Noches blancas
Celia organizaba la Nochebuena con toda dedicación. Le
encantaba hacerlo. Usaba su mejor vajilla, un centro de mesa con bolas
plateadas sobre una bandeja dorada, un velón aromático y ramas de olivo. Este
año había cambiado el mantel de brocato blanco por uno rojo de hilo en el que dispuso
una tira de pequeñas luces completando la decoración. Iban a estar, su padre,
su hijo Adrián y una pareja de amigos entrañables. Pocos, pero, aun así, estaba
entusiasmada con los preparativos. A las seis de la tarde había terminado de
cocinar y se disponía a descansar un rato cuando su hijo la llamó al celular. Estaba
en la casa del abuelo jugando al ajedrez como lo hacía muchas tardes. Celia pensó
que le preguntaría si tenía que comprar algo faltante para la cena.
─Mamá, el abuelo se siente mal. Tiene dolor
de pecho, me asusta ─le dijo Adrián a la madre con voz muy afligida.
Celia se sorprendió porque su padre no tenía antecedentes
de alta presión, ni enfermedad cardíaca. El muchachito por orden de la madre
llamó a la ambulancia que llegó diez minutos después. Lo trasladarían en forma
urgente al Hospital San Isidro. Ella corrió las cinco cuadras que distaban desde
su casa a la del padre. Lo hizo sin pensar, como una loca, desbocada, pensando en los peores momentos de su
vida. No alcanzó a verlo porque ya se lo habían llevado. Entonces tomó
un taxi. En el trayecto intentó sentirse esperanzada. Hoy es Nochebuena, nada
malo puede pasar, se repetía incrédula. En el camino habló con su hijo para
que fuera a la casa de su mejor amigo y la esperara allí. Adrián con sus escasos
quince años protegía a la mamá con gran responsabilidad sobre ella, con la actitud
de un hombre.
Celia logró ver a su padre unos minutos en la guardia.
Él solo le musitó que no se preocupara por Adriancito, que ya estaba en camino
a lo de un amigo en bici. Él mismo se lo había pedido. Coincidencias. Ella le
había rogado lo mismo ante su insistencia de acompañarla. Pensar en su nieto frente
a una situación así, qué noble actitud, reflexionó Celia.
El padre comenzó a temblar y le pidió una frazada. No
hacía frío, lo que la estremeció. Algo no andaba bien y toda la responsabilidad
caía sobre ella porque su madre lo había abandonado tres años atrás, después de
cuarenta años de matrimonio. Distintas hubieran sido las circunstancias, se
dijo, aunque logró disipar enseguida ese pensamiento egoísta. Ahora toda la
responsabilidad recaía en ella, su única hija. Se sentía más sola que nunca.
Otra vez. ¿Por qué hoy, justo en Nochebuena? Mamá, esta noche tendrías
que haber estado con nosotros, invocó con resentimiento.
Lo trasladaron en camilla. Vio pasar al espectro de lo
que era su padre. Apenas pudo escuchar unos quejidos irreconocibles al ingreso
de la Unidad Coronaria. Nunca lo había escuchado gemir. No era él, no era su papá.
Tan jovial, tan sano. Flotaba en el aire una gélida sensación que no podía explicar.
De allí en más los acontecimientos se precipitaron. Lo vio de lejos lleno de
cables que lo conectaban a la cama. Quedó impactada. Adrián que la llamaba
requiriéndole ir al hospital. Ella que no quería someterlo a que viera mal a su
abuelo. Los amigos que estaban invitados a la cena pasaron un rato para acompañarla.
Celia se sentía igualmente sola. Infinitamente sola.
Mientras hacía los trámites de ingreso al hospital y
más tarde esperando a los médicos, una canción habitaba su mente. No podía
evitar repetirla. Era un eco que le traía el pasado. Noches blancas de
hospital/Dejad el llanto esta noche/Que el niño está por llegar/Caminante sin
hogar/Ven a mi casa esta noche/Que mañana Dios dirá.[1] Los médicos le
dijeron que se fuera a su casa. Estaba grave pero estable. Al día siguiente
decidirían si podía ser sometido a una cardiocirugía. Ella no pudo. En
esa Nochebuena dormitó de a ratos en la sala de espera del primer piso
escuchando a lo lejos los festejos navideños. Adrián lo pasó con la familia de
su amigo. La noche fue eterna.
La mesa con el mantel rojo quedó tendida e intacta. La
comida lista para servir. Los regalos en el árbol. Así encontró Celia su casa
esa triste mañana de Navidad en la que se ocupó de guardar todo para volver al
hospital donde estaba su padre enfermo. Esta vez la acompañaría Adrián que
regresó de la casa del amigo presuroso. Advirtió que el hijo era su norte, su
sostén. El jovencito se parecía mucho a su esposo que el año anterior había
fallecido en sus brazos.
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