Gestos
La vida comprende un devenir de cosas perdidas:
paraguas, anteojos, biromes, llaves, dinero, celulares, documentos, forman
parte de la serie de elementos que se ocultan como por arte de magia sin que
tengamos la más mínima idea de donde los dejamos. Si es adentro de la casa
giramos sin ton ni son por los lugares recorridos hasta que aparecen en el
menos imaginado. Si es afuera, la cuestión es más compleja porque debemos
desandar los itinerarios, volver a negocios, caminar por calles ida y vuelta o
esperar que algún buen samaritano en posesión de la pérdida se comunique.
Entonces es la suerte y no la razón la diosa a la que invocamos.
Delia salió con su nieto a comprar un disfraz para el
viaje de egresados de la escuela primaria. Ahora estos chicos hacen fiestas
y excursiones a fin de ciclo, en mi época ni a la esquina íbamos, dijo la
abuela. Entraron a un gran comercio y consultaron. La vendedora les contestó
con pocas ganas. Los trajes que tenemos son más pequeños que los que necesita
el chico, se los llevaron todos para Halloween. Decidieron buscar
otras opciones entre el bullicio de la gente que llenaba el negocio. Una
alternativa podía ser la combinación de máscaras y accesorios. Era sábado y
quedaba poco tiempo para la partida de Lautaro, el domingo a la noche. Con
meticulosidad revisaron y probaron caretas de zombis, payasos, monstruos, superhéroes
y sus accesorios, anteojos, espadas, bastones, antifaces, además múltiples
pelucas coloridas. Era un verdadero jolgorio para ellos. El niño se ponía y sacaba
los distintos conjuntos y se reía con su abuela de cada uno.
El negocio estaba lleno. Se acercaba el Mundial de
Fútbol de Qatar y la gente no paraba de comprar banderas, sombreros, vuvuzelas,
cintas, vinchas y todo tipo de conjuntos en blanco y celeste. Abuela y nieto,
en cambio, a contramarcha de la mayoría, se dedicaron durante una hora a combinar
opciones de atuendo para la fiesta de disfraces. Finalmente se decidieron por uno
muy original: una máscara de gallo con cara de villano, una amplia capa roja y
un tridente, como si fuera un animal diabólico, del que se rieron mucho
inventando pequeñas fábulas. También lo bautizaron gallo Crestón. Ellos disfrutaban
siempre de sus salidas, aunque fuera a la vuelta de la esquina.
Ya en la caja y con cara adusta la empleada le advirtió
a Delia que debía pagar en efectivo porque no andaba el postnet.
Entonces la abuela corrió a sacar dinero del cajero automático. Lauti se quedó en
un pasillo con la posible compra. Tenían temor de que se la hicieran devolver. El
banco quedaba enfrente. Por fin pudieron finalizar el trámite de la compra y partieron
raudamente a la casa del niño, donde junto a su madre continuaron las risas cuando
Lauti se probó el disfraz y cantó como un gallo.
Mientras tomaban unos mates satisfechos de la compra,
Delia advirtió el mensaje de una desconocida en el Facebook de su celular. Una
tal Andrea había encontrado su tarjeta de débito en el cajero y preguntaba si
era ella quien la había perdido. La abuela buscó en su billetera y cayó en
cuenta de que no la tenía, evidentemente la había dejado en el banco. Rápidamente
le respondió para preguntar si la podía recuperar. La joven dijo que estaba en
un negocio y al notar que era cercano Delia partió en el auto junto a su nieto para
recobrar la tarjeta, mientras él cantaba con ritmo futbolero, ¡más gente
como Andrea, se necesitan muchas Andreas en este mundo!
Llegaron al lugar del encuentro, una gran tienda
típica de ciudad pequeña. No hallaba a la mujer por ningún lado. Delia recorrió
los sectores de ropa de niños, de mujer, deportiva, de manteles y toallas. Nada...
A medida que circulaba por los pasillos se inquietaba más. No podía perder su
tarjeta de cobro de la jubilación. Mientras transpiraba se reprochaba el descuido.
A pesar de su grado de concentración en ciertos temas, con las cosas más
básicas era un desastre. Siguió la búsqueda con gran inquietud. Miraba el
celular para ver si había alguna novedad, pero nada, estaba mudo, ningún
mensaje en el Messenger. La benefactora se había esfumado. Concurrió a la
entrada del local y pidió al encargado si podía solicitar la presencia de
Andrea en la zona de cajas. El hombre se disculpó, no tenían megáfono ni
andaban los micrófonos. Mareada por la circulación en el negocio, Delia se dio
cuenta que había perdido de vista a Lauti. Se desesperó. No podía ser que
estuviera tan confundida. Entonces volvió a la entrada. Allí estaba la famosa
Andrea, una muchacha amable y solidaria, conversando animadamente con su nieto como
si tal cosa. Después de múltiples saludos y agradecimientos, Delia y Lautaro
partieron nuevamente con tarjeta en mano. Esa tarde la mujer agotada durmió una
siesta de las que consideraba catamarqueñas y soñó que un gallo siniestro la
perseguía por un laberinto sin fin.
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