Monumento al General San Martín. Foto: Héctor O. Correa
El desprevenido rosaleño. Por Héctor O. Correa
El desprevenido rosaleño que miraba la oscuridad de las calles que
bordean el parque a su izquierda. De él hablo. Blanquecinos postes con ciegos
ojos rectangulares -opacos- miraban las pocas estrellas que aparecían y desaparecían
detrás de oscuras nubes invernales. Las sombras arbóreas se mecían y
acompañaban una leve brisa fría. Ya se acercaba la medianoche. La calle esperaba
que esos ojos escrudiñaran el parque buscando el porqué de esos estridentes ruidos
taladrando sus oídos. Ahora solo unas metálicas siluetas se perfilaban en las
intrincadas callejuelas internas.
El desprevenido rosaleño esperaba que esas siluetas con brillos que se
movían en círculos tuvieran vida. Nada indicaba otras señales, todo estaba en
silencio. De vez en cuando a lo lejos se escuchaba un leve ronroneo, sin
importancia. Los pilotes, erguidos, semejaban siluetas adormecidas, los ingenieros
de la empresa de electricidad le habían explicado su capacidad lumínica y sus
propiedades solares. Hoy eran esqueléticos y paralíticos restos decorando la
oscura senda peatonal. Caminaba diariamente mientras esquivaba otros peatones y
ciclistas, pero no de noche.
De pronto aparecieron los fragmentos, esparcidos entre los árboles.
Fragmentos por doquier y su memoria explotó. La moto se había deshecho, solo
pedazos de metal y a lo lejos se veían las ruedas que se habían desprendido. Fue
repentino, recordaba o creía recordar, dos masas que se le cruzaron en la calle.
Supo más adelante que penetraron descontroladas en el interior del prado
dejando los cuerpos de los conductores en el camino. Como había perdido la
conciencia, en este momento solo recortes volvían al lugar. Ya no estaban los
surcos de los hierros horadando el pasto del borde que miraba estupefacto. Sentía
que todavía su olfato percibía el estruendoso rozamiento de las partes. Y un
rechinamiento metálico le había quedado como una suerte de mortal sonido que
volvía en forma permanente como un corte sobre su cuerpo herido difícil de
cicatrizar.
Las motos se perdieron en el campo, no las volvió a ver. Solo fantasmagóricas
sombras las habían conducido. Al desprevenido rosaleño le producía un frío
estremecimiento esas imágenes. De todas maneras, salía y recorría esa senda, y
cuando volvía a su casa el camino no se disipaba con facilidad. Su máquina aún
estaba guardada, algunas partes retorcidas y sus inservibles ruedas eran a
veces como agujas sin anestesia. Eso eran esas máquinas rodantes cuando inconscientemente
se lanzaban por las sendas rugiendo, gruñendo, aullando, buscando presas, rompiendo
la aletargada quietud de la noche, por las mansas ondulaciones del campito.
Casas, construcciones, habitantes, humanos -como el desprevenido rosaleño-
resistían estos embates, como espectadores pasivos y mansos. Miraban añorando
un vergel que nunca fue o no quiso ser. Al caer el sol, al cesar el escaso o ya
casi nulo canto de aves que una vez tuvo, los ojos del desprevenido rosaleño se
movían como buscando la tenue luz que la luna reflejaba sobre las indiferentes
hojas. Al ponerse el sol y aparecer las diminutas estrellas las bestias comenzaban
su estridente andar. Ya era inevitable.
Quisieron confiar cuando les prometieron interponer recursos para terminar
con esas fieras. Habían explicado a los dirigentes que esas alimañas producían
un daño físico y existencial. Que sus madrigueras allende el parque, sobre una
periferia marginal, guardaban sus ejes, rayos y cilindros, en un liviano sueño presto
a salir al menor toque. Que eran incontrolables frente a la fuerza del humo y
los escapes. No entendieron esas razones ni tampoco las irreductibles del
temeroso ciudadano.
Más adelante, cuenta el desprevenido rosaleño, una masa informe, de
voraz lengua, de múltiples caños y engranajes, se había levantado, justo donde
se posaba incólume una estatua ecuestre, con la triste figura -cervantina-
montada de un jinete que casualmente fue el único en encontrar con su brazo un
horizonte que hoy, los que quedan, como el desprevenido rosaleño, no pueden
alcanzar.
© Héctor O.
Correa, 11 de junio de 2024