Escuela en Mina Pirquitas
Una maestra
en la Puna
Vivir en la Puna es difícil, pero ser maestra aquí lo
es mucho más. Todavía no sé cómo me animé. Esta fue tierra de aventureros, de
buscadores de oro y crianceros de llamas, vicuñas y alpacas; luego de mineros,
rudos y aguantadores. Hasta que llagaron las empresas extranjeras para explotar
el estaño, la plata y el zinc. Historia de aperturas y cierres. De gente contra
la gente.
Yo nací en San Salvador de Jujuy donde viví hasta los
veinte, me vine buscando mejorar mi sueldo por trabajar en una escuela rural. Total,
más vacía no podía estar en la capital jujeña. Me quería alejar de mi familia,
pero sobre todo de mi historia con Amaru. Éramos novios desde el colegio primario.
Yo quería más libertad. Él me limitaba, me oprimía. El agobio de tener que
casarme con él sin otro destino. Ahora estoy apartada a cuatrocientos
kilómetros de la ciudad por caminos de montaña, lejos del colorido de la
quebrada de Humahuaca y del verdor de las yungas. Me costó decidirme, pero un
buen día logré el traslado.
En Mina Pirquitas
somos pocos, no más de seiscientos, y resistimos todo tipo de inclemencias. Pura
roca rojiza y amarillenta rodea el pueblo cuyas casas espejan esos colores con
la ardiente intensidad del sol que se refleja en los ladrillos resecos. Nos
rodea una meseta que parece baja pero no lo es. La mina está pocos kilómetros.
Es un conjunto yermo de oquedades de tono grisáceo en el suelo horadado a
orillas del barranco. Una especie de embudo gigante de tierra arrancada a la
Pacha. Hay que extraer inmensas cantidades de roca para alcanzar el mineral. A
cielo abierto le dicen, yo le diría un tajo, una gran lastimadura en el
suelo pétreo. Aquí suelen cambiar los dueños de la mina, pero la pobreza es la
misma de siempre.
Respiramos un aire enrarecido a cuatro mil metros de
altura. Hay que aguantarlo y yo aprendí a hacerlo a fuerza de apunarme y mascar
coca. Frío, mucho frío padecemos y hasta nevadas extremas en el invierno. Tanto
que lastima la piel y no deja que nos calentemos ni siquiera al lado de la leña
encendida. Por eso suelo irme al valle en las vacaciones.
Esta es tierra de estaño y soledad[1]
cantaba Mercedes Sosa, sin embargo, aquí no se libera la esperanza de
los pueblos. Aquí todos saben de la contaminación del río Pirquitas, aguas abajo
de la mina; del frío que tienen los chicos en la escuela. Ese que no los deja
estudiar. La gente piensa que si se va la empresa perderán los trabajos.
Volverán a pastorear o migrarán. En la mina se gana mucho más. Por eso aguantan,
como sufro yo el aislamiento y la orfandad. Todo por unos pesos más.
Siempre se habla del
cierre de la mina y los hombres y unas pocas mujeres que allí trabajan están muy
inquietos. Tienen conciencia de lo que vivimos con el agua. Pocos se deciden
por los emprendimientos del cultivo de quinoa o el turismo como alternativa.
Los mineros cortan la ruta 40 cuando se habla de clausurar la mina. No les
importa la contaminación con metales pesados ni los desechos aguas abajo del
río.
Yo
trabajo en la Escuela 83, la primaria. Me gusta mi labor, pero a veces me
siento inútil como cuando no hay agua en el baño y no puedo dar clases. El
termotanque no funciona y las temperaturas descienden hasta los 20° bajo cero.
Ni pensar en agua caliente. Si hasta los arroyos se congelan y los cabellos de
los chicos se escarchan si se mojan. En cambio, en las instalaciones de la mina
tienen luz, agua y calefacción.
Yo solo soy maestra de la escuela, pero tengo el deber
de despertar las conciencias de lo que pasa a mis alumnos. Tienen que entender
que es imposible rellenar esos
profundos agujeros que destruyen la altiplanicie puneña. Entonces me siento
inútil y me dan ganas de irme. De noche sueño con volver a mi casa.
Llegué con todas mis ilusiones y mi fortaleza juvenil,
pero me voy, me voy yendo, me vuelvo a los suburbios de Jujuy. A lo mejor
todavía me espera Amaru.
© Diana Durán, 26 de junio de 2023
[1] “Canción con todos” de Tejada Gómez (letra) y César Isella (música).