NUEVOS RUMBOS, AL SUR

 

 


Embotellamiento en la ruta 22. La Super Digital

NUEVOS RUMBOS, AL SUR

 

Ambos queríamos un cambio. Otra gente, otros ambientes, otros lugares. Nuevos rumbos.


Mi situación laboral era pésima. Había perdido el trabajo en la Secretaría de Cultura del municipio durante 2002 y no había visos de nuevos puestos. Tiempos difíciles para todos. La política, la sociedad y la economía no daban tregua. Yo sólo tenía unos pocos alumnos particulares de inglés. Escasos y pagaban unos pesos. Nico conservaba su lugar a costa de permanentes conflictos que lo sometían a un gran estrés.

 

Lo conversamos mucho. Éramos jóvenes, no teníamos hijos y comenzamos a pensar en irnos al sur, hacia alguna localidad patagónica cordillerana. Para ello, la única posibilidad concreta era que él consiguiera el traslado de su puesto administrativo a una sucursal de la empresa pública a una local. Nada fácil porque había que viajar a General Roca, cabecera provincial del ente donde trabajaba. Una vez que él estuviera acomodado, yo estaría en condiciones de salir a buscar un trabajo más rentable. Hasta podía ser un microemprendimiento. Decidimos jugarnos...

 

Le pedimos el auto al padre de Nico que era a gas y por lo tanto más económico y salimos de casa una madrugada, previa solicitud del día. Así comenzó nuestro trasiego de 500 km desde Bahía Blanca a General Roca y otros tantos de vuelta, sumado al tiempo que durara la entrevista pautada. Pasamos por Médanos, Algarrobo y Río Colorado, pequeñas localidades en las que se advertía la atmósfera patagónica, su aridez y despoblamiento. Luego de la interminable recta que se extiende hacia el cruce del río Colorado que nos refrescó con sus anchurosas aguas llegamos a Choele Choel. Parecía la capital del desierto. Allí vimos esas matas redondas y espinosas de cardos rusos que cruzaban la ruta como fantasmales ovillos arrastrados por el viento que arreciaba. Habíamos ingresado a la Patagonia.

 

Comenzaron los problemas. Para cargar gas -decidimos usarlo para mantener nuestros magros recursos-, había que presentar unos papeles que no teníamos por lo cual casi se frustra el viaje. Tras muchas idas y vueltas, llamadas y mensajes conseguimos que el padre enviara un fax con la documentación requerida. Enseguida caímos en cuenta de que nos veían como forasteros. Desconfiaban de nosotros. Cargamos el ansiado gas y continuamos el camino atravesando un rosario de pequeñas ciudades a la vera de la ruta 22. Se sucedieron Chimpay, Chelforó e Ingeniero Huergo alternando el pródigo valle con la arisca meseta. Comenzaron a aparecer las plantaciones frutales. Un espectáculo multicolor.

 

Estábamos muy esperanzados. A las doce y cuarto llegamos a General Roca a tiempo para que Nico se presentara ante la gerente luego de cambiarse en el auto la remera por camisa y corbata. Mientras tanto, yo me quedé en el Renault, estacionado junto a una plaza bien arbolada, aunque el calor arreciaba. Luego de dos horas apareció con una gran sonrisa y me abrazó, seguro del éxito obtenido. Solo faltaba el acto administrativo de traslado para concretar nuestra ida al sur. Había que planear lo que significaría vivir en tierras frías: vestimenta apropiada, alquiler de una casita o departamento, cadenas para el auto y demás pertrechos. Éramos un cúmulo de felicidad sentados en la plaza hablando de nuestra buena suerte mientras comíamos unos sándwiches caseros. Pero había que emprender la vuelta hacia Bahía para que no se hiciera de noche.

 

En las cercanías de Villa Regina el tránsito comenzó a congestionarse. Era una fila interminable de autos, camiones y micros varados por un corte de ruta de los quinteros, según la radio local, apremiados por el bajo precio de las peras y manzanas. Parecía que estábamos viviendo el cuento de Cortázar[1], si bien todavía nos duraba el buen humor por el éxito obtenido en Roca. Al cabo de una hora y media la fila se empezó a mover al principio muy lentamente, luego con la rapidez y locura de las rutas argentinas. Polvo que impedía ver, autos zigzagueantes, camiones a velocidades prohibidas, riesgosas maniobras.

 

En Chelforó se nos pinchó una goma. Ya atardecía. Nuestro ánimo sumado al cansancio comenzó a irritarse. Restaban más de cuatrocientos kilómetros para llegar a destino. Nico, cansado de las peripecias la cambió, pero decidió continuar sin buscar gomería. Estábamos sin auxilio para el resto del camino. Faltaban las rectas interminables entre Choele Choel y Río Colorado y la otra hasta Médanos. El cansancio hacía que Nico disminuyera la velocidad a niveles de que el camino se hacía interminable. Seguimos. Nada ni nadie debería tronchar nuestro viaje.

 

Apenas pasamos Médanos se sumaron al trasiego, desde la ruta 3, los camiones que iban a Bahía desde el sur. Nunca vimos tantos vehículos, un verdadero cuello de botella imposible de evitar. El tránsito se tornó otra vez lento y, a su vez, peligroso. Pasar cada camión era una suerte de ruleta rusa. El auto recalentaba. Nosotros, agotados.

 

Cuando llegamos a Bahía Blanca, cerca de las tres de la mañana, sabiendo que él tenía que ir a trabajar en pocas horas, había terminado con nuestra paciencia. Ni nos hablamos y creo que olvidamos el logro obtenido.

 

Así fue como la idea de vivir en el sur quedó archivada hasta que superáramos ese viaje infernal. En realidad, no volvimos a hablar del tema y Nico pausó su trámite de traslado. Finalmente, la partida quedó guardada en el cajón de los recuerdos.



[1]La autopista del sur” es cuento del escritor argentino Julio Cortázar, publicado junto a otros en el libro “Todos los fuegos el fuego”. En este relato reaparece el viaje como tema al igual que en otras obras de Cortázar como Rayuela y Los premios.


© Diana Durán, 31 de marzo de 2023

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CATRIEL, EL ARRIERO

 


Foto: INTA informa. 2013

Catriel, el arriero

Mis chivos están todos, ciento noventa y seis, los conté muy bien. Cola Larga y Manchado, los mantuvieron juntos cuando alguno se separaba del resto o subía al cerro. Quiero llegar al mallín antes de que anochezca para hacer el fuego y poder descansar hasta que salga el sol. La ruta 43 se pone fea cuando los autos no respetan al hombre de a caballo. Antes no pasaba nadie, pero ahora hay muchos turistas que no consideran nuestro trabajo. Estoy cansado, vengo de arrear cerca de Chile, en Pichi Neuquén. Fue un año duro. Mucha seca. Costó encontrar pastos tiernos. Todavía tengo que pasar por Manzano Amargo, Varvarco, y las Ovejas para llegar a Andacollo. Cien kilómetros de montaña a caballo y arreando. Me acompaña solo el Mario a quien le pago bien. No puedo protestar porque es lo que me gusta hacer. El ganado es mío y los dos ranchos también. No me quejo. Más no puedo pedir. Así cavilaba el arriero.

Catriel había nacido en las tierras más desoladas del Neuquén. Si bien los paisajes son únicos, mezcla de roca volcánica, amarillos de la estepa y cielos pintados, están alejados de lugares turísticos como San Martín de los Andes o Villa La Angostura. Su cuna era Andacollo, a orillas del río Neuquén que aguas abajo se une con el Limay para formar los solares pródigos y pujantes del Alto Valle del Río Negro. Se trata de un pueblo donde viven solo tres mil habitantes. Tierra de crianceros, de hombres rudos y solitarios que llevaban sus cabras a la veranada, montaña arriba, en la búsqueda de pastos tiernos. Interminables trasiegos. Durante el invierno, en cambio, bajaban de los cerros a los campos de invernada donde pastaban en los bajos y se engordaban para la venta.

Catriel tenía cuarenta años, pero su aspecto era el de un hombre mayor. El cabello reseco, el rostro ajado y los ojos hundidos. La rudeza de su vida y el clima seco y ventoso lo habían envejecido antes de tiempo. Sin embargo, su vitalidad estaba intacta. Este criancero de ley podría haber sido minero de pirca a pico y pala, pero en cambio siempre quiso estar libre, solo, sin ninguna atadura y en contacto con la naturaleza. No necesitaba ni de su propia mujer. Ella sabía esperarlo y criaba bien a sus dos hijos. Ese era el trabajo de una compañera. Catriel conocía como la palma de su mano el camino a sus dos ranchos. Uno en la veranada, arriba, a 1400 metros de altura; el otro de invernada en las afueras de Andacollo. Allí vivía la Silvia, su mujer, con Pedrito y Juani. Él era el único dueño de “las casas” y de su ganado. Orgulloso de sus posesiones.

Aprendió el oficio del padre quien murió joven bajo un alud, por lo que Catriel aprendió el trabajo a la fuerza. Recién había terminado la primaria, pero no pudo seguir. Con sus quince años había aprendido a arrear en reemplazo de su papá. Tal fue su destino.

Ese anochecer el cielo estaba más diáfano que nunca, el sol recién se había puesto tras la montaña. Bajó tranquilo del caballo. Se sentó cómodo en la pirca luego de hacer la fogata y se disponía a calentar unas tortas fritas. Escuchó entonces un ruido ensordecedor de rocas chocando entre sí. Conocía bien ese sonido, el tronar de la tierra. De su tierra. Quiso primero salvar a los animales. Ahuyentó a los perros para que se los llevaran. Las primeras piedras del derrumbe cayeron sobre él. No podía moverse, estaba atrapado. Pensó en sus cabras, en sus perros, en su compañero y en su familia. La historia se repetía. Moriría como su padre. Alguno de sus hijos lo iba a suceder.


© Diana Durán, 13 de marzo de 2023

RECUERDOS DE LA PLAZA DE LOS DOS CONGRESOS

 


Foto: Street View


Recuerdos de la Plaza de los Dos Congresos

 

La Plaza de los Dos Congresos. Urbana, extensa, arbolada y monumental. Km 0 del país, en realidad son tres plazas en una. La más significativa es la que está frente al edificio legislativo construida en honor a la Asamblea del año XIII y al Congreso de Tucumán.

El primer recuerdo que acude a mi mente es de mi infancia. Apenas tenía siete u ocho años cuando compraba a las vendedoras de maíz, estratégicamente ubicadas en bancos de cemento, aquellos cucuruchos rebosantes de semillas para atraer a las palomas. A veces, no me alcanzaban las monedas para comprarlos, entonces me regalaban un puñado de granos que cabían en mis manitos esperanzadas. Una gran satisfacción la de lograr que las aves las picaran al acercarse con disimulo a mi cuerpo inmóvil como el de una estatua. A veces no les daba de comer, sino que las corría divertida y ellas levantaban vuelo en un instante sin que las pudiera alcanzar. Siempre volvían a posarse en los mismos canteros. Era muy graciosas. También me llamaba la atención cuando alguna más grande (a quien había bautizado “palomón”) perseguía tenazmente a la elegida, más pequeña y grácil.

Evoco cruzar ese espacio histórico de noche y con mucha zozobra junto a mi padre para enterarnos qué sucedía en la Plaza de Mayo. Corría el año 1976 y parecía que iba a ocurrir un golpe de Estado a un gobierno democrático, el de Isabel Perón. A la mañana siguiente una junta militar asumió el poder dando paso a la dictadura más cruenta de la historia argentina.

Cuando fui madre por primera vez, en 1977, también paseé muchas veces por la plaza y lo que más recuerdo fue el orgullo sublime de recorrerla con mi beba, que tomaba sol en su cochecito azul bien arropada y volvía a casa pintada por unas pizcas de hollín en su tersa carita. Como madre enseguida la bañaba para despojarla de cualquier resto de posible contaminación.

A los veinte años, en 1981, desde lo alto de un edificio en el que trabajaba situado en la esquina de la Plaza ví pasar el cortejo fúnebre de un político, Ricardo Balbín. Lo viví como un hecho histórico. Recordé sus discursos elocuentes intentando la reconciliación entre fuerzas antagónicas, peronistas y radicales. Selectiva mi memoria en la que afloran determinados hechos y otros se olvidan…

Caminé infinitas veces por la Plaza de los Dos Congresos de ida y vuelta desde el colegio y la universidad a mi casa en el barrio de Monserrat. Siempre estuvo allí como un hito persistente de mi adolescencia y juventud.

También la recorrí de paso hacia la Plaza de Mayo en circunstancias en que Alfonsín pronunció la famosa frase “la casa está en orden” frente a un levantamiento carapintada. Recuerdo las corridas de las juventudes peronista y radical que competían por ocupar mayores espacios.

En 2001 la plaza quedó devastada por saqueos y desmanes y, viviendo en las cercanías, vi circular motoqueros que hacían un ruido atronador, además del tremendo estallido social que se produjo el 20 de diciembre. Impactaron esos hechos fuertemente en mi historia personal: pérdida del trabajo y la degradación de quien siempre lo había atesorado.

No he vuelto muchas veces más. El destino me llevó lejos de la Capital. Solo la he visto por televisión en días aciagos de nuestra historia reciente. No me gusta contemplarla como un campo de batalla. Es la Plaza de los Dos Congresos, única y significativa. En distintas circunstancias, continente de muchos hechos de mi vida.

© Diana Durán, 9 de marzo de 2023

CRÓNICA DE VAPORES Y TRENES

 


La vieja casona de Goya, Corrientes hoy (Street view)

Crónica de vapores y trenes

 

Viajábamos con papá y mamá a Goya todos los veranos. Mi hermano y yo nos divertíamos mucho en esos traslados de horas y horas. Menuda tarea la de contener a dos pequeños de ocho y nueve años en el vapor “Ciudad de Paraná” o en el coche de pasajeros del Ferrocarril Belgrano. Tanto nos cuidaba mamá que muchas veces terminaba atando a Martín a un poste de la cubierta por miedo a que se cayera al agua. Mi hermano era muy inquieto, un diablillo imparable. Durante uno de los tantos arribos estivales, al llegar a la finca de los abuelos, se había caído en una zanja cubierta de agua, típica de las calles goyanas. Lo rescataron totalmente embarrado para risa de los abuelos y enojo de mis padres.

El tren era más seguro, aunque había que atar a Martín al asiento, cosa que hacía papá con un cinturón viejo, además de ubicarlo del lado del pasillo para que no se asomara por la ventanilla. Una vez que llegábamos a Reconquista, ciudad del norte de Santa Fe, había que tomar la balsa que cruzaba el anchuroso río Paraná hasta el puerto de Goya, en la costa del río homónimo. Allí nos esperaba un auto que nos trasladaba hasta la residencia de verano de los abuelos.

Cuando viajábamos en tren, durante el trecho final del arribo a Reconquista era común ver a niños pequeños que pedían monedas. Tirá-tirá, tirá-tirá, cantaban en una especie de clamor, corriendo a la vera del terraplén del ferrocarril. Éramos muy chicos como para entender lo que significaba ese canto infantil en los suburbios de la ciudad chaqueña. Nos parecía una hazaña verlos correr a la par del tren y admirábamos su destreza para recoger las monedas. Nuestros padres tenían reservadas pequeñas sumas para cumplir con el rito de arrojarlas a los niños. Nosotros queríamos participar, pero no nos dejaban. Nos quedábamos absortos viendo cómo esos chiquitos de nuestra edad eran capaces de circular peligrosamente a la par de los vagones en marcha, si bien el maquinista aminoraba la velocidad. Años más tarde comprendí lo que significaba la pobreza reinante en esas tierras fecundas del tabaco y los cítricos.

Lo cierto era que en Goya pasábamos los más hermosos veraneos con mi hermano retozando en el patio del aljibe, entre árboles frutales y depósitos de tabaco. El encargado, Don Santino, era un hombre flaco y desgarbado a quien queríamos mucho porque solía contarnos cuentos sobre el aguará guazú, el yacaré, los carpinchos y otros animales que protagonizaban aventuras inolvidables al mejor estilo de Horacio Quiroga. El hombre vivía en un rancho detrás de la gran casona de nuestros abuelos. Recuerdo que yo era dueña, gracias al regalo simbólico de mi abuelo, de un pequeño árbol de quinotos y mi hermano de un limonero añejo siempre cargado de frutos. Amábamos esos ejemplares de los que éramos orgullosos propietarios. La casa colonial de Goya fue testigo de nuestros juegos en las galerías frescas que daban a las diez habitaciones, muchas de las cuales servían de depósito de tabaco de la compañía Pando. Esa gran casona familiar nos parecía un verdadero palacio.

Años después, ya en la adolescencia, los viajes se hicieron más esporádicos pues la familia prefería ir a la playa y nosotros bastante reticentes a pasar mucho tiempo en la finca que terminó vendiéndose.

En 1990 se dispuso la racionalización de los servicios de pasajeros ordenando el cierre del ferrocarril. Ramal que para, ramal que cierra, había dictaminado el presidente. Y así fue como se cometió el más grande desguace de nuestra red ferroviaria. Nunca olvidaría a los niños que cantaban tirá-tirá, tirá-tirá a la vera de las vías. Los rostros cetrinos de aquellos equilibristas arriesgándose por unas pocas monedas. Seguramente ya no lo podrían hacer y formarían parte de los habitantes pauperizados que vivían en la periferia de Reconquista o habrían migrado a la gran ciudad.

Tampoco el barco de pasajeros que unía Buenos Aires con Asunción y pasaba por Goya circuló más por el Paraná. Su historia siguió como hotel flotante en Puerto Iguazú y a partir de 2010 quedó encallado dentro de un camping en las cercanías de Zárate. Triste destino el de nuestros barcos y trenes de pasajeros.

Siempre quise volver a Goya y tuve la oportunidad de hacerlo durante un congreso de profesores de geografía. Allí conocí a muchos correntinos, chaqueños y santafecinos, entre ellos, a un hombre encantador que se expresaba en una dulce mezcla de guaraní y criollo. Me senté junto a él en la cena de camaradería y conversamos sobre bueyes perdidos. Así fue como descubrimos circunstancias comunes de nuestra infancia. Me contó que había nacido en Reconquista y que de chico había pedido monedas en el terraplén cercano a la estación, al canto de tirá-tirá, tirá-tirá. Me embargó una profunda admiración por él y, a la vez, cierta esperanza al concluir que ambos habíamos llegado al mismo lugar a pesar de nuestras niñeces dispares.   


© Diana Durán, 6 de marzo de 2023 

 

UN DÍA EN EL TERRAPLÉN SERRANO

 


El terraplén y la cabaña en Sierra de la Ventana. Street View

Un día en el terraplén serrano

 

En Sierra de la Ventana había un terraplén, el de las vías por donde circulaba el ferrocarril con mínima frecuencia, pero vital para la comarca turística. Con sus árboles añosos y pastizales amarillos, era un ambiente especial y diferente del resto de los sitios serranos. Desde el terraplén se veía mejor el paisaje, como subiendo a una serranía baja. Los lugareños no lo transitaban, imbuidos de sus propias actividades. En cambio, los turistas, parejas de enamorados, chicos aventureros y demás paseantes vagabundeaban por las vías en busca de sosiego o diversión. Algunos caminaban desde la mismísima estación hasta el viejo puente de hierro y otros retozaban en los taludes subiendo y bajando.

Cuando la sequía arreciaba el terraplén se tornaba gris amarillento y algo triste. Un verde brillante, en cambio, lo tapizaba en época de lluvias. Era un ecosistema humano y natural a la vez. Muy pocos, pero destacables los árboles allende el talud. Viejos y de gran altura se erguían álamos, pinos, sauces y eucaliptus.

En la cima de un árbol de copa algo raída por el tiempo habitaba un milano (*). Hermoso ejemplar de ave rapaz con plumaje blanco y ojos de mirada amenazante. Él reinaba con su vuelo rasante en las soledades humanas del talud. Desde la rama más alta acechaba sus presas para cazarlas hábilmente. Cuises, ratones de campo y hasta conejos. Aunque cuando la escasez recrudecía se alimentaba de residuos de los vertederos de basura que la gente descuidada tiraba por allí.

El milano transcurría su vida junto a su hembra que en el otoño ponía uno o dos huevos. En la época estival cuando se producía el aluvión de turistas el ave se retraía insatisfecho.

Frente al eminente árbol donde regía el milano, al que la mayoría nombraba despectivamente "aguilucho", había una cabaña pequeña de ladrillos a la vista y techo de zinc, pocas veces ocupada.

Un año durante las Pascuas, ya pasadas las ajetreadas vacaciones plagadas de turistas, apareció una familia peculiar que se adueñó del lugar como buenos humanos. La madre y las dos hijas ya grandes tenían la costumbre de esconder los huevos y conejos de chocolate para celebrar las Pascuas en los lugares más insólitos. Lo hacían para el pequeño, hijo de una de las muchachas. Eran felices al verlo buscar en el jardín o incluso en los terrenos del terraplén donde habitualmente jugaba. El ave rapaz se sentía invadida, pero se mantenía calma porque le tenía simpatía al niño que no andaba con hondas ni molestaba a los pájaros que se alimentaban por allí.

Don milano, en general, no tenía buen carácter. Refunfuñaba especialmente cuando otros pájaros invadían su hábitat o con la gente desconsiderada por sus extrañas costumbres de ahuyentar a sus presas. No se veía un cuis ni un conejo cuando veraneaban.

En el mismo entorno del terraplén habitaban otros personajes alados. Como residentes, tijeretas, chimangos y carpinteros campestres y desde la primavera las migrantes golondrinas y zorzales patagónicos. Era habitual ver a la tijereta pelear con el chimango. Cosa extraña que un ave tan pequeña y de larga y ondulante cola tuviera la costumbre de perseguir en vuelo al chimango inoportuno. Aunque quien regía en el terraplén era, sin duda, el milano por su porte y sus costumbres.

El domingo de Pascuas, madre e hijas se despertaron muy temprano y se dispusieron a colocar los huevos y el conejo de chocolate bien escondidos en los alrededores de la cabaña. Lo hicieron en varias rejas de las ventanas laterales, en un agujero de un tronco talado, detrás de un viejo cartel herrumbrado, en las alcantarillas del terraplén y hasta en el pino donde habitaba el milano. Los huevos de distintos tamaños fueron ocultados en pequeñas bolsas de papel madera que se mimetizaban en el entorno. Cuando el niño despertó después del desayuno pascual, la abuela le dijo, llegó el día, ¡a buscar los huevos y el gran conejo! Feliz él salió a recorrer y los primeros que encontró fueron los ubicados en las rejas. Saltaba y gritaba de alegría para risa de la familia que lo seguía bien de cerca. Luego empezó a merodear por el jardín y siguió hallando huevos de pascuas de distintos tamaños entre las matas de arbustos y los canteros de flores silvestres. Llegó el momento de otear el talud y allí solo encontró un huevo en el tronco cortado. Para sorpresa de la madre y las hijas faltaba el conejo de chocolate, que habían dispuesto en una rama del árbol lo más alto que pudieron. Era fácil de descubrir, pero no había caso, no lo descubrían.

Toda la familia buscó y buscó pues no se explicaba la desaparición de la deliciosa golosina de pascua, hasta que desde la copa del árbol el ave orgullosa mostró su glorioso trofeo: el gran conejo de pascua que se había llevado como presa a su nido. Delicia para las aves y diversión para la familia que divisó al milano deglutiendo con su hembra el regalo pascual. El niño se rio a carcajadas feliz de ver semejante ostentación y le mostró sus propios tesoros de chocolate.



Milano blanco. Fotografía Héctor Correa


(*) MILANO BLANCO  Elanus leucurus
FAMILIA: ACCIPITRIDAE

Nombres vulgares: Aguilucho. Araucano. Bailarín. Cometa blanca. Elanio blanco. Gavilán blanco. Halcón. Halcón azulado. Halcón bailarín. Halcón blanco. Halcón langostero. Halcón lauchero. Halcón morotí. Halcón plateado. Lechuza blanca. Milano. Ñancu. Sacre. Taguató-morotí.

DESCRIPCIÓN

L: Macho: 35-42 cm. Hembra: 37-43 cm. Pico negro. Cera y patas amarillas. Iris rojo. La cabeza es gris con una línea ocular oscura y la frente blanca. Dorsalmente es grisáceo. Ventralmente es blanco. Las alas son puntiagudas, grises con las cubiertas negras. Ventralmente las tapadas son blancas con una mancha negra, el resto gris. La cola es blanca con las dos plumas centrales grisáceas pálidas. El inmaduro es ventralmente y la corona, estriado de pardo y canela. La cola tiene una banda subterminal grisácea. Las plumas primarias, las secundarias y las de cobertura, con punta blanquecina.

 

COMPORTAMIENTO

Se lo ve asentado en postes, cables o en árboles. Es de vuelo rápido a mediana altura. Cuando busca el alimento aletea a cierta altura suspendido en un mismo lugar y luego se lanza sobre la presa con las alas hacia arriba y las patas extendidas hacia abajo. Anda solitario o en pareja.

 Fuente de la descripción: MILANO BLANCO – Aves Argentinas (unl.edu.ar)

© Diana Durán, 1 de marzo de 2023

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