DIMITRI, EL GRIEGO

 


Isla de Lemnos. Grecia


Dimitri, el griego

En memoria de mi abuelo, John Papadópulos

 

Dimitri no quería ir a la guerra. No deseaba abandonar a su mamá Delfina. Tampoco a sus hermanos. Bastante habían sufrido cuatro años atrás con la muerte súbita de su padre cuando acarreaba el arado entre los surcos áridos del suelo rocoso. No quería partir de su patria. Tenía solo diecisiete años y miedo, mucho miedo. Quizás fuera a la retaguardia, no lo sabía, pero sí que era demasiado joven para morir. No podía dormir, se despertaba sobresaltado antes de que saliera el sol imaginando empuñar un rifle.

La carta podía llegar en cualquier momento, como les había ocurrido a otros jóvenes. Grecia sufría un bloqueo. En el pueblo se hablaba de la Triple Entente, pero él no sabía qué era. Pertenecía a una familia de granjeros que ignoraba las guerras. La vida transcurría según los ritmos de la naturaleza. En función del día y la noche pues carecían de luz. Las lluvias invernales y la sequía estival guiaban siembras y cosechas. Como todos en el pueblo, estaban a favor del rey Constantino, pero se decía que lo iban a destituir.

Corría el año 1917 y vivían en la isla de Lemnos, en el norte del azul y transparente Egeo. Amaban ese mar límpido que rodeaba su Oikos. Dimitri pensaba que ante su ausencia la mamá tendría que hilar la seda, esquilar las ovejas y cosechar las mieses para hacer el pan. Ya no la podría ayudar. La venta de aceitunas no alcanzaba para nada. En el hinterland de Mirina, capital de Lemnos, la mayoría eran pobres y los granjeros aún más. Desde que había muerto el padre, Delfina se esforzaba en mantener a sus hijos a través de la subsistencia agraria. Los más chicos estaban en la primaria. No podían ir a la guerra. En cambio, él sí. No le quedaba más remedio. Cuando le llegó la carta partió sin protestar.

Estuvo sólo dos meses en la retaguardia. Francia, el Reino Unido y los aliados vencieron con la entrada de Estados Unidos. Dimitri aprendió a cargar un rifle, también vio escenas horribles, los heridos, los muertos, además de vivir el terror de que lo mandaran al frente en cualquier momento. Cuando la guerra terminó lo enviaron a Constantinopla. Allí quedó al cuidado de su tío Taso. No podía regresar a su tierra por falta de dinero. Su tío era un buen hombre, pero no lo mantendría. Grecia había quedado devastada. Taso le indicó a Dimitri que debía tomar un barco para encontrar trabajo en el extranjero. Muchos jóvenes griegos se estaban yendo a Estados Unidos. Desde allí enviaban dinero a sus familias. No quedaba otro camino que emigrar. A pesar de todos los males, Dimitri con sus dieciocho años estaba seguro de que haría fortuna y volvería a ver a su mamá y a sus hermanos. Estaba triste pero no tanto como cuando se había ido a la guerra. Ahora no tenía miedo de morir. 

Hizo una larga cola para subir a un barco llamado Sienna junto a otros jóvenes griegos y turcos. Fue anotado con el nombre Demetris, aunque se llamaba Dimitri y registrado como obrero, si bien había sido soldado. Reinaba la confusión. Le dijeron que viajarían al puerto de Génova y desde allí a Estados Unidos. Supuso que a Nueva York. Según sus conocimientos era la ciudad más importante del mundo después de Londres. Le hubiera gustado ir a Londres. Sin embargo, también supo que en América había más trabajo que en Europa luego de la Primera Guerra Mundial. Le informaron que iban a tardar cincuenta días. Demasiados para cruzar el Atlántico Norte. No entendía por qué tanto tiempo de viaje. Lo único que sabía con seguridad era que quería trabajar para que su familia viviera mejor después de la miseria atravesada durante la guerra. No podía olvidar que sus hermanos habían comido algunos terrones de azúcar como única golosina, según le había relatado su madre por carta.  

El tío Taso le había conseguido un pasaporte otomano en Constantinopla. Desde allí había viajado a Atenas. Pero el destino de Dimitri no fue Estados Unidos, sino que finalmente recaló en la Argentina. Supo el rumbo durante el viaje. No tenía la menor idea sobre ese país tan remoto y desconocido del extremo sur de América cuyo nombre le costaba pronunciar. Más lejos imposible. ¡Adiós, querida mamá!, ¡adiós patria! pensó para sí cuando el barco se alejaba del puerto mientras se prometía regresar algún día. El único tesoro que llevaba era una biblia griega que había heredado de su papá, que además de agricultor había sido pastor ortodoxo y le había enseñado el Antiguo y Nuevo Testamento. Había aprendido de memoria muchos salmos que lo guiaban.

Pasaron cinco años. A Dimitri le agradó Buenos Aires si bien recordaba con emoción su nativa Lemnos. Vivía en una pensión barata que quedaba cerca de los bosques de Palermo y ganaba un magro sueldo cosiendo para un peletero griego. El Río de la Plata no era el Mediterráneo. Sus aguas rojizas y turbias no tenían comparación con las cristalinas de su mar, donde había nadado y pescado.

A pesar de las dificultades aprendió bastante rápido el español y su escritura. La educación básica griega le había servido con creces. Lo primero que hizo cuando le sobraron unos pesos fue comprarse un saco azul y un sombrero. Un domingo paseaba por el Rosedal cuando conoció a la joven Aída con quien al poco tiempo se puso de novio. Dimitri ascendió en la escala social por recomendación del hermano de su prometida, quien lo hizo ingresar al Banco Hipotecario. Eso sí, nunca dejó de sumar, restar, multiplicar y dividir en griego. Nadie se daba cuenta porque lo hacía mentalmente.

Todos los meses mientras su madre vivía, Dimitri le enviaba dinero junto a una carta en la que le contaba su vida y recibía de vuelta misivas en la que ella le escribía sobre sus hermanos, la seda, las ovejas y los olivares. No hizo gran fortuna, tampoco volvió a Lemnos, pero jamás dejó de cumplir su promesa.

 

Oikos, en griego antiguo se escribe οκος (oíkos), significa casa

© Diana Durán, 20 de octubre de 2022


DISTANCIA EN EL ENCUENTRO

 


Monte Hermoso. Street View

DISTANCIA EN EL ENCUENTRO  

La distancia era un obstáculo insalvable para el amor, aún en tiempos de virtualidad. Demasiada travesía para el encuentro, kilométrica, tan vasta… Línea meridiana que unía Monte Hermoso, la ciudad de él, con Recoleta, el barrio capitalino de ella.

Luciano era habitante de la pequeña villa turística, acostumbrado al mar, a la pesca, a andar en bicicleta por caminos rurales, a la tranquilidad. Había nacido entre los olivares de Coronel Dorrego y muy joven se había trasladado a Monte. Veinticinco años en el mismo trabajo. Rutinario como era, le gustaba estar tranquilo en su casa, leer un buen libro o ver una película clásica. Cuando llegaba la época veraniega se ocultaba y salía sólo para hacer compras o caminar en zonas alejadas de las muchedumbres turísticas. Tenía cincuenta años. Se había divorciado hacía cinco y no había vuelto a tener pareja. Sus dos hijos varones residían afuera del país. Se sentía tranquilo, aunque una buena mujer, pensaba, sería agradable compañía y ayuda doméstica. Sobre todo, esto último. La concebía como una aliada en el hogar. La candidata debía reunir muchas condiciones, pero por sobre todo ser perfecta ama de casa.

Ema vivía en la gran ciudad, porteña a rabiar. Le gustaba el ruido, las luces, el centro, los negocios, los cafés, encontrarse con amigos, salir al cine y al teatro. Para mantenerse tenía que trabajar mucho en la empresa donde se desempeñaba, pero no le importaba. Apuntaba a pasarla bien sin ataduras. Había preferido la soltería con el fin de tener una vida libre e independiente. Con treinta y nueve años no buscaba una pareja estable. Tampoco tener hijos que limitaran sus deseos de viajar y disfrutar. Como otras mujeres, había congelado óvulos por si decidía ser madre. Rara avis entre sus amigas cuarentonas todavía casamenteras. No se imaginaba limitada por un hombre celoso o dependiente. Vivía más afuera que adentro de su departamento que, sin embargo, mantenía como un espacio cálido y funcional.

Los años 2001 y 2002 fueron caóticos para el país: inflación, cacerolazos, saqueos, violencia en las calles, ollas populares, trueque, aumento de la pobreza, estallido social y represión. A pesar de la situación extrema, la gente continuaba encontrándose. Ema y Luciano lo habían hecho vía virtual. Sin demasiadas esperanzas. Solo para probar.


A él le atrajo su fotografía y descripción en la página de encuentros. Era una morocha interesante y atractiva. Sabía ocultar sus rasgos mundanos y mostraba una belleza peculiar, exótica, misteriosa. Él la contactó e iniciaron charlas extensas y seductoras vía chat. Cada uno ocultaba lo que podía desagradar al otro. Ambos sabían conquistar. Los diálogos fueron cada vez más asiduos hasta que él llegó a la inesperada conclusión de que quería conocerla personalmente. Ella aceptó ocultando su interés. Luciano tomó un vuelo a Buenos Aires y se encontraron en un café-librería de la Recoleta. Un entorno agradable, una burbuja en la ciudad acaparada por motoqueros, gente desesperada por recuperar sus ahorros, manteros vendedores de chucherías. Los bancos estaban cerrados, los ahorristas golpeaban las puertas. La violencia flotando en el aire. No era un buen momento. Sin embargo, ellos congeniaron. Tal vez por ser distintos. A pesar de las profundas diferencias, una tan mundana y algo frívola; el otro, tan sereno y hogareño. La atracción física fue instantánea como había sido en el mundo virtual. Se contaron sus vidas matizadas con mentiras piadosas, se engañaron mutuamente a sabiendas de que, en caso contrario, la relación no avanzaría. Humanas contradicciones.


Él regresó a Monte Hermoso muy atraído por Ema que lo había seducido, pero odiando Buenos Aires que mostraba la cara más nítida del contexto dramático argentino. Ella, a pesar de su habitual resistencia a una relación durable, comenzó a extrañarlo de manera poco común. Difícil convergencia la de ambos. Tan distintos e iguales.


Durante su regreso a Buenos Aires para verla, dos meses después, a Luciano lo seguía sorprendiendo su capacidad de haber conquistado a esa mujer porteña, peculiar para él. Especulaba que no era tan potente su enamoramiento como el de ella. Le había gustado, sí, pero tenía grandes reparos sobre su forma de ser. Detrás del encanto e incluso de la pasión, se había filtrado el arquetipo de la mujer citadina. Su intensidad en el hablar, su interés por lo mundano, su costumbre de andar de lugar en lugar con la excusa de mostrarle la ciudad. A pesar de todo habían disfrutado juntos la Boca, el Teatro Colón, el puerto de Frutos del Tigre, el catamarán por el río Luján, cine y pizzería en la calle Corrientes, café y espectáculo en el Tortoni. Pocos escenarios callejeros sin visitar.


La tercera vez que se encontraron fue en Monte Hermoso durante las vacaciones de invierno. Cómo se amaron. Caminaron abrazados contra el viento helado de la playa y admiraron el verde espejo de la laguna Sauce Grande. Un balneario amigable y el paisaje marino los acarició. Ella se sintió a gusto en su casa, cocinó para él, leyeron fragmentos de libros que elegía de su gran biblioteca, vieron cine clásico, hicieron largas caminatas de la mano por el parque soleado. En el hogar de Luciano intimaron mucho más que en Buenos Aires. Ella se sintió como nunca al lado de ese hombre. Lloró al despedirlo, en cada parada del micro lo llamaba. No quería volver a Buenos Aires. Él la consolaba cariñosamente, como un caballero, aunque no sabía a qué atenerse con ella. Tenía reparos sobre su verdadera identidad. De vuelta a su casa Ema parecía transformada. ¿Se había enamorado?

Siguieron escribiéndose y hablando por teléfono. Pasaron los últimos cuatro meses del año hasta que pudieron reencontrarse en un punto intermedio, Mar del Plata. Él debía volver enseguida a trabajar, ella también. Poco tiempo. Parecía que el puñado de historia en común no bastaba. Ella quería escuchar de nuevo su voz tan deseada, ver su mirada cálida y vespertina, yacer en sus brazos. Quería unirlo a su vida, pero le resultaba arduo reinventarse como él deseaba. Se había dado cuenta palmariamente cuál era su modelo de mujer y a contramano de la historia intentó contrariar el destino. No pudo. Él le manifestó los profundos reparos hacia sus costumbres tan intensas, tan urbanas. Ella le ratificó su independencia. Mar del Plata selló la última cita. Desde allí volvieron a sus distantes rutinas.

 

Ríos de amor, historias breves, obstinados encuentros. Tortuosos cursos de amores inolvidables, inevitables pérdidas. Quebradas nacientes, miradas cercanas, promesas de espera. Cascadas rebeldes los destinos disgregados en dos. ¿Hacia dónde los llevaron? Desembocaduras tristes.

© Diana Durán, 17 de octubre de 2022

ENFERMO DE VIRTUALIDAD


Parque Leloir. Street View


Enfermo de virtualidad

Después de que murió Angélica, Vicente quedó devastado. Su compañera de toda la vida. Cuarenta años juntos hasta los sesenta de él y cincuenta y ocho de ella. Su mujer había sido tierna, dulce, mansa y un ama de casa ejemplar; él, leal, sereno, calmo y un trabajador laborioso. Habían tenido un solo hijo, suboficial de la marina que residía con su familia en Ushuaia. Más lejos, imposible. Lo extrañaban mucho, pero sabían que el destino militar era así. Vivían solos pero felices, una existencia sencilla que los había unido en un lazo indestructible de amor.

Angélica y Vicente eran caseros de una quinta muy amplia en Parque Leloir, al oeste del Gran Buenos Aires. Residían allí desde siempre. Por recomendación de su jefe del aserradero que se había clausurado, Vicente había logrado ese trabajo estable que incluía una pequeña pero cómoda casa en la esquina del solar. De esta manera, la pareja había podido abandonar la pobreza de Ituzaingó en la que habían nacido. Contrastes suburbanos, casas quintas, countries, clubes de campo, villas de emergencia. La riqueza y la escasez en compleja mixtura. La labor de él consistía en el mantenimiento y la de ella en la atención de la familia Amuchástegui durante los fines de semana o las vacaciones. Preparar las camas, limpiar la casa principal, hacer algunas comidas. Con el tiempo las estadías se fueron espaciando cuando la familia comenzó a viajar. La propiedad solía alquilarse así que como estaban habituados a recibir y tratar con gente diversa elegida con cuidado por los dueños no se producían problemas graves.

El lugar era muy especial, distintivo por el aire puro debido a la cercanía al INTA de Castelar y sus espaciosos predios agropecuarios. Parque Leloir había surgido a partir de las Haras Thays, famosas por sus cuatrocientos mil árboles plantados a principios del siglo XX. Increíble la forestación del barrio con un trazado de calles de tierra en líneas curvas que se unían en pequeñas rotondas confluyentes en placitas circulares. La cercana a la quinta donde residían tenía la estatua de un resero en el centro a la que con el tiempo se le habían agregado juegos infantiles. Las calles tranquilas, sinuosas y arboladas y las casas ocultas por la vegetación le imprimían al lugar una belleza poco común en los suburbios bonaerenses. Con el tiempo las viviendas se hicieron más ostentosas y visibles, pero la de los Amuchástegui continuaba oculta entre eucaliptos, ceibos, jacarandás, palos borrachos, sauces, lapachos y nogales en una mezcla única de colores y aromas a los que se agregaban los frutales y la huerta al cuidado de los caseros.  

Ella siempre había sido una excelente asistente de la familia que la adoraba. Él, un gran trabajador. Modestos pero felices. La vida les fue tronchada por la enfermedad de Angélica, un cáncer que se la llevó en menos un año. Vicente subsistió inmensamente solo. No había nada que lo consolara, ni los quehaceres, ni la huerta, ni su hijo con sus nietos que habían venido y se habían ido pasados unos días del entierro. El hombre se hundió en una tristeza rayana en depresión. Solo sus labores cotidianas lo mantenían algo activo, aunque las hacía como un autómata sin el dinamismo de otros tiempos. Su existencia no tenía sentido sin Angélica, lo demolía una melancolía pesada, agobiante, permanente.

El médico le había recomendado relacionarse, no podía seguir tan triste como estaba y menos en ese lugar que solo le traía recuerdos de su mujer. El aislamiento no es buen consejero, le había dicho. Vicente a gatas tenía un celular. Nunca se había comprado una computadora. El hijo le recomendó y enseñó a usar WSP y Facebook para estar más comunicados. El hombre transformó en poco tiempo su energía en contacto con la naturaleza en una sumersión en las redes sociales. Se comunicaba con su hijo y sus nietos por WSP. Sus recursos informáticos eran mínimos. Se hizo un perfil con una foto carnet. No incluyó su estado civil, le parecía demasiado sombrío, solo subió como portada la imagen de un rincón forestal de la quinta. Nada más que eso. Al poco tiempo tenía amigos contados con los dedos de la mano, su hijo, su nuera, sus nietos. Uno de ellos le dijo, abuelo te voy a enseñar a usar las redes y así comenzó a usar el buscador, supo de los grupos, los intereses, los juegos, las distintas páginas a las que podía acceder. Encontró a su viejo jefe y le pidió amistad. Exploró el Messenger, pero solo para comunicarse con su familia, aunque era mejor por WSP, mientras tanto seguía a todos ellos a través del Facebook. Después de unos meses harto de retraimiento, Vicente comenzó a enredarse en el mundo virtual. Aceptó amistades que le aparecían como sugeridas, algún amigo de su hijo, de los nietos y de su nuera. Amigos de los amigos. Era un fanático de los “me gusta”.

Facebook era raro para él. ¿Cómo podía ser que se uniera todo el mundo en una gran red? Tan habituado a las relaciones personales, cara a cara. A partir de sus búsquedas empezaron a aparecer sugerencias y por propia inquietud buscó viejos compañeros de la escuela y exploró sus perfiles, aunque por la configuración de cada uno solo podía componer retazos de historias vitales. Vicente no estaba seguro de ligarse a ellos, pero seguía sus acontecimientos. Cada día con mayor intensidad, empujado por la soledad, su existencia comenzó a consistir en vivir la vida de los otros. Por alguna razón no subió ninguna foto con Angélica. Aumentó las amistades, la pertenencia a grupos que poco tenían que ver con su esencia, los vínculos con personas desconocidas, un tejido cada vez más intenso de lazos indeterminados. Vicente dejó de ser Vicente, el que cuidaba de los árboles y la casa, un hombre trabajador y sereno, para transformarse en un adicto a las redes sociales que vivía sumido en un incierto y acelerado mundo virtual.

La huerta resultó mustia y seca, los frutales abichados, el césped del parque crecido, todo abandonado. Estaba enfermo ya no de tristeza sino de miedo, incertidumbre y duda a raíz de las horas que pasaba en las redes alejado de la realidad que lo había mantenido siempre vital. El insomnio lo desesperaba.

Los Amuchástegui le comunicaron con meses de antelación que iban a pasar las fiestas en la quinta con la familia y algunos amigos. Vicente se vio obligado a salir de su encierro para ocuparse del predio. En caso contrario, podría perder su trabajo y quedar en la calle. Le costó mucho hacerlo. Al principio llevaba el celular consigo todo el tiempo. Pasó días sembrando hortalizas y desmalezando las que se habían salvado, cortó el césped, arregló los canteros. A medida que aumentaba el trabajo físico, disminuía su atención por lo virtual. Poco a poco. Más cercano el verano cambió el agua verde de la pileta, blanqueó las paredes, limpió la casa principal, hizo las camas. Al salir a la galería le pareció sentir la fresca presencia de Angélica entre tanto aroma y verdor. Un recuerdo tranquilo y profundo lo invadió. Nada parecido a la vertiginosa virtualidad que lo enfermaba. Cierta mañana un rayo de sol lo despertó. Había dormido profundamente, se hizo unos mates y sintió paz. Salió a recorrer la quinta y vio los avances: los brotes, los pimpollos, los primeros frutos. Sentía que su mujer lo acompañaba. Recuerdos de lo cotidiano vivido juntos. Respiró profundamente y olió el perfume a azahares. Por primera vez no se sintió apesadumbrado. Volvió a su casa. Buscó el celular. Cuando salió se quedó mirándolo unos minutos. No lo usó, siguió con sus tareas y lo dejó olvidado en algún lugar de la quinta. No se hizo problema, ya lo recuperaría.


© Diana Durán. 10 de octubre de 2022

VIAJE AL FUTURO


Valle de Uco. Mendoza. El Portal de Mendoza.


Viaje al futuro

    Sofía se acercó a la esquina arrastrando su valija y paró un taxi. Contaba con el tiempo justo para llegar al aeropuerto. Se había retrasado en la oficina con los pedidos de último momento por lo que tuvo que correr a su departamento en busca del equipaje. Pensó que debía haberlo llevado al trabajo. Justo lo que a ella no le gustaba, las cosas desorganizadas. Tan metódica como era. 

    Había planeado la excursión durante meses. Debía ser un oasis en su vida ajetreada. La facultad en su último año, la tesis a medio terminar. El trabajo contable en una empresa de ropa femenina que le demandaba todo el día. Pasar tres veces por semana de la presencialidad al home office. Reuniones permanentes con jóvenes que recién empezaban y no mostraban suficiente interés laboral. Todo estresante, especialmente en épocas de cambio de temporada. Para colmo, su novio de hacía diez años ya era un verdadero estorbo en su necesidad de independencia. Deseaba liberarse y no podía. Lo quería, pero había perdido la pasión de los primeros tiempos. Habían postergado la convivencia una y mil veces. En realidad, a Sofía le gustaba vivir sola. Demasiada historia juntos los había suspendido en una relación rutinaria y tediosa. Ni siquiera sabía si quería tener hijos. 

    Por eso creía necesario este viaje, para pensar, para meditar, para decidir. Con treinta años debía resolver: o imprimía un cambio de rumbo o seguía por el camino que sus padres habían trazado para su vida. Estudiar, trabajar, ser exitosa, casarse, tener hijos. Sin solución de continuidad y sin respiro. Mucho le había costado mudarse a un departamento propio, aunque le insumiera gran parte de su sueldo. 

   Quiso elegir un lugar lejano para apartarse de esa vida que la frustraba. Guardó las vacaciones de invierno y decidió partir a Mendoza en primavera, la mejor época. Conocer esa ciudad tan pujante y ordenada. Hacer un circuito por las bodegas que estaban de onda en el afamado valle de Uco. Dedicar un día al tour de alta montaña para conocer el valle de Uspallata, los monjes rocosos de los Penitentes, el rojizo cobre del Puente del Inca, la mole del Aconcagua. Sabía que no era época de esquí, solo quería ver paisaje y disfrutar de tiempo para sí. En esas soledades montanas tendría la posibilidad de pensar. Reflexionar sobre un cambio de rumbo. ¿Dejar el trabajo por uno de igual remuneración, pero menos exigente, abandonar a su novio de tantos años? Preguntas que se hacía… En una hora y cincuenta y cinco minutos llegaría al destino cuyano. Estaba todo planificado. 

    Subió al taxi y enseguida se dio cuenta de que era vetusto, un verdadero cascajo que cuando arribó a la avenida Lugones hizo un ruido estrambótico y se detuvo. No hubo caso, no arrancó más. Sofía no podía creer su mala suerte, mejor dicho, su imprevisión por no haber reservado en agencia. Los autos pasaban a toda velocidad y la muchacha estaba desesperada. Era muy peligroso hacer dedo. Llamó a un Uber que le informó llegaría en cinco minutos. Habían pasado quince y lo seguía esperando. Le quedaban otros veinte para que se anunciara el embarque. Pensó que no llegaría. El taxista se disculpaba. Al fin vino el nuevo vehículo que la llevó rápidamente al aeropuerto. Estaba sobre la hora, pensó que perdería el vuelo. Apenas entró a la terminal escuchó que había una huelga repentina de controladores. Agradeció en su interior a los huelguistas y con el corazón en la boca por las peripecias vividas se dispuso a esperar el tiempo que fuera necesario para que se dignaran a levantar el paro imprevisto. Pero no fue así, los vuelos fueron reprogramados. Sofía tuvo que volver a su casa y aguardar al día siguiente para dirigirse al destino anhelado. 

    Había quedado agotada luego de semejante rodeo sumado a las vacaciones frustradas. Entonces lo pensó mejor. Durante una hora se desmoronó en su sillón preferido mirando en el balcón sus plantas cuidadas y florecientes. A través de ellas observó a la gente que iba y venía en una carrera sin fin. Decidió. Desarmó la valija con parsimonia y dispuso postergar la salida de manera indefinida. Sofía resolvió que podía quedarse en su casa a descansar, meditar y decidir lo que hubiera que decidir sin necesidad de andar alocadamente recorriendo caminos. El viaje era otra excusa para aturdirse; su hogar, en cambio, el lugar para aquietar el alterado ritmo de su vida.

© Diana Durán. 6 de octubre de 2022

DE BUENOS AIRES A YOKOHAMA

 


Sakura Gaoka. Yokohama    

De Buenos Aires a Yokohama

La verdad es que nací por casualidad o por magia. Ya tengo doce años, pero todavía no lo sé. Es una historia genial, aunque a veces me ponga triste. Mi mamá es argentina y mi papá japonés.

Las redes sociales tuvieron mucho que ver. Papá era tan buen jugador que un día lo llamaron para formar la selección japonesa. Hizo un gol olímpico que se vio por televisión en el mundial de fútbol que se jugó en Alemania en 2006. Entonces millones de grupos de Facebook y Youtube de todos lados repitieron el video del gol famoso, aunque el equipo japonés cayó en primera ronda. Mi mamá, hincha fanática de fútbol y periodista deportiva, quiso hacerle una nota y tanto insistió que le dieron el número de su celular. Entonces lo llamó y él le respondió en español porque sus padres, o sea mis abuelos, eran argentinos y aunque hablaba un poco mal, porque se había olvidado el idioma, le contó su vida. Kichiro, que así se llama mi papá, tenía un papá tintorero y una mamá ama de casa. Fue muy simpático y se hizo amigo de mi mamá, tanto que la invitó a Japón. Ese viaje debe haber salido millones, pero cuando a mi mamá se le pone algo en la cabeza… Además, mi bisabuelo siempre le daba todos los gustos.

Kichiro le contó a mamá que había vivido en la Argentina, en Boulogne, del otro lado de la autopista, y que por algo feo que había pasado en el 2001 sus padres lo habían llevado de vuelta a Japón. Acá no se podía vivir. En cambio, se ve que mamá sí pudo. ¿A dónde iba a ir?

Mamá que siempre fue muy valiente se tomó un avión que primero paró en Australia y después voló a Japón. Fueron veintiséis horas de viaje. Más que un día. Dicen que mi abuela lloró mucho porque ella se iba, pero igual le hizo a mi mami una torta con los colores de la bandera de Japón, roja y blanca, con una japonesita y una valija de adornos, creo que para que nunca se olvidara de ella. En Japón mamá encontró un mundo fabuloso. La gente usaba guantes y barbijos, sí, barbijos antes de la pandemia, solo para cuidar a las otras personas. Los subtes llegaban a horario a todos lados y las plazas eran muy lindas con juegos que nunca se rompían. Mi papá y mi mamá vivieron en un departamento chiquito que era a prueba de los terremotos que hay en Japón y estaban contentos, pero un día se pelearon mucho y mamá se fue a un ciber de esos donde te podés quedar a dormir. La abuela y mis tíos hablaban con ella todo el tiempo hasta que consiguieron que volviera. Todo esto me contó mamá ahora que soy grande.

Mi mamá antes vivía en Buenos Aires, pero yo nací en un pueblo más chico donde fuimos a vivir con la abuela. Aquí soy muy feliz y juego a la pelota mejor que mi papá, según me dice mi mamá, porque con él jamás jugué y tampoco lo conocí.

    

© Diana Durán, 3 de octubre de 2022

 

NOCHE HELADA

 


    Una nueva noche fría en el barrio. Alejandro Sola. Foto revista


Noche helada 

    Estoy esperando a alguien... Pronto. Urgente. Me siento mal. Una gota resbala por mi frente. Una, dos, tres... cinco gotas. Estoy transpirada y, a la vez, me recorre un gélido temblor. No quiero tener otro ataque. Me siento en el borde de un precipicio. Abajo, la nada misma. ¿Por qué tanto frío? Esa sensación de que me ahogo, de que me mareo. Me voy a desmayar, me siento morir. Me apoyo contra la pared de la esquina, justo en la cortada. De a poco me deslizo y quedo sentada. No me sale la voz, si no gritaría. Por aquí me conocen. Estoy a la vuelta de casa y nadie se percata, no aparecen. Claro, son las diez de la noche. A esta hora están todos de sobremesa o mirando la tele. Yo en cambio tuve la maldita idea de salir sin avisar. Sentía que me asfixiaba. No aguanté. Y ahora quién me ayuda. Sola de toda soledad. Apoyo mi cabeza entre las piernas. Repito, creo que me voy a morir. Estoy desamparada. Por favor, que aparezca alguien. ¡Ayuda! Quien sea. Cualquier persona, alguien. La espera es infinita. Estoy condenada. La noche cada vez más oscura. Ni el farol de la calle me alumbra. Nadie me vio pasar. Es invierno, quién va a cruzar.

    Escucho gritar. Es mi padre enojado, lo reconozco. Rocío, qué te pasa. Levantate. Otra vez te escapaste de noche. Te vas y no decís nada. ¡Qué miércoles te pasa! No te das cuenta de que así no vas a ninguna parte. Tu madre, harta. Nos tenés cansados. Todos pendientes. Siempre la misma historia.

    Así me habla. Yo que lo esperaba. Quiero que me abrace y me ayude a levantar. Quiero su abrigo, su apoyo, su consuelo. En la oscuridad no le puedo explicar, ni siquiera le veo la cara. Él es fuerte y mi muerte no lo acompaña. Es inútil el llanto, no hay respuesta. La noche es helada, pero no congela el dolor.

    Tal vez en la muerte esté la respuesta, no la encuentro en la vida, aunque sé que está, no me elige, no me busca, no es. 


© Diana Durán. 29 de setiembre de 2022



 

HISTORIAS DE SUBURBIOS. CONTRASTES VITALES

 


Suburbio. Street View

Historias de suburbios. Contrastes vitales.

Julia contemplaba su jardín desde la ventana del escritorio en el que componía su novela. La extasiaba ese mundo vegetal creado por sus propias manos, paleta asimétrica y multicolor de lavandas, rosales, margaritas y pequeños arbustos que tras la reja admiraban vecinos y caminantes. La hiedra trepaba perezosa la blanca pared que lindaba con la casa de los vecinos. Gozaba de su invernadero, cubierto de plantines con incipientes brotes que regalaría cuando se tornaran maduros, y del pequeño alero donde colgaban helechos, potus y lazos de amor que se reproducían vivamente por lo que se afanaba en preparar más y más. En una esquina del patio trasero tenía reservado un rectángulo de tierra fértil en el que con solo tirar semillas brotaban plántulas que disponía en diminutas macetas recicladas. Hasta el viejo galpón había renovado con sus ingeniosas manos y era el resguardo de ropas, revistas, herramientas y demás enseres que no entraban en la vivienda.

Su casa, heredada de los abuelos, estaba decorada por sus manos, combinando muebles, cuadros, libros, recuerdos de viajes en perfecta armonía. A los treinta y cinco años Julia se sentía plena en ese cálido hogar con su esposo y su hijo de diez años. Pequeña la familia, pues sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico años atrás. Había borrado de su mente esa triste historia. Los había archivado en su frágil memoria. No se había permitido duelo ni desánimo.  

Era una eficaz emprendedora en las más diversas tareas, fueran laborales o domésticas. Las primeras, entregar los artículos solicitados por la editorial y, a la par, escribir una novela por año, además de dar clases de Lengua y Literatura en un profesorado cercano. También adoraba conversar durante las tardes o fines de semana con los vecinos camino a hacer las compras y a veces tomar mate con alguno de ellos. Podía tratarse de la esposa del tapicero que vivía enfrente, la joven madre de la casa lindera, el jardinero con el que discutía sobre las plantas que quería incorporar al jardín, la tímida muchacha de la esquina cuya cocina relucía, el carpintero al que le encargaba renovar viejos muebles. La anciana dama que residía en una casa de madera prefabricada le contaba coloridas historias de ese barrio suburbano, de casas bajas, arbolado y poco transitado. Comunidad afincada hacía muchos años en la que la mayoría se conocía.    

Su vida placentera. Casada con un hombre querido, honesto y trabajador, compañero en toda circunstancia, y madre de un niño adorado, con el que jugaba todas las tardes después del colegio y acompañaba en las tareas escolares. Una biografía organizada y feliz. Su mente había esfumado por completo el accidente de sus padres. Ni siquiera un retrato había querido disponer entre sus recuerdos.

        Hasta que un día el espejo le devolvió una mirada triste, una mueca en vez de sonrisa, los ojos hundidos y pequeños. Comenzó a sentirse cansada y melancólica. Su alegría, cúmulo de actividades e intereses se desvanecieron en poco tiempo. No sabía por qué. Lo que le estaba sucediendo contrariaba su esencia vital, activa y vivaz. Día tras día se sentía más fatigada. Se despertaba confusa y afligida. No podía comer bien y deseaba seguir durmiendo para no enfrentar lo cotidiano. Ella, la reina de los hábitos diarios, no tenía siquiera fuerzas para levantarse. María, que la ayudaba en las tareas, empezó a reemplazarla paulatinamente en la preparación del desayuno de su hijo y el almuerzo del esposo. A la noche, él cocinaba. Las tareas diarias quedaron relegadas por una apatía que la tenía perpleja. El jardín comenzó a llenarse de malezas mientras las flores terminaron mustias; el invernadero se convirtió en una confusa maraña de plantas que crecían al azar; el galpón se llenó de polvo y telarañas. Julia descubrió que su familia le era ajena y sus vecinos distantes. Ya no los frecuentaba. Casi no salía de la casa y había abandonado la novela. Tuvo que pedir licencia en su trabajo. Permanecía estática y aburrida frente al televisor. Sentía que la vida de los otros, la de su propia familia devenía, mientras que la de ella se había detenido en un páramo incierto. Se había apagado de nostalgias pensando en el accidente de sus padres. Nadie en el barrio la veía pasar. Fue una especie de autoexilio alarmante. Un verdadero destierro. Julia olvidó amigos, contuvo sueños, se esfumó de su natural actividad. Así vivió casi un año.

En la noche deliro. Hadas misteriosas acompañan mi sueño. Auroras boreales disipan su imagen. Duendes imaginarios transitan el bosque umbrío. Caminos intrincados extravían sus rostros. Oscuridades inciertas me envuelven. Y entonces: abrazo el osito de felpa, lloro, sueño. Prefabrico volver a verlos.

Muchas veces Julia se sentó en su escritorio, tantas otras se levantó sin tocar sus trabajos. Poco se asomó a la ventana. Cierta tarde de primavera una pareja de torcazas se posó sobre el arbusto raído. Hicieron un nido. Escuchó sus arrullos. Imaginó que traían un mensaje de sus padres. Los recordó y lloró amargamente. Sollozó durante días cada vez que escuchaba a las palomas. Algunos rayos de sol atravesaron la ventana. Sintió extrañeza y calor. Ayudada de múltiples maneras por su pequeña familia y la terapia que no abandonó, un buen día volvió a su lugar de escritura. Releyó los últimos párrafos de la novela y redactó unas pocas oraciones. Advirtió tras la ventana el abatido estado de su jardín y con esfuerzo infinito tomó la tijera de podar y la pala más pequeña. Salió y notó que sus propias manos podían extraer malezas y pastos altos. Emergieron las plantas abandonadas. Con la pala removió la tierra reseca y la regó. Podó el rosal cuyas ramas se habían estrujado contra el muro. Le costaría retomar su trabajo de jardinería, pero sintió un brote de placer. Durante los días subsiguientes retornó al invernadero y ordenó parte del caos reinante. Entró a la casa y se miró al espejo. Descubrió cierto brillo en su mirada. No más que eso.

Poco a poco regresaron los días de bonanza, cosas concretas que tantear, de nuevo los encuentros en el barrio, de nuevo la confianza. Fue volviendo de a migajas, sintió que podía luchar. Julia recuperó su vida a fuerza de mucha paciencia, esfuerzo y del infinito amor de su esposo e hijo. Comenzó a recordar a sus padres con ternura. Hasta pudo poner su retrato en un esquinero que mandó a hacer especialmente. Volvió a ser Julia, la buena vecina, la del jardín, el invernadero, el galpón y las letras. La madre y esposa que había olvidado ser. De nuevo la vida de los otros se incluyó en la propia. La pareja de torcazas abandonó el nido y voló. Julia recuperó su edén.


© Diana Durán, 19 de setiembre de 2022.

EL PUMA Y LOS NIÑOS

 


Villa del Mar. Foto: Google Street View

El puma y los niños

 

Un puma sigiloso acecha oculto en el amarillo pastizal. Tiene hambre. Sus crías están lejos. Puede andar kilómetros y kilómetros en busca de una presa.

Pablo y Andrés con sus once años ríen y juegan en Villa del Mar cerca de la salina. Están acostumbrados a vagar por la periferia donde el remanso se transforma en pajonal. Conocen cada uno de los rincones de las pocas manzanas del pueblo y son libres de merodear por ellas. Juegan tirando piedras que hacen ondas en la laguna. Se distraen con los cangrejos del barrizal costero, pero saben que no tienen que matarlos. En el lagunajo seco encuentran todo tipo de elementos que le sirven para sus aventuras. Cañas, gomas y maderas son tesoros para ellos. Los guardan en el galpón de una casa abandonada. Recorren el sendero del humedal y el jardín de la fundación que protege a los animales marinos. Alguna vez participaron en el rescate y cuidado de tortugas del mar o pingüinos varados en aguas bajas. Saben la diferencia entre las gaviotas cangrejeras y las cocineras. Persiguen cuises al borde de la ruta apenas saliendo de la Villa. Tampoco los dañan, se divierten corriéndolos.

Un atardecer de sábado los chicos deciden recorrer el sendero del Club Marino. Se acercan para divisar en el horizonte el perfil del puerto con sus chimeneas humeantes. La ciudad parece cada día más cercana. Ellos no entienden por qué. Nunca han ido, pero en la escuela les enseñaron que hay grandes industrias en la urbe portuaria.

De regreso casi de noche ven una sombra en el pajonal. No es liebre ni mulita. Tampoco un perro de la calle. Es muy grande y se mueve lentamente. Los niños se apartan y vuelven a sus casas corriendo. No saben qué es. Nunca han visto algo semejante.

El domingo la curiosidad los lleva a seguir caminando por el perímetro donde el caserío se hace campo, pero ahora tienen un objetivo, saber qué animal es. No tienen miedo. A pocas cuadras de la espesura donde lo vieron el día anterior divisan con claridad una silueta que se mueve acompasadamente. Es como un gato grande que enseguida se oculta. ¡Un puma!, grita Pablo, ¡sí, un puma!, asiente Andrés. Su cabeza redonda, cuerpo grande y alargado, sus orejas erguidas y patas macizas lo distinguen. Pueden verlo fugazmente, porque el felino muy calmo se oculta emitiendo un sonido conocido, como el maullido de un gato. Agitados y orgullosos los chicos corren a sus casas.


Se prometen no decir nada a sus familias para seguir investigando. Al día siguiente vuelven al lugar y se internan en el pajonal. Nuevamente lo divisan. El puma se esconde. Ellos se alejan. Pablo y Andrés deciden contar el gran descubrimiento a sus padres y se arma la batahola. Las familias muy alarmadas se comunican con el delegado de la villa y este con las autoridades municipales. Los medios de la ciudad cercana publican artículos sobre la peligrosidad del ejemplar. Asustan a la gente. Agregan que puede haber otros en las cercanías. Los guardaparques explican el comportamiento de los pumas. La Oficina Ciudadana advierte que nadie debe andar cerca y que si lo ven tienen que avisar inmediatamente a los teléfonos difundidos. Durante varios días buscan al puma. Es necesario rescatarlo, brindarle los cuidados que necesita y devolverlo a su hábitat natural.


Al cuarto día el animal es sacrificado por el padre de Andrés de un escopetazo. El puma fuerte y esbelto yace exánime de un tiro certero. Alivio generalizado. Algunas voces ambientalistas no están de acuerdo. Los niños no pueden creer lo sucedido. Andrés le dice a su amigo que si no lo hubieran contado el puma seguiría vivo. Pablo le reprocha la acción de su padre. Se sienten culpables y a pesar de ello rememoran lo vivido como una gran aventura, aunque sufren mucho la muerte del animal. No lo quieren ver. Los padres de ambos deciden restringirles las salidas. La infancia despreocupada de Pablo y Andrés ha terminado.

 

 

Nota: Los pumas comen ciervos, guanacos, liebres, aves, reptiles pequeños, roedores e incluso insectos. Además, se ha reportado que depreda ganado cuando la urbanización avanza notoriamente sobre su hábitat. Las poblaciones del puma están decreciendo debido, principalmente, a la modificación de su hábitat y a la persecución directa del ser humano, por lo que en un futuro su categoría podría modificarse a una con cierto grado de amenaza o peligro.

© Diana Durán. 12 de setiembre de 2022

 

NOCHES BLANCAS

 


Hospital San Isidro

Noches blancas

Celia organizaba la Nochebuena con toda dedicación. Le encantaba hacerlo. Usaba su mejor vajilla, un centro de mesa con bolas plateadas sobre una bandeja dorada, un velón aromático y ramas de olivo. Este año había cambiado el mantel de brocato blanco por uno rojo de hilo en el que dispuso una tira de pequeñas luces completando la decoración. Iban a estar, su padre, su hijo Adrián y una pareja de amigos entrañables. Pocos, pero, aun así, estaba entusiasmada con los preparativos. A las seis de la tarde había terminado de cocinar y se disponía a descansar un rato cuando su hijo la llamó al celular. Estaba en la casa del abuelo jugando al ajedrez como lo hacía muchas tardes. Celia pensó que le preguntaría si tenía que comprar algo faltante para la cena.

Mamá, el abuelo se siente mal. Tiene dolor de pecho, me asusta ─le dijo Adrián a la madre con voz muy afligida.

Celia se sorprendió porque su padre no tenía antecedentes de alta presión, ni enfermedad cardíaca. El muchachito por orden de la madre llamó a la ambulancia que llegó diez minutos después. Lo trasladarían en forma urgente al Hospital San Isidro. Ella corrió las cinco cuadras que distaban desde su casa a la del padre. Lo hizo sin pensar, como una loca, desbocada, pensando en los peores momentos de su vida. No alcanzó a verlo porque ya se lo habían llevado. Entonces tomó un taxi. En el trayecto intentó sentirse esperanzada. Hoy es Nochebuena, nada malo puede pasar, se repetía incrédula. En el camino habló con su hijo para que fuera a la casa de su mejor amigo y la esperara allí. Adrián con sus escasos quince años protegía a la mamá con gran responsabilidad sobre ella, con la actitud de un hombre.

Celia logró ver a su padre unos minutos en la guardia. Él solo le musitó que no se preocupara por Adriancito, que ya estaba en camino a lo de un amigo en bici. Él mismo se lo había pedido. Coincidencias. Ella le había rogado lo mismo ante su insistencia de acompañarla. Pensar en su nieto frente a una situación así, qué noble actitud, reflexionó Celia.

El padre comenzó a temblar y le pidió una frazada. No hacía frío, lo que la estremeció. Algo no andaba bien y toda la responsabilidad caía sobre ella porque su madre lo había abandonado tres años atrás, después de cuarenta años de matrimonio. Distintas hubieran sido las circunstancias, se dijo, aunque logró disipar enseguida ese pensamiento egoísta. Ahora toda la responsabilidad recaía en ella, su única hija. Se sentía más sola que nunca. Otra vez. ¿Por qué hoy, justo en Nochebuena? Mamá, esta noche tendrías que haber estado con nosotros, invocó con resentimiento.

Lo trasladaron en camilla. Vio pasar al espectro de lo que era su padre. Apenas pudo escuchar unos quejidos irreconocibles al ingreso de la Unidad Coronaria. Nunca lo había escuchado gemir. No era él, no era su papá. Tan jovial, tan sano. Flotaba en el aire una gélida sensación que no podía explicar. De allí en más los acontecimientos se precipitaron. Lo vio de lejos lleno de cables que lo conectaban a la cama. Quedó impactada. Adrián que la llamaba requiriéndole ir al hospital. Ella que no quería someterlo a que viera mal a su abuelo. Los amigos que estaban invitados a la cena pasaron un rato para acompañarla. Celia se sentía igualmente sola. Infinitamente sola.   

Mientras hacía los trámites de ingreso al hospital y más tarde esperando a los médicos, una canción habitaba su mente. No podía evitar repetirla. Era un eco que le traía el pasado. Noches blancas de hospital/Dejad el llanto esta noche/Que el niño está por llegar/Caminante sin hogar/Ven a mi casa esta noche/Que mañana Dios dirá.[1] Los médicos le dijeron que se fuera a su casa. Estaba grave pero estable. Al día siguiente decidirían si podía ser sometido a una cardiocirugía. Ella no pudo. En esa Nochebuena dormitó de a ratos en la sala de espera del primer piso escuchando a lo lejos los festejos navideños. Adrián lo pasó con la familia de su amigo. La noche fue eterna.

La mesa con el mantel rojo quedó tendida e intacta. La comida lista para servir. Los regalos en el árbol. Así encontró Celia su casa esa triste mañana de Navidad en la que se ocupó de guardar todo para volver al hospital donde estaba su padre enfermo. Esta vez la acompañaría Adrián que regresó de la casa del amigo presuroso. Advirtió que el hijo era su norte, su sostén. El jovencito se parecía mucho a su esposo que el año anterior había fallecido en sus brazos.

 

© Diana Durán. 8 de setiembre de 2022.

 

 

 

 

 

 

 



[1] Párrafos de la “Canción para la Navidad”. José Luis Perales.

EL SUR

Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024 EL SUR Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él ...