© Diana Durán, 29 de agosto de 2022
DOS NIÑOS EN LA ISLA MACIEL
MI PEQUEÑO ANDRÉS DE LAS SIERRAS
Camino de los artesanos. Villa Giardino. Camino de los artesanos - Destino Punilla
Mi pequeño Andrés de las sierras
Peligroso para sí mismo, decíamos. Andrés subía las escaleras
que llevaban al tejado y trepaba los muros como un gato. Siempre lo
alcanzábamos justo en el momento en que se iba a resbalar y caer. Era el más
simpático, malcriado e inquieto de mi tres hijos.
Un diablillo único al que todos amaban, pero preferían ver de lejos antes que
tener que correrlo.
─Si este niño llega
vivo a los doce años, haremos una fiesta, ─le dije a mi esposo, un poco en
chiste, un poco en serio.
─No para, no para, Andrés es tremendo, ─replicó su padre quejumbroso. Siempre
cuestionaba las correrías del pequeño y teníamos discusiones por mi poca
severidad.
Como mamá me las ingeniaba para que estuviera ocupado a través
del dibujo, los deportes, la música o lo que fuera, hasta acompañándome en las tareas de la casa y las compras en un ir y venir permanentes.
Cualquier acción le resultaba fácil, menos los deberes de la escuela. Si bien
siempre pasaba de grado, le costaba dedicarse a las tareas.
Sin embargo, desde muy pequeño sus habilidades artísticas y
manuales sobresalieron. Podía dibujar con facilidad una lucha entre dinosaurios
o un combate de robots y pintar monstruos fantásticos. Con los bloques armaba
ciudades medievales y campos de batalla. Utilizando un palo de escoba, unos
alambres, un cordel y unos papeles de diario construía un caballo con el que
inventaba hazañas en lugares creados por su imaginación.
Vivíamos en un ambiente propicio para sus aventuras al pie de
las Sierras Chicas en Villa Giardino, a pocas cuadras del Hotel de Luz y Fuerza
donde su padre era administrador. Muchas veces quería llevarlo con él, pero
Andrés no quería saber nada de papeles y encierros de oficina. A los doce años prefería
surcar arroyos, trepar entre las rocas o reposar por unos minutos en las ramas
de algarrobos y chañares. Nada de nuestra quebrada geografía le era ajeno. Valles,
sierras y vertientes, sus lugares preferidos. No lo asustaban las vizcachas,
comadrejas, armadillos, liebres, aves carroñeras o cualquier otro animal
silvestre. Nunca los cazaba, eran sus compañeros de andanzas. Cada uno
representaba un personaje peculiar. Inventaba comadrejas policías, liebres que
nunca ganaban una carrera y urracas campeonas en concursos de belleza.
Empezamos a preocuparnos por él cuando tenía dieciocho años y no
se decidía en la elección de una carrera o un trabajo. Discutíamos con mi
esposo porque andaba vagando por el pueblo y su comarca. A veces tardaba en
volver y el papá se impacientaba, pero finalmente llegaba y a pesar de las
reprimendas no variaba su estilo de vida. Mi esposo lo presionaba para que
trabajara en el hotel con él. Como mamá lo había soñado arquitecto, ingeniero,
geólogo o inventor. Sin embargo, Andrés no podía poner en cauce su propio
torrente de actividad.
Una tarde de domingo se fue de la casa para emprender
sus habituales recorridos, pero esta vez no regresó. Nos embargó la
desesperación. Lo buscamos entre sus amistades, llamamos a la policía,
recorrimos hospitales y todos los lugares conocidos donde acostumbraba a estar.
Nada, ni rastros de nuestro hijo. ¿Qué rumbo había seguido? ¿Habría sufrido un
accidente en las escarpadas sierras o caído en un arroyo torrentoso? Ni pensar
en esa posibilidad que, sin embargo, era plausible. Brigadas de Defensa Civil
recorrieron los sitios más alejados y de difícil acceso. No se supo nada de
Andrés.
Entristecidos
y agotados por la búsqueda imaginamos para calmarnos un viaje lejano en
búsqueda de aventuras. No podíamos creer que le hubiera pasado algo trágico.
Después de unas días de desasosiego Andrés nos llamó diciendo donde estaba: en una cabaña del “Camino de los Artesanos” a pocos
kilómetros de Villa Giardino. Desde hacía tiempo recalaba en la casa de una
pareja de ceramistas que admiraban sus capacidades. Cuando fuimos a buscarlo pudimos
apreciar una colección de pinturas de paisajes y animales serranos para vender hechas por nuestro
hijo durante sus salidas cotidianas. El inquieto Andrés había comenzado una nueva vida entre artistas de
distintos rubros. La mayoría parejas y familias de artesanos. Su mundo creativo se había cristalizado en este bohemio pintor que era hoy.
© Diana Durán. 22 de agosto de 2022.
AMIGOS SIEMPRE
Fuente: Street View
Amigos siempre
Los tres
amigos siempre se reunían en la herrería “La Victoria” a pasar las tardes entre
mates y charlas. José, de cincuenta años, era el dueño del negocio, un hombre bueno,
ocurrente y divertido. Un “gordo querible” y vecino apreciado por la comunidad.
Oscar, dos años más joven, trabajaba en las oficinas de Despacho de la
Municipalidad. Acordaban ideológicamente, lo que no les impedía trenzarse en grandes
discusiones, aunque finalmente terminaban coincidiendo. Franco, un muchacho
fornido que apenas superaba los treinta años era el ayudante del herrero cuando
no hacía changas de albañil. No le preocupaba la política, pero escuchaba
atentamente a los otros dos y muy de vez en cuando emitía alguna opinión. Era
un tipo parco y reservado.
El tema de
conversación sobre las familias de José y Oscar se limitaba a los hijos, no
había anécdota que no relataran. Las “brujas”, como ellos les decían
cariñosamente a sus mujeres, no se nombraban mucho, salvo para contar algún acontecimiento
menor, como cuando habían cocinado algo rico o caído en cierto gasto inútil.
Franco, soltero, solo hablaba de fútbol y un poco de su madre con la que vivía.
Día por medio
se juntaban. Mientras José medía, cortaba, encastraba y forjaba ayudado por Franco,
especialmente con las soldaduras y traslados de piezas pesadas, podían
conversar animadamente. El joven era muy fuerte y resuelto para el
trabajo, capaz de estar horas sin comer ni beber para concluir una labor. Le
decían “la bestia de carga” por su tamaño, potencia y resistencia.
Los debates eran
“para alquilar balcones”. En el negocio, entre rejas, puertas y ventanas, los
tres amigos no se cansaban de las charlas sobre política. Para matizar pasaban
a los sucesos locales ―casamientos, nacimientos, muertes―, pues en esos
temas eran tan chusmas como las mujeres. Más tarde llegaba la hora del truco y
entre mano y mano continuaban parloteando hasta entrada la tarde en que cada
uno volvía a su casa. Vida de pueblo chico donde las rutinas se cumplían
inexorablemente. La ciudad era provinciana y patriarcal. Anclada en la ribera
marítima bonaerense con tantas posibilidades, sin embargo, no emergía de la inercia
que le impedía avanzar. Era el “patio trasero” de la base naval lo que frenaba el
despegue, pero también arrastraba su tímido crecimiento.
―Esta semana, pocos clientes y poca “mosca”. Uno que me
pidió colocar una puerta y otro me trajo la reja de una ventana para arreglar. Esto
tiene que mejorar porque si no “vamos muertos”. Este gobierno nos va a llevar a
la ruina ―comentó José. Corría el final del gobierno de
Alfonsín y la economía empeoraba día a día.
―Yo por
suerte agarré una changa de tres o cuatro meses por lo que tengo laburo extra
―contó satisfecho Franco―, mientras se sacudía el polvillo del overol.
―Nosotros
tapados de expedientes. Me duele la espalda de tanto mover las cajas de una
estantería a la otra. No van a implementar nunca el sistema nuevo. No hubo un
solo intendente que se ocupara de agilizar el papeleo. ¡Cuánto hace que presenté
el proyecto para desburocratizar los trámites!, pero nadie toma el toro
por las astas ―relató Oscar― quien a pesar del trabajo que lo abrumaba se
hacía tiempo para ver cine clásico, escuchar jazz y leer novelas. El “Negro” era
el más leído de los tres que lo escuchaban atentamente cuando se refería a algún
film o a un libro contando sus tramas con lograda oratoria.
―Ay, Negro,
qué interesante lo que decís sobre el Kurosawa y el sufrimiento ante el
abandono y la enfermedad en la película “Vivir”. Ya voy a ver alguno de esos clásicos
cuando tenga tiempo y si es que la bruja me lo permite porque acapara “el tele”
―le decía José, riéndose de su propia chanza. Sin embargo, no lo hacía, le
alcanzaba con escuchar lo que relataba Oscar en la herrería.
―¿Y si el viernes
nos mandamos un asado? Yo me ocupo de comprar la carne y ustedes traigan
la bebida ―propuso el herrero que siempre llevaba la delantera en las invitaciones
a comer. Los amigos aprobaron la moción.
Entre los tres
se comían unos asados opulentos que incluían chorizos, morcillas, chinchulines
y unos buenos tintos. No faltaba el pan, pero la ensalada brillaba por su
ausencia y comían en unas tablitas de madera y con unos cubiertos bien
afilados. A José se le notaba una barriga prominente. Oscar fumaba como una
chimenea y Franco se hacía malasangre por cualquier cosa. Aunque la inflación
arreciaba, los amigos se daban sus buenos banquetes que matizaban con picadas
de queso y salamines, matambres a la pizza o pollos al disco bien condimentados.
Las
cosas se estaban poniendo bravas en el país lo que daba pie a diálogos en los
que José comía y se ponía rojo, Oscar fumaba más que nunca y Franco se tragaba los
nervios callado y melancólico. Sin embargo, en ese pueblo pequeño y tranquilo,
no llegaba el fragor de las grandes ciudades y los amigos podían disfrutar de
sus encuentros.
Un atardecer
de domingo la hija mayor de José llamó al Negro acongojada.
―Hola
Oscar, vení al hospital, te necesitamos, papá está internado. No sabemos
qué tiene. Se desmayó en casa después del almuerzo. Vení, por favor, mamá pide
por vos ―le dijo llorando. El amigo voló al sanatorio adonde llegó en diez
minutos. Durante el viaje le pasaron mil imágenes de charlas, comilonas y
risotadas. Al llegar abrazó fuerte a cada uno de los hijos y se dirigió a la
esposa con quien había sido compañeros del colegio.
―¿Qué
pasó, qué te dijeron los médicos? ―preguntó Oscar tomándola de ambas manos.
―Que
no saben cómo no le sucedió esto antes con los niveles de colesterol,
hipertensión y todo lo que descubrieron en los análisis ―respondió
acongojada. No había terminado la frase cuando se abrió la puerta de terapia
intensiva y dos médicos se dirigieron lentamente a la mujer.
―Señora,
fue un infarto masivo. No hubo nada que hacer.
Oscar
tuvo que sostener a la familia frente a la peor desgracia. Debía ocuparse del
velorio y demás cuestiones. Era el amigo más cercano junto a Franco que hizo la
señal de acompañarlo si bien no había emitido palabra desde su llegada al
hospital.
Cuando
iban a hacer los trámites Oscar detuvo el auto unos minutos frente a la
herrería y prendió un cigarrillo mientras Franco continuaba mudo e inclinaba su
cabeza entre las piernas. Luego arrancó y tiró con furia la colilla por la
ventana.
© Diana Durán, 15 de agosto de 2022
TRAS LA MESA DEL CAFÉ
Plaza. Fotografía de Héctor Correa.
TRAS LA MESA DEL CAFÉ
MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama
Mujer en las yungas. Foto: Héctor Correa
MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama
Verdes,
profusos verdes de todas las tonalidades, esmeralda, aguamarina, pasto, pino,
oliva y manzana. Amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor alternando en
pisos hasta los prados más altos. Los inefables grises y blancos del cielo cuando
bajan las nubes y envuelven los cerros. La policromía de las yungas. Selva,
bosque y pastizales. Lianas, helechos y los troncos tan altos que parecen llegar
al sol.
La
abuela Amancia con su pollera violeta, su poncho marrón y su gorro con guarda
naranja acompañaba ese entorno único. No descansaba nunca. Sabe Dios quién le
daba esas fuerzas sobrenaturales. Cocinaba locro y empanadas cuando había
dinero y tortillas de harina y grasa cuando no. Tejía en el telar y remendaba
nuestra gastada ropa. Cuidaba el gallinero. Mantenía limpio el rancho. Solo dejaba
el pequeño predio cuando a veces nos acompañaba a arriar las cabras. Entonces
caminaba lento detrás de nosotros, sus dos nietos adolescentes, por los
senderos del bosque hasta el abra. Allí gozaba de los atardeceres de Villa San
Lorenzo y muy lejos, casi en el horizonte, miraba melancólica el perfil de Salta
la linda. Se sentaba en un tronco seguramente extrañando a su hija, mi madre.
Ella trabajaba en la gran ciudad para enviarnos dinero mientras mi padre yacía
en un catre postrado por el alcohol o la pereza. A veces trabajaba en la zafra,
entonces marchaba y nos quedábamos con la abuela. Fue siempre el pilar de la
familia. No recuerdo al abuelo, se debe haber ido como mi padre. Desde el abra
se veía la gran capital que la abuela solo había conocido en tres oportunidades,
cuando estuvo enferma por el Chagas y cuando cuidó de mi madre al darnos a luz.
La
abuela, con su tez ajada y sus cabellos blancos, miraba más hacia la tierra que
al cielo. Siempre agachada para mantener el rebelde sembradío entre las rocas
del Cerro de la Cruz. Por esa razón se estaba encorvando. Tal vez se encoge
por la edad, pensaba yo y me ponía un poco triste. Vivíamos en un rancho de
madera con un toldo de plástico negro que cubría el techo frágil. En un
ambiente apenas separado por cortinas raídas donde dormía con mi hermano y la
abuela. También mi padre cuando estaba. Ella golpeaba con un palo las mantas
para orearlas y arrancarle el polvo que las cubría. Cuando la lluvia las mojaba
las ventilaba para que se secaran. La oscura morada contrastaba con el tornasolado
bosque que se volvía selva hacia el Este. Íbamos bajando la cuesta treinta
cuadras hasta el colegio en la villa sobre la ruta. Así de simple era nuestra
vida.
Poco
a poco nuestra tierra quedó en el medio del circuito turístico, aislada entre
barrios privados y hoteles lujosos que se expandían sin cesar. Hasta entonces ninguno
de nosotros renegaba de la pobreza. Bello era andar entre los cerros guiando
las cabras o descubriendo pájaros, zorros y llamas. Pero a medida que aumentaba
el turismo y las nuevas construcciones, se producían derrumbes y hasta
aluviones. El bosque se iba raleando cada vez más. Demasiado cemento,
decía la abuela. No entendía la jarana de los aladeltistas que subían por los
senderos hasta el abra. ¿Para qué romperse los huesos?, se preguntaba
la abuela y nos hacía reír porque tenía razón. Sabíamos que algunos solían caer
por las pendientes. Otros se perdían en los circuitos de la montaña.
Una
tarde subimos con mi hermano a traer las cabras. La abuela nos acompañó
lentamente y se sentó enseguida en el pastizal mirando el horizonte. Se la
notaba cansada. Mientras nos alejábamos vimos que se había recostado. Al regresar
quedamos paralizados. Había muerto la querida abuela Amancia. Entonces dejamos
la Villa San Lorenzo y nos fuimos a Salta con mamá.
Grises,
oscuros grises de la gran ciudad a pesar del color ladrillo de las tejas, el
marrón de los balcones, el ocre de las iglesias y los pequeños recuadros verdes
de algunas plazas. El gris de la pobreza urbana.
© Diana Durán, 1 de agosto de 2022.
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