EN BICICLETA CON EL ABUELO

 


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EN BICICLETA CON EL ABUELO

La abuela preparaba unos sándwiches de pan francés con sus deliciosas milanesas que olían a domingo y afecto. Alistaba, junto al abuelo, las dos Bianchi negras rodado veintinueve. Yo, pequeña, como una equilibrista sobre un caballo metálico. Me ponía el gorro blanco con visera y partíamos rumbo a nuestra excursión desde Soldado de la Independencia hacia el golf.

No había mucho tránsito. El abuelo sabía encontrar rutas que parecían dibujadas por él mismo en su mapa mental. Yo lo admiraba profundamente. Su andar era tan preciso que parecía que la bicicleta obedecía a su pensamiento. Mientras pedaleábamos, entonábamos una canción escolar en griego, que aún resuena como un eco en mi memoria.

Pasábamos por la plaza, esa que hoy está enrejada, estridente, pero que entonces tenía juegos que crujían de alegría, árboles como centinelas verdes, y un tapiz vegetal que parecía hilvanar la sombra. Allí hacíamos una posta breve, como si el césped nos invitara a descansar.

La estación Lisandro de la Torre, antes pequeña y amigable, ahora es un coloso de cemento. Ya no se ve desde allí el “Buenos Aires Lawn Tennis Club”. Desde la plaza, el contraste con las canchas naranjas era una paleta que hoy el cemento borró sin permiso. Donde había juego y sombra, hoy queda ruido y geometría.

Volvíamos a montar las bicis, doblábamos por Olleros hacia la avenida Valentín Alsina, y bordeábamos el Golf de Palermo. Nunca accedíamos. Ese juego de palos brillosos y caddies esclavizados, como decía el abuelo, pertenecía a otra historia, una que no era la nuestra. Observábamos desde afuera, bajo los eucaliptos, buscando entre el pasto alguna pelotita fugitiva. Las encontradas eran guardadas con sigilo, como quien protege un tesoro.

Seguíamos hasta el lago de Palermo, pulmón vivo entre avenidas. La isla del centro me parecía inmensa; imaginaba que Robinson Crusoe se había instalado ahí, rodeado de jacarandás que explotaban en lavanda, y ceibos que ofrecían su rojo en flor. La abuela nos pedía recolectar cápsulas del eucaliptus: pequeños conos leñosos que aromatizaban los inviernos. Los árboles, comprendo ahora, fueron testigo y abrigo de mi infancia.

Nos sentábamos en el césped, extendíamos el mantelito a cuadros que la abuela había preparado en la canasta, y comenzaba el ritual del picnic. Mientras saboreábamos los sándwiches, yo también saboreaba las anécdotas del abuelo, narradas con ese ritmo que hacía del pasado un teatro vivo. Yo tenía unos diez años. Me enseñó el alfabeto griego como si fuera un conjuro: alfa, beta, gama… hasta llegar a omega, la letra final, no sin antes pasar por las graciosas phi, chi, psi, mientras asomaba mi risa.

El abuelo contaba historias. Su infancia en Lesbos, su madre hilando seda a orillas del Mediterráneo, la guerra en Egipto, el barco hacia la Argentina, su encuentro con la abuela en la plaza Garibaldi frente a la Rural. Yo lo escuchaba como quien guarda un mapa, repitiendo cada coordenada de sus memorias. En esa estación Lisandro de la Torre lo imaginaba partir hacia tierras lejanas, y fusionaba mis juegos con sus recuerdos.

El abuelo me acompañaba en los actos escolares, paseábamos por la calle Florida, me compraba vestidos y zapatos. Su traje gris parecía tener memoria propia. Reía fuerte cuando le narraba mis aventuras escolares, y yo pensaba que sus carcajadas podían retumbar en toda la casa.

El abuelo contaba, el abuelo reía, el abuelo me llevaba de la mano.

 

Hoy, mientras escribo, el nudo en la garganta se transforma en un lazo invisible. Belgrano no es solo un barrio; es el mapa emocional de nuestros vagabundeos. Cada rincón conserva algo de su voz, algo de su risa. Algo de mí.


Diana Durán, 21 de julio de 2025

 

 

UN NIÑO Y UN GATO EN LA PLAYA

 

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UN NIÑO Y UN GATO EN LA PLAYA

 

Mateo fue siempre para su familia, la piel de Judas. Cuando menos uno se lo esperaba se le ocurría alguna travesura. Con sus ocho años era movedizo e inteligente; además de flaquito, pero fuerte. Con esas cualidades se atrevía a encarar las aventuras más insólitas que tenían a sus padres pendientes siempre de lo que podía suceder con él. El otro hermano, Enzo, dos años mayor, no daba demasiados problemas, ni en la escuela ni en el transcurrir de la vida familiar.

Corría el año mil nueve sesenta y cinco cuando decidieron disfrutar de unas vacaciones junto a otras dos familias amigas, los Guerrero y los San Martín. Alquilaron entre todos un chalet bastante grande en San Clemente del Tuyú. En esas épocas no era tan difícil veranear para la clase media y, entonces, sin pretender demasiados lujos, rentaron un lugar amplio que tenía varias particularidades. Una de ellas era que distaba de la playa solo tres cuadras. Otra característica era la distribución del chalet. Una construcción principal con tres grandes habitaciones, dos baños y el living comedor donde las tres parejas y sus hijos compartirían las comidas. En un sector más alejado, galería y jardín de por medio, había un departamento más chico, pero igualmente cómodo que ocupó la familia de Mateo y Enzo. El lugar tenía dos habitaciones, un baño y el acceso por la galería al chalet principal. Las familias repartieron proporcionalmente los gastos del alquiler y partieron en caravana desde Buenos Aires para llegar con pocos minutos de diferencia a la villa balnearia. Por aquellos tiempos la ruta dos no era una autopista y a la once recién la estaban pavimentando. Les tomó ocho horas a las tres familias llegar a San Clemente, luego de haber parado para apreciar la extensa Bahía de Samborombón, donde los chicos corretearon un rato en las playas atraídos por las aves migratorias de Punta Rasa. Es la estación de descanso y alimentación de sus largos viajes, explicó uno de los padres más interesado por el tema.

El balneario ofrecía un paisaje ideal para disfrutar vacaciones sin apuros con sus calles de arena, casas bajas y aroma a verano. Era un territorio donde los límites se medían en cuadras y los desafíos infantiles podían incluir desde perseguir gaviotas o jugar sin peligros en las alturas arenosas. Todavía no existía el oceanario, ni el partido de la Costa. San Clemente pertenecía al partido rural de General Lavalle, y era conocido por sus playas de amplias dunas que llegaban a medir diez metros.

Una vez llegados al chalet, cada familia se instaló en el lugar previamente acordado. Luego de comer unos ricos sándwiches de milanesa preparados por las madres, los mayores se pusieron a acomodar los petates, mientras los chicos jugaban en el jardín. Más tarde habría tiempo para pasear por San Clemente, el faro y demás atractivos turísticos. La mamá le recalcó a Enzo, no le saques los ojos de encima a tu hermano.

Los chicos, siete en total, jugaban divertidos al tinenti con pequeñas piedras regulares que habían encontrado en el jardín. Cuando se cansaron de la quietud decidieron continuar más activos, encantados del espacio que tenían a su merced. Todo marchaba de maravillas: los padres luego de ocuparse de organizar la casa habían decidido descansar un rato, mientras dejaron a los mayores a cargo de los más chicos, cuyas edades variaban entre ocho y diez.

Bastó un minuto de distracción de Enzo para que Mateo se escapara de la residencia para recorrer el entorno del chalet. Su ánimo de aventura era superior al miedo que podría generarle vagar en soledad. En realidad, no tenía ningún resquemor. Lo hizo seguido durante unos metros por el gato de la casa que, tras acompañarlo durante un corto tramo, volvió al predio. El niño caminó por las calles de arena que crujían bajo sus zapatillas de lona. El sol abrasaba su cabeza, pero él seguía divertido por su aventura cuando, por alguna razón, dobló en una esquina y se perdió. Siguió su derrotero sin gran preocupación interesado por lo que veía a su alrededor. El balneario era en ese entonces un villorrio con pocas casas, que estaba colmado de turistas.

Primero voy a contar yo, dijo Enzo, al iniciar las escondidas, cuando advirtió que eran seis jugadores en total y, en consecuencia, faltaba uno. ¿Dónde está Mateo?, preguntó al resto. No sabemos, dijo uno de los niños. Hace poco estaba persiguiendo al gato, aclaró la niña mayor de la familia Guerrero. Como conocían al pequeño y luego de revisar el predio Enzo empezó a gritar, mamá, papá, Mateo no está. No sabemos dónde se metió.

Las tres parejas salieron de sus habitaciones alarmadas por los gritos de los chicos y buscaron por todo el predio. El padre de Mateo vio la tranquera entornada y dijo, por aquí salió, vamos a buscarlo, nadie se separe, vamos todos juntos. La madre se quedó en la casa por si el fugitivo volvía. El padre recordó aquella vez en que Mateo intentó trepar al tanque de agua en pleno invierno. De este chico se puede esperar cualquier cosa, murmuró, a la vez que daba las instrucciones del caso con la boca seca por la ansiedad.

La columna de búsqueda partió. Recorrió las manzanas aledañas. Preguntaron a los vecinos. Nadie había visto al pequeño. Comenzaron a alarmarse. Estaban cerca de la playa: ¿y si se había encaminado al mar? Recorrieron algunas dunas costeras. No puede ser que se haya animado a venir por estos lados, indicó preocupado el padre. De Mateo se puede esperar cualquier cosa, contestó el hermano. No hables, vos no tendrías que haberle sacado los ojos de encima, le respondió enojado el papá.

Así fue como el grupo recorrió diez cuadras a la redonda, subió y bajó las dunas de la playa aledaña, en una tarde cuya temperatura había trepado a los treinta grados. Ante lo infructuoso de la búsqueda, los mayores decidieron volver a la casa para dar parte a la policía.

Al llegar al chalet encontraron a la madre en la galería con el gesto desencajado y Mateo al rojo vivo, la piel enrojecida y seca. Lo llevaron a la cocina para ponerle paños fríos en la cabeza y bajarle la temperatura. ¿Qué pasó, cuándo, cómo volvió?, preguntó el padre mientras lo abrazaba, acariciándolo como si así pudiera bajarle el fuego de su piel, pero, a la vez, feliz del reencuentro. Querido, lo trajeron unos vecinos. Me dijeron que Mateo les contó que vivía en una casa donde había un gato negro. No sé cómo la encontraron, o quizás fue por esa insólita descripción.

Así comenzaron las tranquilas vacaciones de las tres familias que, de allí en más, no dejaron de vigilar al travieso que se pasó varios días recuperándose de la insolación sufrida.

 

 

Mientras Mateo leía las aventuras de Tom Sawyer bajo la sombra fresca de la galería, el gato negro no se separaba de él, como si supiera que no hubiera habido aventura sin su especial protagonismo.

 

© Diana Durán, 14 de julio de 2025

SOBREVIVIENTE

 


Imagen generada por IA. 8 de julio

SOBREVIVIENTE

Era la noche previa a la operación. Alguien a quien alguna vez quise vino a visitarme. Me miró con la ternura que yo también había sentido por él, aunque ahora se había disuelto en un mar de dudas y oscuridad.

Esperar fue largo. Cuando logré dormirme, cerca de las cuatro de la mañana, lo hice inquieta y sobresaltada. A las seis irrumpió un ejército de enfermeras, lanzando órdenes a diestra y siniestra. Desvístase. Vaya al baño. Aséese. Póngase este camisolín. Le vamos a rasurar las axilas.

Entre tantos mandatos, me sentí confundida. ¿Qué hacía yo allí? ¿Qué me iba a suceder? Tenía hambre y sed. Alargué la mano hacia el vaso de agua, pero una voz severa me detuvo: no, no debe tomar nada. Cumpla las órdenes. Nada más.

Me subieron a una camilla fría, casi desnuda, con solo el camisolín. Me pusieron una cofia en la cabeza y me cubrieron con una frazada típica de hospital. Surcamos los pasillos a toda velocidad hasta llegar a una sala amplia y gris. Allí, recuerdo una voz cálida que me susurró: hasta con la cabeza cubierta sos hermosa. Supe quién era y esbocé una leve sonrisa.

Crucé la puerta de la sala preoperatoria. Me esperaba un médico amigo. Me dejaron a su lado, junto a una ventana desde la cual podía ver el cielo; nubes blancas flotaban sobre un telón celeste. El hombre, casi un anciano, comenzó a hablarme con voz tranquila y parsimoniosa. Tan apacible era que terminé adormilada, hasta que escuché: llévenla a la sala de operaciones. En ese momento no sentí miedo. Solo un deseo imperioso: que todo terminara.

En el quirófano me ataron a una cama helada de metal. Ahora la vamos a anestesiar. No va a sentir nada más. Todo va a salir bien, dijo el cirujano con una frialdad semejante al acero. Un ejército de personas de blanco me rodeaba. Fue lo último que vi antes de dormirme profundamente.

Cuando desperté, estaba de nuevo en la habitación. Mis pechos y un brazo envueltos en vendas. No sentía dolor, solo un aturdimiento indefinido. El sufrimiento vendría después.

La vi junto a la cama. Me dijo que todo había salido muy bien y que ahora todo dependía de mí. ¿Qué quería decir con eso? No podía salir de mi confusión cuando empecé a sentir un dolor agudo y punzante en el pecho derecho que se extendía por todo el brazo. Era tan intenso que empecé a gritar. Ella llamó a las enfermeras. Por favor, denle algo para calmarla, dijo alterada. Se ve que aumentaron los calmantes del suero que colgaba de un barral metálico, porque volví a dormirme. Dormir era no pensar. No sentir.

Llegaron familiares y amigos a visitarme. Yo, en realidad, no quería ver a nadie. Solo esperaba que se disipara ese sufrimiento terrible que me perturbaba hasta lo indecible.

Pasó otra noche. Pude dormitar gracias a los calmantes. Recuerdo que alguien se quedó a mi lado y me hablaba dulcemente. Era una persona muy querida, pero entre sueños no podía reconocerla. También sé que durante la tarde se había cruzado con otro a quien no quería ver, pero que era muy importante en mi vida. Había llegado con mis dos pequeños. No pude sostenerlos ni abrazarlos. Solo les sonreí, para que no se asustaran. Pensé que no debía haberlos traído.

A la tarde siguiente, ella volvió. Me obligó a poner un camisón de organza ridículo para mi situación. Me lavó el cabello y me exigió maquillarme. En ese estado, era absurdo. Pero tenía que hacerlo: llegarían visitas.

Cuando logré incorporarme, caminé por los pasillos del hospital junto a quien me había hablado la noche anterior. Su voz me había serenado. Evidentemente, era la persona a quien amaba. Lo sentía en el alma. Pero tenía que irse: me visitaría aquel otro, a quien no quería ver.

No quería pensar. Desde una ventana del pasillo, divisé la plaza de Almagro. Allí estaba, intacta, como si nada hubiera cambiado. Los árboles altos, las hojas otoñales en el césped, los niños corriendo alrededor de la laguna. Los artesanos desplegaban sus mantas de colores, sus obras de arcilla, sus tallas de madera, sus tejidos. Y, sobre todo, estaban los stands de libros que tanto me gustaban. Una mujer reía mientras un niño le ofrecía una flor arrancada del césped. La vida seguía. Y yo, desde este lado del vidrio, era apenas una sombra. Me quedé mirando esa escena como si fuera un recuerdo prestado. Como si no me perteneciera. Yo estaba en pausa. En un paréntesis que recién comenzaba.

Los días que siguieron a mi salida del hospital fueron una tortura. Más de ocho meses de dolor, mareos, vómitos a causa del tratamiento. Me convertí en una mujer expectante, que solo veía pasar a quienes vivían. Yo solo resistía. Recuerdo cuánto intentaba recuperarme del infierno vivido. No sé de dónde saqué la fuerza interna para hacerlo.

 

 

Muchos años después, rememoro esos días muy pocas veces. Como si hubieran sido una pesadilla. Como si, en realidad, no los hubiera vivido. A veces me pregunto si todo ocurrió como lo recuerdo. Si mi amado estuvo, o si fue parte de un sueño, de una sombra que me atravesó y se fue. Me siento una sobreviviente. O tal vez solo alguien que aprendió a narrarse para no desaparecer.


Diana Durán, 8 de julio de 2025

 

UN HOMBRE Y UNA MUJER EN EL BAR OCULTO

 



Victoria Brown Bar. La Nación, 25 de agosto de 2014



Los acontecimientos se produjeron en un bar oculto[1] de la calle Costa Rica al 4800 de Palermo, el Victoria Brown Bar que imitaba las antiguas fábricas de whisky. En la fachada remodelada había un mural que cobraba sentido al reflejar el supuesto romance entre la reina Victoria y el escocés John Brown. Tenía un ambiente cálido, mezcla de ladrillo a la vista, cuero y madera fina; fusión de lo moderno y lo tradicional que invitaba al encuentro y la aventura.

Allí era habitué Lucas que llevaba dos meses solo y lo sentía como una eternidad. No era tanto por la falta de amor, nunca lo había buscado realmente, sino por la ausencia de conquistas que lo animaran. Su ego, hambriento, se marchitaba en esa sequía. Tenía un cuerpo trabajado con disciplina y un rostro de belleza simétrica, casi irritante. Frente despejada, mandíbula firme, y esos ojos grandes que él mismo calificaba de “cazadores”. Caminaba como quien sabe que es observado, y le gusta. Se creía un ícono, un Don Juan moderno, aunque necesitara constantemente que otros se lo confirmaran.

Aquella noche entró al Victoria Brown con un leve malestar, como si el mundo hubiese olvidado su protagonismo. Iba a encontrarse con un amigo, pero llegó antes. Al sentarse, la vio. Una mujer estaba de costado, con cuerpo sensual y cabellera revuelta. Vestida con pantalones ajustados y una remera que dejaba asomar sus pechos. Sintió un chispazo. Al fin un motivo para sentirme otra vez deseado, pensó.

La observó con intensidad. Imaginó el giro súbito de ella, la sorpresa dibujada en el rostro al descubrirlo, el juego de miradas que se iniciaría. Pero nada de eso ocurrió. Pasaban los minutos y ella no se movía, ajena a su existencia. Lucas frunció el ceño. Tiene que haberme visto. ¿Cómo puede...?

Entonces llegó el otro. Un hombre de unos cuarenta, elegante, discreto, con una seguridad que le resultó intolerable. Se sentó junto a ella y la saludó con un beso seco, apenas notable. Lucas los analizó como quien evalúa una obra mal ejecutada. No hay pasión. Apenas palabras. Nada que la retenga.

Fue cuando ocurrió. El hombre la sujetó del brazo, no con violencia, pero con una autoridad que inquietó a Lucas. Ella no reaccionó. Se marcharon poco después, sin mirarlo. Como si él fuese una sombra más del bar.

Pidió un whisky, herido en su autoestima, cuando el azar o el destino hizo que descubriera una nota entre los pies al acomodarse inquieto en la silla. AYUDA, decía, en lápiz labial. El corazón le dio un vuelco. El viejo deseo de protagonismo volvió disfrazado de heroicidad. Esta vez, sin embargo, tenía una causa noble.

Salió del bar en búsqueda de un reconocimiento memorable. Caminó unas cuadras sin ver a la pareja en medio de la noche concurrida de Palermo. Era difícil identificar a alguien. Llamó a la policía. A los pocos minutos llegó el patrullero. Lucas contó los hechos envolviéndolos de dramatismo y describió a la pareja con detalles precisos. No sabía sus nombres, pero podía trazarlos a la perfección e identificar qué gestos delataban al hombre. Estoy haciendo lo correcto, se convenció. Además, tenía la nota. Con eso bastaba, supuso. Los oficiales partieron seguidos de Lucas pues el tránsito era lento ante el gentío que había en el barrio.

Pasada media hora se reencontró con los policías quienes le explicaron que la mujer fue localizada a pocas cuadras del bar, en plaza Armenia. Le relataron que la pareja estaba sentada y abrazada en un banco y la mujer sonreía cuando se acercaron. Se mostraron sorprendidos ante la presencia policial, pero aseguraron muy calmos que eran novios. No dieron demasiadas explicaciones. No eran necesarias frente a la tranquilidad y seguridad demostrada por la mujer. La nota fue tomada con atención, aunque también podía ser una broma. Una broma de muy mal gusto. Le explicaron a Lucas, con cierta ironía, que no había ocurrido nada grave, al menos con esa pareja y que seguirían investigando el tenor del pedido de ayuda. Luego se retiraron.

Él continuó caminando, sin rumbo. El bar ya no era su escenario. Su propio reflejo en una vidriera, le devolvió una expresión que no reconoció. Por primera vez, se sintió fuera del encuadre, deslucido, ridículo. Ni romántico, ni heroico, apenas un espejo roto.



[1]  En 1919, se sanciona la ley Volstead o Ley Seca, para prohibir la venta, importación, exportación, fabricación y el transporte de bebidas alcohólicas en todo Estados Unidos. No prohibía completamente el consumo de alcohol, pero lo hacía muy difícil de adquirir, porque no permitía la manufactura, venta y transporte. Así es como surgen los bares speakeasy, que básicamente eran bares ocultos detrás de la fachada de otro local, donde vendían alcohol fuera de la ley, es decir, a escondidas.

Tomando este concepto, hace unos años surgieron en todo el mundo los nuevos bares ocultos que ya son tendencia en las grandes ciudades, como Buenos Aires. 

                                                             Diana Durán, 29 de junio de 2025

ENCUENTRO EN EL MONTE. UN MAESTRO Y DOS MÁSCARAS

 



ENCUENTRO EN EL MONTE

 

Había conocido a Santino en unas Jornadas donde se reunieron cerca de doscientos docentes procedentes de General Mosconi, Aguaray, Campamento Vespucio, Salvador Mazza y áreas rurales. El maestro indio habló sobre el bosque y su deterioro por el avance de la soja y el poroto. La audiencia quedó prendada de la manera sabia e inteligente de expresarse. Había llegado a Tartagal desde la comunidad de Ikira, cerca de Aguaray, luego de siete horas de caminata por la ruta treinta y cuatro.

Nos conmovimos escuchándolo hablar sobre el daño de la selva por la expansión de la agricultura y del petróleo. Muchos profesores quisieron regalarle videos para que tuvieran más recursos. Él expresó sin inmutarse que en su pueblo no había luz, por lo que solo recibiría libros de regalo. En un momento sentí vergüenza de que la reunión fuera organizada por REFINOR en la Universidad Nacional de Salta. Era un marco de opulencia con cena de camaradería, regalos a los ponentes y libros de resúmenes lujosos que contrastaban con la pobreza reinante en el Ramal[1]. Sin embargo, el encuentro se había desarrollado en un ambiente de concordia y armonía.

Santino Rojas se llamaba el indio wichi que me invitó después de las Jornadas a su reserva en las cercanías de Tartagal. Tierra limítrofe, boscosa y tropical. Acepté de puro interés por conocer el lugar del que había hablado con tanta dignidad durante las Jornadas. Mis compañeros prefirieron recorrer los atractivos turísticos de la zona.

El remise avanzó mientras yo intentaba asimilar el paisaje del camino a través del monte en el que aparecían los ranchos mezclados con bosques raleados y plantaciones sojeras. Cuando llegué a la reserva advertí que reinaba la pobreza. Solo se veían chozas de barro, el fogón rodeado de piedras, corrales de troncos retorcidos con algunas cabras flacas y unos viejos algarrobos sobre la tierra yerma. En los alrededores, el monte enmarañado y exiguo del bosque relicto.

De cada pequeña vivienda se asomaban las cabecitas de niños. Luego de un rato de observar comenzaron a rodearme mostrándome sus artesanías para venderlas. Yo les quería comprar a todos, pero sabía que no podía llevarlas de regreso. Repartí unos cuántos pesos y me encontré cercada por los pequeños como si fuera un atractivo de otro mundo. Me miraban extrañados como si nunca hubieran visto a una mujer blanca. Yo estaba vestida normalmente, pero igual me curioseaban con sus ojos grandes y oscuros. Flacuchos y sucios estaban, pero sonrientes. Escuché las toses que se mezclaban con el chisporroteo de los fogones, una sinfonía áspera que acompañaba mi estadía en el lugar. Era primavera y el aire estaba denso con un olor a tierra caliente y hojas quemadas. La brisa apenas lograba disipar la nube de polvo que flotaba sobre el paisaje. Procedía de los bosques quemados para cultivar.

El indio Santino era el cacique. Delgado, de pómulos prominentes, piel morena y cabello lacio. En su muñeca, el reloj brillaba extraño, ajeno a la sencillez de su ropa. Se notaba que lo respetaban los muchachos más jóvenes, las mujeres y los niños. Me contó que tenía varias esposas y se aceptaba su poligamia, mientras otras familias de la comunidad eran monógamas.

Santino me regaló unas máscaras de un puma y de una cabeza de coatí hechas de madera. Hermosos coloridos, perfecta la forma. Me imaginé la aguda observación requerida para lograr esos diseños, solo con el palo santo y las tinturas del entorno. Conversamos durante mi corta estadía, de la vida y de la tierra.

Mientras el remise me alejaba de Ikira, sostuve las máscaras en mis manos. El puma y el coatí me miraban con sus ojos de madera, testigos mudos de un mundo que apenas había rozado, pero que ya me habitaba.

 

 

El 9 de febrero del año 2009 supe del aluvión que sufrió la ciudad de Tartagal. Rogué porque Santino hubiera permanecido en su comunidad durante la catástrofe.

 

© Diana Durán, 16 de junio de 2025



[1] Subregión del Noroeste argentino, área de frontera organizada territorialmente con el tendido del ferrocarril en la primera década del siglo XX. Está integrada por valles tropicales y subtropicales enmarcados por las Sierras Subandinas, del oriente de la provincia de Jujuy y del centro-este de Salta. Área peculiar por sus condiciones de clima y vegetación, valiosa para el desarrollo de una economía regional, sustitutiva de numerosos productos agrícolas importados (Chiozza, Aráoz, 1982)

EN EL TÚNEL

 


Eurotúnel


EN EL TÚNEL

       Habíamos planeado el viaje con lujo de detalles porque era la ilusión de nuestras vidas. No sabíamos si podríamos repetirlo más adelante. Elegimos capitales del occidente europeo: Madrid, París y Londres.

Todo había transcurrido de maravillas. Inolvidable la estadía en París. Alquilamos un estudio en el barrio Latino, atractivo y vibrante; bohemio y estudiantil. Con la Universidad de la Sorbona como núcleo histórico y los jardines de Luxemburgo donde nos recreamos entre canteros floridos y estanques cristalinos. Nos sentábamos en cada café aledaño para ver pasar a los parroquianos y conocer sus costumbres. Nos apostábamos frente a la Fuente Guy Lartigue en el Café Saint-Médard y curioseábamos con placer a quienes compraban frutas en la esquina opuesta. Veíamos a otros vecinos portar bolsas de papel con sobresalientes baguettes. Nos sentíamos parisinos, aunque no lo fuéramos. Examinábamos con fascinación la vida cotidiana de un barrio que para nosotros tenía un significado especial porque lo habíamos recorrido en nuestras guías turísticas soñando cada lugar. Caminábamos cada rue, cada avenida. Vagabundeábamos por las estrechas callejuelas adoquinadas hasta conocerlas de memoria. El placer nos envolvía el cuerpo hasta agotarnos, por lo que de noche nos quedábamos tranquilos en el departamento rentado.

 

 

A una semana de disfrute en París, nos queda poco para ir a Londres a través del túnel, famoso por conectar Inglaterra y Francia bajo el canal de la Mancha. El Eurostar nos llevará desde la estación Gare du Nord hasta Saint Pancras en Londres, a través del Eurotúnel. Una cueva segura, me dice Tomás risueño; no llames a la desgracia, le contesto. El cruce solo durará treinta y ocho minutos bajo el mar con un trayecto total de poco más de dos horas a ciento cincuenta kilómetros de velocidad. Estamos seguros de la elección. Ya habíamos viajado desde Barcelona a París en un tren de alta velocidad. Nos espera ahora un cruce fluido y sin interrupciones. No nos vamos a dar ni cuenta del trayecto. Así nos había anticipado la empresa de turismo.

Son cuatrocientos pasajeros, se anuncia por altavoces en Gare du Nord, y agrega las recomendaciones del itinerario. Tomás me dice siento que vamos a ser submarinistas. Me río de su ocurrencia. Es la recompensa, nuestra mayor aventura luego de una larga vida de trabajo, hijos y nietos.

Nos sentamos cómodamente y comienza el recorrido. Admiramos el paisaje exterior de campiñas y pequeños pueblos pintorescos hasta llegar a la costa con dunas y playas en la costa del Canal de la Mancha. Los trenes Eurostar tienen iluminación interior, lo que garantiza una experiencia cómoda en la sección submarina del viaje.

Sabemos que el interior del tren mantiene la presión, aunque nos turba un poco el hecho de dejar de ver el paisaje exterior. Desaparecen la costa y la campiña. Los pasajeros estarán expectantes, pienso. Ninguna ventana con vistas al mar. Una rareza. La sensación física no es grata. Aprieto la mano de Tomás. Sin embargo, no se perciben vibraciones ni cambios bruscos. Advierto un leve temblor en los rieles, pero me parece lógico. Lo más importante es que estaremos en poco tiempo en Londres donde tenemos rentada una casa pequeña en Wanstead, un típico barrio de las afueras londinenses.

A los diez minutos de ingresar al túnel, nos sumergimos en un cosmos desconocido. Todo se oscurese y suena una alarma en el vagón contiguo. Me abalanzo sobre Tomás y aprieto los dientes. Siento el sudor de sus manos y su corazón acelerado. Él permanece más tranquilo. Minutos de zozobra infinita. Vibraciones extrañas, ruido a hierros retorcidos. El tren aparenta haber perdido su estabilidad, corcovea, cruje. El tiempo no pasa. La negrura nos envuelve como en un pozo sin fondo. Luego de minutos de terror, gritos y pedidos de ayuda, se escucha a través de un parlante: señores pasajeros está todo controlado, solo fue una alarma en uno de los vagones y hubo que parar el tren. Les solicitamos que bajen con cuidado pues serán guiados a través del túnel de servicio.

Nuestro viaje de placer concluye. Quién sabe qué nos deparará el recorrido final. La recompensa de tantos años se había convertido en un relato incierto. Si París nos regaló su luz; el túnel nos hundió en la sombra.

Nos sentimos en una negrura incierta como náufragos sin mapa. Vamos caminando a tientas por el túnel auxiliar. No sabemos si Londres nos espera, o si el corredor aún tiene otra historia por contarnos.


© Diana Durán, 9 de junio de 2025

 



EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS

 

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EL DESVÁN DE LOS RECUERDOS

 

Verónica ordenaba el desván de la casa de su abuela. Quería tirar los trastos viejos para armar allí su atelier de pintura. Estaba cursando Dibujo Artístico y Diseño, así que el lugar era ideal para sus estudios. Le había pedido permiso a la abuela Francisca quien le dijo que sí, pero que tuviera cuidado con lo que descartaba.

La joven tenía dieciocho años y había iniciado Bellas Artes con el entusiasmo que la caracterizaba en todo lo que emprendía. Siempre había sido creativa y soñadora, así que la carrera estaba muy bien elegida. Empezó por desechar sillas desvencijadas, mantas descoloridas, viejas valijas de cuero, un huso de hilar inútil para estos tiempos y hasta un maniquí estropeado. Todo cubierto de polvo y telarañas. Avanzaba en la tarea con energía, dispuesta a que el lugar quedara flamante, cuando divisó el viejo ropero de la habitación de los abuelos que tanto le gustaba cuando era pequeña. En muchas ocasiones se había mirado al espejo biselado que tenía en el centro. Pensó que sería provechoso restaurar el mueble para poner allí sus acuarelas, témperas, acrílicos, pinceles y lienzos.  

En lo más alto de uno de los estantes distinguió, una caja forrada de papel floreado, que no reconoció, detrás de unos embalajes redondos de sombreros y pelucas. Le brotó una sonrisa al imaginar a su abuela engalanada con ellos. Intentó bajar la caja subida a una banqueta, pero no pudo. Buscó una escalerita y de puntillas apenas consiguió acercarse al borde del estante hasta que el paquete cayó y, con gran estruendo, se abrió desparramando incontables fotografías, la mayoría en sepia y blanco y negro; aunque también las había coloreadas. Las imágenes se deslizaron en un caos que la asombró. Habían formado una especie de abanico, como cartas repartidas por un crupier, dispuestas de las más antiguas a las más recientes. Verónica pensó que se trataba de una circunstancia ilógica. Se sentó en el suelo para observarlas con detenimiento. Entonces vio que la primera de la izquierda era un daguerrotipo de Delfina, su bisabuela griega. Estaba vestida de negro de la cabeza a los pies con una pequeña carterita en sus manos entrecruzadas y una mirada serena y apacible. Sabía que había cuidado sola a sus seis hijos a orillas del Mediterráneo hilando seda y criando ovejas. Distinguió en la fotografía el viejo reloj que había heredado su madre. Al mirar otras fotos reparó en personas desconocidas para ella, hasta que apareció una en sepia del abuelo paterno, Desiderio, en la cubierta de un barco. Estaba apoyado sobre la baranda mirando al mar. Su padre le había contado que en ese viaje desde Londres el abuelo cantaba muy bajito “Mi Buenos Aires querido”. Sabía que estaba muy enfermo y el nostálgico rostro lo confirmaba. Seguían otras en blanco y negro del casamiento de sus padres, inéditas para Verónica. Ella conocía de memoria el álbum de cuero marrón y bordes dorados, pero estas que estaban sueltas parecían sobrantes. Supuso que eran del cortejo, aunque ignoraba quiénes eran esos personajes tan ataviados; reparó en una pequeña en la que ella parecía una princesita. Cada vez más sorprendida por el orden de las imágenes suspendió la tarea del acondicionamiento para centrarse en las fotos. Distinguió a sus hermanos y primos muy pequeños en algún cumpleaños que no recordaba, aunque e pareció conocido el empapelado de las paredes. Era la foto de un conjunto de niños que la atrajo porque se reconoció con una guirnalda de papel crepé en el cabello y un vestido con volados. Identificó a sus dos hermanos de pantalón corto, pero no logró recordar a ninguno de los demás chicos. ¿Fiestas de cumpleaños olvidadas totalmente? ¿Tan pocas remembranzas tenía de su infancia? Seguían en orden fotos que nunca había visto en las que advirtió su imagen. Eran de colores cálidos, rojos, naranjas, amarillos y dorados. Contempló fiestas en las que aparecía vestida de gala, identificadas con fechas de épocas muy lejanas. Databan de antes de su nacimiento. Lugares exóticos que nunca había visitado. Algunos parecían caribeños por las palmeras y los mares azules. En otras se encontró en paisajes del Barrio Latino de París, pasillos del museo del Prado y conjuntos abigarrados de las bicicletas típicas de las callejuelas de Ámsterdam. Su piel se erizó. Apareció en el borde de los blancos acantilados de Dover en Inglaterra y se descubrió en ornamentales jardines de Luxemburgo. En todas estaba su imagen, pero ella nunca había visitado esos lugares. Había otras fotografías de colores fríos, azules, verdes, violetas y plateados de mujeres muy elegantes y soberbias. ¿Quiénes eran? ¿amigas de su madre?, no lo sabía. Parecía una exhibición de vestimentas de los años cincuenta, pero ¿qué hacía ella entremezclada en esas estampas?

Todo era muy misterioso, exceptuando los rostros de sus familiares más cercanos. Sintió miedo, incertidumbre y el deseo de descubrir el porqué de su presencia en esa ordenada disposición y, también, la identidad de los personajes anónimos. Volvió a revisar algunas fotografías y, de improviso, algunas parecieron moverse levemente y reflejaron luces cada vez que las volvía a observar. Llegaron a parecerle sobrenaturales. Sintió que su corazón se aceleraba.

Con extrañeza, casi acobardada, Verónica decidió contarle a su abuela lo sucedido. No quería dejar el despliegue de imágenes, pero su curiosidad era tal que apurada tomó con su celular varias fotos del conjunto y bajó a los tumbos hacia la cocina. La abuela estaba ocupada preparando el almuerzo. Su nieta le contó con lujo de detalles lo que había descubierto. Francisca, entre las humeantes ollas, le dio una tajante respuesta, no, Verito, estoy ocupada. La joven insistió con vehemencia, pero la abuela se mantuvo firme en su negativa y agregó, tengo que terminar de cocinar, querida. Verónica quedó asombrada y volvió a subir. Quizás otras señales le permitieran develar el misterio.

En un rincón del altillo habían quedado los trastos descartados. Las fotos, en cambio, habían perdido el orden de su caída original y se habían acomodado como por arte de magia en la caja floreada. Desorden convertido en orden. Verónica se estremeció y no volvió a tocarlo. Decidió borrar de su mente los extraños hechos y dejó para otro momento la tarea de armar su atelier.

A la noche, todavía confundida, pensó en lo sucedido y recordó las imágenes que había tomado con su celular. Las buscó. Las “fotografías de las fotografías” mostraban rostros y figuras sin orden alguno en colores sepias; blancos y negros; cálidos y fríos. No se reconoció en ninguna. Las borró inmediatamente.

 

© Diana Durán, 2 de junio de 2025

 



EL DÍA EN QUE MATILDE Y LOS NIÑOS QUISIERON VER EL RÍO

 


Olivos en los años 70. Instagram. Los rincones de Olivos

EL DÍA EN QUE MATILDE Y LOS NIÑOS QUISIERON VER EL RÍO

 

Olivos sobre Libertador cerca de la quinta presidencial. Un barrio mixto residencial, comercial y portuario, donde se mezclan petit hoteles, chalets ultramodernos y altos departamentos suntuosos a la vera de la hermosa avenida donde los jacarandás florecen en primavera que tiñen las calles de lila. También hay cuadras transversales, oscuras y estrechas con lugares extraños y sombríos, como si fuera el patio trasero de la ciudad. Allí se combinan peluquerías de barrio, boliches de dudosas prácticas y casas semiabandonadas cubiertas de hiedras. Algunas callejuelas terminan en un cul-de-sac de irremediable tortuosidad. El paisaje del puerto de Olivos es otro mundo donde emergen yates, veleros, prefectura y demás instalaciones relacionadas con las clases altas que van a los clubes de yacht y, también, con quienes solo son paseantes domingueros. Un lugar apacible, a pesar de que a finales de los años setenta nadie podía sentirse seguro en ningún lugar.

 

 

Matilde viajaba todos los días desde su modesta casa de chapas en la Isla Maciel para cuidar a los niños Echevarría en ese sector de Olivos. Dos horas de viaje que incluían cruzar el Riachuelo y trasbordar varios colectivos hasta alcanzar el lugar donde vivía la familia, en Libertador al dos mil. Los padres, ambos ejecutivos, trabajaban mucho así que todas las mañanas esperaban al servicio doméstico para salir . La pequeña Sofía tenía solo tres años y Leandro recién comenzaba el jardín. Matilde no se quejaba. Adoraba a esos niños a quienes había visto nacer y criaba desde entonces. No había tenido hijos, por lo que ellos eran como suyos.

Los chicos la querían muchísimo y esperaban su llegada con ansiedad pues vivían con angustia el hecho de que sus padres partieran todos los días para volver casi de noche. Siempre subyacía el miedo a quedarse solos. La vecina era muy agradable y cuando Matilde se retrasaba, cruzaba generosamente el pasillo, a pedido de la madre, para quedarse con ellos contándole cuentos mientras llegaba “Mati”, como le decían, que siempre aparecía con su sonrisa cándida y gesto maternal. El tono paraguayo se le percibía en la manera de hablar y en las costumbres que se le habían “pegado” a los niños de tanto estar con ella, como tomar mate o comer chipá.

La empleada se ocupaba de todo. Llevaba al mayor al jardín de infantes acompañada de Sofi; hacía las compras diarias; realizaba habituales paseos con la pequeña por las calles soleadas; preparaba el almuerzo y, después del mediodía, retiraba al niño. El pobre concurría a doble escolaridad en una escuela bilingüe cercana. Todavía no sabía leer y escribir, solo su nombre, pero repetía “hello”, “hi”, “good morning”, “how are you”, y demás frases previas a la alfabetización en su propia lengua.

Matilde discrepaba de los padres en muchos aspectos, pero se guardaba muy bien de decirlo. No quería enfrentarlos y cuidaba su trabajo tan imprescindible dado que su marido solo hacía changas. Era una mujer sencilla, cariñosa y tranquila. Una típica matrona paraguaya regordeta y sonriente.

Una mañana primaveral, de vuelta de buscar a Leandro, Mati decidió cambiar el rumbo hacia la calle Manuel de Uribelarrea para comprar un poco de fruta en la vieja verdulería que quedaba a una cuadra. Con manzanas y peras en el bolso, sorprendió a los chicos al decir, qué les parece si visitamos el puerto un ratito. Total, es temprano. Ambos saltaron de alegría como hacían cuando se salían un poco del itinerario habitual para ir a la plaza o la heladería. Nunca habían ido tan lejos, pero el puerto quedaba solo a cinco cuadras de dónde estaban. Podrían contemplar los veleros y yates, y disfrutar de vistas distintas a las cotidianas. Como nunca habían ido por ese camino y con mucha precaución, la muchacha tomó bien fuerte de la mano a los niños. Cuando los chicos llegaron al puerto sintieron el aire fresco y gritaron sorprendidos al ver los triángulos blancos de las velas en los mástiles y las maderas lustradas de los yates. Les parecía un dibujo de los cuentos del “Pirata Malapata” o el “Barco del Abuelo” que Mati les solía leer. Disfrutaron del aire y del horizonte. No estaban acostumbrados más que ir a la quinta el fin de semana y a Pinamar durante las vacaciones. Qué lindo, exclamó Leandro. Cuando sea grande voy a ser capitán, siguió entusiasmado. La carita de Sofi se había iluminado con una gran sonrisa y saltaba de alegría. Al avanzar la tarde se veía más gente en los alrededores, quizá por el día tibio y soleado. En un momento Matilde advirtió que algunas personas los miraban con cierto recelo e, incluso, sintió murmullos de desagrado. ¿Tal vez por mi apariencia diferente a la de los niños? pensó.

Pasada una hora, la muchacha se dio cuenta de que se había hecho tarde. Propuso entonces, regresemos, pequeños, ya es hora. Lea y Sofi se negaron y empezaron a protestar, primero, y a gritar y llorar, después. Así ocurre cuando están cansados, asumió Mati.

Fue entonces cuando sucedió. Un oficial de la policía portuaria se les acercó y preguntó con clara desconfianza, ¿por qué lloran estos niños? Usted, ¿quién es, señora? Soy Matilde Giménez, la persona encargada de cuidarlos, dijo un poco humillada. Muéstreme sus documentos, espetó el oficial. Matilde no llevaba ningún documento. A esa altura estaba asustada, pero también indignada. Pe nĩ nokuapĩ (1), expresó por los nervios que la sobrepasaron en ese momento.

En pocos minutos, una gran cantidad de individuos rodearon a la mujer y los dos pequeños. Siguió una escena de cuchicheos y menosprecios de toda índole. Los pobres terminaron demorados en la policía del puerto para averiguación de antecedentes de la mujer. Al cabo de largo rato, pudo Matilde, entre nervios y llantos, comunicarse con los papás de los niños que aparecieron bastante ofuscados por la imprudencia de su empleada. Desde entonces, no volvieron a tenerle la confianza que habían depositado en ella. Se notaba en el trato y en un pedido de anticipación permanente de sus movimientos con los chicos.

La ida y vuelta de la muchacha de su casa a la de los Echeverría se transformó en una larga travesía poco feliz. Se sentía apenada por la desconfianza de los padres. Estos volvieron a tratarla bien, más por necesidad que por respeto. Matilde no volvió a ser la misma. Una sombra había cubierto la relación que tenían. Pensaba en otro trabajo más cercano. No tanto sacrificio. Lo único que la frenaba era el amor por sus “hijitos”, como ella les decía: “kunumi” (2). 

 



(1) Por favor, no me detenga: Esta es la frase más normal en guaraní y se utiliza para pedir a alguien que no interrumpa o detenga lo que uno está haciendo.

(2) Kunumi: significa "muchacho" o "joven" en guaraní y se usa para referirse a los niños con cariño.

 

© Diana Durán, 26 de mayo de 2025

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