DOS NIÑOS EN LA ISLA MACIEL


Isla Maciel. Street View

DOS NIÑOS EN LA ISLA MACIEL

Trabajo con los Suárez antes de que nacieran sus dos hijos. Primero vivían en Congreso y era más fácil. Ahora se me hace trabajoso viajar desde la Isla Maciel a Olivos. Tengo que cruzar el Riachuelo en la canoa que lo atraviesa bajo el Puente Negro, tomar un colectivo hasta Retiro y de allí el tren a Olivos. Cuatro horas de ida y vuelta. Es muy cansador, pero la verdad es que estoy muy encariñada con Juan Manuel y Mariano. No los quiero dejar, pobrecitos, tienen solo seis y ocho años y yo soy su mamá postiza. Che angá[1]. Me gusta prepararles lo que me piden, milanesas con papas fritas, pastel de papas o empanadas de jamón y queso. Les enseñé a comer tortas fritas en los días fríos y lluviosos. Si los habré llevado al colegio, la plaza y a pasear por el barrio. No quiero ser chismosa pero la señora se podría ocupar un poco más de ellos, aunque es buena porque siempre me regala ropa o algún adorno que me gusta. A veces me pide que me los lleve porque sale con el marido. Yo no tengo problema, me los traigo a las casas porque sé que van a estar bien y además son unos pesos más por hora.

─¿Mañana vamos a tu casa, Flora? ─me pregunta Juan Manuel. 

Le contesto que sí y la alegría del niño me pone feliz. Me dice que le gustan las casitas de colores donde vivo y también cómo bailamos chamamé en familia. 

Vivimos con mi esposo, mis dos hijos, Nelly y Antonio, y mi hermana soltera, la Ñata, en la Isla Maciel. Nos arreglamos bien a pesar de que no hace mucho que vinimos de Encarnación y lo que conseguimos es por un tiempo porque el frío y la lluvia atraviesan las rendijas de la pared y el techo. Mi casa tiene un solo dormitorio y una cocina comedor donde el Cholo tiene su taller. Dormimos los cinco en la misma habitación, pero en camas separadas por cortinas. Cuando no encuentra changas en la construcción mi marido trabaja en casa arreglando aparatos eléctricos chicos porque el lugar no da para más. 

Le digo a la Ñata que el Cholo va a tener que mejorar la casilla o nos tendremos que mudar pronto si las cosas mejoran, o al menos comprar un ventilador de techo por el calor del verano. También habrá que construir el baño adentro de la casa porque ya estoy cansada de ir afuera. Según cuentan van a terminar los departamentos de Avellaneda adonde nos van a mudar. La Ñata me responde que va a pasar un año hasta que terminen el nuevo barrio.

Me acostumbré a vivir oliendo el Riachuelo a pesar de que ya no hay curtiembres ni frigoríficos como antes. Quedó un olor que se te mete en el cuerpo. No hay baño ni perfume que lo tape. Isla Maciel es como la Boca, pero más pequeña y menos turística. Aquí vive mi familia, mis hermanos, mis cuñados y mis sobrinos. Por eso estamos bien. Nos reunimos los domingos a almorzar sopa paraguaya o fideos caseros y tomar mate con chipá. Cuando se cobra la quincena se puede hacer un buen asadito. Si estoy engordando de tanto comer. Con la miseria que pasamos en Paraguay estaba flaca como un yvyra[2]. Después jugamos al truco y bailamos chamamé. 

Las mujeres de la familia trabajamos en casas particulares de señoras que se conocen y nos fueron recomendando. Dicen que en la Isla Maciel hay prostíbulos y zonas de mucho delito (“liberadas” le dicen) pero nosotros no nos mezclamos con esa gente. Nuestro único gran problema, más allá del dinero que lo resolvemos trabajando y con la familia, es la inundación del Riachuelo que nos obliga a evacuar y muchas veces perdemos lo que tanto nos cuesta comprar.

Le cuento a la Nelly que el viernes vendrán los niños a las casas y que le voy a pedir a la Ñata si me hace el favor de dormir en lo de Eusebia así podemos dejar su cama para ellos. 

 ─Sí mami, como usted diga. ¡Qué lindo que vengan los niños! Voy a preparar un rico flan para ellos ─me contesta, siempre de buena gana con esa sonrisa hermosa. 

El viernes los señores nos llevan en auto a Retiro de camino a su fiesta. Me alegro mucho porque queda menos trecho para llegar a las casas. 

─Niños, no se separen de mi lado, vamos siempre de la mano. Juanma te suelto solo unos segundos para sacar el pasaje ─le ordeno a los niños. 

─¡Sí, Flora! ¡Quietitos! ─responden a la vez y empiezan las preguntas que siempre me hacen reír. 

─Flora, ¿qué comemos hoy? Flora, ¿podemos ver tele en tu casa? ¿vamos a jugar a las cartas? Flora, ¿va a estar la Ñata?, ¿y Nelly? Son tan cariñosos. Les cuento que la Nelly les preparó un flan con dulce de leche y saltan de alegría.  

 ─Ahora más tranquilos los dos, por favor, que tenemos que tomar la canoa─ les digo por precaución. Esta es la parte del viaje que me da un poco de miedo. Que alguno se caiga al agua, ay no, Santa Patrona de Caacupé, protégelos. 

El Riachuelo está calmo así que no hay nada que temer. Los abrazo fuerte, pero ellos ya han hecho el cruce muchas veces. No tengo que preocuparme. En el medio del río comienza a chispear. No me preocupo mucho porque es apenas una llovizna. Juan Manuel y Mariano están contentos. Bajamos en la orilla y la lluvia comienza a ser más fuerte. Ya es un chaparrón. Llegamos a las casas saltando charcos. Allí nos esperan el Cholo y la Nelly con la salamandra prendida y la comida preparada. Comemos bajo un ruido tremendo en las chapas del techo.

─Flora, me gusta el ruido de la lluvia ─dice inocentemente Juan Manuel. 

La casa parece que se va a venir abajo. Hay truenos y relámpagos. Se corta la luz. Los chicos no tienen miedo, al contrario, se divierten con lo que pasa, pero yo sé lo que se viene. Todo pasa muy rápido. El Cholo, Nelly y Antonio, la Ñata que vino enseguida, y yo enfrentamos la inundación. Sabemos qué hacer. Los dos hombres suben la heladera a la mesa y levantan cada uno de los muebles sobre ladrillos. Nosotras doblamos los colchones y los subimos al ropero, metemos en bolsas de plástico la ropa y los alimentos que podemos, nos ponemos botas y pilotos de plástico. Por último, con vergüenza infinita nos autoevacuamos en la parroquia Nuestra Señora de Fátima. Los niños a salvo. Ñandejara. Ñandejara[3]. 

[1] Che angá: mi alma en guaraní
[2] Yvyrá: palo 
[3] Oh Dios, en guaraní.

 © Diana Durán, 29 de agosto de 2022

MI PEQUEÑO ANDRÉS DE LAS SIERRAS

 


Camino de los artesanos. Villa Giardino. Camino de los artesanos - Destino Punilla

Mi pequeño Andrés de las sierras

 

Peligroso para sí mismo, decíamos. Andrés subía las escaleras que llevaban al tejado y trepaba los muros como un gato. Siempre lo alcanzábamos justo en el momento en que se iba a resbalar y caer. Era el más simpático, malcriado e inquieto de mi tres hijos. Un diablillo único al que todos amaban, pero preferían ver de lejos antes que tener que correrlo. 


Si este niño llega vivo a los doce años, haremos una fiesta, ─le dije a mi esposo, un poco en chiste, un poco en serio.


No para, no para, Andrés es tremendo, ─replicó su padre quejumbroso. Siempre cuestionaba las correrías del pequeño y teníamos discusiones por mi poca severidad.


Como mamá me las ingeniaba para que estuviera ocupado a través del dibujo, los deportes, la música o lo que fuera, hasta acompañándome en las tareas de la casa y las compras en un ir y venir permanentes. Cualquier acción le resultaba fácil, menos los deberes de la escuela. Si bien siempre pasaba de grado, le costaba dedicarse a las tareas.


Sin embargo, desde muy pequeño sus habilidades artísticas y manuales sobresalieron. Podía dibujar con facilidad una lucha entre dinosaurios o un combate de robots y pintar monstruos fantásticos. Con los bloques armaba ciudades medievales y campos de batalla. Utilizando un palo de escoba, unos alambres, un cordel y unos papeles de diario construía un caballo con el que inventaba hazañas en lugares creados por su imaginación.


Vivíamos en un ambiente propicio para sus aventuras al pie de las Sierras Chicas en Villa Giardino, a pocas cuadras del Hotel de Luz y Fuerza donde su padre era administrador. Muchas veces quería llevarlo con él, pero Andrés no quería saber nada de papeles y encierros de oficina. A los doce años prefería surcar arroyos, trepar entre las rocas o reposar por unos minutos en las ramas de algarrobos y chañares. Nada de nuestra quebrada geografía le era ajeno. Valles, sierras y vertientes, sus lugares preferidos. No lo asustaban las vizcachas, comadrejas, armadillos, liebres, aves carroñeras o cualquier otro animal silvestre. Nunca los cazaba, eran sus compañeros de andanzas. Cada uno representaba un personaje peculiar. Inventaba comadrejas policías, liebres que nunca ganaban una carrera y urracas campeonas en concursos de belleza.


Empezamos a preocuparnos por él cuando tenía dieciocho años y no se decidía en la elección de una carrera o un trabajo. Discutíamos con mi esposo porque andaba vagando por el pueblo y su comarca. A veces tardaba en volver y el papá se impacientaba, pero finalmente llegaba y a pesar de las reprimendas no variaba su estilo de vida. Mi esposo lo presionaba para que trabajara en el hotel con él. Como mamá lo había soñado arquitecto, ingeniero, geólogo o inventor. Sin embargo, Andrés no podía poner en cauce su propio torrente de actividad. 


Una tarde de domingo se fue de la casa para emprender sus habituales recorridos, pero esta vez no regresó. Nos embargó la desesperación. Lo buscamos entre sus amistades, llamamos a la policía, recorrimos hospitales y todos los lugares conocidos donde acostumbraba a estar. Nada, ni rastros de nuestro hijo. ¿Qué rumbo había seguido? ¿Habría sufrido un accidente en las escarpadas sierras o caído en un arroyo torrentoso? Ni pensar en esa posibilidad que, sin embargo, era plausible. Brigadas de Defensa Civil recorrieron los sitios más alejados y de difícil acceso. No se supo nada de Andrés.


Entristecidos y agotados por la búsqueda imaginamos para calmarnos un viaje lejano en búsqueda de aventuras. No podíamos creer que le hubiera pasado algo trágico. Después de unas días de desasosiego Andrés nos llamó diciendo donde estaba: en una cabaña del “Camino de los Artesanos” a pocos kilómetros de Villa Giardino. Desde hacía tiempo recalaba en la casa de una pareja de ceramistas que admiraban sus capacidades. Cuando fuimos a buscarlo pudimos apreciar una colección de pinturas de paisajes y animales serranos para vender hechas por nuestro hijo durante sus salidas cotidianas. El inquieto Andrés había comenzado una nueva vida entre artistas de distintos rubros. La mayoría parejas y familias de artesanos. Su mundo creativo se había cristalizado en este bohemio pintor que era hoy.


© Diana Durán. 22 de agosto de 2022.


AMIGOS SIEMPRE

 


Fuente: Street View

Amigos siempre


    Los tres amigos siempre se reunían en la herrería “La Victoria” a pasar las tardes entre mates y charlas. José, de cincuenta años, era el dueño del negocio, un hombre bueno, ocurrente y divertido. Un “gordo querible” y vecino apreciado por la comunidad. Oscar, dos años más joven, trabajaba en las oficinas de Despacho de la Municipalidad. Acordaban ideológicamente, lo que no les impedía trenzarse en grandes discusiones, aunque finalmente terminaban coincidiendo. Franco, un muchacho fornido que apenas superaba los treinta años era el ayudante del herrero cuando no hacía changas de albañil. No le preocupaba la política, pero escuchaba atentamente a los otros dos y muy de vez en cuando emitía alguna opinión. Era un tipo parco y reservado.

    El tema de conversación sobre las familias de José y Oscar se limitaba a los hijos, no había anécdota que no relataran. Las “brujas”, como ellos les decían cariñosamente a sus mujeres, no se nombraban mucho, salvo para contar algún acontecimiento menor, como cuando habían cocinado algo rico o caído en cierto gasto inútil. Franco, soltero, solo hablaba de fútbol y un poco de su madre con la que vivía.

   Día por medio se juntaban. Mientras José medía, cortaba, encastraba y forjaba ayudado por Franco, especialmente con las soldaduras y traslados de piezas pesadas, podían conversar animadamente. El joven era muy fuerte y resuelto para el trabajo, capaz de estar horas sin comer ni beber para concluir una labor. Le decían “la bestia de carga” por su tamaño, potencia y resistencia.

    Los debates eran “para alquilar balcones”. En el negocio, entre rejas, puertas y ventanas, los tres amigos no se cansaban de las charlas sobre política. Para matizar pasaban a los sucesos locales ―casamientos, nacimientos, muertes―, pues en esos temas eran tan chusmas como las mujeres. Más tarde llegaba la hora del truco y entre mano y mano continuaban parloteando hasta entrada la tarde en que cada uno volvía a su casa. Vida de pueblo chico donde las rutinas se cumplían inexorablemente. La ciudad era provinciana y patriarcal. Anclada en la ribera marítima bonaerense con tantas posibilidades, sin embargo, no emergía de la inercia que le impedía avanzar. Era el “patio trasero” de la base naval lo que frenaba el despegue, pero también arrastraba su tímido crecimiento.

    Esta semana, pocos clientes y poca “mosca”. Uno que me pidió colocar una puerta y otro me trajo la reja de una ventana para arreglar. Esto tiene que mejorar porque si no “vamos muertos”. Este gobierno nos va a llevar a la ruina ―comentó José. Corría el final del gobierno de Alfonsín y la economía empeoraba día a día.

    Yo por suerte agarré una changa de tres o cuatro meses por lo que tengo laburo extra ―contó satisfecho Franco―, mientras se sacudía el polvillo del overol.

    Nosotros tapados de expedientes. Me duele la espalda de tanto mover las cajas de una estantería a la otra. No van a implementar nunca el sistema nuevo. No hubo un solo intendente que se ocupara de agilizar el papeleo. ¡Cuánto hace que presenté el proyecto para desburocratizar los trámites!, pero nadie toma el toro por las astas ―relató Oscar― quien a pesar del trabajo que lo abrumaba se hacía tiempo para ver cine clásico, escuchar jazz y leer novelas. El “Negro” era el más leído de los tres que lo escuchaban atentamente cuando se refería a algún film o a un libro contando sus tramas con lograda oratoria.

    Ay, Negro, qué interesante lo que decís sobre el Kurosawa y el sufrimiento ante el abandono y la enfermedad en la película “Vivir”. Ya voy a ver alguno de esos clásicos cuando tenga tiempo y si es que la bruja me lo permite porque acapara “el tele” ―le decía José, riéndose de su propia chanza. Sin embargo, no lo hacía, le alcanzaba con escuchar lo que relataba Oscar en la herrería.

   ―¿Y si el viernes nos mandamos un asado? Yo me ocupo de comprar la carne y ustedes traigan la bebida ―propuso el herrero que siempre llevaba la delantera en las invitaciones a comer.  Los amigos aprobaron la moción.

   Entre los tres se comían unos asados opulentos que incluían chorizos, morcillas, chinchulines y unos buenos tintos. No faltaba el pan, pero la ensalada brillaba por su ausencia y comían en unas tablitas de madera y con unos cubiertos bien afilados. A José se le notaba una barriga prominente. Oscar fumaba como una chimenea y Franco se hacía malasangre por cualquier cosa. Aunque la inflación arreciaba, los amigos se daban sus buenos banquetes que matizaban con picadas de queso y salamines, matambres a la pizza o pollos al disco bien condimentados.

    Las cosas se estaban poniendo bravas en el país lo que daba pie a diálogos en los que José comía y se ponía rojo, Oscar fumaba más que nunca y Franco se tragaba los nervios callado y melancólico. Sin embargo, en ese pueblo pequeño y tranquilo, no llegaba el fragor de las grandes ciudades y los amigos podían disfrutar de sus encuentros.

   Un atardecer de domingo la hija mayor de José llamó al Negro acongojada.

  Hola Oscar, vení al hospital, te necesitamos, papá está internado. No sabemos qué tiene. Se desmayó en casa después del almuerzo. Vení, por favor, mamá pide por vos ―le dijo llorando. El amigo voló al sanatorio adonde llegó en diez minutos. Durante el viaje le pasaron mil imágenes de charlas, comilonas y risotadas. Al llegar abrazó fuerte a cada uno de los hijos y se dirigió a la esposa con quien había sido compañeros del colegio.

  ―¿Qué pasó, qué te dijeron los médicos? ―preguntó Oscar tomándola de ambas manos.

  ―Que no saben cómo no le sucedió esto antes con los niveles de colesterol, hipertensión y todo lo que descubrieron en los análisis ―respondió acongojada. No había terminado la frase cuando se abrió la puerta de terapia intensiva y dos médicos se dirigieron lentamente a la mujer.

    Señora, fue un infarto masivo. No hubo nada que hacer.

  Oscar tuvo que sostener a la familia frente a la peor desgracia. Debía ocuparse del velorio y demás cuestiones. Era el amigo más cercano junto a Franco que hizo la señal de acompañarlo si bien no había emitido palabra desde su llegada al hospital.

   Cuando iban a hacer los trámites Oscar detuvo el auto unos minutos frente a la herrería y prendió un cigarrillo mientras Franco continuaba mudo e inclinaba su cabeza entre las piernas. Luego arrancó y tiró con furia la colilla por la ventana.


  © Diana Durán, 15 de agosto de 2022

 

 

TRAS LA MESA DEL CAFÉ

 




Plaza. Fotografía de Héctor Correa.


TRAS LA MESA DEL CAFÉ


Sueños prometidos tras la mesa del café. Serán los diálogos eternos. Las historias, deleites compartidos. 

Las casas de paredes blancas y techos multicolores se diseminaban en la aldea que trepaba la colina allende el mar. El sitio tenía la particularidad de que la plaza principal estaba ubicada de tal manera que daba al campo en el este y al mar en el oeste. Vista privilegiada que los lugareños no apreciaban lo suficiente, ocupados en sus tareas cotidianas. 

Vivían en el pueblo Mario y Alejandra con sus sueños prometidos tras la mesa del café. Otras vidas, otros rumbos, circulares, elípticos, divergentes, retomados al azar después del viaje aquel. 

La función principal del poblado era ser estación ferroviaria, lo que le daba vida y sentido. La causa de su fundación. Su razón de ser. Pero, en la década de los noventa, llegaron malas noticias. El posible levantamiento del ramal, dijeron. Así fue. No hubo posibilidad de reclamar. Con la estación cerrada, el jefe se reinventó y partió hacia un destino itinerante. El operario de vías emigró con su familia a una ciudad cercana donde podía hacer changas. Los jóvenes comenzaron a irse en búsqueda de nuevas alternativas. Solo fueron quedando viejos, adolescentes y niños. Una verdadera sangría humana. Subsistieron los maestros de la escuela primaria y los profesores de la secundaria agrícola que alternaban su estadía semanalmente. El médico acabó atendiendo según lo llamaran por alguna emergencia. Las ventas del almacén de ramos generales habían decaído estrepitosamente y hasta el cura comenzó a ir a la capilla solo los domingos para dar misa. No había mucho que hacer. La somnolencia y la quietud embargaron el lugar, antes promisorio. La mayoría de las viviendas se habían deshabitado. 

Mientras tanto, Mario y Alejandra vivían en una casa luminosa, llena de libros, historias, reporters apilados, folletos de viajes, melodías que los arrullaban. Silencioso escritorio y los escritos. La heredada vajilla y los adornos de la abuela, tan queridos. El encuentro del mate y los puchos, miradas, manos, contactos. La ilusión era quedarse. Lo racional, partir. Sueños prometidos tras la mesa del café. 

A la vieja estación de servicio le había quedado un solo surtidor de nafta junto a un bar rústico que oficiaba de punto de reunión. Los chacareros de los predios aledaños se reunían allí muy de vez en cuando para tratar algún tema común: los caminos rurales o el precio de los granos. Ante la dramática situación del éxodo se decidió realizar una reunión en el bar. Allí se congregaron el delegado municipal, la directora de la escuela primaria y el director de la agropecuaria. También asistieron el encargado del silo y algunos viejos vecinos de las familias locales. Se juntaron alrededor de las sencillas mesas para tomar un vaso de caña o un café mientras trataban la vital cuestión. Estaban tan afligidos que ni siquiera tenían ánimo para matear. 

―Si seguimos así vamos a desaparecer, ―dijo el almacenero apenado. 
―Tenemos que tomar medidas urgentes. La escuela sigue perdiendo alumnos. Los chicos que quedan están deprimidos, ―contestó el director―. Esto no da para más. Es una desgracia. 
―Temo que, si no pensamos en algún proyecto para nuestro lugar, se van a ir todos, me incluyo, ―sentenció el dueño de la estación de servicio. 

 Así siguieron dialogando e incluso discutieron acaloradamente sobre el asunto hasta que llegaron a la ingrata conclusión de que no había nada que hacer. A nadie se le ocurría una solución. Levantaron la reunión y se fueron a sus casas. El pueblo tan bello con vistas al mar y al campo estaba condenado. Quedaban solo doscientas personas que lo abandonarían inexorablemente. Si los adultos no encontraban un rumbo, para los adolescentes era aún peor. Se temían depresiones masivas. El hijo de un puestero y alumno de la agropecuaria se había escapado de la casa. Lo encontró la policía rural en un barranco ebrio y muy lastimado. El hecho cubrió a todos de un manto de tristeza y desolación incluso mayor. 

No reparaban en Mario y Alejandra y sus sueños prometidos tras la mesa del café. Ideales compartidos. Ellos decidieron quedarse y construir con la herencia del bisabuelo de Alejandra, uno de los primeros habitantes del lugar, un hotel de turismo rural. En él reunieron todas sus expectativas, los sueños, los viajes, la vajilla, las tradiciones. 

Entonces se produjo el milagro. La aldea revivió. El hotel atrajo a turistas primero de los alrededores y luego de la región. Promovió múltiples actividades que dieron vuelta la historia. La escuela agropecuaria volvió a tener alumnos. Se realizaron ferias con sus productos, dulces, quesos, verduras frescas e, incluso, artesanías que las mujeres del lugar decidieron sacar a la luz. Aburridas las habían acumulado en sus casas sin pensar en venderlas. La estación ferroviaria se transformó con el tiempo en un museo histórico a cargo del jefe que volvió al poblado. El médico decidió que podía reinstalarse y el cura se estableció de nuevo en la capilla. La plaza “del Este y el Oeste” se transformó en el mayor atractivo con su doble paisaje de la llanura al naciente y el mar al poniente, por lo que los visitantes admiraban el amanecer en el llano y el atardecer en el horizonte marino. 

Sueños cumplidos junto a la mesa del café. Lloverá maná, entrará luz y hallarán la huella. Al final, será simiente. Así llamaron Mario y Alejandra al hotel que devolvió la vida al lugar. “Simiente”.


© Diana Durán, 8 de agosto de 2022

MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama

 


Mujer en las yungas. Foto: Héctor Correa


MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama

    Verdes, profusos verdes de todas las tonalidades, esmeralda, aguamarina, pasto, pino, oliva y manzana. Amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor alternando en pisos hasta los prados más altos. Los inefables grises y blancos del cielo cuando bajan las nubes y envuelven los cerros. La policromía de las yungas. Selva, bosque y pastizales. Lianas, helechos y los troncos tan altos que parecen llegar al sol.

    La abuela Amancia con su pollera violeta, su poncho marrón y su gorro con guarda naranja acompañaba ese entorno único. No descansaba nunca. Sabe Dios quién le daba esas fuerzas sobrenaturales. Cocinaba locro y empanadas cuando había dinero y tortillas de harina y grasa cuando no. Tejía en el telar y remendaba nuestra gastada ropa. Cuidaba el gallinero. Mantenía limpio el rancho. Solo dejaba el pequeño predio cuando a veces nos acompañaba a arriar las cabras. Entonces caminaba lento detrás de nosotros, sus dos nietos adolescentes, por los senderos del bosque hasta el abra. Allí gozaba de los atardeceres de Villa San Lorenzo y muy lejos, casi en el horizonte, miraba melancólica el perfil de Salta la linda. Se sentaba en un tronco seguramente extrañando a su hija, mi madre. Ella trabajaba en la gran ciudad para enviarnos dinero mientras mi padre yacía en un catre postrado por el alcohol o la pereza. A veces trabajaba en la zafra, entonces marchaba y nos quedábamos con la abuela. Fue siempre el pilar de la familia. No recuerdo al abuelo, se debe haber ido como mi padre. Desde el abra se veía la gran capital que la abuela solo había conocido en tres oportunidades, cuando estuvo enferma por el Chagas y cuando cuidó de mi madre al darnos a luz.

    Verdes, profusos verdes, amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor, los inefables grises y blancos pintando el azul del cielo al bajar las nubes que envuelven los cerros.

    La abuela, con su tez ajada y sus cabellos blancos, miraba más hacia la tierra que al cielo. Siempre agachada para mantener el rebelde sembradío entre las rocas del Cerro de la Cruz. Por esa razón se estaba encorvando. Tal vez se encoge por la edad, pensaba yo y me ponía un poco triste. Vivíamos en un rancho de madera con un toldo de plástico negro que cubría el techo frágil. En un ambiente apenas separado por cortinas raídas donde dormía con mi hermano y la abuela. También mi padre cuando estaba. Ella golpeaba con un palo las mantas para orearlas y arrancarle el polvo que las cubría. Cuando la lluvia las mojaba las ventilaba para que se secaran. La oscura morada contrastaba con el tornasolado bosque que se volvía selva hacia el Este. Íbamos bajando la cuesta treinta cuadras hasta el colegio en la villa sobre la ruta. Así de simple era nuestra vida.

    Verdes, profusos verdes, amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor, los cielos azules en los días radiantes que iluminan los cerros.

    Poco a poco nuestra tierra quedó en el medio del circuito turístico, aislada entre barrios privados y hoteles lujosos que se expandían sin cesar. Hasta entonces ninguno de nosotros renegaba de la pobreza. Bello era andar entre los cerros guiando las cabras o descubriendo pájaros, zorros y llamas. Pero a medida que aumentaba el turismo y las nuevas construcciones, se producían derrumbes y hasta aluviones. El bosque se iba raleando cada vez más. Demasiado cemento, decía la abuela. No entendía la jarana de los aladeltistas que subían por los senderos hasta el abra. ¿Para qué romperse los huesos?, se preguntaba la abuela y nos hacía reír porque tenía razón. Sabíamos que algunos solían caer por las pendientes. Otros se perdían en los circuitos de la montaña.

    Una tarde subimos con mi hermano a traer las cabras. La abuela nos acompañó lentamente y se sentó enseguida en el pastizal mirando el horizonte. Se la notaba cansada. Mientras nos alejábamos vimos que se había recostado. Al regresar quedamos paralizados. Había muerto la querida abuela Amancia. Entonces dejamos la Villa San Lorenzo y nos fuimos a Salta con mamá.

    Grises, oscuros grises de la gran ciudad a pesar del color ladrillo de las tejas, el marrón de los balcones, el ocre de las iglesias y los pequeños recuadros verdes de algunas plazas. El gris de la pobreza urbana.  

©  Diana Durán, 1 de agosto de 2022.

Yungas: son las selvas de montaña del Noroeste argentino. Tienen diferentes pisos. En las partes bajas el bosque denso y húmedo, en las partes altas la selva da paso a arbustos y pastizales.

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...