© Diana Durán, 29 de agosto de 2022
DOS NIÑOS EN LA ISLA MACIEL
MI PEQUEÑO ANDRÉS DE LAS SIERRAS
Camino de los artesanos. Villa Giardino. Camino de los artesanos - Destino Punilla
Mi pequeño Andrés de las sierras
Peligroso para sí mismo, decíamos. Andrés subía las escaleras
que llevaban al tejado y trepaba los muros como un gato. Siempre lo
alcanzábamos justo en el momento en que se iba a resbalar y caer. Era el más
simpático, malcriado e inquieto de mi tres hijos.
Un diablillo único al que todos amaban, pero preferían ver de lejos antes que
tener que correrlo.
─Si este niño llega
vivo a los doce años, haremos una fiesta, ─le dije a mi esposo, un poco en
chiste, un poco en serio.
─No para, no para, Andrés es tremendo, ─replicó su padre quejumbroso. Siempre
cuestionaba las correrías del pequeño y teníamos discusiones por mi poca
severidad.
Como mamá me las ingeniaba para que estuviera ocupado a través
del dibujo, los deportes, la música o lo que fuera, hasta acompañándome en las tareas de la casa y las compras en un ir y venir permanentes.
Cualquier acción le resultaba fácil, menos los deberes de la escuela. Si bien
siempre pasaba de grado, le costaba dedicarse a las tareas.
Sin embargo, desde muy pequeño sus habilidades artísticas y
manuales sobresalieron. Podía dibujar con facilidad una lucha entre dinosaurios
o un combate de robots y pintar monstruos fantásticos. Con los bloques armaba
ciudades medievales y campos de batalla. Utilizando un palo de escoba, unos
alambres, un cordel y unos papeles de diario construía un caballo con el que
inventaba hazañas en lugares creados por su imaginación.
Vivíamos en un ambiente propicio para sus aventuras al pie de
las Sierras Chicas en Villa Giardino, a pocas cuadras del Hotel de Luz y Fuerza
donde su padre era administrador. Muchas veces quería llevarlo con él, pero
Andrés no quería saber nada de papeles y encierros de oficina. A los doce años prefería
surcar arroyos, trepar entre las rocas o reposar por unos minutos en las ramas
de algarrobos y chañares. Nada de nuestra quebrada geografía le era ajeno. Valles,
sierras y vertientes, sus lugares preferidos. No lo asustaban las vizcachas,
comadrejas, armadillos, liebres, aves carroñeras o cualquier otro animal
silvestre. Nunca los cazaba, eran sus compañeros de andanzas. Cada uno
representaba un personaje peculiar. Inventaba comadrejas policías, liebres que
nunca ganaban una carrera y urracas campeonas en concursos de belleza.
Empezamos a preocuparnos por él cuando tenía dieciocho años y no
se decidía en la elección de una carrera o un trabajo. Discutíamos con mi
esposo porque andaba vagando por el pueblo y su comarca. A veces tardaba en
volver y el papá se impacientaba, pero finalmente llegaba y a pesar de las
reprimendas no variaba su estilo de vida. Mi esposo lo presionaba para que
trabajara en el hotel con él. Como mamá lo había soñado arquitecto, ingeniero,
geólogo o inventor. Sin embargo, Andrés no podía poner en cauce su propio
torrente de actividad.
Una tarde de domingo se fue de la casa para emprender
sus habituales recorridos, pero esta vez no regresó. Nos embargó la
desesperación. Lo buscamos entre sus amistades, llamamos a la policía,
recorrimos hospitales y todos los lugares conocidos donde acostumbraba a estar.
Nada, ni rastros de nuestro hijo. ¿Qué rumbo había seguido? ¿Habría sufrido un
accidente en las escarpadas sierras o caído en un arroyo torrentoso? Ni pensar
en esa posibilidad que, sin embargo, era plausible. Brigadas de Defensa Civil
recorrieron los sitios más alejados y de difícil acceso. No se supo nada de
Andrés.
Entristecidos
y agotados por la búsqueda imaginamos para calmarnos un viaje lejano en
búsqueda de aventuras. No podíamos creer que le hubiera pasado algo trágico.
Después de unas días de desasosiego Andrés nos llamó diciendo donde estaba: en una cabaña del “Camino de los Artesanos” a pocos
kilómetros de Villa Giardino. Desde hacía tiempo recalaba en la casa de una
pareja de ceramistas que admiraban sus capacidades. Cuando fuimos a buscarlo pudimos
apreciar una colección de pinturas de paisajes y animales serranos para vender hechas por nuestro
hijo durante sus salidas cotidianas. El inquieto Andrés había comenzado una nueva vida entre artistas de
distintos rubros. La mayoría parejas y familias de artesanos. Su mundo creativo se había cristalizado en este bohemio pintor que era hoy.
© Diana Durán. 22 de agosto de 2022.
AMIGOS SIEMPRE
Fuente: Street View
Amigos siempre
Los tres
amigos siempre se reunían en la herrería “La Victoria” a pasar las tardes entre
mates y charlas. José, de cincuenta años, era el dueño del negocio, un hombre bueno,
ocurrente y divertido. Un “gordo querible” y vecino apreciado por la comunidad.
Oscar, dos años más joven, trabajaba en las oficinas de Despacho de la
Municipalidad. Acordaban ideológicamente, lo que no les impedía trenzarse en grandes
discusiones, aunque finalmente terminaban coincidiendo. Franco, un muchacho
fornido que apenas superaba los treinta años era el ayudante del herrero cuando
no hacía changas de albañil. No le preocupaba la política, pero escuchaba
atentamente a los otros dos y muy de vez en cuando emitía alguna opinión. Era
un tipo parco y reservado.
El tema de
conversación sobre las familias de José y Oscar se limitaba a los hijos, no
había anécdota que no relataran. Las “brujas”, como ellos les decían
cariñosamente a sus mujeres, no se nombraban mucho, salvo para contar algún acontecimiento
menor, como cuando habían cocinado algo rico o caído en cierto gasto inútil.
Franco, soltero, solo hablaba de fútbol y un poco de su madre con la que vivía.
Día por medio
se juntaban. Mientras José medía, cortaba, encastraba y forjaba ayudado por Franco,
especialmente con las soldaduras y traslados de piezas pesadas, podían
conversar animadamente. El joven era muy fuerte y resuelto para el
trabajo, capaz de estar horas sin comer ni beber para concluir una labor. Le
decían “la bestia de carga” por su tamaño, potencia y resistencia.
Los debates eran
“para alquilar balcones”. En el negocio, entre rejas, puertas y ventanas, los
tres amigos no se cansaban de las charlas sobre política. Para matizar pasaban
a los sucesos locales ―casamientos, nacimientos, muertes―, pues en esos
temas eran tan chusmas como las mujeres. Más tarde llegaba la hora del truco y
entre mano y mano continuaban parloteando hasta entrada la tarde en que cada
uno volvía a su casa. Vida de pueblo chico donde las rutinas se cumplían
inexorablemente. La ciudad era provinciana y patriarcal. Anclada en la ribera
marítima bonaerense con tantas posibilidades, sin embargo, no emergía de la inercia
que le impedía avanzar. Era el “patio trasero” de la base naval lo que frenaba el
despegue, pero también arrastraba su tímido crecimiento.
―Esta semana, pocos clientes y poca “mosca”. Uno que me
pidió colocar una puerta y otro me trajo la reja de una ventana para arreglar. Esto
tiene que mejorar porque si no “vamos muertos”. Este gobierno nos va a llevar a
la ruina ―comentó José. Corría el final del gobierno de
Alfonsín y la economía empeoraba día a día.
―Yo por
suerte agarré una changa de tres o cuatro meses por lo que tengo laburo extra
―contó satisfecho Franco―, mientras se sacudía el polvillo del overol.
―Nosotros
tapados de expedientes. Me duele la espalda de tanto mover las cajas de una
estantería a la otra. No van a implementar nunca el sistema nuevo. No hubo un
solo intendente que se ocupara de agilizar el papeleo. ¡Cuánto hace que presenté
el proyecto para desburocratizar los trámites!, pero nadie toma el toro
por las astas ―relató Oscar― quien a pesar del trabajo que lo abrumaba se
hacía tiempo para ver cine clásico, escuchar jazz y leer novelas. El “Negro” era
el más leído de los tres que lo escuchaban atentamente cuando se refería a algún
film o a un libro contando sus tramas con lograda oratoria.
―Ay, Negro,
qué interesante lo que decís sobre el Kurosawa y el sufrimiento ante el
abandono y la enfermedad en la película “Vivir”. Ya voy a ver alguno de esos clásicos
cuando tenga tiempo y si es que la bruja me lo permite porque acapara “el tele”
―le decía José, riéndose de su propia chanza. Sin embargo, no lo hacía, le
alcanzaba con escuchar lo que relataba Oscar en la herrería.
―¿Y si el viernes
nos mandamos un asado? Yo me ocupo de comprar la carne y ustedes traigan
la bebida ―propuso el herrero que siempre llevaba la delantera en las invitaciones
a comer. Los amigos aprobaron la moción.
Entre los tres
se comían unos asados opulentos que incluían chorizos, morcillas, chinchulines
y unos buenos tintos. No faltaba el pan, pero la ensalada brillaba por su
ausencia y comían en unas tablitas de madera y con unos cubiertos bien
afilados. A José se le notaba una barriga prominente. Oscar fumaba como una
chimenea y Franco se hacía malasangre por cualquier cosa. Aunque la inflación
arreciaba, los amigos se daban sus buenos banquetes que matizaban con picadas
de queso y salamines, matambres a la pizza o pollos al disco bien condimentados.
Las
cosas se estaban poniendo bravas en el país lo que daba pie a diálogos en los
que José comía y se ponía rojo, Oscar fumaba más que nunca y Franco se tragaba los
nervios callado y melancólico. Sin embargo, en ese pueblo pequeño y tranquilo,
no llegaba el fragor de las grandes ciudades y los amigos podían disfrutar de
sus encuentros.
Un atardecer
de domingo la hija mayor de José llamó al Negro acongojada.
―Hola
Oscar, vení al hospital, te necesitamos, papá está internado. No sabemos
qué tiene. Se desmayó en casa después del almuerzo. Vení, por favor, mamá pide
por vos ―le dijo llorando. El amigo voló al sanatorio adonde llegó en diez
minutos. Durante el viaje le pasaron mil imágenes de charlas, comilonas y
risotadas. Al llegar abrazó fuerte a cada uno de los hijos y se dirigió a la
esposa con quien había sido compañeros del colegio.
―¿Qué
pasó, qué te dijeron los médicos? ―preguntó Oscar tomándola de ambas manos.
―Que
no saben cómo no le sucedió esto antes con los niveles de colesterol,
hipertensión y todo lo que descubrieron en los análisis ―respondió
acongojada. No había terminado la frase cuando se abrió la puerta de terapia
intensiva y dos médicos se dirigieron lentamente a la mujer.
―Señora,
fue un infarto masivo. No hubo nada que hacer.
Oscar
tuvo que sostener a la familia frente a la peor desgracia. Debía ocuparse del
velorio y demás cuestiones. Era el amigo más cercano junto a Franco que hizo la
señal de acompañarlo si bien no había emitido palabra desde su llegada al
hospital.
Cuando
iban a hacer los trámites Oscar detuvo el auto unos minutos frente a la
herrería y prendió un cigarrillo mientras Franco continuaba mudo e inclinaba su
cabeza entre las piernas. Luego arrancó y tiró con furia la colilla por la
ventana.
© Diana Durán, 15 de agosto de 2022
TRAS LA MESA DEL CAFÉ
Plaza. Fotografía de Héctor Correa.
TRAS LA MESA DEL CAFÉ
MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama
Mujer en las yungas. Foto: Héctor Correa
MUJER EN LAS YUNGAS. En el día de la Pachamama
Verdes,
profusos verdes de todas las tonalidades, esmeralda, aguamarina, pasto, pino,
oliva y manzana. Amarillos, rosas y rojos de los árboles en flor alternando en
pisos hasta los prados más altos. Los inefables grises y blancos del cielo cuando
bajan las nubes y envuelven los cerros. La policromía de las yungas. Selva,
bosque y pastizales. Lianas, helechos y los troncos tan altos que parecen llegar
al sol.
La
abuela Amancia con su pollera violeta, su poncho marrón y su gorro con guarda
naranja acompañaba ese entorno único. No descansaba nunca. Sabe Dios quién le
daba esas fuerzas sobrenaturales. Cocinaba locro y empanadas cuando había
dinero y tortillas de harina y grasa cuando no. Tejía en el telar y remendaba
nuestra gastada ropa. Cuidaba el gallinero. Mantenía limpio el rancho. Solo dejaba
el pequeño predio cuando a veces nos acompañaba a arriar las cabras. Entonces
caminaba lento detrás de nosotros, sus dos nietos adolescentes, por los
senderos del bosque hasta el abra. Allí gozaba de los atardeceres de Villa San
Lorenzo y muy lejos, casi en el horizonte, miraba melancólica el perfil de Salta
la linda. Se sentaba en un tronco seguramente extrañando a su hija, mi madre.
Ella trabajaba en la gran ciudad para enviarnos dinero mientras mi padre yacía
en un catre postrado por el alcohol o la pereza. A veces trabajaba en la zafra,
entonces marchaba y nos quedábamos con la abuela. Fue siempre el pilar de la
familia. No recuerdo al abuelo, se debe haber ido como mi padre. Desde el abra
se veía la gran capital que la abuela solo había conocido en tres oportunidades,
cuando estuvo enferma por el Chagas y cuando cuidó de mi madre al darnos a luz.
La
abuela, con su tez ajada y sus cabellos blancos, miraba más hacia la tierra que
al cielo. Siempre agachada para mantener el rebelde sembradío entre las rocas
del Cerro de la Cruz. Por esa razón se estaba encorvando. Tal vez se encoge
por la edad, pensaba yo y me ponía un poco triste. Vivíamos en un rancho de
madera con un toldo de plástico negro que cubría el techo frágil. En un
ambiente apenas separado por cortinas raídas donde dormía con mi hermano y la
abuela. También mi padre cuando estaba. Ella golpeaba con un palo las mantas
para orearlas y arrancarle el polvo que las cubría. Cuando la lluvia las mojaba
las ventilaba para que se secaran. La oscura morada contrastaba con el tornasolado
bosque que se volvía selva hacia el Este. Íbamos bajando la cuesta treinta
cuadras hasta el colegio en la villa sobre la ruta. Así de simple era nuestra
vida.
Poco
a poco nuestra tierra quedó en el medio del circuito turístico, aislada entre
barrios privados y hoteles lujosos que se expandían sin cesar. Hasta entonces ninguno
de nosotros renegaba de la pobreza. Bello era andar entre los cerros guiando
las cabras o descubriendo pájaros, zorros y llamas. Pero a medida que aumentaba
el turismo y las nuevas construcciones, se producían derrumbes y hasta
aluviones. El bosque se iba raleando cada vez más. Demasiado cemento,
decía la abuela. No entendía la jarana de los aladeltistas que subían por los
senderos hasta el abra. ¿Para qué romperse los huesos?, se preguntaba
la abuela y nos hacía reír porque tenía razón. Sabíamos que algunos solían caer
por las pendientes. Otros se perdían en los circuitos de la montaña.
Una
tarde subimos con mi hermano a traer las cabras. La abuela nos acompañó
lentamente y se sentó enseguida en el pastizal mirando el horizonte. Se la
notaba cansada. Mientras nos alejábamos vimos que se había recostado. Al regresar
quedamos paralizados. Había muerto la querida abuela Amancia. Entonces dejamos
la Villa San Lorenzo y nos fuimos a Salta con mamá.
Grises,
oscuros grises de la gran ciudad a pesar del color ladrillo de las tejas, el
marrón de los balcones, el ocre de las iglesias y los pequeños recuadros verdes
de algunas plazas. El gris de la pobreza urbana.
© Diana Durán, 1 de agosto de 2022.
Yungas: son las selvas de montaña del Noroeste argentino. Tienen diferentes pisos. En las partes bajas el bosque denso y húmedo, en las partes altas la selva da paso a arbustos y pastizales.
ESPEJISMOS
ESPEJISMOS
La
mujer caminaba por la avenida Corrientes en busca de un café en el que recalar
para disfrutar de sus acostumbrados ritos. Leer fragmentos de libros y quizás comprar
alguno. Era habitué de las librerías de la tradicional arteria porteña. Se
sentía a sus anchas recorriendo pasillos para elegir novelas latinoamericanas,
históricas o universales. También buscaba ensayos de sociología. Detestaba los
libros de autoayuda o los de política, estanterías que sorteaba sin mirar. Se
distrajo ante la vidriera del “Gato Negro” bar a la usanza de un viejo almacén que
vendía deliciosas especias y tés variados. Continuó su recorrido y decidió entrar en el Centro Cultural de la Cooperación “Floreal Gorini”, espacioso y
vidriado, lleno de estanterías. Librería, bar y teatro juntos. Un ambiente conocido
y acogedor. Eligió después de una parsimoniosa búsqueda “El mundo alucinante”
de Reinaldo Arenas y “Cuentos completos” de Ricardo Piglia.
Pasada
media hora de hojear los libros y degustar un capuchino con medialunas empezó a
sentirse extraña. Como si alguien la mirara. Volteó la cabeza para todos lados,
pero no vio a nadie conocido. Los mozos de siempre. Pocas mesas ocupadas. Una pareja
próxima al ventanal y unos cuantos parroquianos dispersos en otras tantas. Todo
normal. Volvió a sumergirse en los libros y de nuevo tuvo la misma percepción.
Alguien la observaba. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. No era una sensación
grata. Muy por el contrario, era sombría. No quiso pararse, prefirió quedarse
quieta donde estaba. Como el efecto continuaba temió sufrir un ataque de
pánico, de esos que había tenido en la adolescencia y había superado a fuerza
de terapia y mucho empuje personal. No puede ser, pensó angustiada. Sin
embargo, el efecto continuaba. Como si alguien quisiera acercársele. Sintió una
perplejidad que no lograba discernir. Buscó al mozo que la había atendido con
el propósito de pedirle urgentemente la cuenta y retirarse a pesar de no haber podido
comprar aún el libro de cuentos elegido. No lo vio por ningún lado. En cambio, advirtió
una fantasmal presencia. Era ella misma diez años atrás sentada a dos mesas de
distancia cercana a los anaqueles. Quedó helada. No podía moverse. La muchacha parecía aguardar a alguien. En la mesa de la más joven se disponían
libros que la mujer había comprado y leído veinte años atrás, el mismo
capuchino, las mismas medialunas. No puede ser, repitió desesperada. Cerró
los ojos con el corazón en la boca esperando que la visión desapareciera. Cuando
los abrió vio que a la figura de sí misma se le acercaba el novio de
los veinte años, compañero de la facultad que había fallecido en un accidente.
No podía dar crédito a lo que presenciaba. Sintió que se iba a desmayar. Con el
mínimo de fuerzas que le quedaba se levantó y huyó despavorida del lugar sin
pagar.
Mientras
corría por Corrientes maldijo a la ciudad de los espejismos. Donde todos
simulan. Donde muestran lo que no son. Allí los encontró, fingiendo ser
felices. Creyendo que les creería.
© Diana Durán, 27 de julio de 2022
HOMBRE PEQUEÑITO
Hombre pequeñito
Hombre pequeñito que como un duende habita el jardín de
mis ensueños. Te ocultas a la sombra de las hierbas. Caminas descalzo por los
senderos del césped. Comes de la pequeña huerta. Te bañas cuando llueve o con
el agua que vierte el regador. Trepas al nogal y duermes en una de sus ramas. Saboreas
la nuez que te cuesta horadar. Juegas a tirarte desde la loma donde están los
frutales hasta el estrecho canal en la oquedad del jardín.
Tu vida, hombre que arrienda mi voluntad, me domina.
Te refugias en mi parque, un espacio pequeño de un país pequeño. Ocupas el
microcosmos de mi psiquis. Caminas por el laberinto. Vas y vienes sin encontrar
el rumbo. Inciertas tus pasiones, fortuito nuestro destino. Resides en mis
sueños. Historia repetida la de buscarte en el edén.
Hombre pequeñito no te atrevas
a desafiar el olvido. Ya no pueblas mis ficciones. Ya no te llevo en mi derrotero.
Libre soy de tu camino. Del jardín has partido.
© Diana Durán, 25 de julio de 2022
Relato inspirado en:
Hombre
pequeñito. Alfonsina Storni
Hombre
pequeñito, hombre pequeñito,
Suelta a tu canario que quiere volar...
Yo soy el canario, hombre pequeñito,
Déjame saltar.
Estuve
en tu jaula, hombre pequeñito,
Hombre pequeñito que jaula me das.
Digo pequeñito porque no me entiendes,
Ni me entenderás.
Tampoco
te entiendo, pero mientras tanto
Ábreme la jaula que quiero escapar;
Hombre pequeñito, te amé media hora,
No me pidas más.
RELOJ TESTIGO
RELOJ TESTIGO
La mesa ovalada
con patas torneadas para doce comensales era el lugar de reunión de la familia.
Un reloj de péndulo en madera de roble cerezo se distinguía en el comedor.
Vivían en una casa típica de Corrientes de estilo colonial en donde se
disponían la cocina con un horno de hierro a leña, un baño gigante con azulejos
negros y blancos y muchas habitaciones que daban a una galería interior con
columnas de hierro, tejas, molduras y pisos de terracota. Era la residencia de
los Ordoñez. Algunos de las piezas eran depósitos de tabaco. No podía ser de
otra manera en Goya, centro tabacalero por excelencia de la Argentina. Un limonero y una
planta de quinotos sobresalían entre los canteros junto al aljibe en el centro
del jardín tropical. Al fondo de la casa, una hectárea de yerba mate era
cuidada por una pareja que vivía en un rancho.
Goya se encuentra
a la vera del anchuroso río Paraná. El amplio valle frente a la ciudad hace que
parezca una pequeña isleta en el entorno selvático. Da la sensación de que el
río y la floresta se la devorara durante las periódicas inundaciones.
Doña Delfina
había tenido una muerte prematura al dar a luz a la menor de la familia. El
padre, un buen hombre, quedó a cargo de los dos niños mayores y de la pequeña
Victoria. Ordóñez era un comerciante tabacalero muy trabajador y leído. Tanto
que intentaba enseñar a la familia y a los vecinos la ley de la gravedad con un
balde cargado de agua que hacía girar sin que el agua cayera. Todos quedaban boquiabiertos.
A pesar de la falta de la madre, la familia tenía una vida de pueblo serena y
apacible, y muchos sobrinos, tíos y amigos que mermaban esa ausencia. La niña
Victoria a los diez años tocaba el piano y cantaba para deleite de su padre.
Fernán y Oreste eran estudiosos y buenos chicos. Pero Goya no colmaba sus
ambiciones.
El reloj giró sus
manecillas muchas veces hasta alcanzar el tiempo en que los hermanos decidieron
migrar a Buenos Aires para seguir la universidad. Con gran éxito terminaron la
carrera de abogacía. Victoria no estudió, pero a la usanza de esa época se
casó con un empleado de oficina, “ya entrada en años” como se solía decir en
esas épocas cuando una señorita estaba llegando a los treinta. Fue cuando
falleció su padre que viajó a Buenos Aires y allí conoció a su esposo paseando
por el Rosedal. Con él formó una familia y tuvieron una hija. Aquí deberíamos
decir: “y fueron felices y comieron perdices”. Pero no. Los hermanos lograron
posiciones muy importantes como gerentes de empresas porteñas y se dedicaron a
hacer dinero, mucho dinero. No se sabía de dónde habían sacado esa tremenda
vocación por la plata. Algo que no habían mamado de la familia paterna. Así fue
como a la hora de repartir la herencia de la casa de Goya lo hicieron dejándole
a Victoria solo la tercera parte, pese a lo ricos que eran. No consideraron
que ella había cuidado del padre enfermo y de la casa durante los años en que
ellos estudiaban. De todo lo que había en Goya, los hermanos solo le
permitieron quedarse con el reloj de madera de cerezo y la mesa familiar. El
esposo se enojó mucho por la desvalorización de su mujer por lo que estuvieron
muchos años sin ver a Fernán y Oreste.
Fernán sobre todo
se había convertido en una persona tacaña. Tan tacaño era que cuando alguien
iba de visita a tomar el té a la mansión que había logrado comprar con su
fortuna era invitado con galletitas de agua porque tenía acciones en la empresa
que las fabricaba.
El reloj giró sus
manecillas muchas veces hasta que la pequeña Fiona acompañó a su madre
Victoria, muy amiga del ama de llaves, a visitar el caserón de Fernán en el
barrio de Belgrano, especialmente cuando sus dueños viajaban a su casa de
veraneo en La Falda. La residencia era soberbia y muy atractiva para la niña.
Tenía un cristalero con mueblecitos de porcelana, juegos de té diminutos,
floreritos azules de bordes dorados, copitas de cristal de Bacará, elefantes de
distintos tamaños en marfil, relojes que imitaban a los grandes y estatuillas
orientales en piedra dura. Todo minúsculo y tan bello que la niña se quedaba
abstraída observando. Una fabulosa colección de treinta y dos tomos de la
Enciclopedia Británica de tapa dura dispuestos en estantes de madera que
ocupaban una pared gigantesca del living era otro de los atractivos de la
solemne casa. Una hilera de grandes jarrones de porcelana inglesa, francesa y
china colocados en un estante altísimo rodeaba todas las paredes del comedor.
Todo esto veía Fiona en su paso hacia la cocina. El comedor daba al recinto al
que se accedía por un pasillo interminable cubierto de alacenas. La niña se
preguntaba si en toda la despensa habría solo paquetes de galletitas de agua
que era lo único que se ofrecía en esa casa. Sabía que en el sótano había una
bodega, pero eso no le interesaba. En cambio, jugaba en el amplio jardín con
los hijos de Fernán. Cuando los visitaban, Victoria ayudaba a mantener flores
y plantas y conversaba mucho de su Goya natal con la señora, también
correntina, que estaba a cargo de los niños y del servicio de la residencia.
Uno de los chicos, Hernán, era algo raro en sus gestos y el otro, Silvio, era
un hermoso joven que le gustaba a Fiona que estaba segura de que él también
gustaba de ella.
A pesar de la
fastuosidad de las casas y de su poderío económico Fernán y Orestes fueron
infelices, sobre todo el primero que se casó con una mujer muy mala,
verdaderamente mala y más tacaña que su marido con la que tuvo los dos hijos.
Hernán siempre estaba en la cocina al cuidado de una encargada. Tenía cierta
discapacidad intelectual y un problema de tartamudez. Cuando saludaba a Fiona
tardaba diez minutos para pronunciar su nombre. Fio, Fio Fio, Fio Fio Fio,
hasta que lograba decir, Fiona y luego continuaba el saludo, lo que le causaba
mucha gracia a la niña, pero como era educada no se reía de él. Silvio,
sobreprotegido por la madre, era un joven triste que siempre andaba escondido
tras las puertas vidriadas o encerrado en su habitación y aunque su mirada era
encantadora tenía un rictus ciertamente extraño.
Fiona supo mucho
tiempo después que el niño que le gustaba había sufrido un brote de
esquizofrenia a los dieciocho años y a los treinta se había desbarrancado con
el auto en un mirador de las serranías de Córdoba a solo diez kilómetros de La
Falda donde la familia tenía la casa de veraneo. También se enteró de que lo
encontraron dos años después a fuerza de contratar a un famoso detective, oficial de la Policía Federal, destacado por los resonantes casos que resolvía.
Tuvieron que pasar
muchas otras vueltas de manecillas del reloj para que Fiona se enterara de que
esos niños que conoció en la mansión de Belgrano eran sus primos y Fernán y
Oreste sus tíos. Comprendió que su madre quería entrañablemente a sus sobrinos
y que por eso iba a verlos subrepticiamente, sin que ni su marido ni su hermano
ni su cuñada lo supieran. Nadie descubrió que pasaba largas tardes en el jardín
con el ama de llaves recordando la casa de Goya y evocando las anécdotas de la
vida local. Victoria acariciaba a los niños y les cantaba canciones infantiles
en recuerdo de su pueblo. Los niños la adoraban por su ternura y sencillez.
Fiona siguió la
tradición de su madre y por muchos años, ya muertos los tíos y sus esposas,
siguió visitando a su primo Hernán que quedó al cuidado del ama de llaves ya
añosa según las órdenes del curador. Fue el único heredero de la gran fortuna
de Fernán. Él siempre la recibía con una gran sonrisa y le decía ho, ho ho,
ho ho ho, hola; Fio, Fio
Fio, Fio Fio Fio, Fiona. Ella
lo abrazaba fuertemente y se iban al jardín a disfrutar de las tardes soleadas
después de haber comido una rica torta casera que le preparaba Fiona con mucho
amor.
© Diana Durán, 19 de julio de 2022
UN CAMINO HACIA LA LIBERTAD. LA QUEBRADA DE HUMAHUACA
UN CAMINO HACIA LA LIBERTAD. LA QUEBRADA DE HUMAHUACA
El nacimiento de Felisa Quipildor resultó del
“chineo” (1) que les sucede a tantas mujeres originarias del norte argentino. Su
padre fue el hijo del dueño de casa donde su madre era doméstica. Tal como lo
consumaron otros hijos del poder a tantas muchachas indígenas, práctica colonial
que se había repetido inveteradamente. Felisa pertenecía a una familia diaguita
dócil al sometimiento. Víctimas y victimarios residían en un pueblo enclavado
en la Sierra Santa Victoria de Salta, a más de 2700 metros sobre el nivel del
mar. La madre no había podido huir ni olvidar la cara blanca y el cuerpo
fláccido del violador. La pobre murió joven
de tuberculosis y tristeza. A los dieciséis años Felisa, conocedora de la
historia de su madre, logró abandonar la casa. Una conquista que le significó mucho
esfuerzo para encontrar un rumbo. Tenía recelo de su futuro y mínimos recursos.
Poco después se unió al joven Tolaba que criaba cabras y ovejas como tantos
otros pobladores originarios. Parecía que iba a poder torcer la historia. Tuvieron
dos hijos, Juana y Ramón.
Ramón emigró a las minas del norte de Chile en
busca de trabajo y fortuna. No se supo más de él. Juana tenía una personalidad decidida
y resiliente. Pese a la modestia de su situación cursó la escuela primaria y parte
de la secundaria. Su fortaleza hizo que sorteara largas noches de oscuridad y frío
en las alturas, iluminada por una vela, pero con la férrea voluntad de avanzar
en el estudio en una escuela vespertina. Su madre la acompañaba mientras tejía.
Allí en el borde de la Puna, en un pueblo que parecía empotrado en la montaña superó
todas las barreras y evolucionó de portera a maestra. La mayoría de los
maestros eran itinerantes. Esa fue la oportunidad que supo aprovechar porque ellos
venían alternadamente de otras localidades de la región y se quedaban por una
semana. En cambio, Juana era residente, de esa manera obtuvo el trabajo. Nada
la desviaba de su necesidad de superación. Además,
crio tres hijos, dos varones y una niña. Habían nacido de su relación con Rubén
Mamaní que parecía un buen hombre hasta que comenzó a trabajar en la mina
Aguilar a ciento veinte kilómetros del pueblo. Cuando volvía temporariamente se
la pasaba tomando en algún boliche. La historia de abuso se repitió, esta vez a
través de la violencia. Una tarde, cansada de los castigos, Juana hizo la
valija y partió con la pequeña Yanay. En quichua este nombre significa “mi morenita, mi
amada”. Adorada por su madre que la había criado
estudiosa y educada como ella. Los varones ya estaban grandes. Podrían valerse
solos, había decidido Juana. Además, eran de la misma casta de su padre. No
había logrado educarlos como para impedir el machismo reinante en la sociedad
local. Juana eligió para migrar el pueblo más bello de la quebrada de
Humahuaca, Purmamarca. También consideró su significado en aimará: “pueblo de
la tierra virgen”. Noche tras noche miraba fotografías del Cerro de los Siete Colores,
la animada feria artesanal, la cuesta de Lipán, el Algarrobo histórico. No iba
a ser fácil que le dieran un pase docente ya que ella no tenía un título
oficial, simplemente había ejercido porque no había otros maestros en su pueblo.
Pero como hábil tejedora, herencia de su
madre, podía trabajar como artesana en la feria y después se vería. Juana y
Yanay recorrieron ciento cuarenta kilómetros en distintos medios. Viajaron en
camionetas, autos y hasta caminaron al rayo del sol por los itinerarios más abruptos
de valles y quebradas, siempre pensando en su nuevo destino. Larguísimo camino.
Pasaron por Pueblo Viejo, Iturbe, Humahuaca, Huacalera, Tilcara previo ascenso
por el “Camino Fin del Mundo” con subidas y bajadas que no iban a olvidar
jamás. Laderas cortadas a pique, guijarros en asombrosas acumulaciones, cerros
multicolores y el desierto puneño las acompañaron. La naturaleza las conmovía. Les
recordaba su historia. Una travesía de vueltas y más vueltas para alcanzar la
tierra prometida. Ese derrotero desde Salta a Jujuy había sido el más largo y
emocionante de sus vidas. Bien lo valía. A pesar de ser norteñas no habían
salido de su pueblo natal. Ahora iban en rumbo hacia un nuevo destino. La
libertad.
Con los pocos ahorros que tenía Juana inició una
nueva vida satisfecha por su labor en la Feria Artesanal de Purmamarca. Las múltiples
formas de las tallas, el colorido de los tejidos, la finura de la orfebrería,
la original alfarería y el bullicio de la plaza principal le daban una tonalidad
diferente a su existencia. Junto a su hija poco a poco se integraron a la vida
del pueblo purmamarqueño. Juana con sus dotes de maestra dio clases de hilado y
tejido. Unió la tradición de hilar la lana con el emprendimiento en la feria y
se fue incorporando poco a poco a la organización de las artesanas. Cuando su
situación económica mejoró, logró traer a Felisa ya anciana a vivir con ellas. Mientras
tanto Yanay, tan abnegada como Juana, trabajaba junto a su madre y realizaba actividades
comunitarias. Además, estudiaba abogacía con gran esfuerzo y, de esa manera,
superaba el mito del dominio patriarcal. Con el tiempo se incluyó en la lucha
por sus derechos y participó en actividades de las mujeres indígenas.
Una noche estaban las tres reunidas después de comer conversando animadamente. Yanay hizo una pausa y les pidió atención. Alternaba una leve sonrisa con una actitud seria. Entonces la joven les leyó a su madre y a su abuela, como ofrenda de todo lo vivido por las cuatro generaciones de mujeres de la familia, la “Declaración del tercer parlamento plurinacional de mujeres y diversidades indígenas por el buen vivir” del 25 de mayo de 2022. Las tres se abrazaron con gran emotividad en honor a sus vidas y sus luchas.
Nosotras Mujeres y Diversidades
Indígenas organizadas en el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen
Vivir, de manera autoconvocada y autogestiva, manifestamos que tenemos la
certeza de que nuestra unión y organización como mujeres y diversidades
indígenas constituye la base del buen vivir.
Llegamos al Kollasuyo, Chicoana, Salta, desde las
distintas latitudes indígenas. Allí parlamentamos, nos escuchamos del
mismo modo que nuestros ancestros lo hicieron, con la presencia del abuelo
fuego y precedidas por ceremonias en las que convocamos a las fuerzas cósmicas
para hablar desde la sabiduría, la verdad y la memoria desde los espacios
ancestrales. A través nuestro la montaña habló, los ríos cantaron, los cóndores
nos abrazaron y la selva danzó porque todos ellos somos nosotras, somos cuerpo
territorio.
Los objetivos se cumplieron y hemos salido de
allí fortalecidas, recuperando nuestra espiritualidad ancestral ya que es desde
la espiritualidad que nos nutrimos de fuerza y claridad para esta importante
lucha que nos trasciende y que nos compromete con la vida de la niñez de
toda Indoamérica y por qué no del mundo.
Es tiempo de darle un ultimátum al
Estado que ha permanecido cómplice de criminalidades como lo es el
“chineo” y que además ha reforzado la impunidad a través de su
indiferencia. Esta aberrante práctica de violencia sexual contra nuestras niñas
debe terminar y, es por lo que, nuestra campaña “#BastaDeChineo” asume una
nueva etapa la de luchar por “#AboliciónDelChineoYa” y para ello hemos
consensuado lo siguiente:
Ultimátum al Estado argentino para la abolición del
chineo, exigimos:
1. Que se declare y tipifique el chineo
como crimen de odio, y con ello alcance las penas máximas y sin obtener
beneficios, como ser la libertad condicional o la reducción de condena.
Entendemos al chineo como una práctica criminal, racista y colonial
sistémica.
2. Que se declare crimen imprescriptible.
3. Que se responsabilice e inhabilite a
trabajar en territorios indígenas a empresas que tengan empleados que
hayan cometido esta aberración.
4. Que se procese, condene y se dé de baja
deshonrosa a policías, gendarmes y/o militares que violen a las niñas
indígenas.
5. Que se expulsen y condenen a las
instituciones y grupos religiosos que operan en territorio indígena y
sean cómplices de estas prácticas criminales.
6. Que se juzgue y condene sin excepción y sin
reconocimiento de fueros a funcionarios públicos como así también a las
autoridades tradicionales de los Pueblos Indígenas que
sean ejecutores de estas prácticas, cómplices
o bien facilitadores de las mismas.
7. El embargo de todos los bienes de los
violadores, con bienes a cumplir la contención económica y recuperación de la
víctima.
8. Sanción económica al Estado argentino, para
la creación de un fondo de prevención, recuperación y apoyo a las víctimas del
chineo, administrado por el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir.
Entendemos y sostenemos que el principal
responsable de que estas prácticas criminales sigan vigentes desde hace más de
200 años ha sido el propio Estado argentino, que en ninguno de sus
sucesivos gobiernos ha generado mecanismos de condena ni ha producido
instrumentos legales para la prevención y tratamiento de casos de chineo.
9. Para desactivar los escenarios de
complicidades que generan este crimen se deben reformular los mecanismos
de diálogo y representación entre los Pueblos Indígenas y el Estado. Es así como
de ahora en más las mujeres debemos ser las receptoras y administradoras de los
programas de alimentación y asistencia social, ya que muchos caciques y
referentes hombres indígenas aprovechan este lugar de poder para humillar y
someter sexualmente a niñas y jóvenes de su propia comunidad.
10. Exigimos que los encubridores también
sean condenados y con la misma escala que los actores materiales.
11. Elaboración de protocolos con
participación y consulta a mujeres y diversidades indígenas. Con fines a que se
apliquen en instituciones, tanto del Estado Nacional como en cada una de las
provincias y municipios, como ser instituciones educativas, de salud, de
justicia, y de seguridad.
Es determinante que cualquier legislación o
medida que se tome para dar respuesta a la abolición del
chineo, deberá contener todos y cada uno de estos puntos que
señalamos.
Esta exigencia será caminado, colectivizado y
urdido entre muchos hilos de solidaridad del mundo. Estamos convencidas que
desde el 3er. Parlamento Plurinacional de Mujeres y Diversidades Indígenas por
el Buen Vivir ha surgido una propuesta que tendrá impacto continental.
(…)
Convocamos a luchar por su abolición y abrazar la
vida toda y todas las vidas.
Declaración
desde Chicoana Mujeres y Diversidades Indígenas de los pueblos naciones:
AvaGuaraní, Aymara, Chané, Charrúa, Chorote, Chulupí, Diaguita, Guaycurú,
Huarpe, Kolla, Lule, Mapuche, Moqoit, Purépecha, Qom, Quechua, Ranquel, Simba
Guaraní, Tapiete, Weenhayek, Wichi.
#Declaración
#BuenVivir #BastaDeTerricidio
#AboliciónDelChineoYa
#bastadechineo #ElGenocidioEsHoy
#Parlamento #Plurinacional
© Diana Durán. 11 de julio de 2022
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