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Plaza Dorrego. Buenos Aires.


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Subieron al tren en la estación Boulogne. Ella viajaba con la mirada fija en el paisaje suburbano. Ensimismada en pensamientos oscuros. Él escuchaba música con sus auriculares. Así se distraía y eludía verla. Prefería obviarla. No soportaba su estado de ánimo.

Tomaba demasiados remedios desde que había empezado a tener un cúmulo de síntomas indefinidos. Padecía mareos, baja presión, ataques de pánico. No dormía bien. Estaba inapetente y había abandonado casi todas sus actividades habituales. Tenía licencia psiquiátrica en el diario. Tan activa como había sido siempre en su profesión de periodista. Le costó mucho aceptar la consulta a un nuevo médico, esta vez a un clínico de renombre. Iba por ir.

Pasaron las estaciones Villa Adelina, Munro y llegaron a Retiro sin pronunciar palabra. Tomaron el colectivo hasta el policlínico de Luz y Fuerza en San Telmo. Largo viaje para ella en su estado. Una y otra vez le decía al marido que se sentía mal. La convivencia con una mujer en ese estado era un suplicio. Él tenía que cocinar, hacer las compras, dejarla custodiada cuando se iba a trabajar. La quería, pero ya estaba cansado de su eterna melancolía.  

Llegaron al sanatorio que quedaba frente a la Plaza Dorrego. Hermoso lugar para disfrutar de un café. Él recordó otras épocas en las que habían recorrido la Feria de Antigüedades. Eran felices en esos tiempos.

El consultorio estaba colmado de gente, pero por suerte había dos asientos que ocuparon enseguida. Ella callada y ausente. Él esperaba terminar pronto para acompañarla a la casa e ir a trabajar.

Había un televisor en una esquina de la sala de espera que apenas se escuchaba por el bullicio de los pacientes. Él seguía abstraído en su música mientras miraba su reloj a cada rato. Ella tenía la mirada fija en la TV. Debía ser lo único que podía distraerla, tanto en su casa como en cualquier otro lugar. Allí se sumergía para intentar olvidar esa sensación de angustia y otros síntomas que la aquejaban.

Un acontecimiento le arrebató su quietud. Vio en la pantalla cómo un avión comercial se estrellaba en un edificio altísimo. Al principio no sabía de qué se trataba. Pensó que era una película, pero reparó en el panorama conocido. Hacía dos años habían viajado a New York y visitado el Bajo Manhattan. Entonces advirtió que se trataba de una de las Torres Gemelas. Se había interrumpido la transmisión normal. Algunas personas que esperaban el turno se sobresaltaron, otros se agarraban la cabeza. No era un film, se trataba de algo real. ¿Un accidente, un atentado terrorista? Pasados unos minutos se vio a otro avión estrellarse en la segunda torre. El personal del consultorio dejó sus actividades para ver qué ocurría. Estaban a miles de kilómetros, pero las escenas eran tan dantescas que impresionaban como si fueran un hecho cercano. Estaba sucediendo algo único e imprevisible.

El mundo había cambiado ese 11 de setiembre de 2001. El desastre era demasiado cruento como para no causar estupor. La televisión en vivo mostraba a las personas que se tiraban de las Torres desde gran altura en un espectáculo dantesco. El polvo lo rodeaba todo. No solo se trataba del World Trade Center, sino que podía continuar una escalada y otros blancos en cadena. Pronto se supo que el Pentágono también había sido atacado y se temía por objetivos como la Casa Blanca y el Capitolio.

Ella pensó en escribir una crónica sobre la terrible noticia. Algo insólito para su estado abatimiento de los últimos tiempos. Una hora después la pareja salió del consultorio tan impactada que ella le pidió parar en un café frente a la Plaza Dorrego. Allí comenzó a llorar. Lloró como hacía tiempo no lo hacía. Como nunca. Él la abrazó fuerte. Ella habló a borbotones. Había salido de manera repentina de su ensimismamiento. Conversaron durante horas del suceso mundial, pero también de su enfermedad y de su relación. Ese día él quiso acompañarla de regreso y se quedó deseoso con ella sin ir a trabajar.

© Diana Durán, 17 de abril de 2023

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