ETERNAS ESCRIBIENTES GOYANAS

 


La casona de Goya, hoy. Street View

Eternas escribientes goyanas

 

Goya fue el lugar donde compartieron su amistad durante muchos años. La “petit París” de Corrientes, al borde del Paraná, con sus amplias plazas, paseos costeros y arquitectura colonial. Aunque la ciudad fue azotada por inundaciones que la devastaron en muchas ocasiones.

Mi abuela materna, Francisca, me contó sobre Ema, su gran amiga. Fue su compañera desde la época de la escuela primaria, además de vecina. Compartieron una existencia sencilla. Ellas tomaban mate en la galería de la casona de la abuela que daba al patio interior. El olor a tabaco que provenía de los galpones se mezclaba con el aroma del limonero cargado de frutos. El viejo aljibe dotaba de un ambiente fresco a las charlas. Ni las zanjas en días de lluvia ni el calor agobiante en los veranos impedían el encuentro de las amigas entrañables.

Francisca iba también a la casa de Ema a matear. Allí conversaban sobre temas personales y sociales. Las novedades más sugestivas eran si algún conocido se había casado, su fiesta e invitados; los detalles de noviazgos recientes y, especialmente, los nacimientos sobre los que importaban nombres, sexos y pesos. Rodeadas de pilas de diarios que acumulaba Ema en un ambiente profuso, cargado de muebles y adornos, las amigas se animaban con el correr de la tarde a comentar habladurías de parejas rotas y llegaban al extremo de saber sobre traiciones matrimoniales. Francisca era capaz de sortear zanjas en los días de lluvia para llegar a lo de Ema que le devolvía la visita sin importarle ni el calor ni los mosquitos de esas tierras tropicales.

Muchos años después conocí ese lugar e incluso mi abuela me llevó a visitar a Ema que era una señora muy mayor por esos tiempos. Sin embargo, fue conmigo muy amorosa y me mostró su notable archivo de diarios locales y nacionales.

Las amigas disfrutaron durante años de esos encuentros hasta que llegó el día en que cada una debió seguir su camino. En realidad, fue Francisca quien partió con sus hermanos luego de la muerte de su padre a residir en Buenos Aires. Ema, en cambio, se quedó en Goya en la rutina somnoliente de la apacible ciudad mesopotámica.

La abuela inició en la gran ciudad una vida de soltera en edad de casarse según los cánones de la época. Tenía cerca treinta años cuando tuvo que adaptarse a la gran ciudad, aunque sus costumbres se mantuvieron en la casona de Zapata de su hermano Hernando. Era una mujer tranquila que pasaba las tardes tocando el piano de cola y cantando con suave voz. También concurría a reuniones y fiestas acompañada por sus hermanos. Ellos querían que se casara lo antes posible.

Francisca extrañaba la vida pueblerina y las conversaciones cotidianas con su amiga. Entonces comenzó el intercambio epistolar entre ambas. Lo hicieron durante años. Ema fue la primera en saber del romance cuando Francisca conoció al hombre que amó durante toda su vida. Ema siguió el noviazgo como si fuera una novela, emocionada con los románticos paseos por el Rosedal y la distinguida elegancia del joven griego que cortejaba a su amiga como si fuera una princesa.

Después de casada, la abuela siguió escribiendo extensas cartas a Ema con la letra prolija y cuidada que le habían enseñado en el colegio. De esa manera se narraron sus cuitas, la crianza de los dos hijos que tuvo Francisca, las vicisitudes económicas y políticas del país, las novedades de vecinos y conocidos. Todo lo imaginable. Ema respondía con igual esmero en finos papeles y sobres satinados con una preciosa letra inglesa sobre los nacimientos, casamientos y decesos que se producían en Goya. Ambas sabían todo de la vida de la otra. Ema era la solterona perpetua entre sus diarios y muebles oscuros.

Francisca escribía sus memorias en largos escritos como una metódica y permanente rutina que la acercaba a su ciudad natal. Nada ocultaba. Ambas se vieron durante años en los veranos hasta que los hermanos de mi abuela decidieron vender la casa de Goya y ya no hubo encuentros, pero continuó el persistente intercambio epistolar. Yo fui testigo de esas escrituras porque veía a la abuela hacerlo en un pequeño escritorio de su casa de Belgrano. Era su ligazón con el terruño donde había nacido.

Mi querida abuela fue la única persona que me llamó cariñosamente Dianina. Elaboraba las comidas más sencillas pero deliciosas del mundo y cosía muñecas de trapo hechas con medias y botones. Con ella jugué a las visitas, a la vendedora de bazar con frascos vacíos y a otros pasatiempos únicos y creativos. Sin embargo, lo más importante es que fue la primera escritora que admiré.

Cuando la abuela falleció a los noventa años acompañé a mi mamá a desarmar el departamento donde vivió. Guardamos la vajilla tan querida y regalamos su ropa. En una cómoda encontré una caja de zapatos forrada y atada con cinta de raso celeste donde guardó los borradores de esas cartas maravillosas que escribió durante tanto tiempo y las respuestas de Ema. El papel amarillento demostraba el paso del tiempo, pero el contenido que suelo releer periódicamente es una síntesis acabada sobre el valor de la amistad y el perpetuo significado de lo cotidiano.   

 

© Diana Durán, 20 de noviembre de 2023

 

GEOGRAFÍAS NARRADAS. CUENTOS TERRITORIALES

 


🌎Tengo el placer de presentar este nuevo libro de cuentos que se llama "Geografía narradas. Cuentos territoriales".

📖📖📖Agradezco a Profesgeo 3.0 y especialmente a Nico Agostinucci con quien trabajamos para que salga esta edición antes de fin de año y que los profes puedan contar con ella.

👉👉👉Espero les guste su cuidada diagramación.

CUENTOS

📖 MIGRACIONES
– Se de historias de migrantes
– Nuevos rumbos, al sur
– El secreto de Palmira
– Dos vidas, dos derroteros
– El pueblo que se volaba

📖TERRITORIOS DEL INTERIOR
– Un día en el terraplén serrano
– Encuentro en Pehuen Co
– Crónica de vapores y trenes
– Catriel, el arriero
– Una maestra en la Puna

📖GEOGRAFÍAS PERSONALES
– Gestos
– Pensamientos en vuelo
– La llanura en los sentimientos
– Pinceladas
– La historia de Mary Show y su amigo Baltazar
– Solo como un perro
– La madre, el hijo y el fútbol
– La leyenda de Rosalía y sus ocho perros
– Noticias del Norte. En vivo y en directo

📖REGRESO A LA DEMOCRACIA
– Un arduo camino a la democracia
– Recuerdos de la Plaza de los Dos Congresos
– En un banco de la plaza

UNA LUCHA A CIELO ABIERTO


Nevado de Famatina. Google Maps.


Una lucha a cielo abierto

Amarillo oro; blanco nieve y marrones montanos; verde esmeralda de las vides; naranjas y rojos de hojas otoñales y el ocre de la aridez.

Los colores de esta tierra, mi tierra.

La lucha por el oro es parte de mi vida, pero no para lucir o acumular sino para evitar que mi pueblo se corrompa por su explotación. En Famatina he luchado a cielo abierto por años junto a mujeres dignas que acompañaron esta batalla. Desde joven, antes de saber qué ocurriría.

La historia viene de lejos, desde que Juan Ramírez de Velazco fundó La Rioja. El hidalgo venía en busca de oro pensando en una nueva Potosí. Siempre el oro. Denso, blando, pesado; noble, le dicen. Indigno, le digo.

Los diaguitas de los que soy heredera de sangre y cultura hicieron del cultivo su práctica dominante. Las vides rodean el pueblo y El Camino del Inca es patrimonio de la humanidad. Aquí el rey es el Nevado de Famatina con sus cumbres heladas que nos proveen agua. Nosotros vivimos en este paraíso en el extremo oeste de las Sierras Pampeanas donde domina la montaña. Somos pocos los habitantes de la comarca, pero nuestro amor por la tierra es muy grande. ¡Qué me van a hablar de minería a cielo abierto! La provincia quiere la megaminería. Nosotros conocemos sus consecuencias.

Hicimos asambleas, cortes de ruta, acampes, pintadas entre mates y tortillas. Repartimos folletos a todos los que pasaron por la ruta. Aquí no iban a entrar los extranjeros. Se quedaron con las ganas. Ni los canadienses, ni los chinos. Tampoco los salteños, nuestros hermanos, se pudieron instalar. A ninguno se lo íbamos a permitir. Aquí surgió y seguirá vigente el lema “El Famatina no se toca”.

En las marchas conocí a mi pareja, el Atahualpa, de los pocos hombres que nos acompañaron porque esta fue una guerra de mujeres por la tierra, el cielo y el agua. Ahora que soy jubilada me puedo dedicar más, aunque estoy cansada sigo a pesar de las denuncias y las amenazas.

 

Aquí los docentes enseñábamos a los chicos lo que iba a pasar si las mineras se instalaban. Quizás habría más trabajo y por eso los hombres no nos acompañaron, pero ¿y las consecuencias? Las aguas escurrirían con plomo, mercurio, manganeso y cianuro. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Y el aire con ese polvillo tóxico que lo invadiría todo?

Al oeste del pueblo hay unos abanicos de tierra que caen de las montañas y corre el río que lo bordea y se seca. Las laderas son marrones; las vides son verdes en contraste con el ocre del entorno árido. Con la llegada de la primavera y más aún en verano los tonos de las viñas se tornan verde rabioso. Cuando los días se acortan el color de las hojas va cambiando y se vuelven amarillas, naranjas y hasta rojas. El azúcar corre por sus nervaduras. Nuestra Famatina, estrecho poblado en medio de la sequedad, se rodea de color. ¿Qué pasaría si llegaran a contaminarse las corrientes que la riegan? Aparecerían las aguas “de contacto” que así se llaman porque todo lo intoxican.

 

Hoy mi pueblo encabeza la lucha contra la megaminería en la Argentina. Otros han desistido o abandonado bajo las presiones políticas, el cansancio y la falta de recursos. Nosotros no. Seguiremos peleando siempre.

 

Hasta que el negro de la muerte me excluya.


© Diana Durán, 8 de noviembre de 2023

 

 

AÑO NUEVO EN LA MONTAÑA


Refugio López. Google Maps


AÑO NUEVO EN LA MONTAÑA

Todos los fines de año subíamos al Cerro López. Pasaba Año Nuevo en el refugio con mi madre, Eloísa, unidas por el deporte, nuestro vínculo más estrecho. Otros temas nos separaban, aquéllos que reflejaban sus múltiples angustias contrastadas con mi forma de ser bastante más alegre. Su amarga y sombría madurez se oponían a mi optimismo juvenil. La veía desmejorada en su apariencia luego del divorcio. Yo no entendía por qué se había dejado estar. Había pasado con mi madre tiempos difíciles en los que estuvimos unidas, pero llegado el fin de mi adolescencia parecía resentida y se enojaba conmigo por cualquier cosa. Alicia, lavá tu ropa inmediatamente, da vergüenza; Alicia, pedile urgente a tu padre dinero para comprarte unas zapatillas nuevas, las que tenés están arruinadas, no sé qué hacés con ellas; Alicia, ni se te ocurra traer a nadie este fin de semana a casa, quiero descansar. Yo no la escuchaba, sus rezongos me entraban por un oído y salían por el otro. No estaba dispuesta a que me arruinara la vida con sus letanías y me evadía escribiendo poemas, sacando fotos por la ventana o conversando con amigas.

Sin embargo, a fin de año, por alguna razón, hacíamos una tregua y nos unía el deseo de escapar de tristezas y carencias.

Armábamos dos mochilas livianas que contenían ropa térmica, zapatillas impermeables de repuesto, unas latas de atún y arvejas, una caja de arroz, algunos chocolates y una sidra reservada para el brindis. Agregábamos los elementos de camping indispensables y emprendíamos la marcha. El trekking nos unía. Disfrutaríamos unos días sin fastidiarnos en el silencio de la montaña y en contacto con la naturaleza.

El ascenso duraba cuatro horas para los recién iniciados, pero nosotras lo hacíamos en la mitad del tiempo, primero hasta la Hoya para luego ascender al Refugio López a mil seiscientos metros de altura, disfrutando los paisajes montanos y la vista de trescientos sesenta grados de la comarca andina. El lago y sus brazos, los picos aserrados, los circos glaciarios tan peculiares y los bosques patagónicos que tapizaban las laderas. El cerro Tronador se divisaba majestuoso, siempre helado en su cima. Había otros refugios, como el Roca Negra o el Extremo Encantado, pero el del Cerro López era el más atractivo.

A esta altura del año ya no estaba cubierto de nieve y podíamos recorrer los senderos más tortuosos hasta descubrir la casa roja, donde nos olvidábamos de todo y vivíamos una experiencia distinta, comunitaria. Qué extraña relación la nuestra, cargada de contradicciones y enconos. Yo no sabía a qué atribuirlos.

Siempre había un lugar para nosotras entre los habituales asistentes y si estaba muy concurrido armábamos una carpa y pernoctábamos en ella luego de la celebración. Cuando llegaba la medianoche brindábamos juntos y nos sentíamos en comunidad. Al menos para madre e hija era una tregua.

Ese año llegaron los acampantes de siempre y subieron también turistas que seguro se irían pronto apremiados por las celebraciones de Bariloche. Esta vez aparecieron algunos personajes poco agradables. Una pareja de chicos de mi edad que fumaban marihuana sin parar, contaminando el aire límpido de la montaña. Además, ocuparon la casa roja unos mochileros desconocidos que la tenían en un estado lamentable según nos advirtieron los compañeros que habían venido antes.

Sentimos amargura y frustración. Nos refugiamos junto a los habituales asistentes y nos entretuvimos armando la carpa y acomodando los enseres. Llegado el atardecer, los chicos comenzaron a bajar por el sendero. Al parecer se habían aburrido y buscaban otras aventuras en la ciudad.

Empezamos a hacer la comida en pequeños fogones improvisados. Nada había interrumpido nuestras rutinas de acampantes. Todos habían traído alguna golosina para compartir. Al reparo de unos acantilados rocosos nos acercamos para cumplir nuestros ritos de fin de año, compartir comidas sencillas, brindar e intercambiar buenos deseos.

A las doce menos cuarto percibimos música country y rock nacional que provenía del refugio rojo. Algunos compañeros se acercaron lentamente. Los cánticos aumentaban en intensidad. Se escuchó “Los Mochileros” de Rally Barrionuevo[1]. Nos dijeron que fuéramos a ver la casa vengan, vengan, vean qué hermosa quedó. Está decorada con artesanías festivas hechas a mano, hay un personaje muy divertido disfrazado de viejo y otro de bebé que simula el Año Nuevo. Nos esperan para brindar. Mamá me miró y sonrió. Vi que su rostro se tornaba juvenil y no tenía el ceño fruncido de siempre. Se puso a cantar bajito. Quizás era ese ambiente de antaño que la animaba. Vení, Alicia, acompañame, sentate a mi lado. Estas melodías me traen muy buenos recuerdos. Asentí. Ya voy, mamá, le dije conmovida al verla tan vivaz.

No olvidaré ese fin de año. Por una vez, nuestro lugar en el mundo nos había vuelto a acercar.

© Diana Durán, 30 de octubre de 2023



[1] Mochileros de Rally Barrionuevo y Héctor Edgardo Castillo

Los caminos me están esperando
Y estas ansias que no pueden más
Ya ni sé si estará todo listo
Ya ni sé lo que nos faltará.

Un amigo lleva su guitarra
Y otro lleva un pequeño tambor
La mochila, la carpa y el mate
Y el aislante y el calentador

No sabemos si al norte o al sur
A un acuerdo nos cuesta llegar
Si es al norte, subir a Bolivia
Si es al sur, al Chaltén hay que llegar.

Este viaje será gasolero
Mucha guita no pude juntar
Pero intuyo que hay algo sagrado
Algo eterno que no he de olvidar.

Decidimos por el noroeste
Para el sur otro año será
Por la ruta nos llevará el viento
Al misterio de la soledad.

Mi destino serán los misterios
Mi destino será una canción
Mi destino será la memoria
De una tierra de fiesta y dolor.

 

https://youtu.be/tW5psk8QQiE?si=W8_wEn6wwCa6HLgs

 

 

UN LUGAR LLAMADO BE´ERI

 



Imágenes de Be´eri del Google Earth

Un lugar llamado Be´eri

Me llamo Débora y tengo doble nacionalidad. Elegimos con mi pareja, Levi, emigrar de la Argentina. La idea de cambiar de vida es nuestro máximo deseo. La situación en nuestro país no da para más en lo económico y lo político. No concordamos con las ideas reinantes y encontramos un techo muy bajo para mejorar la calidad de vida. Además, deseamos probar cómo es habitar en comunidad. Una existencia idílica en un kibutz, nuestra máxima aspiración. Leemos mucho sobre el tema del trabajo rural y comunitario y comentamos con amistades lo que implica.

Viajamos a Israel durante un lluvioso mayo de 2023, extraño para la aridez que domina las tierras hacia donde partimos. Levi y yo recibimos vivienda, salario y servicios previa tramitación en la “Agencia Judía para Israel. Esta es una sociedad igualitaria y cooperativa, qué más podemos pretender. Nuestro sueño por cumplir.

Be´eri se llama el kibutz elegido. Es un hogar colectivo de solo mil habitantes. Está enclavado en el desierto del Nejev que a pesar de la sequedad reinante se ha convertido en un auténtico vergel. Nos rodean plantaciones de girasol, flores y bosques. Lonjas verdes confinan la trama circular de casas con techos rojos rodeadas de jardines. También hay granjas lecheras que nos proveen. Una gran diversidad de actividades en el medio de la nada. Un edén en el páramo.

Desde que llegamos nuestra vida es bucólica. Nos levantamos muy temprano y luego de desayunar nos encaminamos a labrar la porción de tierra que nos toca. Almorzamos en comunidad y al atardecer volvemos a casa cansados pero felices. Conversamos, cenamos temprano, leemos y nos amamos más que nunca. El cambio nos sienta como pareja. En Buenos Aires no hay más expectativas, aquí renovamos la vida en común y tenemos un futuro.

Nuestro paraíso se encuentra a veinte minutos de la estrecha Franja de Gaza, pequeño país con sus cuarenta y un kilómetros de largo y seis a once de ancho. Es un territorio costero al Mediterráneo donde viven más de dos millones de habitantes. Un enjambre tan denso como Singapur o Hong Kong. La comparación con el pacífico solar donde residimos es contrastante. Sabemos que la franja es una zona violenta, pero nada hace prever hostilidades próximas.

Nos sentimos más seguros aquí que en el barrio de la Paternal donde vivíamos en la Capital. Allí los robos están a la orden del día. En cambio, aquí Israel controla tierra, cielo y mar. Un muro de hierro de sesenta y cinco kilómetros de altísima tecnología separa la franja de Gaza de nuestro país por adopción. Nos preguntamos por qué hay barreras si en otros lugares conviven musulmanes, judíos y cristianos. Tan cerca de Be´eri existen esas defensas turbadoras. También sabemos del odio contra la comunidad LGBT y de la falta de respeto por los derechos de las mujeres, pero estamos con Levi muy lejos de esas costumbres culturales abominables como cerca en lo territorial. Siempre lo conversamos y si bien la cuestión de los refugiados palestinos es compleja e injusta, no apoyamos la violencia existente en ese lugar.

Sabemos que Gaza y Cisjordania son territorios palestinos. Mientras en Cisjordania conviven distintos pueblos y religiones; la franja, en cambio, está regida por Hamás, un gobierno terrorista. No nos preocupa. Israel nos custodia y nos sentimos seguros.

Hoy nos levantamos más temprano que de costumbre. Nos despiertan ruidos ensordecedores. No sabemos de qué se trata, nos abrazamos aturdidos. Nos damos cuenta de que son bombas. Un ataque feroz y gritos desgarradores acompañan el terror que sentimos. Levi me dice, Débora, tenemos que huir. Le respondo dudosa, ¿qué está pasando? ¿será mejor escapar? ¿no será más prudente refugiarnos en la casa? Escuchamos hablar en un idioma desconocido.

Embisten en las cercanías cientos de proyectiles. Nos convertimos en escudos humanos. Han fallado todos los controles y las alarmas. Escuchamos más estruendos. No sabemos dónde guarecernos.

 Primero resistimos casi una hora en nuestro hogar, pero luego aterrados y con algunas vituallas corremos hacia un bosquecillo cercano donde nos quedamos todo el día esperando lo peor.

El asalto es masivo, vemos cómo secuestran a mujeres y niños. Otras personas mueren bajo las bombas y fusiles. Pasamos de la paz de nuestro kibutz a la tragedia y la desolación. Nos salvamos de milagro escondidos entre matorrales dentro del bosque.

Nos rescatan soldados israelíes. Nos dicen que van a defender la zona de kibutz donde florece el desierto, pero en realidad no hay control de la situación. Domina la confusión y el desmadre.  

Nos trasladan a una zona donde nos explican que se trata de un ataque sorpresivo a las torres de vigilancia y que el muro de la Franja de Gaza fue volado en varios puntos. Hay fallas de inteligencia. Caemos en cuenta de que Israel está en guerra.

Tenemos que tomar una decisión. Volver a la Argentina significa un largo trajinar por distintas ciudades y aeropuertos europeos. Decidimos que es lo mejor. Dejamos atrás repentinamente nuestro sueño de una vida idílica.

Be´eri se había convertido en una sombra desolada del kibutz que fue y nosotros en fantasmales exiliados intentando volver a la Argentina.

© Diana Durán, 24 de octubre de 2023


ORDEN Y DESORDEN. TERRITORIOS INTERIORES

 


Fuente del mosaico fotográfico: culmia.com y recreo.monoblock.tv Michael J. Lee 


Orden y desorden. Territorios interiores.

 

Ema era ordenada, metódica y hasta obsesiva en su trabajo. Su estudio contable se destacaba por la extrema prolijidad. No requería auxiliar porque reinaba una perfecta organización. Lápices, marcadores, cinta adhesiva, clips, abrochadora colocados con precisión en un amplio escritorio de madera lustrada. La computadora con todos los programas actualizados, resmas de papel de distintos tamaños y tintas de más para que no se produjeran tardanzas en sus tareas laborales. Atendía a los clientes con gran eficiencia y por ello le iba muy bien en la profesión.

 

Había aprendido de una bibliotecaria del colegio a catalogar y aplicaba el método con rigurosidad meridiana. Los libros se disponían de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo en cada estante, con un código según materia y autor indicado en el lomo, y clasificados por colores en un arco iris de obras profesionales, literarias y de consulta general. 

 

En cambio, lo cotidiano, lo hogareño la fastidiaba. No podía con las cosas más simples de la vida. Su casa, excepto el escritorio, era un modelo de extremo desorden. La cocina revuelta, el dormitorio que compartía con Matías, su esposo, atiborrado de ropa en el suelo mezclada con papeles y hasta con algún envase vacío de yogurt, sumado a varias copas abandonadas en la cómoda y las mesitas de luz.

 

Una vez que entraba a su morada desde el trabajo, Ema olvidaba dónde había dejado el celular, la cartera o la campera. Entonces empezaba a divagar de la sala al comedor, como la naranja de María Elena Walsh. Hasta que Matías con paciencia infinita encontraba los objetos perdidos. Exceptuado el escritorio, la casa era una verdadera hecatombe. Durante largo tiempo él se la pasaba buscando efectos cotidianos e incluso sus propias cosas, hasta las más básicas. Si no aparecían su máquina de afeitar, sus pantuflas o su peine era porque ella los había usado y dejado en algún insólito lugar. Quienes lo conocían no podían comprender cómo ese hombre se había casado con una mujer tan disparatada. La razón era el infinito amor que le profesaba y, también, la diversión que le producían sus despistes. Adoraba la alegría de Ema y le causaban regocijo sus rarezas.

 

Matías optó por contratar a una joven, verdadera santa, una cenicienta que arreglaba todo lo que la señora tiraba por los más recónditos lugares. María iba recogiendo la ropa, los zapatos, las cremas por toda la casa y de tanto hacerlo se acostumbró al peculiar trabajo. A veces tampoco lograba ordenar el lío reinante exceptuado, por supuesto, el escritorio que se mantenía en perfecta disposición. María no entendía cómo el señor podía aguantar a su mujer, pero había comprendido que la debía querer mucho, aunque no sabía qué más hacer para poner en cauce tanto desbarajuste.

 

Una tarde Ema empezó a delirar. Decía que se le perdían los objetos porque alguien se los ocultaba. Había cambiado, desvariaba y se confundía de tal forma que veía el mundo de manera equívoca e incluso recordaba hechos que nunca habían sucedido y los daba por ciertos. Su conciencia estaba alterada.

 

Matías, muy alarmado, decidió llevar a su esposa a un neurólogo con la excusa de que lo acompañara para consultar sobre sus propios dolores de cabeza pues no quería que ella se negara. El médico, advertido antes por el esposo, les recomendó a ambos realizarse estudios de rutina.

 

El diagnóstico de ella fue sombrío, le habían encontrado un tumor cerebral que requería inmediata operación. Matías acompañó a su mujer en todo momento. Cuando se restableció de la cirugía le aconsejaron seguir rutinas, cambiar de dieta, descansar más, organizarse a través de distintas indicaciones específicas en la vida cotidiana. Ema respondió tan bien a los consejos que no solo se mejoró de sus síntomas extremos, sino que comenzó a modificar sus conductas. Su esposo estaba azorado y cada día la veía mejor. Ella regularizó todas las obligaciones vitales, tanto que ya no necesitaron los servicios de María quien se fue muy triste porque se había encariñado mucho con la pareja.

 

A la semana de pasada la operación, Ema y Matías cumplieron una visita de control al neurocirujano quien le indicó a la mujer estudios para decidir tratamientos muy cruentos que ella todavía desconocía. El patólogo ya había arriesgado que era maligno. Faltaba el resultado final de lo extraído. Fue sorprendente. El tumor había sido benigno y no reportaba ningún peligro futuro. Nadie comprendió cómo se había producido el error.

 

Lo cierto es que al tiempo Matías dejó de adorar a su ahora cuidadosa y metódica esposa. Extrañaba profundamente el regocijo que le provocaba su alboroto anterior. La vida diaria se había transformado en un devenir lineal y aburrido. Ema acomodaba todo con tenaz obsesión. Su comportamiento sobrevino riguroso y se transformó en prolijo y hasta tedioso. La alegría del hogar se desvaneció.

 

Finalmente, un día, hastiado decidió dejarla.

 

© Diana Durán, 9 de octubre de 2023

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...