DE PURO VAGAR


 Imagen creada por IA el 24 de junio de 2024

DE PURO VAGAR

 

No podía con mi impaciencia. Siempre fui intranquilo. Parecía estar en mis genes. Me decían que caminaba inclinado hacia adelante de apurado. Persistente mi cabeza sobrepasando al cuerpo.

Recuerdo que de niño llegaba del colegio y hacía lo antes posible los deberes para ir a jugar; terminaba pronto de retozar en la cortada para ver, mientras tomaba la chocolatada, mi programa favorito, Piluso y Coquito, los entrañables amigos. Rodaba con la pelota todo el día. Agotaba a mi madre que no podía ponerme freno. En el colegio me apresuraba por terminar las pruebas para entregarlas antes que nadie y sobresalir. Corría como una gacela para alcanzar el primer puesto en las carreras de cien metros del club. La mayor parte de las veces lo lograba y, si no refunfuñaba para mis adentros, sin demostrarlo; aunque en ocasiones y sin razón terminaba peleando. En fútbol siempre jugaba de centro delantero para poder hacer goles. Por mis características físicas era defensor, sin embargo, me esforzaba por meter la pelota en el arco y lo lograba.

A pesar de todo, no tenía los rasgos de un niño hiperactivo. Ni el déficit de atención, ni el desorden, ni la mala organización de mis tareas caracterizaban mi personalidad. Solo el deseo imperioso de ganar; de hacerlo todo rápido y bien.

Durante la adolescencia las actividades se multiplicaron: más deportes, más estudio, muchas fiestas, muchas amistades, participación en grupos de rock. Un día le dije a un amigo del colegio descansemos rápido, así llegamos antes. ¿A dónde? Se mató de risa de mi absurda pretensión.

A los veintitrés, habiendo terminado la facultad en cuatro años, me recibí de abogado y enseguida empecé a trabajar en un estudio. Salía de la casa de mis padres para el centro extendiendo la mano para llamar al primer taxi que aparecía o bajaba las escaleras mecánicas del subte a toda velocidad para alcanzar los vagones a punto de salir. Casi siempre entraba cuando las puertas se cerraban a mis espaldas. Siempre apurado, vaya a saber por qué, pues tenía tiempo de sobra para llegar a Tribunales.

A los veinticuatro me casé con Silvia, mi novia de la adolescencia, que también había sido compañera de facultad. La única que podía soportar mis ansiedades perpetuas. Ella no necesitaba correr como yo. Era tranquila y paciente. Nos complementábamos muy bien. Aguantaba mis premuras y celeridades. Me apaciguaba. Yo la animaba y divertía. Nos queríamos mucho. Tuvimos dos hijos en tres años. Un récord. Mi esposa pronto abandonó su carrera casi sin comenzarla para dedicarse a nuestros dos pequeños y a la casa. Yo seguía corriendo por más dinero, mejores trabajos, mayor reconocimiento social. Eso parecía.  

Así continué hasta que a los treinta años me transformé en un ser itinerante. Era una especie de hormiga inútil recorriendo todos los trasiegos y mil derroteros. Sin necesidad ostensible comencé a viajar primero por trabajo, después por puro desenfreno. Empecé mi recorrido cerca de Buenos Aires, en Rosario, donde me dediqué al derecho penal. Por un caso, supe sobre la entrada y el paso de estupefacientes a través de las vías terrestres de la región. También analicé otras alternativas que usaban las bandas de narcotraficantes, como la fluvial y la aérea. Un tema arduo y complejo pues a Rosario la atraviesan las principales autopistas y rutas que conectan otras provincias limítrofes y tiene puertos que son el nodo agroexportador más importante del país. Todo parecía ir bien hasta que amenazaron a mi familia. Entonces por insistencia de mi esposa, hastiada de una actividad tan peligrosa en la que me había metido sin pensar, nos fuimos a Córdoba. Allí hice un posgrado en derecho empresarial, a la par que continuaba trabajando. Mi familia me seguía. Por los sucesivos empleos tenían que mudarse, cambiar de escuelas y amistades en los distintos destinos.

Continué en Mendoza, provincia rica en la extracción de crudo y gas convencional del país, donde me dediqué a litigios relacionados al petróleo. Me ocupaba del extractivismo y los conflictos socio ambientales, por lo que viajaba de la ciudad capital a Malargüe por distintas causas. Gané mucho dinero, pero también por lo estresado y nervioso que estaba siempre, Silvia decidió regresar a Buenos Aires con mis hijos, cansada de la vida trashumante. A mí no me importaba el desarraigo, asumía que todo lo hacía por ellos. En realidad, no maduraba, o no podía hacerlo con mi absurdo trajinar. Mi familia no podía echar raíces, en cambio yo seguía el rumbo frenético de trasladarme de un lado al otro. No llegué a irme al norte pues la Patagonia me atrajo con mayor fuerza. Con la experiencia de Mendoza, partí a trabajar en la compañía “Gas y Petróleo del Neuquén S. A.” Nunca dejé de enviar dinero a mi familia cada día más alejada.

Estando solo en esa provincia empecé a sentir que mi cabeza no funcionaba bien. El primer episodio fue a los treinta y cinco años. Había perdido por primera vez un caso importante. Nunca me había pasado. Comencé a experimentar desgano, tristeza, angustia. Falté al trabajo. Durante días no quería salir de la cama. Llamé desesperado a mi mujer, pero ella no quiso acompañarme. No estaba segura de lo que yo le decía. No quería volver a viajar y viajar. Ella había iniciado otro camino. Con nuestros hijos más grandes y encaminados en los colegios había podido emprender su carrera en un estudio de derecho contable y su profesión había tomado impulso. Me pidió que volviera a Buenos Aires. Yo no tenía fuerzas ni para moverme. Me daba cuenta en esas horas de penuria de que la vida migrante no tenía sentido. Había perdido de disfrutar la infancia y primera adolescencia de mis hijos. Estaba exiliado, no tenía rienda ni norte.

A fuerza de mucha terapia, incluyendo medicación psiquiátrica, superé de a poco la melancolía. Pude salir del abatimiento, pero por alguna razón de la química de mi cerebro comencé a vagabundear de nuevo con mayor intensidad que antes. De Neuquén a Comodoro Rivadavia, de Comodoro Rivadavia a Río Gallegos, hasta llegué a Ushuaia donde nuevamente caí en la depresión. Esta vez más profunda. Tanto que Silvia tuvo que viajar a la ciudad para internarme.

Mi historia fue la de un hombre ansioso, itinerante, bipolar. Al fin lo supe, algo tarde, luego de treinta años de vagar y vagar, me detectaron esa enfermedad oculta. Hasta entonces poco se sabía de ella.

Intenté con mucho esfuerzo volver a mi familia que, al principio con grandes resquemores, pero luego, con mucha dedicación, me contuvo y ayudó a recomenzar. Busqué una rienda, una dirección, mis afectos perdidos. Le pedí perdón a Silvia. No quiero condenarte ni necesito disculparte, querido, siempre te esperé, me dijo, sabiendo que la mayor parte de mis impulsos se debían a una afección.


¿A dónde ir con la balsa soñada y absolutamente solo?

Tal vez a la aurora boreal,

al témpano antártico,

a todos los puntos

y a ningún lugar.

 

Y, sin embargo,

es posible encontrar el norte,

virar los pasos

hacia algún sitio soleado,

valles, travesía y sosiego,

calor verde, pradera, tierra virgen,

ciudad cercana, central.

 

Sí, allí va el sentido,

emergiendo con muletas, del exilio. 

© Diana Durán, 23 de junio de 2024


ROMPECABEZAS

 


Puzzle impresionista creado por IA 17 de junio de 2024


ROMPECABEZAS

 

Separo las piezas. Primero las de las esquinas, luego las de los lados. Armo el borde y las voy apartando por colores y formas. El cielo es fácil, después los múltiples verdes de las hojas y el arco iris de parques y jardines. Continúo con las líneas horizontales, verticales y oblicuas de las paredes de monumentos, casas, puertas y ventanas; los arcos de los puentes y las curvas zigzagueantes de los caminos. Esta con esta otra va bien, todas van bien, encajan perfecto, me ufano. Mi mente funciona a mil kilómetros por hora. Distingo la forma de cada pieza y ajusto, dispongo, ensamblo; sigo con otra y otra y otra. Compro los cartones, pego prolijamente el rompecabezas y lo enmarco. Persisto hasta que la obra está terminada y colocada en la pared. Ya casi no quedan lugares.

He compuesto escenas de los castillos del Loire; la Tour Eiffel con los jardines de Champs de Mars; la Torre de Londres y el puente sobre el Támesis; los molinos y pólderes de Volendam; Manhattan y el Central Park; hasta el monte Fuyi de Japón. Cada paisaje me sumerge en futuros viajes que planeo para después de que termine este maldito encierro. Tengo cuatro puzzles guardados. Soy lógica, metódica y ordenada. Me abruma el riesgo de que se me acaben. Me compré uno tras otro. Finalmente, el más complejo que pude pedir a la juguetería fue el de diez mil piezas. Me lo trajo el cadete. No me importa que no entre en la mesa. Lo haré por partes. Tampoco me interesa que fomente la creatividad y la lógica, lo que me importa es pasar el tiempo, olvidarme de las horas que se suceden lentas, interminables. Me parece que cada una de ellas es un día completo. Lo único que me acompaña es una copa de vino que lleno una y otra vez. Puedo tomar una botella hasta arrastrarme al sofá y dormir. Total, nadie me lo va a reprochar, me conformo.

Ya no sé qué inventar. La soledad nunca me abrumaba, con mis veinticinco años tengo amigos, salgo mucho; mejor dicho, tenía amigos y salía mucho. Ya no. El trabajo me ocupa parte del día. Estoy obligada a hacer homeoffice lo que implica estar sentada en el mismo ambiente en el que como y miro televisión. Desde que nos encerraron, el 20 de marzo, la situación es penosa para todos. A mí me produce estrés e incertidumbre. Nadie se salva de la cuarentena. Algunos la pasan mal viendo sufrir a sus familiares o, peor aún, sin poder despedir a los que mueren. Es horroroso. Además, solo pienso en las causas de la pandemia y la injusticia de la cuarentena. Ya no quiero escuchar las noticias. Por suerte en mi familia están todos bien. Mis padres se acompañan, mis hermanos con sus mujeres y críos se las arreglan. No sé cómo hacen con los chicos todo el día. Los deberes… no hay tantas computadoras en sus casas; pero bueno, al menos están juntos. A veces hacemos un Zoom y nos vemos. Hasta hemos festejado cumpleaños y aniversarios. Simulamos estar bien, pero se nota el bajón de ánimo y la falsa alegría en las voces. La ausencia de caricias y miradas reales es patética.

 

El tiempo pasa y nada cambia. Al contrario, empeora. Sigo trabajando, aunque a veces me ausento y no doy explicaciones. Mi jefe me reprocha, pero no importa. Lo único que me anima es armar los puzzles. Ahora los termino y deshago para volver a empezar. Ya no me queda lugar donde ponerlos. Cada día me alimento peor.

Oigo la voz de mi madre que me llama a comer, pero cuando voy a la cocina no está. No hay nadie en casa. La pandemia no ha terminado porque veo murciélagos enfermos chocar con la ventana y escucho los gritos desesperados de quienes están por morir sin atención. A veces hay personas que tocan el timbre de mi departamento. Tengo miedo de que me vengan a buscar para hacerme daño. Algunos desconocidos entran y los echo en cuanto puedo. Mi cabeza se llena de voces extrañas. Últimamente ya no puedo armar los rompecabezas. Las piezas saltan a mi alrededor. Cielo, tierra, edificios y árboles se mezclan en un todo informe y confuso. Termino por tirarlos de la mesa.

Su mente finalizó igual que un puzzle desarmado. No logró acomodarse. Ella tan racional no podía distinguir lo real de lo imaginario. No sabía cómo salir de la casa. La llamábamos y contestaba disparates. La acosaban delirios y alucinaciones. Fantaseaba con estar en París, Londres o New York y no había salido de su departamento. Se fue quedando sin alimentos. Su paranoia la llevaba a no contestarnos ni por teléfono. Desesperados, la fuimos a buscar con su padre. El portero tuvo que tirar la puerta abajo.

Recién pudo volver a la normalidad después de un largo tiempo de internación, muchos medicamentos y nuestro afecto familiar.

Nunca más armó un rompecabezas.

 


© Diana Durán, 17 de junio de 2024





EL DESPREVENIDO ROSALEÑO

 


Monumento al General San Martín. Foto: Héctor O. Correa

El desprevenido rosaleño. Por Héctor O. Correa 

El desprevenido rosaleño que miraba la oscuridad de las calles que bordean el parque a su izquierda. De él hablo. Blanquecinos postes con ciegos ojos rectangulares -opacos- miraban las pocas estrellas que aparecían y desaparecían detrás de oscuras nubes invernales. Las sombras arbóreas se mecían y acompañaban una leve brisa fría. Ya se acercaba la medianoche. La calle esperaba que esos ojos escrudiñaran el parque buscando el porqué de esos estridentes ruidos taladrando sus oídos. Ahora solo unas metálicas siluetas se perfilaban en las intrincadas callejuelas internas.

El desprevenido rosaleño esperaba que esas siluetas con brillos que se movían en círculos tuvieran vida. Nada indicaba otras señales, todo estaba en silencio. De vez en cuando a lo lejos se escuchaba un leve ronroneo, sin importancia. Los pilotes, erguidos, semejaban siluetas adormecidas, los ingenieros de la empresa de electricidad le habían explicado su capacidad lumínica y sus propiedades solares. Hoy eran esqueléticos y paralíticos restos decorando la oscura senda peatonal. Caminaba diariamente mientras esquivaba otros peatones y ciclistas, pero no de noche.

De pronto aparecieron los fragmentos, esparcidos entre los árboles. Fragmentos por doquier y su memoria explotó. La moto se había deshecho, solo pedazos de metal y a lo lejos se veían las ruedas que se habían desprendido. Fue repentino, recordaba o creía recordar, dos masas que se le cruzaron en la calle. Supo más adelante que penetraron descontroladas en el interior del prado dejando los cuerpos de los conductores en el camino. Como había perdido la conciencia, en este momento solo recortes volvían al lugar. Ya no estaban los surcos de los hierros horadando el pasto del borde que miraba estupefacto. Sentía que todavía su olfato percibía el estruendoso rozamiento de las partes. Y un rechinamiento metálico le había quedado como una suerte de mortal sonido que volvía en forma permanente como un corte sobre su cuerpo herido difícil de cicatrizar.

Las motos se perdieron en el campo, no las volvió a ver. Solo fantasmagóricas sombras las habían conducido. Al desprevenido rosaleño le producía un frío estremecimiento esas imágenes. De todas maneras, salía y recorría esa senda, y cuando volvía a su casa el camino no se disipaba con facilidad. Su máquina aún estaba guardada, algunas partes retorcidas y sus inservibles ruedas eran a veces como agujas sin anestesia. Eso eran esas máquinas rodantes cuando inconscientemente se lanzaban por las sendas rugiendo, gruñendo, aullando, buscando presas, rompiendo la aletargada quietud de la noche, por las mansas ondulaciones del campito.

Casas, construcciones, habitantes, humanos -como el desprevenido rosaleño- resistían estos embates, como espectadores pasivos y mansos. Miraban añorando un vergel que nunca fue o no quiso ser. Al caer el sol, al cesar el escaso o ya casi nulo canto de aves que una vez tuvo, los ojos del desprevenido rosaleño se movían como buscando la tenue luz que la luna reflejaba sobre las indiferentes hojas. Al ponerse el sol y aparecer las diminutas estrellas las bestias comenzaban su estridente andar. Ya era inevitable.

Quisieron confiar cuando les prometieron interponer recursos para terminar con esas fieras. Habían explicado a los dirigentes que esas alimañas producían un daño físico y existencial. Que sus madrigueras allende el parque, sobre una periferia marginal, guardaban sus ejes, rayos y cilindros, en un liviano sueño presto a salir al menor toque. Que eran incontrolables frente a la fuerza del humo y los escapes. No entendieron esas razones ni tampoco las irreductibles del temeroso ciudadano.

Más adelante, cuenta el desprevenido rosaleño, una masa informe, de voraz lengua, de múltiples caños y engranajes, se había levantado, justo donde se posaba incólume una estatua ecuestre, con la triste figura -cervantina- montada de un jinete que casualmente fue el único en encontrar con su brazo un horizonte que hoy, los que quedan, como el desprevenido rosaleño, no pueden alcanzar.

 

© Héctor O. Correa, 11 de junio de 2024

LOS MOTOQUEROS EN EL BARRIO

 


El tranquilo barrio Parque San Martín. Street View

LOS MOTOQUEROS EN EL BARRIO

El barrio Parque San Martín era tranquilo. Residían familias de trabajadores que había vivido en las mismas casas durante generaciones. Las viviendas sencillas se habían mejorado y subdividido para que la descendencia tuviera un lugar donde habitar. Eran tiempos de vecindad, de fiestas conjuntas a fin de año en las calles, de atardeceres de mate y charla en la vereda. En la década del sesenta las calzadas eran de tierra en un suelo medanoso donde los chicos retozaban por las pendientes con rodados de fabricación casera, jugaban en el parque, hacían casitas en los árboles y correteaban tras los animales. No había peligro alguno. Los únicos sonidos que se escuchaban de noche eran de grillos y perros. La costumbre hacía que formaran parte del entorno.

Papá y mamá están durmiendo su siesta, así que me voy apurada a jugar al parque con los chicos. Hoy tenemos una carrera de carritos bajando por la calle. Somos unos cuantos. Después seguro alguna mamá nos esperará con chocolatada y torta. Los deberes ya los hice.

La modernidad llegó al barrio con la construcción de los cordones cuneta, el pavimento y el alumbrado público. Las costumbres cambiaron, ya no era tan fácil hacer fiestas colectivas, pero se mantenía el hábito del mate y los diálogos entre vecinos. El barrio se había convertido en el camino obligado del centro a la periferia. Más autos, más ruido.

El domingo llevaré la nena al parque. Me queda tan cerca, no puedo esquivar sus ganas de jugar, a veces los dos turnos de la escuela me dejan poco tiempo y llego cansada. De este sábado no pasa. Le voy a comprar pochoclos y que juegue todo lo que quiera. Seguro me encuentro con las chicas de Murature y sus hijos. Prepararé el equipo mate por las dudas.

Los fines de semana empezaron a circular los motoqueros. No eran aquellos que van por las rutas en Harley Davidson, vestidos con sus camperas de cuero, pantalones ajustados, guantes y gafas de aviadores. Esos que recorren como aventureros ambientes rurales o lugares exóticos. Los del barrio formaban una pandilla desquiciada de al menos diez motos tipo Zanella que asolaban el barrio. Acostumbraban a reunirse en el parque, punto de encuentro familiar, de romance o de actos oficiales y ferias al pie del monumento del padre de la patria. En ese mismo sitio todos los viernes a la noche comenzaba el caos. Los motociclistas se juntaban y venían desde los aledaños, subiendo o bajando por calles de gran pendiente a velocidades insólitas y con escape libre. Los vecinos no podían dormir. Los nervios afectados.

¡Ay, papá querido! Últimamente te atacan esos dolores de cabeza tan fuertes, estás fatigado y no dormís bien. Tu presión ha aumentado, estás irritable, ansioso y siempre cansado. Ya no sé qué hacer con vos. Te llevé a todos los médicos posibles y nadie da con el diagnóstico. Yo sé que desde que murió mamá la vida es muy difícil para vos, pero tenés que salir adelante. No te voy a dejar abandonado; yo también sufro mi propia soledad desde que me separé de Octavio. Lamento tanto no tener hermanos que me ayuden. Mi única hija casada y viviendo en Mar del Plata. Solo mi prima que vive en la casa del fondo siempre es compinche y me alienta.

Los residentes habían hecho todo tipo de reclamos a las autoridades locales. Cartas documento, presentaciones ante la oficina de atención ciudadana y hasta un expediente con muchas firmas al Concejo Deliberante. No se había logrado nada. Todos los viernes, sábados y domingos se producían los descalabros. El barrio tan tranquilo de antaño era tierra de nadie. La gente desesperada por dormir, los bebés sobresaltados, los trabajadores nerviosos. Los motoqueros hacían picadas. Nadie sabía quiénes eran. Se reunían en la clandestinidad. Manejaban gritando como si montaran caballos encabritados. Algunas veces los acompañaban mujeres que vociferaban más groserías que ellos. Los habitantes muchas veces salían a la calle a rogarles que se fueran a otro lugar distante de la ciudad o lo hicieran de día, pero no había caso, aceleraban burlándose de todos. La policía ausente, ¿habría liberado la zona?

He firmado todo tipo de documentos en contra de estos muchachos. Estoy desesperada. Papá ha tenido un accidente cerebro vascular y yo vivo para cuidarlo. Mi prima me ayuda como siempre, pero la responsabilidad recae sobre mí. Jubilada como estoy no puedo poner acompañantes que lo cuiden. No me alcanza la plata. Tampoco logro viajar para ver a mi hija, embarazada como está.

Un día algunos vecinos se reunieron en la sociedad de fomento y decidieron hablar con los miembros de la cooperativa eléctrica que vivían en el barrio. Pidieron cortar la luz de noche en las cuadras más afectadas por los motoqueros para ver si podían impedir sus agobiantes incursiones. Con el corte en distintos horarios nocturnos los muchachos no podían correr. Poco a poco se fue apaciguando el ruido. Algunos se atrevieron a continuar, pero solo consiguieron chocar entre sí en plena oscuridad. Finalmente, la policía empezó a custodiar el parque y realizó operativos de control en las calles aledañas.

Se habrán ido a otros barrios porque aquí ya no molestan. Papá está mejor y yo, sinceramente, también. Junté unos pesos y puse una señora que lo cuida el fin de semana. A veces salgo con mi prima al centro y vemos una película o tomamos unos cafés con masitas en alguna confitería. Mi hija viene cada dos meses de Mar del Plata con los mellizos. Nada puede hacerme más feliz.

 

© Diana Durán, 10 de junio de 2024

AVENTURAS FRATERNALES EN TIERRAS DE TUCUMÁN

 


Representación del Sulpay

Aventuras fraternales en tierras de Tucumán

Ramón estaba cansado de acompañar a sus mayores a juntar cañas. Su cuerpecito era muy endeble para tareas pesadas. Cuando el niño flaqueaba su padre le contaba el cuento de “Sulpay”[1], el perro monstruoso devorador de hombres que aparecía cuando los trabajadores no querían ir al cañaveral. Mercedes tenía que ayudar a su madre a carpir la huerta, coser la ropa, tejer en el telar, además de hacer tareas hogareñas como cocinar y lavar platos para tantos hermanos. La madre era cariñosa, pero de sus quehaceres no la liberaba.

No había tregua para los mellizos de solo diez años. Tampoco iban a la escuela por lo que poco o nada sabían del mundo. Solo las tradiciones y cuentos de sus padres y sus ocho hermanos. A veces escuchaban una radio a pila que duraba lo que un lirio. Sin electricidad, no había televisión.

Ramón y Mercedes habían nacido en el seno de una familia rural tucumana. Ellos eran los más chicos, y también los más unidos. Unidos por el miedo. Vivían en un predio de no más de cinco hectáreas heredadas del abuelo en las cercanías de un ingenio, a cincuenta kilómetros de San Miguel de Tucumán. Corrían los años sesenta en esas tierras cañeras de pequeños agricultores que entregaban su producción a la fábrica azucarera de Santa Lucía.

El padre y los hijos varones, como obreros de surco, cosechaban la caña de azúcar a fuerza de machete. Luego la quemaban para sacar las hojas. Trabajo duro si los hay. Una vez terminada la zafra invernal, el producto se apilaba a lo largo de la plantación y se recogía a mano para transportar al ingenio en carros tirados por mulas. Las caras de los hombres estaban ajadas por el sol, las manos lastimadas por la caña, los cuerpos encorvados. A pesar de que las mujeres labraban la quinta de hortalizas y tenían unas gallinas, muchas veces la familia pasaba hambre. Eran muchos, demasiados. El padre ahogaba sus penas en el alcohol y la madre se ponía triste y quejosa al verlo machado. Los dueños del ingenio siempre les debían plata, por eso no podían levantar cabeza.

Los años 1967 y 1968 fueron muy duros pues habían cerrado muchos ingenios de la provincia a golpe de decreto. Transcurría la dictadura de Onganía. La familia hablaba de ollas populares y de reclamos obreros en San Miguel de Tucumán. También pensaban en irse a la ciudad, pero tenían miedo a que les sacaran su tierra.

Los chicos no entendían de qué se trataba. Vivían en otro mundo. Saboreaban el dulce jugo de la caña o se la arreglaban para distraerse con lo que tenían a su alrededor. En los pocos momentos libres contemplaban las montañas en el horizonte y contaban historias. El magnífico Aconquija, entre nubes plateadas, verdes selváticos y su pico helado, era la fuente de sus relatos. Aseguraban que algún día iban a atravesar la mole para conocer lo que había más allá. Habían escuchado mencionar a Tafí del Valle y los Calchaquíes como misteriosos lugares trasmontanos.

Una mañana muy temprano de verano, cansados de la tristeza reinante, los retos y el trabajo forzado, Mercedes y Ramón pusieron en práctica la aventura planeada de irse de la casa. Se hicieron de dos mantas tejidas por la niña, juntaron algunos alimentos y una botella de agua y cruzaron los límites de la finca. Caminaron a orillas de la ruta en sentido contrario al ingenio de Santa Lucía, atraídos por esas montañas que desde siempre habían visto a lo lejos. Luego de recorrer dos o tres kilómetros cruzaron un arroyo. Se preguntaron cómo podía tener tantas piedras gigantes si apenas una escasa corriente escurría por el curso. El ánimo de aventura era mayor que el miedo a lo desconocido. Estaban seguros de que “Sulpay” era puro cuento. No los iba a cruzar. A medida que ascendían por el faldeo, la selva se hacía más densa y colorida. Estaban extasiados con los árboles gigantescos de flores blancas y rosadas y las sogas que se ataban a ellos. Era un mundo fantástico donde el canto de los pájaros y el frescor del bosque los hacía felices. Cuando tenían hambre se acomodaban a la vera del camino y ocultos tras algún árbol descansaban saboreando caramelos de caña y un poco de pan.

Por curiosidad se internaron en la selva y se perdieron. Llegó el crepúsculo y con él el miedo. Escucharon ladridos. ¿Sería el vengativo Sulpay? Sabían que ese perro era un espíritu demoníaco. Pasaron la noche aterrados bajo las mantas. Al amanecer se acabó la aventura, pero llegó el salvataje. Unos jóvenes mochileros que parecían residir en la selva los encontraron ateridos y muertos de hambre. Cuando los chicos les relataron sus terrores los muchachos los tranquilizaron diciéndoles que en esas tierras no habían demonios y que seguramente habían escuchado al aguará guazú que suele salir de noche. Los llevaron a un campamento donde había muchos jóvenes con uniformes de soldados. Allí les dieron unos frutos silvestres para paliar el hambre. Luego los acercaron a su finca donde los recibieron con algunos abrazos y mucho enojo.

Al poco tiempo la familia emigró a San Miguel de Tucumán y perdió sus pocas hectáreas, entre las tantas expropiadas a los habitantes rurales de las comarcas azucareras. Eran tiempos tenebrosos. La guerrilla rural se había instalado en la selva y la dictadura en el país. La leyenda demoníaca se había hecho realidad.

© Diana Durán, 3 de junio de 2024



[1] El Familiar, también conocido como Sulpay, El Tío o Perro Familiar es un tipo de devorador de hombres, cuya leyenda es muy difundida en los ingenios azucareros del noroeste argentino.

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