AÑO NUEVO EN LA MONTAÑA
Todos los fines de año
subíamos al Cerro López. Pasaba Año Nuevo en el refugio con mi madre, Eloísa,
unidas por el deporte, nuestro vínculo más estrecho. Otros temas nos separaban,
aquéllos que reflejaban sus múltiples angustias contrastadas con mi forma de
ser bastante más alegre. Su amarga y sombría madurez se oponían a mi optimismo
juvenil. La veía desmejorada en su apariencia luego del divorcio. Yo no
entendía por qué se había dejado estar. Había pasado con mi madre tiempos difíciles
en los que estuvimos unidas, pero llegado el fin de mi adolescencia parecía
resentida y se enojaba conmigo por cualquier cosa. Alicia, lavá tu ropa
inmediatamente, da vergüenza; Alicia, pedile urgente a tu padre dinero
para comprarte unas zapatillas nuevas, las que tenés están arruinadas, no sé
qué hacés con ellas; Alicia, ni se te ocurra traer a nadie este fin de semana a
casa, quiero descansar. Yo no la escuchaba, sus rezongos me entraban por un
oído y salían por el otro. No estaba dispuesta a que me arruinara la vida con
sus letanías y me evadía escribiendo poemas, sacando fotos por la ventana o
conversando con amigas.
Sin embargo, a fin de año, por
alguna razón, hacíamos una tregua y nos unía el deseo de escapar de tristezas y
carencias.
Armábamos dos mochilas livianas
que contenían ropa térmica, zapatillas impermeables de repuesto, unas latas de
atún y arvejas, una caja de arroz, algunos chocolates y una sidra reservada
para el brindis. Agregábamos los elementos de camping indispensables y emprendíamos
la marcha. El trekking nos unía. Disfrutaríamos unos días sin fastidiarnos en
el silencio de la montaña y en contacto con la naturaleza.
El ascenso duraba cuatro
horas para los recién iniciados, pero nosotras lo hacíamos en la mitad del
tiempo, primero hasta la Hoya para luego ascender al Refugio López a mil
seiscientos metros de altura, disfrutando los paisajes montanos y la vista de trescientos
sesenta grados de la comarca andina. El lago y sus brazos, los picos aserrados,
los circos glaciarios tan peculiares y los bosques patagónicos que tapizaban
las laderas. El cerro Tronador se divisaba majestuoso, siempre helado en su
cima. Había otros refugios, como el Roca Negra o el Extremo Encantado, pero el
del Cerro López era el más atractivo.
A esta altura del año ya no
estaba cubierto de nieve y podíamos recorrer los senderos más tortuosos hasta descubrir
la casa roja, donde nos olvidábamos de todo y vivíamos una experiencia distinta,
comunitaria. Qué extraña relación la nuestra, cargada de
contradicciones y enconos. Yo no sabía a qué atribuirlos.
Siempre
había un lugar para nosotras entre los habituales asistentes y si estaba muy
concurrido armábamos una carpa y pernoctábamos en ella luego de la celebración.
Cuando llegaba la medianoche brindábamos juntos y nos sentíamos en comunidad.
Al menos para madre e hija era una tregua.
Ese
año llegaron los acampantes de siempre y subieron también turistas que seguro
se irían pronto apremiados por las celebraciones de Bariloche. Esta vez
aparecieron algunos personajes poco agradables. Una pareja de chicos de mi edad
que fumaban marihuana sin parar, contaminando el aire límpido de la montaña.
Además, ocuparon la casa roja unos mochileros desconocidos que la tenían en un
estado lamentable según nos advirtieron los compañeros que habían venido antes.
Sentimos amargura y
frustración. Nos refugiamos junto a los habituales asistentes y nos
entretuvimos armando la carpa y acomodando los enseres. Llegado el atardecer,
los chicos comenzaron a bajar por el sendero. Al parecer se habían aburrido y
buscaban otras aventuras en la ciudad.
Empezamos a hacer la comida
en pequeños fogones improvisados. Nada había interrumpido nuestras rutinas de
acampantes. Todos habían traído alguna golosina para compartir. Al reparo de unos
acantilados rocosos nos acercamos para cumplir nuestros ritos de fin de año,
compartir comidas sencillas, brindar e intercambiar buenos deseos.
A
las doce menos cuarto percibimos música country y rock nacional que provenía
del refugio rojo. Algunos compañeros se acercaron lentamente. Los cánticos
aumentaban en intensidad. Se escuchó “Los Mochileros” de Rally Barrionuevo[1]. Nos
dijeron que fuéramos a ver la casa vengan, vengan, vean qué hermosa quedó.
Está decorada con artesanías festivas hechas a
mano, hay un personaje muy divertido disfrazado de viejo y otro de bebé que simula
el Año Nuevo. Nos esperan para brindar. Mamá me miró y sonrió. Vi que su
rostro se tornaba juvenil y no tenía el ceño fruncido de siempre. Se puso a
cantar bajito. Quizás era ese ambiente de antaño que la animaba. Vení,
Alicia, acompañame, sentate a mi lado. Estas melodías me traen muy buenos
recuerdos. Asentí. Ya voy, mamá, le dije conmovida al verla tan
vivaz.
No
olvidaré ese fin de año. Por una vez, nuestro lugar en el mundo nos había vuelto a
acercar.
© Diana Durán, 30 de octubre de 2023
[1]
Mochileros
de Rally Barrionuevo y Héctor Edgardo Castillo
Los caminos me están esperando
Y estas ansias que no pueden más
Ya ni sé si estará todo listo
Ya ni sé lo que nos faltará.
Un amigo lleva su guitarra
Y otro lleva un pequeño tambor
La mochila, la carpa y el mate
Y el aislante y el calentador
No sabemos si al norte o al sur
A un acuerdo nos cuesta llegar
Si es al norte, subir a Bolivia
Si es al sur, al Chaltén hay que llegar.
Este viaje será gasolero
Mucha guita no pude juntar
Pero intuyo que hay algo sagrado
Algo eterno que no he de olvidar.
Decidimos por el noroeste
Para el sur otro año será
Por la ruta nos llevará el viento
Al misterio de la soledad.
Mi destino serán los misterios
Mi destino será una canción
Mi destino será la memoria
De una tierra de fiesta y dolor.
https://youtu.be/tW5psk8QQiE?si=W8_wEn6wwCa6HLgs