FIN DE SEMANA EN VILLA VENTANA

 


Villa Ventana. Fotografía de Héctor Correa

FIN DE SEMANA EN VILLA VENTANA

 

Primer fin de semana juntos. Tanto lo deseamos. La llanura apenas ondula hasta llegar a las serranías. Las diviso desde la ruta, esta vez me toca conducir. Feliz de mí que manejo el auto entre girasoles y mieses ululando al compás del viento. En pocos minutos los tres picos de la sierra mayor, sobresaliente en el horizonte, indican que estamos cerca. Nos acompaña la voz de Mercedes Sosa. Cerca del embalse percibo al borde de la ruta una lenta mulita. Le digo a Osvaldo, espero que cruce, no quiero lastimarla. Asiente mientras disfruta de un mate amargo. Cualquier animal pampeano me resulta atractivo. Vi martinetas y perdices muy presurosas seguidas de sus crías.

Nuestro destino se acerca entre sierras y valles. Es Villa Ventana. El anhelado poblado tiene forma de una hoja cuyas calles son las nervaduras. En el centro, rectilínea, la avenida Cruz del Sur. Los arroyos lo abrazan; el Belisario de un lado, Las Piedras del otro. Es primavera y los aromos pintan de amarillo furioso el paisaje, como si nos sumergiéramos en un cuadro de Van Gogh. Algunos paseantes caminan por las veredas poco delimitadas. ¿Quiénes cuidarán los jardines floridos que parecen pintados por la mano de Monet? Cómo crear tanta belleza junta, exclamo.

En el pequeño centro: la iglesia, los bomberos, la plaza, algunos comercios. Suficiente para nuestras ansias de estar solos dos días.

Nos acomodamos en la Posada de la Hechicera de la calle Picaflor. Todo parece un cuento: la habitación en la que apenas entramos, el parque cuidado y profuso, el desayunador colmado de artesanías elaboradas por la dueña con exquisito gusto. Cajitas y cuencos de cerámica, llamadores, ramos de flores secas, sahumerios. Hasta relojes de pared fabricados en madera y pintados a mano.

Los dueños nos cuentan su vida desde que llegaron a Villa Ventana. Se jubilaron como bancarios y compraron la propiedad que decidieron explotar como residencia turística. Explican que eligen a sus clientes; deben ser gente bien, afirman con seriedad. Nos sentimos halagados, si bien ese mote nos parece algo anticuado.

En cuanto salimos a caminar Osvaldo empieza a inventar historias sobre los dueños. Le gusta relatar sucesos sobre la gente que recién conocemos con un poco de ironía y mucho de imaginación. Improvisa cómo son y qué hacen. Son ancianos, me dice, cómo pueden mantener solos este proyecto. No tienen hijos. Parecen bastante frágiles y, sin embargo, ella hace todas las tareas domésticas, nos explica cómo confecciona las artesanías y hasta promete un desayuno de campo con productos caseros. Él, flaco y desgarbado, corta la leña y mantiene el predio y la casa. Nadie los ayuda a cuidar el predio. ¡Es demasiado! Aquí hay gato encerrado, alega dudando de la pareja. A mí solo me importa disfrutar el fin de semana, así que no le doy demasiada rienda a su historia.

Al mediodía preparamos unos sándwiches y almorzamos a la vera del arroyo bajo la sombra forestal. De noche cenamos en un restaurante coqueto que figura en la guía que nos dieron en la entrada a la Villa.

La curiosidad nos inspira a avistar los festivos revoloteos de pájaros pampeanos. El vergel serrano encierra un bullicio orquestal y un conjunto alado multicolor. El rojo de fuego de los churrinches, los soleados amarillos de benteveos y mistos, el marrón veteado de los tordos músicos. Picos corvos, rectos y finos se afanan en engullir pequeños insectos. Comparte el chimango el solar de la tijereta. Carpinteros campestres cavan el tronco horizontal. La paloma montesa paciente empolla su cría. El chingolo trina agudo e inquieto. Una pareja de horneros construye su original casa de barro. Los aromos y los pinos se balancean. Escribo feliz estas líneas en mi libreta durante la noche en la posada.

El fin de semana transcurre con la tranquilidad deseada. Caminamos, comemos, soñamos, nos amamos.

Al despedirnos les aseguramos a los dueños que vamos a retornar en Semana Santa. Se asoman en el portal de entrada y nos saludan amistosamente.  

No volvemos a verlos. En los sucesivos años que veraneamos en la comarca pasamos muchas veces por la posada cerrada con troncos, cubierta de hiedras, el parque descuidado, el techo enmohecido. Extrañamente siguen figurando en la guía local.

Osvaldo sostiene que se trata de la muerte de la desdichada pareja ocurrida en la misma residencia. Acompaña circunstancias y motivaciones. Siempre que viajamos a la zona le agrega un detalle al presunto asesinato, mientras yo prefiero admirar el paisaje.  Finalmente lo convenzo de no indagar más en un asunto tan tenebroso.


© Diana Durán, 27 de mayo de 2024

 

LA SELVA SIN MAL


Aldea guaraní en la selva misionera. Google Street View


LA SELVA SIN MAL


Itatí y Luriel vivían en una sinfonía de colores formada por la mixtura de cedros, guatambúes, ceibos, lapachos, laureles, jacarandás, palos rosas y pinos Paraná. Esos grandes árboles eran el techo del bosque de la aldea. Reinaban las aves: los picudos tucanes, los brillantes tordos, las amenazantes harpías y las diminutas mosquetas amarillas. Era el hogar de los mamíferos selváticos: el rojizo y patudo aguará guazú, el lento oso hormiguero, el magnífico yaguareté, el trompudo tapir y variados monos como el carayá o auyador. 

La pareja veneraba ese paradisíaco ambiente húmedo y lluvioso, denso y exuberante. Allí moraban desde su nacimiento donde formaban parte de un grupo mbyá-guaraní compuesto por pocas familias. Los días transcurrían al ritmo de la naturaleza. No se habían alejado mucho más allá de los senderos leñosos que recorrían para su subsistencia. 

La familia conservaba las costumbres heredadas de los indios que habían llegado desde la Amazonia. Como el resto de los jóvenes, Luriel cazaba con arco y flecha a sus presas en movimiento o colocaba pequeñas trampas de ramas en la oscuridad forestal. Itatí preparaba el reviro de harina, agua y huevo y ayudaba a su madre a tejer canastos de caña tacuara que luego venderían a la vera de la ruta en una casilla hecha de ramas y madera y techada con tacuaras, único contacto efímero con los juruas [1]. 

El joven guaraní pescaba con simples cañas en los arroyos torrentosos que bajaban de la sierra. Toda la comunidad sembraba mandioca, melón, porotos, base de una alimentación sana, si bien comían solo dos veces al día. Hacían sus propios cigarros con hojas de tabaco secadas al sol. La madre fumaba en pipa mientras con pocas palabras dirigía a sus diez hijos. Los gurises de la aldea correteaban felices junto a los jaguas [2], entre cultivares y tocones mientras cumplían la tarea de recolectar melones para el desayuno que sabían hacer con gran habilidad. 

La pareja vivía en un rancho de barro y madera de pindó entretejida con caña. La ausencia de luz los obligaba a seguir el ritmo natural, alumbrándose apenas con unas simples velas elaboradas en base a una miel autóctona.

La familia era dueña de la aldea, aunque alguna vez le habían advertido que se trataba de una reserva, pero sabían respetar su kaaguy [3], no la deterioraban. Desconocían las leyes de los blancos sobre bosques nativos, parques, reservas, monumentos naturales o refugios de fauna silvestre. Ellos vivían la selva con respeto y veneración. Su hábitat era esa “tierra sin mal” [4], morada de su dios y de sus prácticas ancestrales. Podían recorrer con entendimiento profundo los valles y se bañaban en los arroyos que bajaban de las serranías. 

Más allá de la aldea, en el norte misionero, los colonos agricultores habían convertido la selva poco a poco en desiertos verdes para producir yerba mate, té y tabaco en las chacras. A su alrededor reinaban los páramos rojizos y áridos. 

Ese otoño las temperaturas disminuyeron mucho y súbitamente los árboles lo sintieron. De un día para el otro las hojas perennes se hicieron caducas. La familia bailó danzas de invocación a la naturaleza para que no llegara el mal. Cuando arreció el invierno seco y extremadamente frío, la leña juntada no alcanzó para calefaccionar a los habitantes de la aldea acostumbrados al calor. Disminuyó drásticamente el número de animales para cazar y la cantidad de peces en los arroyuelos que parecían rajaduras en la tierra yerma. Se había instalado una sequía severa y la familia dependía del suelo, el agua, los animales y las plantas. 

Se reunieron y pensaron en la posibilidad de emigrar. No cabía otro destino frente al hambre. Itatí y Luriel fueron encomendados por la madre a adelantarse al resto. Caminaron más de cinco horas a la vera de la ruta 7 hasta la ciudad más cercana, Jardín de América, para saber qué sucedía. En su recorrido observaron el bosque raleado a ambos lados del camino. Se preguntaron cómo los juruas habían podido destruirlo así. Ya no había árboles de gran porte, solo una mezcla informe de arbustos y enredaderas en la que sobresalía de vez en cuando algún ejemplar aislado. También observaron las plantaciones de té y los yerbatales. No les gustó la uniformidad del paisaje que para otros podía resultar tan atractiva. Qué animal, qué pájaro podría andar por allí, se preguntaron. El pueblo estaba lleno de casas, una al lado de la otra y, si bien reconocieron algunos árboles, estaban demasiado aislados y todos ordenados, como si hubieran sido obligados a disponerse así. La desagradable sorpresa de la pareja fue en aumento. Sus pies desnudos se lastimaron al caminar en el asfalto y tuvieron que sortear asustados los autos que les tocaban bocinas porque andaban por la calle en vez de usar las veredas. Decidieron volver a la aldea. Pasaron hambre. 

En la primavera el tiempo mejoró y la familia se puso manos a la obra con los cultivos, la caza y la pesca. Para el verano volvería a ser un vergel. Sin embargo, ese verano hizo tanto calor que por primera vez no hubo sombra que los protegiera. Obligados, dejaron la aldea y se internaron en la selva. Los animales estaban ocultos, no se los podía cazar. Las aves habían migrado por lo que reinaba un silencio sepulcral. La vida se había modificado totalmente. Durante dos años sufrieron la intemperie del frío o el calor sofocante, además de aguaceros nunca vistos. 

Coincidieron en que el blanco tenía la culpa. La deforestación había llegado a límites que no se debían superar. Habían sometido a los suelos a un gran deterioro para cultivar la yerba mate, el té y el tabaco.

Supieron que otras familias de aldeas cercanas habían partido a las ciudades atraídas por modos de vida aparentemente más promisorios, pero habían quedado hacinadas en pocas hectáreas entre las recientes plantaciones de soja, aserraderos y fábricas papeleras. 

El pueblo guaraní emigró para mejorar, pero en ese trasiego perdió su identidad al vivir mal, hacinado y triste. Habitaba tolderías de materiales de desechos en la periferia de pueblos y ciudades. Los niños y mujeres recorrían el centro mendigando o vendiendo pequeñas artesanías. 

La familia de Itatí y Luriel se quedó en su aldea y resistió hasta que la tierra sin mal volvió a imperar.

  

© Diana Durán, 20 de mayo de 2024


[1] Juruas: blancos en guaraní (despectivo) 
[2] Jaguas: perros flacos 
[3] Kaaguy: selva/monte en guaraní 
[4] Tierra sin mal: discurso mítico que según Clastrès (1989) refiere a una leyenda guaranítica que plantea la búsqueda de un lugar “puro” donde asentarse, permanece latente en las discursividades de los campesinos que han fundado comunidades en el norte de la provincia de Misiones. “La Tierra sin Mal, ese lugar privilegiado, indestructible, donde la tierra produce por sí misma frutos y donde no hay muerte (…) la Tierra sin Mal era igualmente accesible a los vivos donde sin pasar la prueba de la muerte se podía ir en cuerpo y alma” María José Nacci.

EL SUR


Mujer minera. Creada por IA el 13 de mayo de 2024


EL SUR

Quería experimentar otras historias, otros desafíos, progresar en mi profesión. Él me había fatigado con la necesidad de estar siempre a su lado en extrema dependencia. Tenía la oportunidad de cambiar, de soltar ese noviazgo tedioso y agotador. La posibilidad de crecer como geóloga era irme al sur. En Buenos Aires solo conseguía asesorías y trabajos de consultora, entre papeles y computadoras, poco de lo mío. Solo recorrería el subsuelo en la pantalla. En cambio, yo deseaba el contacto con la tierra, las rocas y el sol abrasador que me habían acompañado en los trabajos de campo durante la carrera. La Patagonia me deslumbraba y sabía que Damián no me acompañaría. Siempre apegado a su trabajo rutinario de abogado, entre expedientes y tribunales. Me quería, sí, de eso no cabía duda; pero su amor era insistente y acaparador. No me daba la libertad que yo necesitaba para un desarrollo profesional valioso. Me sojuzgaba, me limitaba. Sentía una especie de acoso, no fehaciente, tal vez era mi reacción al agotamiento de la pareja.

Entonces decidí ir sola a Neuquén. Tenía una gran oportunidad de trabajo en la prospección y explotación de hidrocarburos en Añelo, la capital de Vaca Muerta, centro neurálgico de la producción energética del país. La pequeña localidad al borde de la barda del río quedaba cien kilómetros al norte de la capital de la provincia en plena meseta desértica. Parecía un punto en la inmensidad patagónica, pero su subsuelo era riquísimo. El interior sedimentario, recipiente del aceitoso y negro líquido tan preciado, había dado lugar a la radicación de más de cien empresas petrolíferas en los últimos años.

Damián no tenía hermanos y su padre había fallecido hacía tres años en ese maldito choque que había dejado a su madre postrada en una silla de ruedas. Aunque tenía una acompañante terapéutica, él no la iba a abandonar. Mi destino estaba sellado. Yo tenía toda la vida por delante. No deseaba malograr mi futuro. Decidí irme sin pensar demasiado, sin dialogar con él lo suficiente. Acepté un trabajo bien remunerado como geóloga senior de una compañía de energía líder en la Argentina y la región. El tiempo diría si mi decisión habría sido acertada o no.

Agustina era el amor de mi vida. La había conocido en una reunión de amigos y desde ese momento no me separaría jamás de ella. Era tan atractiva con su larga cabellera enrulada, los ojos negros de mirada profunda, el cuerpo delgado y sus ambivalentes fragilidad y seguridad femeninas. Me atraía su carácter expansivo y optimista; tan diferente al mío, sobrio y reservado.

Me resistí cuanto pude. Le reclamé su falta de consideración, la amenacé con dejarla, pero supe cuando se fue que transcurrirían un tiempo de amar evocándola y otro de anhelar con paciencia el regreso. Le dije esa tarde en el café de siempre que recorriera todos los lugares que quisiera, pero que volviera a mí. Estaría aguardándola.

Durante su estadía en el sur pensé con resignación en el retorno; le escribí cartas amorosas repasando nuestra historia. Le expresé con pluma apasionada que confiaría siempre en recobrar sus complejidades, contradicciones, plenitud, inclusión, deseo, perplejidad, sombra eterna y abarcadora. Pero también le manifesté la oscuridad, el llanto y la desesperanza que me provocaba su ausencia. Soñé recorrer su cuerpo y hasta sentí abrazarla dormido. No comprendía, en realidad, cómo podía haberme dejado tan fácilmente sabiendo cuánto la amaba.

Esperé a la mujer que en el fondo presentía que no iba a regresar. El invierno nos separaba, las noches eran abismo. La distancia se hacía vasta y kilométrica. No se achicaba el tiempo, el olvido rondaba.

Pasados ocho meses sentí que no debía esperar más, ni persistir añorándola. La llamé una y mil veces, pero siempre estaba en campaña. La odié. Decidí recuperar parte de mi quebrada vida. Dejé de escribirle y empecé a salir con otras mujeres.

Aquí estoy en nuestro bar. He regresado agotada de mi estancia en el sur. Mis manos ajadas, mi cuerpo exhausto del trabajo minero. Cansada del machismo reinante en el ambiente industrial. Volví hace quince días a Buenos Aires. Hoy decidí encontrarme con un amigo de Damián para saber cómo está. Tenía vergüenza de verlo, necesidad de encontrarlo, pero no me animaba. Se que lo había dejado sin pensar en sus sentimientos, que había sido muy egoísta. Quiero conocer su situación antes de conectarme con él y que sepa la novedad de mi retorno.

Una tarde la hallé en Santa Fe y Riobamba, nuestro lugar, donde la buscaba a la salida de la facultad. Allí estaba, hermosa como siempre, mi Agustina. Tanto la había amado. Parecía despreocupada tomando un café con un hombre al que no conocí porque estaba de espaldas.

Aparentaba hablar íntima y confiada con él. Entonces no me acerqué. Me senté en una mesa tras la columna, solo para poder verla y, luego de admitir la dolorosa traición, intentar borrarla de mi alma, arrancarla de mis entrañas. Eso hice. Tomé con lentitud desesperante un café negro y amargo, casi como si fuera una poción de veneno. Me levanté y partí. Sigiloso la esperé a la vuelta de la esquina.

 

© Diana Durán, 11 de mayo de 2024

LAS HOJAS DE MAYO

 

                                   



     

LAS HOJAS DE MAYO

Caminaba por la acera de la avenida 9 de Julio, una arteria comercial del este de la ciudad, rumbo a mi consultorio. Miré con atención el suelo donde las hojas de otoño de los ciruelos contrastaban con la nieve congelada de la nevada temprana del día anterior. Me llamó la atención el pequeño paisaje ya que esas hojas nunca contrastan con la nieve. Parecían una composición de Juan Lascano. En junio, cuando empiezan las nevadas, los ciruelos ya están desnudos y recién estaba a principios de mayo.

El precoz manto blanco de la comarca me remontó súbitamente a una cifra exacta, cuarenta años atrás. Llegué a San Carlos de Bariloche un 8 de mayo de 1984, adelantado a mi mujer que vendría un mes después, una vez concluidos sus trámites de desvinculación laboral.

Tras un accidentado viaje desde Viedma donde me matriculé como médico clínico llegué a destino luego de un vuelo dificultoso. Al despegar en Neuquén a bordo de un viejo Fokker B 27 biturbo hélice de LADE se produjo un severo inconveniente mecánico. El ruido metálico del avión nos asustó junto al viraje abrupto para volver a aterrizar en la capital neuquina.

Durante unos días tuve marcadas las uñas de la docente que estaba a mi lado que me clavó en el antebrazo al grito de “nos matamos”.

Mientras despegábamos y en un violento desvío, el manto dorado otoñal del follaje de los álamos de las chacras valletanas cubrieron las ventanillas del estribor del avión. Otro detalle paisajístico bello y atípico, aunque inoportuno por las circunstancias.

Tras el salvador aterrizaje pensé que era el momento de gritar ¡tierra! como un náufrago que llega a un islote en medio del Pacífico abrazado a un resto de madera.

Mi suegro me esperaba en el aeropuerto muy preocupado. Faltaban años para que se usara la telefonía celular por lo que tuvo que esperarme varias horas en la confitería. Con apagones intermitentes llegamos al departamento con terribles ventarrones gélidos.

Si bien en la ciudad no había nieve, los cerros Otto y Cuyín Manzano estaban ampliamente nevados, por lo que se entremezclaban con los colores ígneos de las lengas y ñires, la blancura de las cumbres nevadas, la perenne tintura verde de los cipreses y coihues y el intenso tono del cielo despejado reflejándose en el lago calmo. Ambos con un azul cerúleo esplendoroso.

Nada hacía sospechar lo que pasaría con el clima tan solo dos semanas después: la nevada de 1984.

Cuatro décadas después, en la ventana de mi cuarto sigo el ciclo de un árbol que revivió desde que podaron el bosque de enormes pinos que tapó desde su nacimiento el sol del oeste.

El árbol estaba inclinado hacia el este buscando vestigios de luz solar. Árbol bandera le dicen burlonamente desconociendo su sufrimiento. Su ciclo era simple, no tenía frutos y sólo algunas florcitas blancas, pero cuando el bosque de pinos fue talado, el árbol despertó. Como si hubiera recibido un tratamiento salvador, enderezó su tronco y sus ramas. El feliz follaje explotó. Esa primavera se llenó de flores y en el verano resulto ser un portentoso guindo que nos llenó junto a los zorzales de agridulces y deliciosas guindas negras.

Ahora, en este otoño crudo, veo resistir sus hojas luego de las tormentas tempranas. Se está preparando, el bosque de pinos ya no lo protegerá del gélido viento que llegará desde el Pacífico. Un mantel de hojas doradas descansa a sus pies fertilizando su tierra y lo protegerá de las crudas heladas de julio.

Las hojas de mayo tienen muchas virtudes. Son esponjas, sotobosque, alimento de insectos, conservación de la humedad, protección a distintos animales y a los ricos hongos de pino.

Las doradas hojas, pese a estar en descomposición expulsadas por su madre, son inspiradoras de cientos de poemas de amor. Quizás por la nostalgia, por su belleza, acaso por ese aroma otoñal. Indolentes esperan la lenta caída y el rastrillaje violento cumpliendo funciones hasta su final.

En mi jardín, el roble, el guindo, el abedul, el sauce eléctrico y los sorgus se visten de oro cada mayo pese a que es un preanuncio del despojo y que el sol andará escondido. El viento y el agua impúdicamente los castiga y desnuda.

Llegará luego otra etapa de brotes, brillos, mariposas, germinaciones y polinización dando vida y bienestar a los parques, calles, bosques, insectos, aves y nidos que cotidianamente ignoramos con simples miradas en vez de soñar como lo hacía Jacques Prévert en su libro de poemas “Paroles” donde habla del otoño y el amor.

 

© Santiago Durán, 9 de mayo de 2024

Las hojas muertas.

Oh, me gustaría tanto que recordaras Los días felices cuando éramos amigos...

En aquel tiempo la vida era más hermosa Y el sol brillaba más que hoy.

Las hojas muertas se recogen con un rastrillo...

¿Ves? No lo he olvidado...

Las hojas muertas se recogen con un rastrillo Los recuerdos y las penas, también.

Y el viento del norte se las lleva En la noche fría del olvido ¿Ves? No he olvidado la canción que tú me cantabas.

Es una canción que nos acerca Tú me amabas y yo te amaba Vivíamos juntos Tú, que me amabas, y yo, que te amaba...

Pero la vida separa a aquellos que se aman Silenciosamente sin hacer ruido Y el mar borra sobre la arena El paso de los amantes que se separan.

Las hojas muertas se recogen con un rastrillo.

Los recuerdos y las penas, también.

Pero mi amor, silencioso y fiel siempre sonríe y le agradece a la vida.

Yo te amaba, y eras tan linda...

¿Cómo crees que podría olvidarte?

En aquel tiempo la vida era más hermosa Y el sol brillaba más que hoy Eras mi más dulce amiga, mas no tengo sino recuerdos y la canción que tú me cantabas, ¡Siempre, siempre la recordaré!

 

Jacques Prévert

DELIRIOS

 

Generado con IA. 3 de mayo de 2024


DELIRIOS

Ensoñaciones únicas. Nubes blancas y grises de todas las formas imaginables, curvas, escamosas, como estratos o yunques. Interrumpidas por lenguas de suelos coloridos que se dibujaban en tierra. Un cielo que conocía de sus viajes, pero esta vez vio distinto.

Emergieron los rostros de seres que no veía hacía mucho tiempo. Fantasmales figuras de sus padres muertos aparecieron en los copos blancos. Ellos lo escrutaban fijamente con gestos de desaprobación y angustia. Los había traicionado.

Amistades pretéritas surgieron fugaces entre vapores color lila y desaparecieron súbitamente sin que las pudiera reconocer. Le reclamaban su presencia sobria.

Mascotas que alguna vez tuvo y otras que nunca poseyó surgieron de una porción de cielo límpido. Una se parecía a su gato siamés, pero de color rojo. Otras con aspecto de perros rabiosos se le abalanzaron casi tocándolo. Gritó hasta casi caer del asiento. Lo atacaron oscuras sombras con cabeza de conejo y cuerpo de pájaro, extraños bichos alados con pico corvo, bigotes azules y orejas cortas y puntudas. Lo aterraron, pero esta vez no emitió sonido. El cuerpo le temblaba frente a esas extrañas visiones. Gotas de transpiración fría cayeron por su frente ceñuda.

Su vuelo era real pero su mente lo confundía de manera atemporal. Estaba suspendido en un limbo y no recordaba nada de su vida cotidiana; había visto rostros conocidos pero los olvidaba al instante. A las figuras humanas y de animales siguieron los paisajes de lugares ignotos. Tierras resquebrajadas por sequías severas, rojizas y humeantes como si los incendios las hubieran diezmado hasta la devastación. Luego vio bosques raleados y sombríos como siluetas que extendían sus ramas culminando en manos delgadas y huesudas con nudillos extremadamente deformes.

En algún momento el avión comenzó a descender súbitamente y sintió que su presión subía y su garganta se cerraba. La boca reseca de miedo. Se iban a estrellar. No sucedió. No, no se había caído. Seguía sentado. Pidió con voz entrecortada un vaso de agua a la azafata y lo tomó con desesperación. Nada calmaba su angustia.

No pensaba con claridad desde hacía algunos meses y las visiones y sensaciones eran terribles. No podía asegurar lo que le pasaba a ciencia cierta, tal era su estado de confusión.

Lo único que deseaba era ir a un bar. Tomar, tomar y tomar hasta olvidar y caer rendido.

Cuando bajó del avión se dirigió a buscar la ansiada bebida. Sin embargo, lo estaban esperando. Entre dos enfermeros se lo llevaron. Él sabía dónde iba. En otras ocasiones ya había estado encerrado.

Diana Durán, 4 de mayo de 2024

 

 

 

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...