruina, no luchas por tu devenir, ruina, olor a sangre como elixir, de este barrio tengo que salir, ruina, llama al alguacil, no va a venir.       

El muchacho tuvo varios aprietos por querer escapar de la casa de la familia que lo cuidaba. Siempre lo regresaban. Él quería más al barrio que a esos lazos seudo familiares sin amor. Terminó la secundaria y cuando tuvo dieciocho años decidió que era el momento.

Un día armó su mochila y partió. Tomó el autobús cuarenta y siete hasta el final del recorrido, la gran estación de Atocha. Había ahorrado justo lo necesario para viajar en un tren a Sevilla. Por alguna razón le atraía Andalucía, un territorio promisorio, en el que dominaban el sol, los placeres y la esperanza.

Cómo no lo iba a cautivar esa región española si era la tierra de sus ancestros, aunque él no lo supiera. La habían poblado una mixtura de íberos, griegos, romanos, árabes y berberiscos. Los rasgos oscuros de Rafael, su alegría y la calidez de su carácter lo semejaban a la gente de la región. Andalucía era el lugar ideal para quien buscara disfrutar de la vida. Hacia allí fue el joven sin saber de sus orígenes.

Se dedicó a mil oficios. Fue obrero, mozo, taxista hasta que encontró un trabajo como guía de turismo. Se sintió libre y feliz. Llegó a tener su propia agencia de viajes. Nunca volvió a saber de su familia de acogida. Olvidó por completo las órdenes de la mujer. No encontró sus orígenes biológicos porque tampoco los buscó. Su orfandad fue eterna.



[1] La Plataforma Social Panbendito es una entidad salesiana que desarrolla su actividad en el popular barrio de Madrid del mismo nombre para atender las necesidades sociales, formativas y laborales de la población de pocos recursos.

[2] Dos hermanos gemelos muy traviesos que prefieren jugar en la calle con sus amigos antes que ponerse a estudiar en casa. 

[3] Cómic más popular de España, se publica todavía hoy en día. Estos personajes nacieron en la década de los 50. Son dos agentes secretos que siempre fracasan en sus misiones porque son muy torpes.

[4]  Revista pionera en la crítica social de la época a través del género del cómic y la sátira gráfica.


© Diana Durán, 30 de setiembre de 2024

EL NIDO

 


Piojito gris en su nido. Fotografía: Héctor Correa.

EL NIDO

Desde un hermoso e intrincado nido el macho llama a su hembra con un canto agudo y melodioso. Debajo de él yacen tres huevos con pintas azules.

El nido es una cavidad, un cuenco, un hueco que protege. Puede estar construido de barro y ser perfecto como el del hornero. El de los colibríes están hechos de infinitas ramitas apenas perceptibles. Algunos son grandes y deformes como los de los loros y afean los eucaliptos.

Los pájaros cumplen funciones esenciales en sus nidos: la cría, el refugio; enseñar a comer y a volar.

Por eso cuando el viento sopla fuerte y arrachado y el nido cae al pedregoso suelo, la paloma que empollaba emprende el vuelo. Sabe que no hay más nada que hacer. El nido ha quedado vacío.


© Diana Durán, 23 de setiembre de 2024

 

 

UNA CARTA SORPRESIVA

 


Imagen creada con IA. 9 de setiembre de 2024


Una carta sorpresiva

 

La carta era de su hijo. Totalmente inesperada, absurda. Una correspondencia escrita a mano en papel en tiempos de correos electrónicos y comunicaciones instantáneas. Alexis le describía con detalles que se iría a vivir a Estados Unidos, y, además, como si fuera un documento notarial, autorizaba a su madre hacer ciertos trámites requeridos. En ese momento sus padres vivían a ochocientos kilómetros, en Bahía Blanca, a una hora de avión de la gran metrópolis. Ya les resultaba difícil viajar en tiempos inflacionarios por los costos, pero de una u otra manera conseguían verse para cumpleaños y fiestas de fin de año. Según rezaba el escrito, Alexis residiría con su esposa e hijo en una ciudad sita a diecinueve horas de avión con escalas. ¡Una locura!, pensó acongojada.

La noticia le produjo sorpresa, conmoción, un balde de agua fría, una daga en el corazón. Era un golpe repentino sin anticipo previo, sin una conversación sincera en el último encuentro durante el cumpleaños de su nieto. Él y su esposa tenían excelentes trabajos en Buenos Aires. ¿Con qué objeto probarían esa aventura? Además, y por lógica, no solo se iría la pareja sino también, “se llevarían" a su nieto. A su adorado nieto, la luz de sus ojos. Todo era posible en la viña del señor, menos ese delirio, inconmensurable ausencia de sensatez. ¿Cómo partirían sin más ni más a vivir en un lugar desconocido?

Alexis no explicaba en su carta sorpresa qué iba a hacer con su trabajo actual y con su vivienda que tanto le había costado obtener. La madre pensó en sus propios esfuerzos no tenidos en cuenta por su hijo. Los colegios privados costosos a los que lo había mandado, los años de facultad sustentados por ella y su esposo a puro tesón de trabajo para que se recibiera de ingeniero. ¿Y su hijo? Empleos insignificantes superados por su propia capacidad y esfuerzo que dieron como resultado el bienestar que hoy vivía con su familia. ¿Tiraría todo por la borda? ¿Es que se había vuelto loco? ¿Qué bicho le había picado? ¿Cómo podía dejar al margen a sus padres? ¿No había pensado en lo que iba a ser su vida en una comunidad totalmente diferente en cultura, sociedad, idioma y costumbres?

No se trataba de Miami o New York que poseen considerables colonias argentinas, sino de Charlotte, en el centro este del país, ciudad del estado de Carolina del Norte. Releyó, ¿Carolina del Norte? ¿quién conoce a ese ignoto estado tras los Apalaches? Otros los modos de vida en el interior profundo del país del norte, un territorio seguramente hostil hacia los migrantes latinos que arribaban día a día. Pensó abrumada que con seguridad se trataría de un estado conservador en lo político, republicano a rabiar. No sabía en qué incidiría, pero por principios no le gustaba, si bien era una minucia en comparación con las circunstancias familiares.

Charlotte, vaya nombre de novela romántica, pensó la mujer. Era una ciudad de más de ochocientos mil habitantes localizada en la ribera izquierda del río Catawba, escindida históricamente de Carolina del Sur para convertirse en una colonia independiente. Su hijo trabajaría en una compañía de electricidad, la Duke Energy. Nunca había escuchado hablar de esa empresa. Además, se trataba de un centro turístico, según decía en el escrito, como tantas otras ciudades yankees. La madre investigó todo lo posible sobre el lugar. Supo que allí vivieron los siux y fantaseó con ese pasado feroz y combativo en las raíces identitarias, como si en su imaginación se mantuviera vivo. Sintió mucha preocupación. Luego había sucedido la emigración de irlandeses, ingleses y alemanes. Había estallado allí una de las primeras fiebres del oro de los Estados Unidos. ¿Tendría su hijo una moderna exaltación, pero del dólar? Siguió indagando y encontró que Charlotte poseía una alta tasa de criminalidad en la zona norte de la ciudad. Justo donde él iba a vivir. Dejó de averiguar.  

Siguió especulando, ¿y si no veía más a su chiquito, a su nieto adorado? Ya sabía que con dieciséis años era un adolescente hecho y derecho, pero para ella era como si tuviera cinco y su historia aún le perteneciera. Para más desgracia caviló en la economía argentina, en su edad y la de su marido. ¿Podría ella aseverar que tendría dinero y salud para viajar? Sospechaba que su esposo no la iba a acompañar. Bastante distanciado estaba de su hijo. En realidad, nunca había tenido gran afinidad con Alexis.

Sintió desfallecer. Una opresión en el pecho le contrajo el alma: de dolor, de angustia, de una pena inconmensurables que no tenían remedio. Se recostó y lloró hasta que no le quedaron fuerzas y se durmió a los sobresaltos.

Al despertar se preguntó qué haría. Lo primero que se le ocurrió en un rapto de enojo fue romper el sobre. Así lo hizo. Luego le diría a su hijo que nunca la había recibido. Esperaría un encuentro concreto, que Alexis viniera al sur y se despidiera como correspondía de sus padres.

Cuando rasgó el papel en el que había guardado el escrito, unos impresos alargados cayeron de la envoltura. Se agachó para revisarlos. Eran dos pasajes de ida a Charlotte, para ella y su esposo. Estaba azorada de lo que no había alcanzado a descubrir. Tampoco había visto la pequeña esquela que en el interior de los billetes escribía con gratitud, gracias, mamá y papá, por todo lo que me brindaron en la existencia. Espero que podamos vivir esta nueva etapa todos juntos. Es lo que más deseo en el mundo.

 

© Diana Durán, 9 de setiembre de 2024

DEL BOSQUE CHAQUEÑO, NUESTRA QUERENCIA

 


Foto: J Wickens, Ecostorm


DEL BOSQUE CHAQUEÑO, NUESTRA QUERENCIA


Vivíamos en las cercanías de Fortín Cabo Primero Lugones, a pocos kilómetros del divagante río Pilcomayo. El terruño se situaba en los confines fluviales de la Argentina, allende la frontera con Paraguay. Entre riachos temporarios y bosques secos estaba la pequeña finca donde sustentábamos nuestra sencilla vida con cabras y palmares. Convivíamos con mis padres, dueños de casa por herencia aborigen; Poyahen, mi esposo, leñador y ganadero, y los cuatro gurises, dos mayores, varones, y las dos menores, mujeres. Yo estaba a cargo de las tareas domésticas y, a su vez, trabajaba de maestra en la CESEP[1] del pueblo. No me había recibido, pero en estos lugares bastaba con haber terminado la secundaria para ser docente. La escuela y un polideportivo animaban el tórrido paraje, por lo que vivir en el bosque había sido la elección de la familia. Siempre quisimos quedarnos en ese solar acostumbrados a los quehaceres rurales. Poyahen había migrado del Chaco de niño y nos conocimos en el centro educativo. Desde adolescentes afrontamos todo juntos, incluso ser padres muy jóvenes.

Podríamos haber vivido en el pueblo, pero a nosotros nos gustaba el bosque: el horno de barro y los montículos de leña; los extraños y cambiantes madrejones; la luna reflejada en las lagunas. Convivíamos con loros habladores, patos sirirí y garcetas. Los cardenales se apostaban en el patio de tierra con sus penachos rojos, bien domésticos. Nuestros cuatro hijos eran felices jugando con tortugas e iguanas. Hasta solíamos ver lentos osos hormigueros, monos carayá y pasaba a la carrera algún tapir, entre medio de quebrachos colorados y blancos, chañares y vinales. Aquí la caza furtiva era muy frecuente y la policía se encargaba de demorar a los malandras que faenaban animales sin permiso. Era el reino de la palma caranday. De sus dátiles y cogollos comían las cabras y mi madre me había enseñado a hacer sombreros, muñecas y bolsas que a veces llevaba al colegio como premio para los buenos alumnos. Los abanicos de palma aliviaban los días calurosos. Si bien comíamos de todo, mamá y yo sabíamos preparar empanadas de charke[2] y sopa paraguaya con harina de mandioca. Los hombres asaban cabrito para regocijo de la familia. Los chicos se endulzaban con delicias de mamón, zapallo y pastelitos bañados con aloja[3].

La ruta ochenta y seis era el vínculo con el mundo, aunque no salíamos demasiado, salvo para comprar provisiones o hacer algún trámite en la vieja camioneta azul. Fortín tenía comisaría, estafeta postal, hospital y algunos negocios, pero para los trámites de las casas iba con Poyahen a Formosa. No se terminaban las diligencias si no se pasaba por la capital. Allí residía el eterno gobernador.

Éramos gente de frontera, acostumbrada a saber que por allí reinaba el contrabando; más que todo en Clorinda, por eso nos cuidábamos de esos bandidos. Por suerte nuestra finca quedaba en las afueras de la ruta principal.

Nosotros sabíamos de bosques y animales. Ese era nuestro dominio: las cabras, el monte, las lagunas y las abras. El parque chaqueño, hábitat ideal. Por eso nos resultó raro cuando vinieron dos hombres con la propuesta de comprar algunas hectáreas para la explotación forestal. Se hacían los buenos, pero sabíamos lo que eso significaría. Podrían obligarnos a vivir en el pueblo lejos de riachos y animales, del cielo diáfano y los atardeceres únicos.

Los desmontes habían sido suspendidos para proteger la naturaleza, pero las multas no eran suficientes para evitarlos, ni tampoco para frenar los incendios premeditados. Quisimos mantenernos en el lugar. Rogábamos que nadie nos desalojara para cultivar soja. ¿Qué iba a quedar de nuestra tierra si eso pasaba?

Deseamos, pero no pudimos. Ni la ley de bosques nos salvó[4]. La falta de las escrituras que tanto habíamos tramitado sin obtenerlas nos obligó a malvender. No valió ningún viaje a la capital de la provincia. Tampoco que fuéramos los verdaderos dueños. Terminamos viviendo en una casa en Fortín Cabo Primero Lugones. Mis padres murieron de tristeza al tiempo. Desde entonces trabajamos en un pequeño almacén que compramos. Sin cabras. Ni aves, ni yatay, ni cielo, ni tierra. Ni nada.

© Diana Durán, 26 de agosto de 2024



[1] Centros Educativos Secundarios de Educación Permanente de Formosa.

[2] Carne seca.

[3] Bebida hecha con frutos de chañar.

[4] Ley 26.331. Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosques Nativos. 2007.

 

ASCENSO EN LAS TORRES DE LAS CATALINAS

 


Torres Catalinas Plaza. Street View


ASCENSO EN LAS TORRES DE LAS CATALINAS

Sus máximos deseos fueron trabajar en la zona de Catalinas y ejercer una profesión liberal en un gran complejo de oficinas de empresas multinacionales localizado entre pubs, restobars, negocios sofisticados y hoteles de lujo. Quería tener la categoría de ejecutiva y pertenecer a esa clase de mujeres empoderadas que accedían a los edificios suntuosos y cristalizados de la city porteña. Todos los días se imaginaba a sí misma en esa situación. Era un ilusorio escudo contra el desánimo cotidiano.

En realidad, Marisa partía a la mañana desde su barriada popular hacia el lugar de sus quehaceres. Vivía en Parque Patricios, en el sur de la ciudad de Buenos Aires, más precisamente en el “Barrio Alvear”. Allí alquilaban un humilde departamento de dos ambientes, en el interior de los monoblocks. Era lo máximo que había logrado junto a su madre cuando pudieron salir del asentamiento “San Pablo”, cerca de la autopista Perito Moreno y junto a otras villas aledañas. Lo habían conseguido gracias al denodado trabajo de su mamá que fregaba todos los días en oficinas del centro de la ciudad. Marisa había conocido “Las Catalinas” mientras estudiaba en el CENS[1], a través de los relatos incesantes de su madre. A raíz de esos cuentos había llegado a la conclusión de que trabajar en “la city”[2] sería su máxima aspiración pues lograría ascender en la escala social. Además, por la lejanía a su domicilio, nadie podría imaginar su modesta procedencia.

Cuando terminó el secundario Marisa logró, a fuerza de estudiar informática básica y, luego de varios intentos frustrados, trabajar en una cooperativa de crédito localizada en un edificio discreto de la avenida Alem, cercano a las torres que veneraba. Ella no tenía dinero ni tiempo para ir a la universidad, pero sí amplias pretensiones. La mamá le había hecho unos trajecitos de distintos colores cortados igual, de telas compradas en el Once, completados con camisas baratas de poplín que no denotaban su austeridad debajo del saco sastre. De esa manera, por fuera, se sentía más cerca de sus ínfulas vitales.

Algunas veces, antes de tomar el colectivo para volver a su casa, la muchacha cruzaba la avenida Alem y disfrutaba de una caminata entre los edificios gigantescos. También se paseaba por las cercanías del hotel Sheraton. Había mirado desde afuera los veinte pisos del primer cinco estrellas del país y curioseado en Internet las habitaciones lujosas. Un día se animó. Ingresó por la entrada dorada, recorrió con elegancia el lobby y disfrutó al apreciar las galerías. Hasta llegó a subir a la confitería del piso más alto y admirar la ciudad desde sus ventanales: la Plaza San Martín y la Estación Retiro hacia un lado y el viejo Puerto Madero hacia el otro. Se sintió en las nubes, literalmente. También solía sentarse en un banco de la plazoleta del subte, entre las monumentales edificaciones donde comía un somero sándwich pensando en el futuro prometedor que le depararía ingresar a algún empleo mejor.

Marisa transcurría su vida simulando un estatus que no le era propio, pero que la hacía sentir bien, como si fuera alguna de las abogadas, contadoras o ingenieras que trabajaban en los codiciados palacios oficinescos. Cuando juntaba un poco de plata, en vez de ir a un cine o a pasear, la joven almorzaba en las Galerías Pacífico para codearse con las muchachas que deambulaban por allí con sus paquetes de compras de artículos importados. Ella no podía hacerlo, pero soñaba con lograrlo.

Un día el jefe le avisó a Marisa que al día siguiente debería llevar una propuesta bancaria a un joven senior con oficinas en las Torres Catalinas Plaza. La noche anterior casi no pudo dormir. Leyó que el edificio había sido diseñado por el Estudio Peralta Ramos, tenía ciento quince metros de altura y alojaba a empresas como Google. ¡Google!, nada menos. Era su sueño. La joven se vistió con su mejor traje azul, lo adornó con un pañuelo simil seda y un make up natural. Estaba entusiasmada. Imaginó que la rescatarían de su vida mediocre y la emplearían en alguna firma de ese edificio. A la hora indicada cruzó la avenida Madero e ingresó a la torre.

Marisa esperó con orgullo el ascensor mezclándose entre los empleados y ejecutivos. Vio pasar a varios a la espera de su gran oportunidad. Por fin decidió tomar uno de los tantos elevadores. Le latía con fuerza el corazón. Iba a disfrutar el ascenso de veinte de los veintinueve pisos de la torre y quién sabe alcanzaría alguna oportunidad ignota.

Iba soñando por el piso noveno cuando el ascensor paró bruscamente y todo se oscureció. La mayoría de las personas que iban apretadas en el habitáculo se mantuvieron tranquilas porque ya habían pasado alguna vez por esas circunstancias durante algún apagón urbano. Sin embargo, pasaban los minutos y empezaron a murmurar sobre lo ocurrido.

Marisa gritó desesperada cuando se produjo la súbita caída de la cabina y sobrevino un ruido infernal al sobrepasar la velocidad del ascensor cuyas guías eran mordidas por rodillos rugientes. Hasta que se produjo la violenta detención.

Al cabo de una hora, en la más completa oscuridad, desaliñada, sin pañuelo y con la camisa transpirada, la joven logró salir del elevador junto a los demás cautivos. Fueron guiados por los bomberos que habían acudido a socorrerlos. Un verdadero aquelarre de gente comentaba lo sucedido; algunos lastimados, otros solo afligidos por el encierro o enojados por la demora en sus labores.

Marisa volvió caminando a su banco, abatida y frustrada, sin haber llegado al destino aspirado. La realidad la había sacudido como el despertar de una pesadilla. A partir de ese momento decidió que abandonaría los vanos sueños y estudiaría con dedicación para progresar a través de sus propias capacidades y no por la fortuita circunstancia de la subida en un ascensor.

 © Diana Durán, 19 de agosto de 2024



[1] Centro educativo secundario en la Ciudad de Buenos Aires.

[2] Central Bussiness District. Distrito Central de Negocios.

CRISIS EN LA GRAN CIUDAD

 


Diseño realizado con IA 5 de agosto de 2024

CRISIS EN LA GRAN CIUDAD

 

“Los castillos se quedaron solos. Sin princesas ni caballeros. Solos a la orilla de un río. Vestidos de musgo y silencio. A las altas ventanas suben. Los pájaros muertos de miedo. Espían salones vacíos. Abandonados terciopelos” (María Elena Walsh).

 

La congestión del tránsito era cada día peor. Se había llegado al límite de la circulación. Ni los semáforos andaban. Ya no se podía transitar por el centro ni por los barrios. A veces los autos quedaban varados por horas en algunas esquinas y la gente no llegaba a destino.

Riverside, San Martín y Estudiantes[i] que, según las estadísticas de 2022, eran las barriadas más pobladas, se empezaron a deshabitar. Imposible vivir en ellas. Faltaba el agua potable, la basura se acumulaba, había temibles robos a mano armada.

Mi esposo y yo residíamos en San Martín en un departamento de tres ambientes situado en una esquina soleada y tranquila. Sin embargo, día a día mermaba nuestra calidad de vida. Desde hacía cinco años el barrio se hundía en la dejadez. No se salvaban ni los edificios más elegantes, ni las casas de estilo inglés, antes símbolo de opulencia y prosperidad, ahora deterioradas. Nadie cuidaba las plazas, el pavimento, ni el alumbrado. Los vecinos se mudaban. Nosotros queríamos trasladarnos, pero no sabíamos adónde.

El Soho y Los Ángeles[ii], antes residenciales y modernos, plenos de restaurantes temáticos, bares sofisticados y tiendas de autor, sufrían ataques de pandillas y se iban cerrando. Quedaban solo rastros cubiertos de musgos y hiedras.

En el sur, Los Cobertizos, La Ría, Parque Hidalgo y Vieja Roma[iii], renovados en la década del 2020, iniciaron su decadencia con la expansión de los asentamientos precarios dominados por narcos y bandas que copaban los edificios públicos a los que ya no concurrían los empleados. Los extranjeros no visitaban las callejuelas de artistas ni tampoco el estadio de la Ría. Los circuitos turísticos habían desaparecido.

Ni qué decir de los barrios Clausura, Puerto Leño, Antique y Monte Aserrado[iv], antes dinámicos y céntricos, la city de los negocios y las grandes firmas. Se habían arruinado por la caída de la bolsa y el deterioro ambiental, ahora eran ciudadelas fantasmas.

Las personas se encerraban en sus viviendas y pedían las provisiones como en la época de la pandemia sufrida dos décadas atrás. Preferían no salir de sus casas antes de ser atacadas por bandidos que robaban y lastimaban. La ciudad era una ruina.

Deseábamos irnos a un distrito del oeste del país, pero había que pensarlo bien. Primero había que buscar un lugar donde vivir y un trabajo. Nuestros sueldos estaban menguados por la inflación. Nos quedaba invertir los ahorros en un emprendimiento en alguno de los pocos sitios que reconocíamos como tranquilos. Queríamos un pueblo aislado, alejado de toda interacción con la metrópolis. Averiguamos sobre Los Cerrillos, Desaguadero y Villa La Paz. No nos importaba la lejanía. Solo que el lugar fuera limpio, tranquilo y libre de malhechores.

Con el tiempo en la Gran Ciudad se produjo la disminución del tránsito porque, ante la crisis energética, las familias ya no conseguían combustible. La acumulación de residuos en los contenedores desbordados por la escasa recolección era pavorosa. Los olores, nauseabundos. Las ratas circulaban por todas partes. Las personas en situación de calle que solían dormir en las entradas de edificios huían hacia la periferia adonde podían conseguir comida. La mayoría fue diezmada por las enfermedades. En cambio, se veían depositados en las aceras: muebles nuevos, bibliotecas colmadas de libros, computadoras de última generación, colchones King Size y enseres de cocina relucientes. La clase media, humillada por la pobreza, vivía en la calle.

Nosotros partimos con lo que pudimos a Los Cerrillos, en el centro de las travesías llanas. Nada nos importaba, queríamos alejarnos de la tristeza y la decadencia de la Gran Ciudad. Nos instalamos en una pequeña pero cálida cabaña y abrimos un comedor de cocina casera para lugareños y forasteros. Intentábamos olvidar lo que sucedía en nuestro lugar de origen.

Mientras tanto, en la metrópolis, la mayor parte de los edificios de oficinas se había enfermado con síntomas de contaminación del aire en los espacios cerrados que provocaban náuseas, mareos y jaquecas a quienes todavía trabajaban. En un principio la Sociedad de Arquitectos recomendó tener las ventanas abiertas en forma permanente y cambiar los sistemas de ventilación, pero luego advirtió que el mal era interno. No se los podían sanar y, en consecuencia, había que demolerlos. Las compañías de derrumbe estaban a la orden del día. Otras construcciones que tenían fallas estructurales también debían ser destruidas a través de la implosión. Era un espectáculo dantesco para los ciudadanos escuchar las detonaciones y ver que la onda expansiva se movía hacia adentro de los edificios que caían como si fueran de arena. Ya ni pájaros había porque hacía mucho tiempo los gorriones y palomas habían migrado hacia los campos en busca de comida saludable.

Supimos por las redes que, frente al caos y el desorden, el Jefe De Gobierno había impartido el toque de queda. Desde las nueve de la noche nadie podía salir de sus casas y menos aún circular. Los negocios debían cerrarse a las siete de la tarde. La capital de la vida nocturna se moría antes del anochecer. Nosotros, en cambio, podíamos escuchar música con los nuevos vecinos en el Centro Comunitario del pueblo.

Por último, y sin saber por qué los edificios comenzaron a caer solos, mientras hombres, mujeres y niños huían despavoridos hacia las zonas rurales. Supimos que los puentes y avenidas de salida estaban abarrotados y los autos chocaban entre sí en la carrera desesperada por huir de la ciudad.

Nosotros empezamos una nueva vida, tranquilos y esperanzados, lejos del desastre urbano. Sin embargo, temíamos cuando llegaba alguna familia a instalarse en el poblado. La huella del pasado envolvía nuestras entrañas. Habíamos dejado atrás el infierno y no queríamos que nadie nos los recordara.

© Diana Durán, 5 de agosto de 2024



[i] Nuñez, Belgrano y Colegiales

[ii] Palermo Soho y Palermo Hollywood

[iii] Barracas, la Boca, Parque Patricios y Nueva Pompeya

[iv] Retiro, Puerto Madero, San Telmo, Montserrat

FRENTE A LA CATÁSTROFE

 


Fuente: FM Alba. Salta.

FRENTE A LA CATÁSTROFE

Después de aquellos terribles hechos no quise volver a la facultad. Mejor dicho, no pude volver por un tiempo porque la ciudad quedó dividida en dos. El aluvión me había doblegado. Una masa de agua barrosa, que transportaba árboles arrancados a las orillas y rocas de todos tamaños, había bajado por el cauce del río Tartagal destruyendo todo a su paso.

Todo se lo había llevado el torrente en pocos minutos. La naturaleza había vencido al hombre no solo por las lluvias torrenciales, sino por una causa precedente: la deforestación aguas arriba de las laderas de las sierras Subandinas, con el fin económico de obtener más campos para el cultivo.

Mi espíritu quedó abatido por el recuerdo imborrable del desastre. No podía olvidarme de los muertos y desaparecidos; la destrucción de viviendas; la experiencia de extrema vulnerabilidad de la vida. Mi familia, productora de maíz, zapallo, sandía y poroto, no había sufrido el devastador fenómeno en el pequeño terruño que habitaba en las afueras de la ciudad del lado opuesto a las serranías. Sin embargo, compartía el consternado sentir de los habitantes locales, destruido como los hierros retorcidos del antiguo puente ferroviario que cruzaba el río. Se temía por nuevas lluvias y sus consecuencias. Tartagal había quedado sesgada por un acantilado construido por el alud desbocado que la había cortado como si fuera una masa delgada y blanda de harina y agua.

 

El día de la catástrofe me desperté como siempre, me arreglé bien, le di agua y comida al gatito y partí. En el momento del alud yo caminaba por la diagonal Moreno hacia la ruta treinta y cuatro para tomar el micro que me llevaría al sector norte donde estaba la facultad. Había empezado hacía poco la carrera de enfermería, orgullosa de ser la primera universitaria de la familia.

En unos minutos más debería cruzar el puente para alcanzar la zona septentrional de la ciudad. En cambio, al escuchar el estruendo, volví sobre mis pasos y comencé a correr con desesperación hacia el albergue juvenil donde residía. Esperaba lo peor. No recabé en que el siniestro se canalizaría como una cuña a lo largo del lecho fluvial unas cuadras arriba. Había escuchado una especie de trueno que me condujo a huir en sentido contrario al que me dirigía. La gente corría y gritaba con desesperación al presenciar el desastre. Ya había sucedido en 2006.

Llegué al hospedaje con el corazón en la boca y advertí que no había nadie. Mis compañeros de residencia se habían ido seguramente a ver qué pasaba a pocas cuadras.

Yo me quedé sola con mi desesperación a cuestas. Entonces solo atiné a pensar en lo más cercano, en la criatura más frágil: el pequeño gatito que se había instalado en la residencia hacía unos meses, cruzando la tapia de la casa vecina. Cuando llegué no pensé en nada más. Lo busqué por todos lados. En la cocina, en el baño, en todas las habitaciones, en cada rincón. Llorando lo buscaba. En ese instante pensé en el gato más que en toda la desgracia que estaba ocurriendo. Así fue como me concentré caprichosamente en el ser más débil en las circunstancias que se estaban viviendo.

Lo encontré en mi habitación, debajo de la cama. Lo agarré con delicadeza y me quedé abrazada a él. Sentí su pelaje suave hasta que un tibio ronroneo terminó por contener mi corazón que minutos antes latía con una fuerza descomunal.

Al día siguiente supe con detalle las tremendas circunstancias sucedidas durante el aluvión del 9 de febrero de 2009 en mi querida Tartagal.

© Diana Durán, 29 de julio de 2024

EL ÁRBOL Y EL RÍO

 




EL ÁRBOL Y EL RÍO

El árbol y el rio, compañeros de décadas incipientes.

A veces combinan sus suaves curvas con follajes al viento y crecidas temporales.

Como un concierto, como un secreto, con silbidos y caricias de las hojas contra el inquieto curso dan marco al sereno escenario donde inclinado, ya el árbol parece acostarse a observar lo que ocurre en la profundidad. ¿Serán los pececillos o alevinos dando sus primeros nados? ¿Será una lata oxidada atrapada entre dos piedras calcáreas?

Él no es curvo por deforme ni enfermo. ÉL optó por recostarse y estar fresco, dar sombra a los juncos para que bailen en la corriente.

Como es delgado y curvo no sirve para madera ni para fuego, un seguro de supervivencia.

En él reposan aves, insectos y roedores que lo visitan con frecuencia.

A veces se asombra cuando pasan flotando bajo su copa maderos que enlentecen su ritmo en el pequeño remanso que produce una roca río arriba. ¿De dónde vendrán y hacia dónde irán? Él no lo sabe. Solo lo acaricia con sus hojas.

Teme cuando sopla del oeste porque fuerza su cuerpo hacia el rio y podría vencer sus raíces demasiado húmedas.

El escenario bien podría ser una composición de un maestro de óleo, pero es asi como lo dibujó el destino y el señor paisaje, la serena escena tuvo este epílogo.

¿Qué mejor sitio? sombra, cantatas acuosas, brisas pasajeras y frescura.

Cuántos somnolientos enamorados, adolescentes y pasajeros mamíferos recalan en el romántico sitio.

Armonía escénica que solo el supremo sabe pintar.

Para aquellos que meditan es el lugar ideal, oír y contemplar en silencio respirando pausadamente. El silencio místico que se siente, pero no se escucha, es la suma de todo lo vivo e inerte que se entrelazan en el cuadro.

Paz.

Profundidad.

En honor a la fotógrafa, en Sánscrito “वृक्षेन नदीना सह ध्यायतु” Meditar con el agua y el árbol.

Para Albina y mi hermana Diana

© Santiago Durán


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