FRENTE A LA CATÁSTROFE
Después de aquellos
terribles hechos no quise volver a la facultad. Mejor dicho, no pude volver por
un tiempo porque la ciudad quedó dividida en dos. El aluvión me había doblegado.
Una masa de agua barrosa, que transportaba árboles arrancados a las orillas y rocas
de todos tamaños, había bajado por el cauce del río Tartagal destruyendo todo a
su paso.
Todo se lo había llevado el
torrente en pocos minutos. La naturaleza había vencido al hombre no solo por
las lluvias torrenciales, sino por una causa precedente: la deforestación aguas
arriba de las laderas de las sierras Subandinas, con el fin económico de
obtener más campos para el cultivo.
Mi espíritu quedó abatido por
el recuerdo imborrable del desastre. No podía olvidarme de los muertos y
desaparecidos; la destrucción de viviendas; la experiencia de extrema
vulnerabilidad de la vida. Mi familia, productora de maíz, zapallo, sandía y
poroto, no había sufrido el devastador fenómeno en el pequeño terruño que
habitaba en las afueras de la ciudad del lado opuesto a las serranías. Sin
embargo, compartía el consternado sentir de los habitantes locales, destruido
como los hierros retorcidos del antiguo puente ferroviario que cruzaba el río. Se
temía por nuevas lluvias y sus consecuencias. Tartagal había quedado sesgada por
un acantilado construido por el alud desbocado que la había cortado como si
fuera una masa delgada y blanda de harina y agua.
El día de la catástrofe me
desperté como siempre, me arreglé bien, le di agua y comida al gatito y partí. En
el momento del alud yo caminaba por la diagonal Moreno hacia la ruta treinta y
cuatro para tomar el micro que me llevaría al sector norte donde estaba la facultad.
Había empezado hacía poco la carrera de enfermería, orgullosa de ser la primera
universitaria de la familia.
En unos minutos más debería cruzar
el puente para alcanzar la zona septentrional de la ciudad. En cambio, al
escuchar el estruendo, volví sobre mis pasos y comencé a correr con
desesperación hacia el albergue juvenil donde residía. Esperaba lo peor. No
recabé en que el siniestro se canalizaría como una cuña a lo largo del lecho
fluvial unas cuadras arriba. Había escuchado una especie de trueno que me
condujo a huir en sentido contrario al que me dirigía. La gente corría y
gritaba con desesperación al presenciar el desastre. Ya había sucedido en 2006.
Llegué al hospedaje con el
corazón en la boca y advertí que no había nadie. Mis compañeros de residencia se
habían ido seguramente a ver qué pasaba a pocas cuadras.
Yo me quedé sola con mi
desesperación a cuestas. Entonces solo atiné a pensar en lo más cercano, en la
criatura más frágil: el pequeño gatito que se había instalado en la residencia hacía
unos meses, cruzando la tapia de la casa vecina. Cuando llegué no pensé en nada
más. Lo busqué por todos lados. En la cocina, en el baño, en todas las
habitaciones, en cada rincón. Llorando lo buscaba. En ese instante pensé en el
gato más que en toda la desgracia que estaba ocurriendo. Así fue como me
concentré caprichosamente en el ser más débil en las circunstancias que se
estaban viviendo.
Lo encontré en mi habitación,
debajo de la cama. Lo agarré con delicadeza y me quedé abrazada a él. Sentí su pelaje
suave hasta que un tibio ronroneo terminó por contener mi corazón que minutos antes
latía con una fuerza descomunal.
Al día siguiente supe con
detalle las tremendas circunstancias sucedidas durante el aluvión del 9 de febrero
de 2009 en mi querida Tartagal.
© Diana Durán, 29 de julio de 2024