LA SOMBRA DE CATALINA

 


Tornado de 1985 en Dolores. Diario Criterio. Dolores

LA SOMBRA DE CATALINA

 

Dolores es un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. Como profecía de su nombre, allí se sobrellevaban considerables angustias pues sus habitantes vivían asediados por los tornados y las inundaciones que periódicamente ocurrían en el lecho del río Salado.

Era una población sufriente desde sus inicios. Sin embargo, tuvo el honor de ser el “Primer Pueblo Patrio”, primigenio lugar fundado en 1817 por el naciente Estado argentino luego de la declaración de la Independencia. En 1821 fue arrasada por tribus indígenas y repoblada en 1827. También fue perdedora en la rebelión llamada “El Grito de Dolores” contra el gobernador Juan Manuel de Rosas.

Las tradiciones dominaban el estilo de vida de sus habitantes. Todos los vecinos se conocían. Las maestras, el comisario, el intendente, el cura, hasta los viajantes y forasteros formaban un conjunto variopinto de personajes típicos de los pueblos pampeanos.

 

Catalina, bella entre las bellas, llegó a Dolores un día de otoño de 1984. Era una muchacha de no más de treinta años, alta, de cabellos largos y ondulados; ojos negros, profundos y expresivos. Tenía una extraña mezcla de encanto, fuerza y misterio. Emanaba de sí un halo de enigma que comenzó a causar dudas en un poblado indiscreto donde todos se conocían.

Bajó de un micro medio destartalado con sus pocas pertenencias. Sentía angustia ante lo extraño. No sabía adónde ir hasta que encontró alojamiento en un modesto departamento de un solo ambiente, a pocas cuadras de la Plaza Castelli.

Nadie sabía quién era ni de dónde procedía. Los hombres empezaron a murmurar y las mujeres a chismosear. ¿Qué hacía sola tan hermosa viajera desconocida? ¿Cuál era su pasado? ¿Qué venía a hacer al lugar? Su sugestivo modo de caminar y su encantadora voz eran el corrillo entre los parroquianos que frecuentaban los bares y las pueblerinas que tomaban el té todas las tardes en los patios dolorenses.

Una vez instalada con sus mínimas pertenencias, la joven se empleó en un hogar de abuelas como mucama. Había encontrado un cartel al caminar por la misma calle Belgrano donde quedaba su departamento. Catalina no parecía destinada a ser doméstica, pero necesitaba el trabajo. Inicialmente no se inmutó por los chismes que le llegaban por boca de sus compañeras de labor. Se decía que había sido una mujer de mala vida escapada de la gran ciudad; que había abandonado a sus pequeños hijos; que era una viuda venida a menos. Ella siguió con su vida. Además, se sentía cómoda con las ancianas con quienes dialogaba e interactuaba con mucha ternura y calidez. Hasta les cantaba con gracia, cuando su trabajo se lo permitía, para que durmieran tranquilas.

La vecindad no se destacaba por ser cuidadosa con sus comentarios y enseguida se corrió la voz de que Catalina recibía extraños en su departamento, cosa que nadie había constatado fehacientemente. Sin embargo, el rumor se echó a correr pronto por la ciudad. Mientras tanto, Catalina iba de su casa al trabajo y del trabajo a su casa sin mostrar interés en relacionarse con nadie, excepto en su trabajo y por obligación.

Los hechos que continuaron demostraron qué clase de persona era. A finales de la primavera un tornado provocó gran destrucción y la ciudad quedó sitiada por las inundaciones. Ocurrió el 25 de noviembre de 1985 en horas de la tarde cuando el gigante invisible de tierra y viento arrasó todo a su paso. El panorama fue desolador: muchas casas, plazas y la periferia urbana fueron destruidas. Se trató de la noche más larga y triste de que se tuviera memoria en la localidad. Las zonas más castigadas fueron la calle Olavarría, Plaza Moreno, el Asilo de Ancianas y el barrio de los frigoríficos.

Catalina se ocupó de las mujeres del hogar. Algunas no podían movilizarse y demostró dotes de enfermera al realizar los primeros auxilios a quienes estaban lastimadas por las roturas que había producido el tornado. Fue la verdadera protagonista entre muebles y trastos destruidos. No descansó hasta que la última residente estuvo a resguardo. El “Compromiso”, diario pionero del pueblo destacó en una nota su valentía y arrojo.

Pasados los crueles eventos meteorológicos se supo que la muchacha había trabajado en un hospital muy importante de Buenos Aires de donde la habían despedido por reducción de personal. Desde la catástrofe se la reconoció y nadie más se atrevió a murmurar sobre ella.

 

A los pocos meses de la tempestad, Catalina se marchó sin dejar rastros. Nunca había aceptado que la maltrataran con corrillos maledicentes. Se había sentido humillada y difamada desde los inicios de su estadía. Atrás quedaron las consecuencias calamitosas del tornado y sus queridas ancianas. Una de ellas preguntó confundida al no verla, ¿dónde está mi heroína, mi querida Catalina?

 

La muchacha volvió a Buenos Aires, la ciudad del anonimato, donde no le interesaba a nadie que regresara a trabajar de noche como una desconocida artista de cabaret.


© Diana Durán, 19 de mayo de 2025

 

LA NOCHE DE LAS LUCIÉRNAGAS

 





LA NOCHE DE LAS LUCIÉRNAGAS

 

Era una noche estrellada en la quinta de Castelar. Habíamos llegado el viernes a la mañana y jugado durante el día a los habituales príncipes y princesas, entre Pininín y Pininón, los pequeños árboles recientemente plantados por Mariano, el papá de Silvana y Anita. Habíamos recogido duraznos del huerto engulléndolos hasta quedar pipones, y rearmado nuestra cabaña de cañas sin techo apoyada contra la ligustrina que daba a la calle "El Payador", lindante al portón de entrada.

Formábamos un cuarteto de chicos felices y traviesos que nos deleitábamos con las moras que nos dejaban la cara y las manos violetas; jugábamos a la guerra con las cápsulas de eucaliptos que juntábamos en las veredas terrosas y explorábamos los maizales de la cuadra adyacente a la quinta.

De noche devorábamos los churrascos de costillas y las papas envueltas en papel de aluminio hechos a la parrilla por nuestros padres.

Ese mismo viernes mi hermano se le había declarado a Anita frente a nosotras, las mayores, sin resultado propicio, lo que no preocupó a ninguno de los cuatro que seguimos jugando sin cesar porque ese era nuestro afán cotidiano de niños sin preocupaciones.

Vuelvo al principio. Era de noche y una vez comidos y bañados había que acostarse para seguir comentando entre risas los sucesos del día. Debatimos entusiasmados sobre la función que presentaríamos al día siguiente de una de nuestras obras de teatro escritas con prolijidad en una carpeta forrada de azul que incluía los diálogos de nuestra autoría, los dibujos de los personajes y la escenografía al aire libre. Mi hermano Francisco debía cumplir varios papeles porque era el único varón y se necesitaban distintos roles de pajes, príncipes y bandidos para tantas doncellas expectantes. Los espectadores, padres y madres. Con ellos bastaba.

Cuando escuchábamos que Mariano nos decía sin mucha convicción ¡silencio! era porque venía al dormitorio para retirar las camas de la pared, por si bajaba, según aclaraba, alguna araña que nos pudiera picar. También separaba los colchones donde dormíamos en el suelo mi hermano y yo porque argüía que alguna de sus hijas podía pisar a los otros si se resbalaban distraídas. Era tan cuidadoso que cuando se retiraba, luego de darnos el consabido beso a cada uno, empezábamos a reírnos de sus exageradas preocupaciones.

Durante el atardecer casi sin luz y sin avisar a los mayores, habíamos juntado luciérnagas en dos frascos de dulce encontrados en el galpón y las habíamos guardado en nuestros bolsos ocultos en el placard. Los recipientes brillaban como linternas y nosotros estábamos felices de la hazaña lograda al conseguir tantos bichitos luminosos. Silvana advirtió ¿y si se mueren por el encierro?, a lo que respondí presurosa, puede ser, mejor los soltamos ahora, total son inofensivos. Francisco estuvo de acuerdo y Anita asintió somnolienta. Silvana procedió a abrir las tapas de los dos frascos y las pobres luciérnagas volaron hacia el techo donde quedaron iluminándolo como si fuera para nuestra imaginativa mente infantil una diminuta Vía Láctea. Como sabíamos de cielos y estrellas empezamos a comparar su disposición en el cielo raso con la Cruz del Sur y las Tres Marías. Estábamos felices con nuestra aventura. De pronto, comenzaron a volar lento y a deslizarse en picada hacia nuestras cabezas y cubrecamas. No nos gustó nada la situación, pero no podíamos contar a nuestros padres la proeza de haber encerrado a los pobres bichos que ahora estaban a punto de morir a causa de la asfixia sufrida. Según nuestro miedo infantil no había más remedio que escapar de la habitación. Luego de buscar a tientas nuestras zapatillas y manotear en la oscuridad algún abrigo nos escapamos en puntas de pie por el comedor y desde allí abrimos la puerta principal y salimos al jardín. Era una noche cálida y bien iluminada, pero nosotros caminábamos temerosos, uno detrás del otro, sin saber el rumbo que iba a tomar nuestra aventura. En un principio parecía exitosa y audaz, pero luego comenzaron los problemas. Desconocíamos la silueta de los árboles y comenzamos a asociarlos con seres desconocidos. Es un Coco[1], nos va a querer llevar, susurré asustada. Para mí son fantasmas de la noche, ¿no escuchan los silbidos?, contestó Francisco con un hilo de voz. Anita y Silvana, enmudecidas, caminaban abrazadas para darse valor.

La cabaña, que había sido nuestro refugio durante el día, nos parecía una jaula donde terminaríamos encerrados y las siluetas de los frutales se veían extrañas y amenazantes.

Bordeábamos a tientas el perímetro de la quinta cuando empezamos a ver más y más luciérnagas que sospechamos cobrarían venganza por lo que habíamos hecho con sus compañeras. Fue así como decidimos cruzar el portón, pero los ladridos monstruosos del perro de la quinta de enfrente nos hicieron volver sobre nuestros pasos. Sin embargo, no encontrábamos la entrada de la quinta. Seguimos sin saber qué hacer por un largo rato vagando por el entorno de la finca. Nuestros corazones latían fuerte y temblábamos como hojas.

Súbitamente una voz conocida pronunció un regaño funesto: ustedes no tienen perdón, se han portado muy mal. Están castigados por el resto del fin de semana. Se acabaron los juegos y las funciones de teatro. Nos han asustado mucho con su desaparición. Caminen detrás de mí sin chistar. Así volvimos los cuatro aliviados detrás de Mariano, aunque temerosos de la represalia que solo consistió en dormir entre los apagados destellos de las luciérnagas moribundas.

 

© Diana Durán, 12 de mayo de 2025



[1]Criatura maléfica que se lleva a los niños que no se portan bien, 

ASCENSO SERRANO

 

 

Cerro Bonsái. Villa Ventana. Foto: Héctor Correa.

ASCENSO SERRANO

 

Todos los años Javier y yo encaramos la aventura de escalar distintas serranías de la comarca.

El sendero más difícil nos llevará con lentitud a la cima de la sierra desde donde admiraremos el valle y su colorido ajedrez de cultivos y pastizales. Serán nuestros desafío y recompensa estivales.

 

Dividimos en varias etapas el ascenso. En la primera, divisamos un conjunto de cabañas aisladas tras la colina y el viejo castillo en ruinas de una aristocrática familia. El río escurre divagante sus aguas cristalinas y los rectilíneos caminos se bifurcan irregulares cuando llegan al pie de la siguiente serranía. En el tramo posterior, descubrimos con sorpresa el cono forestado al que nombran cerro "Bonsái" por su simétrica pequeñez. Luego de tomar algunas fotografías, escalamos los balcones rocosos que asoman quebrados en la ladera serrana.

Admiramos el paso receloso de un bello zorro platinado y la elegancia de un chiflón de agudo pico rosado y despeinado penacho. Bajo la sombra de unos solitarios espinillos reposan tres búfalos que ni se inmutan y nos miran displicentes, moviendo de lado a lado sus lentas cabezas.

No falta mucho para llegar a lo alto de la sierra. El esfuerzo nos demuestra nuestra destreza y arrojo. Estamos orgullosos de la travesía.

Llegamos casi a la cumbre cuando unas nubes bajas y oscuras nos impiden ver la última parte del itinerario. A los pocos minutos se despejan y nos damos cuenta de que estamos perdidos en tierras desconocidas, abandonados a nuestra inesperada suerte.

La selva que nos rodea es tan densa que no nos permite ver la luz del sol y tan húmeda que la transpiración nos obliga a despojarnos de nuestras camperas y colgarlas de unas lianas para continuar el camino entre helechos gigantes y arbustos entrelazados. Desconocemos el entorno, más parecido al sur andino que a la comarca serrana.

En el afán de buscar un poco de luz en la oscuridad nos internamos aún más en la espesura incógnita. Entonces escuchamos unos rugidos aterradores. No sabemos de qué animales salvajes se trata. Corremos y corremos uno detrás del otro, tropezándonos y levantándonos varias veces para no ser devorados por las bestias que nos acechan. Nos lastimamos con ramas salientes y troncos caídos. Aceleramos sin freno la carrera pues vamos a ser atrapados ya que los gruñidos arrecian.

Gritamos desesperados por ayuda y nadie nos escucha. Abrazados nos dejamos caer por un desfiladero de rocas sin saber adónde nos lleva.

El estrepitoso descenso nos devuelve como en un hechizo al tranquilo paisaje serrano inicial. Estamos ilesos, libres de las aterradoras circunstancias vividas. Nos abrazamos desconcertados. Javier me pregunta, ¿dónde habrán quedado nuestras camperas? Nunca lo sabremos, un nuevo ascenso sería impensado.

 

© Diana Durán, 30 de abril de 2025


LOS BICHOS QUE DOMINARON EL MUNDO, PERO NO PUDIERON EN KAMCHATCKA

 


Los chauchen de Kamchatka 


LOS BICHOS QUE DOMINARON EL MUNDO, PERO NO PUDIERON EN KAMCHATCKA

 

La temperatura había subido tanto en tierras y mares que la situación del mundo era alarmante. Selvas transformadas en bosques raídos. Praderas doradas por las gramíneas convertidas en páramos grisáceos. Estepas arrasadas por torrenciales lluvias escurridas en los cauces secos volviéndose aluviones de barro y rocas.

Los profundos lagos glaciares secados abruptamente generaron olas de inundación en los ríos emisores, aguas abajo. Los esteros, en cambio, se ampliaron a dimensiones que ocuparon vastos territorios con pantanos colmatados y pestilentes.

Las cordilleras perdieron sus picos helados y las sierras, sus bosques húmedos. Todo era caótico.

Desde entonces comenzaron a proliferar los bichos. Todo tipo de bichos. Los escarabajos y sus miles de especies se desplazaban nadando y cubrieron con oscuridades los espejos de agua. Las mariposas, tapadas de lodo parecían polillas y como no encontraban flores en el ambiente caían muertas por millones.

Las hormigas abundaban en las partes altas de las colinas en torres semejantes a las de las termitas. Las avispas y abejas unieron sus enjambres que colgaban voluptuosos de los pocos árboles restantes en un paisaje aterrador.

Moscas y mosquitos se reprodujeron por doquier transmitiendo enfermedades antes desconocidas. Las vacunas que habían permitido dejar atrás el dengue y la fiebre amarilla ya no protegían a las personas.

Los grandes ojos de las libélulas se agrandaron más allá de sus cuerpos transformándolas en deformes y perjudiciales, como había sucedido con los saltamontes y grillos.

En las ciudades, las cucarachas, con sus cuerpos planos y ovalados, largas antenas y patas rapidísimas, invadieron aún más casas y departamentos de todas las clases sociales. Se hicieron más resistentes y pudieron vivir en todas las zonas devastadas de la Tierra porque no requerían ni agua ni comida durante largo tiempo. Transportaron plagas y enfermedades por doquier al evadir los nuevos insecticidas que la ciencia se apresuraba en inventar.

No había barrera física que pudiera contener la invasión de los bichos. Los mosquiteros eran horadados, las trampas esquivadas, los venenos duraban lo que un lirio o su uso excesivo afectaba a los propios individuos. Los depredadores para el control biológico como las bacterias tampoco sirvieron.

¿Qué debía hacer la humanidad frente a la catástrofe ambiental y la consecuente proliferación de insectos de todo tipo? Esa era la pregunta elemental de los científicos e industriales, pero no la podían responder a pesar de sus estudios de vanguardia y la tecnología de punta que utilizaban.

Aquí comienza la historia de un pequeño lugar en los límites del mundo, cerca de Petropavlovsk-Kamchatsky, capital de la península de Kamchatka, famosa por sus volcanes activos y géiseres.

En sus cercanías había un pueblo que se llamaba koriako[1], una de cuyas tribus, los chauchenn era pastores de renos. Como erraban por las extremas tierras siberianas, conocían los mosquitos en los veranos cuando se derretían las capas que cubrían los suelos helados de la Rusia oriental. Los bichos invasores no los habían atacado hasta el momento de su contacto con otros pueblos.

Los chauchen fueron muy inteligentes. Cuando ocurrió el encuentro no se enfrentaron, pues como eran itinerantes cada vez que descubrían algún nuevo insecto levantaban sus tiendas de pieles y continuaban sus gélidos periplos en las extremas soledades de la Tierra. Acostumbrados a convivir con los mosquitos, no consideraron enemigos inevitables a las múltiples especies que se les aproximaban.

Por ese entonces, una expedición de científicos vulcanólogos que estudiaban el derretimiento de las nieves peninsulares conocieron a unas familias chauchen en las pedregosas encrucijadas de Siberia y aprendieron de ellos a evitar insectos. Así fue como esa manera de vivir intuitiva, pero sagaz enseñó mucho a los investigadores que continuaron sus trabajos en Kamchatka y se llevaron las originales enseñanzas para difundirlas en las comunidades de intelectuales de sus países. Los chauchen continuaron indiferentes su eterna peregrinación.

Mientras tanto, más allá de esas tierras heladas, el resto del mundo continuaba su lucha perpetua contra el dominio de los bichos.



[1] Los koriakos (también llamados koryaks o coriacos) son un pueblo indígena del krai de Kamchatka, en el Extremo Oriente ruso. Tradicionalmente, se han dividido en dos grupos principales: Nemelan (Nymylan) (habitantes costeros, con un estilo de vida más sedentario basado en la pesca); Chauchen (Chauchven) (pastores de renos nómadas, cuyo nombre significa "ricos en renos").


Fuente de la imagen: La dura vida de un pueblo nómada en Siberia (Fotos) - Russia Beyond ES

© Diana Durán, 21 de abril de 2025

VIAJE AL PARAISO

 


La casona de Manuel Mujica Láinez en Cruz Chica, cercana a la Cumbre. Cristina Borrajo. Google Maps

VIAJE AL PARAISO

El peregrino aprieta los labios para no pronunciar las palabras que debe decir cada vez, pero las palabras le horadan los labios y se escapan, monótonas, como siempre: Ve, sigue, sigue tu camino…

Manuel Mujica Láinez. El vagamundo. En Misteriosa Buenos Aires, Sudamericana. 1975

Múltiples elecciones tomé en la vida, pero, entre ellas, cómo y dónde vivir fueron dominantes. Siempre estuve seguro sobre la profesión; elegí la ingeniería antes de egresar del secundario y, dentro de ese campo, la agronómica. Quería estar en contacto con la naturaleza, el suelo, el campo, la producción y mejorar la situación de mis ancestros.

Nací en Córdoba, provincia gran productora de cereales, granos y oleaginosas; pero también agro tecnológica por excelencia. Villa María, mi ciudad natal, es un centro clave de la producción agrícola y ganadera, y también cuenta con instituciones que impulsan el desarrollo tecnológico y la innovación en la región. Estudié la carrera en la Universidad Nacional de Villa María y, al poco tiempo, me convertí en parte de ese engranaje fatídico que convirtió la tierra en una mercancía barata.

No me costó encontrar trabajo. En un principio actué en asesorías para empresas agropecuarias. Luego tuve tanto trabajo como el que podía abarcar en mi afán de alcanzar la seguridad económica de manera temprana.

Venía de una familia de chacareros que la habían yugado. Yo no quería eso y pude diferenciarme de las manos rugosas y lastimadas de mi padre de tanto cosechar y de la espalda encorvada de mi madre por trabajar en la huerta. Gracias a su sacrificio pude ser profesional.

Me casé con una compañera de colegio, Mirna, bella como pocas. Tuvimos dos hijos, Camila y Martín, a quienes a pesar de que los adoraba, no los veía mucho, dado mi eterno trajinar por campos y ciudades del pujante sudeste cordobés. Me convertí en parte de un sistema para el que la tierra era una mercancía, pero nunca pensé que me conduciría a la tragedia. Mi esposa falleció joven, demasiado joven, debido a una leucemia por exposición a los agroquímicos en algún momento de su primera infancia. Ella también era hija de chacareros. Por entonces, los chicos estaban estudiando en Córdoba capital y se arreglaban solos. Allí quedaron.

Quise renunciar a toda esa maquinaria maldita. Me sentía parte del mecanismo que había enfermado a Mirna. Las grandes llanuras de la Argentina se habían transformado durante décadas de agricultura y ganadería intensivas e industriales, sumadas a la crisis climática y grandes catástrofes. Se sufrían inundaciones por torrenciales lluvias, más allá de lo que los suelos podían absorber; y sequías o épocas de déficit en que éstos se resquebrajaban cual desiertos de zonas áridas. Los pueblos rurales de la región núcleo pampeana fueron despoblándose. Quedaban bajo el control de las corporaciones que tenían capitales y tecnología para seguir sacándole el jugo. Podría haber continuado en mi lugar tratando de enfrentar los riesgos, pero sentía una culpa insalvable.

No expliqué mucho a mis hijos, ellos sabían de mi necesidad de cambio, de alejarme del lugar que me había causado tanta tristeza. Camila me había dicho está bien papá, si es lo que querés de tu vida, hacelo, con un dejo de melancolía. Tal vez recordaba a su madre y me reprochaba con razón que abandonara el hogar compartido. Martín solo había expresado sin demasiado interés, dale viejo, comprendo tu situación, encará lo tuyo. Él era el mimado de su madre, entendí su desdén. Las palabras de Camila me dejaron un sabor amargo que llevé conmigo. Era el eco de un reproche que, aunque silencioso, pesaba como mármol. Y las de Martín, breves e indiferentes, me dolieron mucho porque confirmaban que su herida era más honda de lo que él podía admitir.

Así fue como viajé a La Cumbre en el valle de Punilla, sin dar demasiadas explicaciones a ellos, a mis amistades y compañeros de trabajo. Un lugar donde pensé encontrar sosiego y olvido.

Era una ciudad que reflejaba el legado de los inmigrantes británicos que llegaron a comienzos del siglo XX. Cerca estaba Cuchi Corral, un acantilado con vista panorámica del valle del río Pintos y otros paisajes únicos. La ciudad combinaba elegancia, naturaleza y una oferta cultural interesante. El clima serrano, las casonas de estilo inglés y el ambiente tranquilo sumado a la cantidad de actividades al aire libre me ofrecían un ámbito ideal para superar mi angustia. Vagué por los arroyos, escalé serranías, visité muchas veces el museo “El Paraíso” de Mujica Lainez, con su repujado estilo colonial. Leí con fascinación la obra de Manucho. Comparaba su vida con mi cambio por la calma serrana, aunque no tenía objetos preciados que atesorar. Me identifiqué con él a pesar de nuestros opuestos orígenes. Yo no tenía nada que ver con la burguesía de su época, pero por alguna razón esa forma de vida me atraía. Al final de ese primer recorrido me encontré tan triste como al principio. No tuve sosiego, extrañaba a Camila y Martín quienes no se contactaban mucho, tal vez resentidos por mi súbita decisión.

Había comprado una cabaña sencilla en Cruz Chica, donde residí, cerca de El Paraíso donde vivió el escritor.  Inspirado por ese lugar mágico decidí virar el derrotero y edificar un complejo de cabañas para administrar. Descubrí un nuevo mundo lejos de maquinarias y mieses. Comencé a recuperarme mientras veía erigir las construcciones en el entorno del paisaje ondulado. Tras terminar cada una, caía un estrato de mi depresión.

Poco a poco, me alejé de la tristeza en esa bendita tierra serrana. Un día Camila me expresó a la distancia, pues nunca me habían visitado, su contento por la decisión. Papá, qué buena idea, ya iremos a verte. Martín, más lejano, opinó escueto, viejo, buena inversión. La medida de la separación continuaba firme entre ellos y yo.

Un verano, bastante tiempo después, los vi llegar a todos, a mis hijos con sus parejas y, con gran sorpresa, a mi pequeño nieto, hijo de Camila, a quien no había conocido. Algo sucedió, inesperado. El verlos iluminó mi vida mucho más que el entorno verde y el cielo diáfano que circundaban las cabañas. Todo les encantó y disfrutaron de lo que podían hacer, pero estoy seguro de que el reencuentro familiar fue, finalmente, lo más significativo para ellos. Mucho más para mí.

Desde entonces los veo florecer cada verano sin prisa y sin culpas. También los visito. Lo que había sido escape se transformó en redención.

© Diana Durán, 14 de abril de 2025

 

LA REVANCHA CULINARIA DE DOS PUEBLOS

 







Imágenes generadas por IA



LA REVANCHA CULINARIA DE DOS PUEBLOS

 

Eran dos pueblos lindantes en la llanura entre serranías pampeanas. Uno se llamaba Nueva Sevilla porque sus pobladores habían llegado en el siglo XIX desde las estrechas tierras del Guadalquivir y, si bien se afincaron en el vasto suelo argentino, no renegaban de sus ancestros y habían logrado implantar olivos, además del girasol típico de la zona. El otro se denominaba Torino, como la capital de la región piamontesa italiana. Poseía mayor tradición cerealera y, aunque a sus pobladores les gustaba cultivar la vid, no habían encontrado en la región pampeana condiciones que se igualaran a la llanura del Po.

Las poblaciones tenían no más de cinco mil habitantes cada una. Los andaluces y sus descendientes eran cálidos, alegres y hospitalarios; los piamonteses, conocidos por su carácter laborioso, reservado y perseverante; duros trabajadores.

Los poblados distaban a veinte kilómetros, poco para las distancias de la llanura, lo que los había llevado a una frecuente interacción social a pesar de los distintos orígenes. Muchas familias se relacionaron, fueron integrándose con el correr del tiempo y tuvieron influencia en las costumbres locales.

Una de ellas era el fanatismo por el fútbol. El “Inter Sport” era el equipo principal de Torino y el “Andalucía Fútbol Club” de la Nueva Sevilla. Además de los consabidos campeonatos locales, ambos equipos se enfrentaban al iniciar la primavera durante el Día del Inmigrante, el torneo regional que era la competencia del año. La costumbre local incluía la degustación de comidas propias de cada cultura y el trasiego incesante entre uno y otro lugar. En el caso de la Nueva Sevilla, cocinaban gazpacho[1], pescado frito, guiso de garbanzos y preparaban deliciosos fiambres. Los de Turín cocían bagna cauda[2], exquisitas pastas y el famoso vitel toné de origen piamontés.

Todo era alegría durante esa jornada a la que asistían los hinchas de los equipos y se sumaba gran parte de ambos pueblos. El evento alternaba un año en una localidad y al siguiente en la otra. Fútbol más feria convertían la tranquilidad habitual en una celebración de rivalidades deportivas y culinarias que eran muy esperadas y transcurrían de manera bulliciosa, pero pacífica.

Ese año le había tocado ganar al Inter de Torino en un partido que culminó con el festín consabido en la plaza central.

Durante la temporada siguiente los ánimos estaban bastante caídos. Las magras cosechas por las sequías habían predispuesto mal a las poblaciones de ambas localidades. Nueva Sevilla era el anfitrión. Si bien no había mucho dinero, se destinó lo necesario para concretar la fiesta.

El partido comenzaría a las diez de la mañana con la finalidad de que culminara a la hora del inicio de los festejos y del variado almuerzo en los stands de comidas tradicionales de los que participaban los dos pueblos.

A mitad del primer tiempo se armó la batahola. El centro delantero del Andalucía Fútbol Club en un ataque que iba camino al gol fue cruzado con violencia por un zaguero del Inter, por lo que el primero cayó tan mal que se fracturó el tobillo. La reacción de los sevillanos fue violenta y derivó en empujones e insultos entre ambos equipos. El público que estaba ansioso de que terminara el partido silbaba y vociferaba, pero el asunto no pasó a mayores. El Festival del Inmigrante pudo comenzar con cierta normalidad, aunque los ánimos quedaron caldeados.

Al año siguiente llegó la revancha futbolera. Todo iba bien hasta que el mismo defensor del Inter volvió a agredir, esta vez a un jugador central del Sevilla quien reaccionó a golpes de puño y todo el equipo se trenzó en una riña salvaje. El público local muy exaltado saltó los alambrados y respondió con golpes y patadas. El partido se suspendió, pero las disputas continuaron afuera del estadio.

El evento central empezó cuando los ánimos se sosegaron con los discursos de cortesía de los dos intendentes que anunciaron el fin de la sequía y la promesa de buenas cosechas. Sin embargo, apenas terminó la ceremonia sobrevino la revancha. Los sevillanos comenzaron a lanzar guiso de garbanzos y pescado frito contra los stands de los feriantes y visitantes piamonteses quienes, al mismo tiempo, arrojaban anchoas con verduras y vitel toné a todo descendiente andaluz que encontraban a su paso. No quedó local ni persona limpia. Todo terminó en una masa informe de diversos platos de comidas típicas que habían sido preparadas con afán por los cocineros de los dos pueblos.

Por años no se repitió el Festival del Inmigrante y cuentan que todavía las paredes de Torino muestran los resabios de aquella fiesta inolvidable.

 

 

 



[1] Plato típico como sopa fría cuyo ingrediente principal es el tomate.

[2] Salsa caliente en base de anchoas servidas con verduras.


© Diana Durán, 7 de abril de 2025

UN EXTRAÑO VIAJE AL VIEJO MUNDO

 



La Conciergerie. París. Street View



UN EXTRAÑO VIAJE AL VIEJO MUNDO

 

Estudio mucho, demasiado. La materia es “Turismo de Europa”. Menuda cantidad de datos tengo que memorizar: países, capitales, paisajes, ciudades y luego, regiones, transportes, hotelería, itinerarios y atractivos turísticos.

El esfuerzo es supremo, pero “sarna con gusto no pica”, como dice mi abuela Antonieta, mientras me ofrece unas deliciosas croquetas de arroz que yo como con voracidad inusitada; un poco por hambre y otro por la ansiedad ante el examen que se avecina.

Es principios de febrero y la evaluación será los primeros días de marzo. Tengo intenciones de prepararla durante lo que queda del mes. Ya están aprobados el resto de los finales en diciembre y solo resta la asignatura que más me gusta para terminar tercer año. Luego, un año para obtener el título de Guía de Turismo.

Sueño con ser profesional de alguna agencia reconocida y proponer recorridos atrayentes y novedosos a la clientela. Imagino lo que significaría la posibilidad de viajar a los destinos más fascinantes del viejo continente.

El último trabajo consistió en el diseño de un recorrido por países europeos. Según mis propios anhelos proyecté con gran detalle a través de España, Francia y el Reino Unido. Todo va “en coche”, como comenta la abuela que me ahora atiborra de masitas con formas de eses y trenzas.

Son las doce y media de la noche y aunque estoy bastante cansada, puedo seguir un poco más. El examen se iniciará con la exposición de la monografía turística. Decido practicarla ante el gran espejo dorado de la habitación de huéspedes que en realidad es mi habitación en la casa de los abuelos. Yo soy la única que la uso. La abuela se va a dormir.

Comienzo el relato en voz alta con seguridad, lo sé de memoria. Explico a modo de simulación el arribo del grupo de diez turistas de la tercera edad al aeropuerto de Barajas, a doce kilómetros de Madrid; el transporte en minivans al hotel Cortezo, en las cercanías de la estación de Atocha, para luego de tres días de estadía, hacer las excursiones en tren de alta velocidad a Barcelona y Sevilla. Continúo con entusiasmo la narración de la visita al Paseo del Prado y el Museo homónimo que nos llevaría toda la mañana. La caminata posterior al almuerzo consistiría en un paseo de compras por la Gran Vía en el centro de Madrid.

Me siento confundida sobre el itinerario que yo misma diseñé. Súbitamente comienzo a vivenciarlo el relato. Ya no estoy en Madrid sino en Barcelona. A pesar de haber bajado en Barajas, el paisaje me remite a lo que estudié sobre la Rambla, la Pedrera de Gaudí, el Barrio Gótico y la Basílica de la Sagrada Familia. Advierto que la delegación denota nerviosismo pues no entienden por qué yo les relato los atractivos madrileños si, según ellos, estamos en Cataluña. Entonces, se dirigen a mí con ofuscación y me dicen. Señorita, señorita esto no es lo estipulado, nos hemos salteado una ciudad, estamos en Barcelona y usted se está refiriendo a Madrid, que pasamos de largo. No puede engañarnos así. Me refriego los ojos y trato de serenarme, pero continúo la explicación de las obras de Velázquez, el Greco, Goya y Tiziano. Incluso me detengo con detalle sobre la muestra de los bocetos en tinta negra y papel rugoso de Rubens del Museo del Prado.

A través de los resplandores borrosos del espejo de mi habitación puedo ver a los turistas cada vez más alterados. Usted es la guía, no puede confundirnos con lo que contemplamos, ni más ni menos los genios clásicos del Museo del Louvre consagrado a la arqueología y las artes decorativas anteriores al impresionismo, me increpa un señor que parece muy culto y refinado. El contingente está muy molesto con el calor de París, inusual para el mes de febrero. Caminan lento convencidos de que nos acercamos a la aglomeración de visitantes que se apretujan para admirar la célebre Gioconda de Leonardo Da Vinci. Cada vez más confusa, solo deseo que la abuela Antonieta me salve de la situación con alguna de sus frases consabidas, "ay, querida, no te hagas malasangre, todo pasa".

Trato de volver en mí con un esfuerzo sobrehumano para recuperar el raciocinio, pero no lo logro. De golpe y porrazo ya no estamos en el Louvre, sino que nos habíamos trasladado a los Campos Elíseos, mientras yo explico que son el símbolo de la capital francesa, una de las avenidas más famosas del mundo y que nuestro destino es el Arco de Triunfo y la Tour Eiffel. Mientras comento el carácter lujoso de la avenida reparo con gran sorpresa que se aproxima un impresionante desfile militar. Es el del 14 de julio y que, en medio de los fuegos artificiales y de la muchedumbre, se aleja mi grupo de turistas. Queda solo la pareja más añosa quién decide abandonarme, con la excusa de que el resto ya me descartó como guía de turismo. Todo es una locura porque el hombre mayor me advierte que el contingente está de camino al London Bridge sobre el Támesis y que ya ha visitado la Torre de Londres y el complejo de edificios rodeados de muros defensivos y un notable foso.

Todos desaparecen, también el desfile y la muchedumbre. Comienzo a sudar y tener escalofríos. Quedo sola y aterrada en medio de París, cerca de la Conciergerie en la Isla de la Cité. Estoy encerrada en una prisión. Es la época de María Antonieta. Me encuentro en la antecámara de mi propia muerte.

 

© Diana Durán, 29 de marzo de 2025

    

 

 

LA TRAMPA MENOS PENSADA

 


Imagen generada por IA

La trampa menos pensada

 

Leandro no había tenido ambiciones políticas de ninguna índole. Sí, era una persona comprometida con lo social. Su trayectoria profesional había estado ligada a lo académico en el ámbito universitario y, en lo profesional, a cargo del equipo de cirugía del hospital local. A pesar de ser médico llevaba una vida relativamente tranquila con su esposa, Silvina, y tres hijos. Hacía deportes, tenía amigos y era muy querido por la comunidad de la localidad pampeana donde vivía. Era un hombre satisfecho.

Un día lo llamó la secretaria del intendente, no lo conocía en persona; lo requería para una entrevista. Pensó que se trataría de alguna cuestión hospitalaria: la selección de un equipo para la sala quirúrgica, o las alternativas para encarar el eterno problema de la escasez de médicos de guardia. La auxiliar no le anticipó nada. Llegó a la intendencia bastante inquieto, no percibía por qué. Tal vez por la incertidumbre, no sabía en qué consistiría el tema convocante. Se anunció en la secretaría donde lo hicieron pasar de inmediato al despacho. Quedó parado a la espera. Desde la puerta la secretaria lo anunció y acompañó al intendente, señor Atilio Marchetti, quién entró sonriente y lo saludó. Buenos días, Sebastián, cómo estás, le dijo de manera familiar y lo hizo sentar en un sillón de cuero reluciente, ofreciéndole de inmediato un café. Comenzó a hablar con solemnidad, pero en un tono cordial. El médico se sorprendió cuando se refirió a su trayectoria pues la conocía al dedillo. También hizo un gran alegato sobre la importancia que tenía la salud para su gestión. Sebastián advirtió que conocía los problemas acuciantes, pero no podía definir para qué lo había llamado, pues el funcionario no daba señales de plantearle cuestión alguna. Al cabo de quince minutos de exposición y otros cinco de reiterar halagos sobre su recorrido profesional, lo invitó formalmente y con grandilocuencia a participar en las elecciones de medio término que se desarrollarían en el municipio y la provincia en octubre de ese año. Su postulación consistiría en ser candidato a primer concejal por el partido oficialista. El médico quedó azorado por semejante ofrecimiento. Luego de un amable intercambio Sebastián le dijo que lo iba a pensar y consultar con su esposa, y le contestaría. Partió turbado por tanto elogio y por una propuesta que jamás habría considerado. No tenía la menor idea de lo que significaría incursionar en política. Su vida se había desplegado en los claustros de la universidad y en el hospital. Leía los diarios y se interesaba por la actualidad, pero no por eso conocía el mundo de la política, ni mucho menos. Solo en charlas de café con sus amigos o con su mujer intercambiaba algunos comentarios sobre ese campo.

A pesar de que no tenía la mínima avidez de poder, Sebastián decidió aceptar la propuesta del intendente impulsado especialmente por Silvina, quien lo convenció insistente como era de costumbre. Fue así como tuvo que participar en toda la campaña junto a los otros candidatos. Por su posición destacada en la lista concurrió a numerosas entrevistas televisivas y radiales, realizó visitas agotadoras a vecinos y se expuso en muchos ámbitos sociales, algunos conocidos como clubes, sociedades de fomento, iglesias. Vio su cara en anuncios publicitarios, en la larguísima boleta de votación y hasta en la parte trasera de los colectivos locales. Sintió vergüenza. Había sido “coucheado” a principios de la campaña por unos ignotos jovenzuelos que lo atiborraron de comentarios sobre la comunicación, el discurso al que debía ceñirse y la estrategia del partido. Conocía poco y nada a sus compañeros de lista, aunque algunos habían sido esporádicamente sus pacientes. Así se enfrentó a ese desconocido mundo para enfrentarlo con el bagaje de su historia personal y profesional.

         En octubre su lista salió triunfante y en diciembre juró solemnemente como primer concejal en el recinto del Honorable Concejo Deliberante, ante la mirada orgullosa de Silvina. Se sintió satisfecho y expectante.

Cuando se enfrentó al trabajo legislativo se dio cuenta de que no tenía la menor idea de dónde se había metido. Antes de cada sesión, el secretario del intendente llamaba a los concejales y les indicaba precisamente lo que tenían que hacer con cada expediente. Aprobarlo cuando era conveniente para “el jefe”, como llamaba a Marchetti; rechazarlo a viva voz si se trataba de algún reclamo; o abstenerse en el caso de que la votación no comprometiera a la gestión.

Al cabo de dos meses de los cuatro años de su mandato, Sebastián cayó en cuenta de que era un mero títere del gobierno de turno. Veía al intendente que tanto lo había halagado solo en alguna fecha patria o inauguración de una obra. Hasta a la más insignificante tenía que concurrir, se tratara de un bacheo, una destartalada oficina recuperada, o el principio de una obra que nunca se concretaría. En definitiva, se dio cuenta de que su nombramiento había sido una verdadera estafa, puro engaño para usarlo en beneficio de obtener más votos al utilizar su buen nombre y honor.

Nunca lo consultaron sobre los equipos que faltaban en el hospital o sobre la carencia de médicos. Bien podía haber hecho alguna ordenanza para el mejor funcionamiento o un pedido de informes a la provincia para requerir el incremento del número de profesionales para el hospital. En las larguísimas reuniones de comisión y en las sesiones tenía una especie de libreto que seguir porque presidía el bloque. Se sentía un títere defendiendo temas que desconocía.

Cuando llegó el momento de presentar el presupuesto se dio cuenta de los graves errores y “rarezas” que había en el expediente en el área de salud. Quiso rectificarlos, pero se lo impidieron. Empezó a sentir la inutilidad de su función y decidió renunciar al cargo, no sin antes pelear con su mujer de la que se había alejado en medio de la vorágine de su labor. Las consecuencias se volvieron en su contra. Recibió amenazas de todo orden y Marchetti lo llamó por segunda vez desde que lo había conocido personalmente para increparlo por las derivaciones que su salida podía provocar.

Sebastián no declinó su determinación, renunció y luego de unos días de descanso, volvió a su querido hospital. Cuando ingresó al consultorio descubrió sobre su escritorio un telegrama de despido del hospital municipal firmado por el Sr. Atilio Marchetti. Así terminó su corta carrera política y se encontró volviendo al llano, como se suele decir, al consultorio en la casa paterna, pues la separación de Silvina sobrevino repentina como su fugaz incursión en la política.


© Diana Durán, 24 de marzo de 2025


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