UN DÍA EN EL JARDÍN
Salió al jardín y se acomodó en el sillón de mimbre
como todos los días soleados. Lo recorrió con sus ojos cansados pero serenos.
Grises eran, tan grises como su cabellera bien cuidada, tan cuidada como su
piel arrugada, pero tersa a la vez. Tenía noventa y tres años. Solo contaba con
la descendencia. No había quedado nadie mayor que ella, ni su esposo, ni sus
hermanos, ni sus primos. Solo algunos viejos amigos, tan viejos como ella a los
que no podía contactar. Incluso había olvidado sus nombres.
Miró a su alrededor nuevamente. Notó que habían
crecido dos rosas más. Observó el nido de la paloma en el pino, se veía completo
de ramitas y plumas, hasta pudo imaginar que adentro había huevos. Vio muchos
abejorros volando sobre las matas de lavanda y advirtió que no había nubes en
el cielo. Sintió el calor del sol y el aire fresco. Se incorporó a duras penas
y apoyada en su bastón dio una vuelta al jardín. Se acercaba la hora de la
merienda y como siempre la iban a venir a buscar para ir al comedor. No deseaba
encerrarse, pero así era el ritmo de sus días.
Volvió al sillón y se acomodó. Cerró los ojos y
comenzó a recordar el nacimiento de sus hijos y nietos, cuando su padre la
llevaba a la escuela, el día que se casó con su amado, la tristeza de cuando
falleció. Todo pasó por su mente en un instante. Así acostumbraba a hacerlo.
Vivía de los recuerdos. No le dolían. Todo lo contrario, era su manera de
sentirse viva al recordar que había tenido una vida feliz, que su historia
había sido grata como siempre contaba.
Giró su cabeza hacia donde estaba la casa, observó las
paredes de ladrillo a la vista, la ventana de madera y las cortinas rosas.
Sintió que desconocía el lugar, tampoco le gustaba, pero no se preocupó, sabía
que la vendrían a buscar en un rato. No podía calcular el tiempo. Hacía mucho
que había dejado de hacerlo.
Miró hacia la calle y esperó que cruzaran unos autos o
alguna persona. A las cansadas pasó un taxi. Se preguntó quién iría y hacia
dónde. Observó a una madre con sus dos hijos pequeños caminando rápido. Tenían
delantales blancos. Recordó que ella también había llevado a sus hijos al
colegio. Hacía mucho que no los veía. ¿Cuántos meses? No lo recordaba. Igualmente,
no podía contarlos, había perdido la noción del tiempo. Tampoco sus nietos,
siempre tan ocupados, le habían dicho.
Le gustaba estar en el jardín, no así adentro. Esa
mañana le había costado levantarse como todas las mañanas, pero ahora estaba en
el único lugar en el que deseaba estar. Se incorporó un poco, pero se sintió
cansada y volvió a sentarse en el sillón de mimbre. La vendrían a buscar en
cinco minutos, pensó, como siempre, pero no sabía cuánto eran cinco minutos.
Entrecerró los ojos y dormitó arrullada por el calor
del sol. Así se quedó dormida. No volvió a despertar, la encontraron tranquila
en el mismo sillón donde casi todas las tardes cuando podía salía a disfrutar
del sol.
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