INTERMINABLE ESPERA

 


 Ivanastar. iStock

Interminable espera

Dedicado a Amelie

La galería de la casa que habito tiene un cantero lleno de flores contra la vieja medianera. Margaritas, rosas y lilas forman una mata tupida por la que me deslizo sin quebrarlas ni sacarles un solo pétalo. Me puedo trasladar lento y tranquilo entre los pasillos y subir a las ventanas. Nadie me vence en sigilo y precaución.

Hoy la espero en el marco azul hasta que regrese. Es un asiento muy cómodo porque me permite mantener calmo sin estar saltando a cada rato para ver el jardín. Aquí me instalé desde la mañana muy temprano. Debo tener paciencia hasta que vuelva. Cuando se va yo me quedo en la casa y no hay más remedio que aguardar. Me distraigo mirando a través de los vidrios porque no puedo salir. Está prohibido.

No sé cuándo va a regresar. Hoy se fue temprano. Desayunó y partió. Me quedé solo. Tomé agua fresca y comí galletitas. Di vueltas por toda la casa. Una y otra vez rondé por las habitaciones, en especial las que tiene cosas que me gustan, mullidos almohadones y peluches de lana. Cuando me cansé decidí quedarme en la ventana y mirar hacia el exterior. Así pude ver la alameda que como un pasillo se alinea hasta el portón de entrada. Seguro que hoy habrá fiesta en el jardín. Lo sé porque algunos amigos me lo comentaron. Me invitaron, pero no creo que pueda ir. Todo depende de la hora a la que ella vuelva. Afuera se están poniendo de acuerdo para encontrarse al atardecer, durante la hora en que los pájaros vuelan a sus nidos, las liebres se cobijan en sus madrigueras; y los cuises, los cuises no sé a dónde van porque siempre andan corriendo.

Desde la ventana no veo bien el portón de entrada. Estaré como a veinte metros como mucho, pero no lo alcanzo a distinguir, menos en la puesta del sol que me da en los ojos.

Pasan horas, no sé cuántas, y no llega. Empiezo a ponerme nervioso. Agua tengo, la comida se acabó. Vuelvo a la ventana, subo y bajo de ella muchas veces. ¿Cuánto tiempo tendré que estar aquí sentado? Me da miedo de que no regrese. Siempre temo al abandono cuando no está. Intento dormir en su cama. Pasa un rato y me despierto. Escucho ruidos por todas partes. Si hasta me da ganas de romper algo, pero me contengo.

Son las ocho de la noche. Oigo un ruido de motor. ¡Es el auto de la familia! Ya llegan. Allí vienen por la senda del jardín. Escucho el ruido de la puerta.

¡Max, mi querido michi!, me grita Amelie apretándome fuerte con sus bracitos, y corre a ponerme comida en el comedero. ¿Cómo estás? ¿Me extrañaste? ¡Sí, porque te vi en la ventana espiando! Hoy tardamos un poco porque fuimos de compras. No me olvidé de vos. Mirá qué rico lo que te traje.

 La niña me da un palito de salmón. Me relamo. Ronroneo feliz. Después me miman su papá y su mamá, pero yo la quiero a ella, porque es mi dueña.

© Diana Durán, 23 de marzo de 2024



Gato en la ventana. Acrílico de Diana Durán

MILAGRO EN LA FUENTE DE LAS CIBELES

 


Fuente de las Cibeles. Madrid. Street View.


MILAGRO EN LA FUENTE DE LAS CIBELES

Estaba sola, melancólica y dubitativa en esa tarde gris. Tirada en el sofá miraba la gente pasar a través de la ventana. No sabía qué hacer de su vida. El tiempo le pesaba vacío. Sufría la ausencia de un amor duradero. Estaba sumida en un estado de inercia afectiva. La carencia de una familia contenedora había sido su destino. Los padres ya no estaban y la hermana vivía en Brasil con su pareja. No se hablaban, alejadas por el cambio de residencia y la falta de afinidad. No tenía sobrinos ni tíos. Solo algunas compañeras del colegio que veía muy de vez en cuando y unos pocos colegas. No eran verdaderos amigos, sino conocidos que frecuentaba en las consabidas reuniones de días festivos. El trabajo, una insulsa labor que la aburría infinitamente. Veinte años de la misma rutina, sumida en expedientes y formularios de personal. Un profundo desgano la paralizaba. Hasta los sueños la habían abandonado. Sabía que tenía que buscar otro camino. Faltaba poco para jubilarse y había acumulado vacaciones y algunos ahorros.

Adriana tenía cincuenta y cinco años. Por alguna razón sentía que se iba apagando a pesar de que se mantenía lozana y activa físicamente. Podía hacer lo que quisiera, pero no sabía bien qué.

Lo decidió durante esa tarde lluviosa de octubre entre destellos del atardecer que se filtraban por la ventana aún mojada. Cumpliría el deseo de toda su vida. Se daría el gusto de viajar a Europa. Gastaría sus ahorros. Después vería qué hacer. Sabía que no era bueno tomar decisiones en una situación de apatía. No le importaba. Deseaba cambiar, tener una aventura.

Al día siguiente, volvió presurosa del trabajo para planear el recorrido. Iría a España, solo a ese país, la tierra de sus ancestros. Desde Madrid a Toledo y Segovia y en tren a Barcelona. Vuelta a Madrid. Después viajaría al sur andaluz, a Granada y la medieval Alhambra con sus castillos y fuentes; a Sevilla de tapas y a conocer la barroca Giralda. Había soñado muchas veces ese viaje. Pensó en el trayecto elegido, no demasiado extenso, acorde a sus posibilidades.   

Sacó los pasajes a Madrid. No le importaba su soledad, sabía que podía manejarse como lo había hecho siempre.

Residiría en el barrio de la estación de Atocha. Sería su centro de acción desde donde iría y vendría a los puntos elegidos. Alquiló un pequeño estudio de un solo ambiente. El breve balcón daba a la calle de Argumosa frente al Museo de la Reina Sofía. Fue lo más barato que encontró, pero era un punto accesible para caminar hacia el centro de Madrid por el Paseo del Prado. Desde la calle de Alcalá alcanzaría la Gran Vía, la Plaza Mayor y la Puerta del Sol que había visto en documentales y guías de turismo.

Casi de noche llegó a Barajas y se desplomó de cansancio en su diminuta residencia esperando con ansias el día siguiente para empezar la aventura.

A la mañana se despertó con desacostumbrada energía. Tomó un café con tostadas en una de las confiterías cercanas al museo y echó a andar por el paseo del Prado. La maravillaban los floridos jardines; los cedros, cipreses y eucaliptos de la avenida; y los estanques de nombres griegos que encontraba a su paso. Rodeó lentamente la fuente de las Cibeles. Quedó deslumbrada por la belleza de la diosa y los leones. Se detuvo a tomar fotos y súbitamente lo enfocó. El hombre que también estaba con su cámara en el borde de la plazoleta le resultaba conocido. Era un vecino de la infancia. Estaba segura de haberlo identificado. Intentó distraerse leyendo en su celular que los leones de las Cibeles representaban a los personajes mitológicos Hipómenes y Atalanta [1], quienes enamorados fueron convertidos por Zeus en metálicas fieras. No consiguió concentrarse en detalles. Cuando levantó la vista el hombre había desaparecido. Extraño y súbito encuentro. De Buenos Aires a Madrid después de tantos años. Recordó su nombre, Francisco. Había sido su vecino en la calle Terradas. Al instante surgieron los recuerdos de la infancia compartida, compañero de juegos y risas en la terraza, la vereda y la plaza. Añoró algunas complicidades con ese niño alegre que siempre la esperaba para jugar. No volveré a verlo, pensó, y siguió su camino. Durante todo el día sintió que regresaba a su niñez feliz en Villa del Parque. No había olvidado el rubor de sus mejillas cuando correteaba con Francisco.

Ese primer día deambuló por Madrid envuelta en sueños, bruma y ficción. Durante la noche en vez de pensar en todo lo bello que había visto soñó con vagas ausencias y con ese caballero de fantasía. ¿Lo había inventado? Lo presentía, sabía que existía, lo invocaba cada vez más. Su presencia era cercana y a la vez ajena, imprevisible, exacta, cautiva. ¿Volvería a verlo? ¿La recordaría? No lo sabía. No habían cruzado ni una mirada.

Durante la mañana siguiente había planificado visitar el Museo del Prado, pero al comenzar el recorrido se encontró enfilando hacia la Fuente de las Cibeles. Caminó recordando los versos que alguna vez había escrito:

A pesar de los pesares, frente a toda circunstancia, el ahora se me va siendo mañana y quiero mi destino, quiero vencer las barreras. Te estoy previendo, hombre, ya lo sabes, no en vano sos utopía.

Al llegar a la rotonda miró para todos lados y no lo encontró. Sintió que su espíritu se desmoronaba. Dio una segunda vuelta por la calle de Alcalá. Difícil recorrido, había turistas por todos lados. Estaba por dejar de soñar naderías y continuar hacia el punto de encuentro camino a Toledo y Segovia, cuando escuchó una voz clara y varonil detrás de sí. Adriana, Adriana, ¿te acordás de mí? Soy Francisco. ¡Qué alegría reencontrarte! Estás igual que siempre, bella, como cuando tenías diez años y tu infancia era mía.

 

© Diana Durán, 16 de enero de 2024

 



[1] Los leones representan a los personajes mitológicos Hipómenes (o Melanión) y Atalanta, la gran cazadora del grupo de Artemisa. Hipómenes se enamoró de ella y consiguió sus favores con la ayuda de Afrodita y del truco de las manzanas de oro, pero al cometer los amantes sacrilegio cuando se unieron en un templo de Cibeles, Zeus se enfureció y les convirtió en leones condenándoles a tirar eternamente del carro de la gran diosa.

VIAJE TRAS LA VENTANILLA DEL MICRO

 


Bardas en la ruta 22 en el Valle del Río Negro. Foto Diana Durán


Viaje a través de la ventanilla del micro

 

Cansada de todo el año decidió emprender un viaje al sur, sin destino único, sin prisa, con el propósito de recuperar sus fortalezas perdidas. El trabajo la había dejado exhausta. Infinitos papeles, trato intenso con vecinos demandantes, jefes incapaces. La burocracia municipal invadiéndolo todo. Un recorrido atractivo le permitiría recuperarse de tan obstinada estupidez. Hacía tiempo que quería dejar la oficina. No conseguía un trabajo acorde a su profesión de geógrafa. La única opción de cambio hubiera sido ser empleada de comercio. Muchas horas por poca plata. No se decidía. Quizás el viaje le serviría para definir un nuevo rumbo laboral.

Lo resolvió presurosa, consiguió una hostería modesta y costeó el micro en cuotas. Sería cansador pero el avión estaba fuera de sus posibilidades. Ir a Buenos Aires para volver al sur no tenía sentido. País extenso donde las distancias son inmensas, quebradas por la ausencia de buenas rutas y vuelos insuficientes. El ferrocarril, antes vinculante, se había convertido en una red lenta y peligrosa.

Prefirió gozar del viaje a Bariloche de día. Sabía que todo paisaje tenía su encanto y podía disfrutarlo.

Subió al micro en la terminal de Bahía Blanca. Estaba interesada en descubrir los árboles caídos por el tremendo temporal que había afectado la zona en diciembre del año anterior dejando un saldo trágico. No los divisó en los inicios del trasiego atravesando la ciudad. En cambio, exploró mixturas urbanas abigarradas de edificios de departamentos, casas bajas, comercios, depósitos y talleres. Contempló el primer árbol caído recién en los confines bahienses. Era muy temprano, las siete de la mañana y todavía algo adormilada no tornaba su mirada al cielo. Fijaba la atención en la ciudad que desconocía en la periferia. Apoyó la cabeza contra la ventanilla del micro, aún la agobiaba el cansancio de fin de año, pero sabía que durante el viaje se despejaría.

Los camiones arreciaban en las afueras de Bahía Blanca y los árboles caídos parecían hacer reverencias a la nada misma. ¿Por qué unos sí y otros no?, no se explicaba tan caprichosa apariencia forestal. La misteriosa naturaleza bravía.

Comenzó a despejarse el paisaje urbano y se dibujaron en el horizonte los primeros médanos ondulantes. Comenzó a tomar notas en su cuadernillo preparado especialmente. Se puso los anteojos de lejos y los divisó mejor. Descubrió hileras de eucaliptos añosos al costado de la ruta cortados de cuajo, pinos abatidos, sauces despojados de su follaje.

Todavía se extendía la gran llanura pampeana porque los verdes y amarillos después de la lluvia del día anterior iluminaban el relieve plano. En la ruta veintidós apareció el salar de la Vidriera. Se extrañó por la ausencia de flamencos. Los añoró. Ese conjunto rosado único dibujado contra el gris plateado del suelo salino. En cambio, solo había charcos irregulares en el triste bajío. Luego del llano siguió el monte en transición hacia la estepa patagónica. Arbustos bajos y achaparrados que parecían islas verdes en el homogéneo panorama. El vendaval no pudo con ellos. Le atrajo la Mascota, nombre singular para una pequeña localidad entre médanos y resabios de caldenes. Después de Médanos sobrevino la interminable recta hasta Río Colorado. Vio silos bajos y dispersos entre relictos de bosques de caldenes en las lomadas. Tan bellos los caldenes talados frenéticamente para el avance ferroviario. El paisaje la iba apaciguando, le proveía paz, la relajaba en el asiento de tal forma que no había observado al resto de los pasajeros separados por cortinas individuales. Tampoco a los choferes en su cabina aislada.

El monte se hizo más ralo, observó la leña en montículos y el ganado pastando. Sobrevolaban aguiluchos, únicas aves reinantes. La entristeció no otear las rojas loicas en los alambrados. La acción humana las había desplazado o extinguido.

El monte estaba extrañamente verde por alguna lluvia ocasional. Después de cruzar el río Colorado sobrevino otra recta infinita. Se dispuso a seguir aflojándose, aunque continuó escribiendo notas. Lo hacía encantada de describir las geografías que atravesaba. 

Decidió observar el cielo límpido. Algunas nubes de raras formas como husos de hilar demostraban que en altura había fuertes vientos. Las contemplaba poco porque odiaba descubrir formas de rostros humanos en ellas. 

Las torres de electricidad y los molinos eólicos se divisaban como gigantes en la estepa. La modernidad versus la tierra indómita. Sobrevino la vegetación de arbustos y el suelo yermo. Sin embargo, todavía había matas tupidas. Llegaron a Choele Choel. Increíble su expansión. Hacía mucho que no viajaba por esas tierras. Descubrió las primeras bardas del río Negro con sus coloridos estratos. Ya estaba en la Patagonia. Las casas se acercaban a la base de las terrazas. Imaginó posibles derrumbes, los ranchos destruidos. Pobre gente.

Se fue sosegando aún más, sintió que sus hombros caían y su cuerpo se extendía lánguido en el asiento. Dormitó un poco, pero siguió atenta al afuera. Hasta ese momento no había prestado atención a los pasajeros. Estaba cansada del gentío que día a día atendía en la oficina. Sin embargo, al parar en la estación de Choele Choel se sorprendió al ver una veintena de hombres, mujeres y niños con sus trastos desperdigados en cajones de frutas y atillos de tela. Impacientes los mayores, caritas tristes los más pequeños. Razonó que esperarían algún transporte miserable que los llevaría a otro pueblo del valle a cosechar peras y manzanas. Se indignó por el eterno maltrato de los sufrientes trabajadores golondrina. Estaban allí tirados con sus familias esperando otro viaje con sus caras sucias y cuerpos flacos. Miró a su alrededor con detenimiento por primera vez. Todos los pasajeros estaban dormidos. Su aspecto era el de turistas de clase media, bien trazados. Las cortinas que los separaban le impidieron seguir indagando, pero ninguno tenía el aspecto de ser un trabajador de la tierra.

Atravesaron el valle, pródigo en frutos, perales, manzanos, vides por doquier. Dejó de escribir sus notas para sumergirse en ese paisaje único inserto en el desierto. Las chacras rodeadas de álamos verdes que el otoño todavía no había amarilleado. El rosario de pequeñas ciudades, Darwin, Chimpay, Chelforó. Luego las más grandes, Villa Regina, General Roca, Cipolletti y Neuquén. Todos esos puntos poblados fueron pasando como una película. Lo disfrutó intensamente.

Las bardas se erguían extrañas limitando el valle. El trasiego se volvió lento y cansador en el último tramo debido al tránsito de camiones de petróleo y de fruta, micros turísticos, coches viejos, camionetas y autos nuevos a toda velocidad. Todos los vehículos posibles en una ruta peligrosa entre los pueblos. Se concentró en el paisaje productivo y continuó su intencional divague y esparcimiento.

En Neuquén había un tránsito exasperante por los semáforos que importunaban. A pesar de la existencia de un camino de circunvalación el micro atravesó el centro de la ciudad a paso de tortuga.  

Plottier, Senillosa y más allá volvió a disfrutar del paisaje de la estepa patagónica, aunque fuera yermo. Distinguió ásperos wadis, los fértiles mallines, el vasto embalse del Chocón, los ñandúes. Al oeste comenzaron a dibujarse los quebrados perfiles de la cordillera patagónica. Descubrió el majestuoso volcán Lanín sobresaliendo en el horizonte. Sabía que lo iba a contemplar y se ufanó al hacerlo.

Por alguna razón, tal vez porque se dirigía hacia un parque nacional, recordó la serie “Yellowstone” que había visto durante las semanas anteriores. Los conflictos a lo largo de fronteras entre los dueños de un inmenso rancho de ganado, una reserva india, los desarrolladores de tierras y el parque homónimo bien podían acontecer en los remotos parajes a los que se dirigía. Pensó en las semejanzas de paisajes y formas de vida que en la Patagonia suscitaban dramas parecidos entre familias de terratenientes, gobiernos y pueblos originarios.

El viaje se prolongaba mucho debido a las paradas intermedias. Le habían dicho que era directo, pero no fue así. Comenzó a anochecer. Llegaron al Valle Encantado del río Limay con sus extrañas formas sedimentarias que conocía tan bien. Amaba ese paisaje de ruinas naturales en el que podía descubrir todo tipo de siluetas. Seguía la parte más hermosa del viaje, aunque fuera de noche. La luna llena iluminaba el embalse Alicurá. La luna reflejada en el espejo acuático.

 

Figuras fantasmales se dibujan a la vera de la ruta. No logro distinguirlas bien, son algo cónicas, más bajas y más altas. Se mueven al compás del trasiego del micro. ¿Serán hombres y mujeres caminando en ese horario de vuelta de algún trabajo? Los observo con mayor detenimiento. Es muy peligroso su andar a la orilla de un derrotero tan agreste, en algunos tramos de cornisa. Lo anoto con letra vacilante en mi cuaderno.

Miro para todos lados dentro del micro. Súbitamente me percato de que está vacío. No he visto bajar a los pasajeros imbuida en lo que veo tras la ventanilla. Sé que una puerta metálica infranqueable me separa de los conductores. Me paro y camino por los pasillos. Corro una por una las pequeñas cortinas que separan los asientos. Tras ellas no hay nadie. Las butacas pulcras y vacías. Ningún viajero en ellas. Irremediablemente sola.

La ruta serpentea entre precipicios serranos. La luna aparece y desaparece según el micro circula a alta velocidad por la cinta de asfalto llena de curvas. Me pregunto alarmada dónde bajó el resto de los viajeros. Miro por la ventanilla y veo la luna gigante y plateada reflejada intermitentemente en el río Limay y sus rápidos. El corazón me late enérgicamente. ¿Quiénes serán esos seres grotescos que caminan al borde de la ruta? Empiezo a temblar. Vuelvo al asiento. El miedo me invade e impide pararme. Tengo frío y la piel de gallina. Busco mi cuaderno de notas. Pienso en escribir para serenarme. No lo encuentro. Me desespero.

Veo unos carteles rojos luminosos indicadores en la pared frontal del micro que advierten cuando la velocidad supera el límite. A cada rato suena un chillido espantoso avisando el peligro. Entonces mi corazón late desbocado. Los conductores, ausentes. No contestan por más que trato de comunicarme con ellos a golpe de puños en la puerta metálica que separa la cabina. Estoy aterrada. No sé qué hacer. 


Ella, tan conocedora y amante de los paisajes externos, iba sin rumbo hacia la nada misma, sola su alma en el monstruo rodante. 


                                    © Diana Durán, 4 de marzo de 2024

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