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VIENTOS CRUZADOS

 


Río Colorado, provincia de Buenos Aires.


Vientos cruzados

Se acercaban las fiestas. El 2021 era un año prometedor. La cuarentena había concluido y por fin podíamos viajar. Osvaldo y yo habíamos sufrido tanto el encierro y el aislamiento que la posibilidad de visitar a nuestros hijos en Buenos Aires significaba la gloria. Habíamos podido comunicarnos solo virtualmente durante más de doscientos días contados uno por uno como los presos. Estábamos hartos de videollamadas. Hasta los cumpleaños de los nietos habíamos festejado tras las pantallas.

Casi un año de inventarnos actividades dentro de la casa y de salir solo a hacer compras en el barrio nos habían sumido en un estado alterado. Sabíamos que muchos otros lo habían pasado peor. No éramos personas depresivas, pero el hartazgo estaba cerca y las noticias de muertos y circunstancias horribles que sufría la gente socavaba el espíritu. Lo peor era no ver a Sofía y Diego, nuestros hijos, y a los adorados nietos, la pequeña Lorena de cuatro años y el mayor, Matías, de diez. Mi esposo y yo éramos ingenieros agrónomos dedicados a asesorar a los regantes, productores de cebolla, zapallo, cereales y pasturas de la comarca.

Vivíamos en Pedro Luro, una ciudad pequeña, a ciento veinte kilómetros de Bahía Blanca, situada a orillas del río Colorado y sobre el eje vial más importante de todo el sur marítimo, la ruta nacional número tres. Tierras de Ceferino Namuncurá, de históricos malones y de migraciones europeas como las de nuestros abuelos vascofranceses. El desierto se había transformado en vergel cultivado en el valle gracias al regadío fluvial. De otra manera, la tierra maldita de Darwin hubiera triunfado por causa de los vientos y la aridez patagónica.

No veíamos la hora de sacar los pasajes aéreos a Buenos Aires. Concretarlo nos cambió totalmente el ánimo. Solo nos habíamos enfermado una vez de COVID y con síntomas muy leves.

Emprendimos ilusionados el viaje al aeropuerto Comandante Espora en el auto dejándolo allí estacionado para disponer de él al regreso.

El avión carreteó y durante el ascenso admiramos las aldeas eólicas, esos conjuntos de molinos gigantes dominantes en la llanura del sudoeste bonaerense apenas quebrada por las sierras de Ventania que parecían unas pequeñas arrugas en un mar llano, mosaico de cultivos en distintos tonos de verdes y amarillos.

Atravesamos un manto de nubes para ascender a los diez mil metros. El vuelo fue tranquilo hasta poco antes del descenso cuando comenzaron las turbulencias. No nos preocupamos demasiado, ¿será que hace mucho no viajamos?, comentamos. La azafata anunció que en pocos minutos aterrizaríamos en la ciudad de Buenos Aires. Desde ese momento el avión comenzó a bambolearse de un lado para el otro. Los vientos cruzados eran muy fuertes, mientras la aeronave se aproximaba a la pista de aterrizaje con extraños movimientos laterales y perpendiculares al fuselaje. Parecía que la Patagonia nos hubiera seguido con sus ventarrones eternos. El piloto comunicó tripulación de cabina preparados para el aterrizaje. Al intentar hacerlo apenas pudo elevarse en un vuelo rasante sobre la pista para volver a levantarse con un ruido ensordecedor que sentimos en nuestras vísceras. Nos abrazamos fuerte. Algunos pasajeros gritaban, otros se acurrucaban en sus asientos. Luego de unos terribles minutos de angustia el piloto expresó, señores pasajeros, debido a los vientos que nos impiden aterrizar en el Aeroparque Jorge Newbery lo haremos en pocos minutos en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza. Nosotros estábamos agarrados de nuestras manos transpiradas mientras nos mirábamos intentando calmarnos. Le dijimos adiós al deseo de abrazar a hijos y nietos que esperaban en tierra. Deberíamos hacerlo en su casa, pero no podíamos usar los celulares. Imaginamos que en el aeropuerto ya se lo habrían comunicado.

Aterrizamos en Ezeiza sin dificultad donde el piloto informó, hemos aterrizado, la temperatura es de veintidós grados centígrados. Los pasajeros que deseen ir a Aeroparque pueden quedarse en el avión pues nos anuncian que podremos aterrizar, los vientos han mermado en Buenos Aires. Osvaldo y yo no necesitamos más que cruzar nuestras miradas para tomar la decisión. Bajaríamos en Ezeiza y de allí que nos llevara el transporte que fuera a la casa de Sofía. Ningún viento, ni patagónico ni local nos iba a limitar. Iríamos por tierra a encontrarnos con la familia.

© Diana Durán, 11 de setiembre de 2023

EL PUEBLO QUE SE VOLABA

 


El deshielo en Vétheuil. Claude Monet.

El pueblo que se volaba


Yan Lu, Secretario General de las Naciones Unidas, estableció en una Asamblea de doscientos países la emergencia mundial por el cambio climático. La historia de la humanidad había cambiado de manera dramática. Lo que antes era la preocupación de unos pocos científicos y ambientalistas se había convertido en una verdad categórica cuyas consecuencias debían enfrentarse a escala planetaria. Los gobiernos se dedicaban a paliar los tremendos efectos y a asistir a los pueblos para defenderlos de los fenómenos extremos que estaban sucediendo.

Las zonas más pobladas de Europa, Asia y América del Norte estaban inundadas o sometidas a otras catástrofes climáticas. En algunas regiones los habitantes desesperados se agolpaban para emigrar. Los países no podían enfrentar los tremendos gastos frente a la crisis económica provocada por las consecuencias imprevistas de aluviones, sequías severas, incendios devastadores, tifones y huracanes de categorías extremas, además de la proliferación de nuevas enfermedades infecciosas por causa de vectores desconocidos.

El nivel del mar había subido tanto que la mayoría tuvo que partir hacia el hemisferio sur donde la Cruz Roja y otros organismos internacionales habían construido pueblos para alojar a la enorme cantidad de migrantes. Los nuevos poblados no tenían nombre, se los designaba con números hasta que definieran sus consejos locales.

“Pueblo 153” se había fundado tres meses atrás en la Argentina. Allí llegó, junto a muchas otras, la familia Wright constituida por el padre, Harry; la madre, Alison; y dos hijos adolescentes, Thomas y Bridget. Provenían de Escocia, país que se había inundado casi en su totalidad. Solo había quedado como una isla el monte más alto, Ben Mevis. Los Wright viajaron a la Argentina porque tenían dinero para mantenerse lejos de las áreas más afectadas de Europa. En el país fue necesario localizarlos en un lugar designado por el gobierno que era una zona protegida de amenazas en un valle entre serranías. Debido a la rapidez con que se construyeron las casas, no hubo tiempo de orientarlas de manera racional para menguar tempestades y borrascas. Los pronósticos meteorológicos eran inciertos por lo que nadie tenía la posibilidad de conocer lo que iba a suceder al día siguiente,

Los Wright se sentían a salvo a pesar de la precariedad de su situación. En “Pueblo 153” ingleses, sicilianos, cretenses, irlandeses, chipriotas, cubanos y haitianos formaban una mezcla variopinta de gente procedente de islas sumergidas al norte del Ecuador. A todas las familias se les entregó una vivienda prefabricada. La adaptación climática fue caótica ya que durante el invierno la gente enfrentó vientos helados del sur, la nieve arreciaba y cuando las ráfagas mermaban las casas quedaban convertidas en lodazales.

Harry estaba exhausto de tanto palear, Alison, de limpiar. Había racionamiento porque la comida no alcanzaba para todos los arribados. Las viviendas tenían pocas ventanas, pero no había caso, igual el frío se colaba por las rendijas y había que consumir leña permanentemente. De ello se encargaban Thomas y Bridges. Acostumbrados al buen vivir en tierras escocesas, su existencia actual era agotadora. Sin embargo, sabían que Europa estaba sumida en la desolación.

Superaron la primavera ventosa como pudieron y llegó el verano. Los vientos giraron hacia el norte, procedentes de la selva tropical amazónica. Entonces las lluvias fueron copiosas y el aire caliente se filtraba en las casas por todas las rendijas. Nada que se pareciera a Escocia. Las prefabricadas no estaban preparadas para trescientos milímetros en un día. Eran aguaceros torrenciales que se desplomaban de nubes negras gigantescas que nunca se habían visto. Alison y Bridget lloraban desesperadas de miedo cuando las puertas y ventanas golpeaban los postigos. Por más que Harry y Thomas se habían ocupado de cruzarlas con maderas, en varias ocasiones se les inundaba la casa, como a la mayoría de los habitantes de “Pueblo 153”. El valle no era una zona de ciclones ni de tifones, pero, sin embargo, las ráfagas lo parecían manteniendo a las familias en un estado de alarma permanente. El otoño seco trajo nubes de polvo y arena de un medanal cercano que se colaron por todas partes.

Habían pasado las cuatro estaciones. La familia apenas conocía a sus vecinos ocupados en mantener sus casas y recibir las raciones que entregaban los cuerpos de paz y las organizaciones ambientales. Los diferentes idiomas no ayudaban. “Pueblo 153” era una verdadera Torre de Babel de gente desconocida que poco se comunicaba por miedo a las patrullas que vigilaban las calles.

 Los Wright vivían al lado de los Pierre, pero se habían comunicado poco con ellos, aunque se los percibía muy animados a través de las ventanas. Algo insólito ante las circunstancias que se vivían.

Thomas y Bridges habían aprendido francés en la escuela escocesa por lo que podían hablar con Jean y Samuel, jóvenes de Haití que formaban parte de la familia vecina. Ellos estaban acostumbrados a la pobreza y a las catástrofes así que se mantenían más alentados a pesar de las circunstancias. Cantaban y danzaban según sus rituales religiosos en forma carnavalesca y así animaban a los jóvenes escoceses. A Harry y Alison no les gustaba mucho esa relación, pero sabían que era el único divertimento de sus hijos. Además, habían aprendido a respetar a los Pierre porque sabían y compartían habilidades como cortar leña, cazar en los alrededores y recolectar frutos comestibles.

Cuando llegó el siguiente invierno las tempestades arreciaron también en el hemisferio sur. Todo volaba, las casas se desplomaban. “Pueblo 153” desapareció tras una tormenta semejante a un huracán con vientos a más de trescientos kilómetros por hora. En la central de contingencias no se sabía si había sobrevivientes.   

Los Wright y los Pierre pudieron escapar a tiempo. Armaron hatillos con pocas pertenencias, caminaron al oeste y treparon los cerros hacia mayores alturas. Se salvaron milagrosamente gracias a los haitianos quienes días antes habían advertido a sus vecinos que se venía una nueva catástrofe. Su intuición iba más allá de pronósticos racionales. Ellos observaron los cielos e invocaron a sus dioses vudúes. Los jóvenes Wright habían convencido a sus padres de huir a “Pueblo 140” en la ladera del otro lado de las sierras. Llegaron allí, pero no encontraron lo que buscaban. No existía tal lugar, solo unos arcos de entrada que cuando los atravesaban descendían de manera abrupta por la cuesta hacia el valle anterior. Así siguieron intentándolo indefinidamente. 

 

© Diana Durán, 14 de agosto de 2023

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

 


Cerca de San José del Boquerón. Street View

SE DE HISTORIAS DE MIGRANTES

Conocí a los Chayle como maestra de los gurises en San José del Boquerón. Un pequeño caserío a la vera de la ruta cuatro y del Salado, el buen río que fertiliza el desierto. Su rancho estaba rodeado de postes retorcidos de chañar. Les daba reparo un algarrobo y un quebracho. En verano se morían de calor, ni a la sombra se podía estar.

Cuando los Chayle se amañaron se fueron a vivir con sus padres. Tuvieron muchos hijos. Uno por año, pó. Hasta seis. Yo, la mayor de todos, la “mayora”, contaba Suyay.

Tenían huerta, corral para las cabras, gallinero y dos perros. Había vizcachas, osos hormigueros, algún tatú carreta y hasta de noche relucían los ojos brillantes del gato montés. Suyay no les tenía miedo porque eran de su tierra. Son mis animales, ia sabes, me contó sin dudar. Vos tienes también. Es la pacha que nos da todito.

Había diez bocas para alimentar, pero se podía vivir entre lo que ganaba el abuelo, las changas del padre, los tejidos de la abuela, la huerta y las cabras. El abuelo siempre había trabajado de carbonero en los hornos de leña. Oficio duro si los hay que le arruinó el pulmón. El carbón no perdona como a tantos otros en el pueblo.

Éramos pobres, pero nos alegraban, qué no, el mate, el pan casero, las empanadas. Levantábamos polvaderal bailando chacarera. A mí me gustaba el telar. Íbamos al colegio los tres changos mayores y yo. Los otros, todavía wawas. Cuando el viejo se murió machao, la plata empezó a faltar fiero. Pasábamos hambre.

La niña me relató con tristeza que los padres decidieron trabajar en la cosecha de la cebolla en fincas cercanas a la ciudad de Santiago del Estero. Al poco tiempo buscaron plantaciones más distantes. Entonces empezaron las desgracias. Los más grandes tuvieron que dejar el colegio para seguirlos. A mí me gustaba mucho estudiar, qué no. Ia sabe, maestra. La abuela se quedó con los gurises. Cuando no alcanzó con la cebolla fuimos a levantar la cosecha del melón y el zapallo. Hacía mucho calor, pues, mientras trabajábamos al sol, más que cuando nos mandaban a siestear. A veces volvíamos moretoneaos de arrancar los frutos.

Empezaron a recorrer otras provincias. De mayo a setiembre se iban a la zafra de la caña de azúcar en Tucumán. Esa sí que era brava porque había ratas y víboras que podían lastimarlos. La cintura les quedaba rota de apilar la caña y recogerla para llevarla al ingenio. A otros alumnos les había pasado lo mismo y desertaban de la escuela.

Io tenía vergüenza de hacer ese laburo. No me gustaba que los changos me miraran. Mi padre ordenaba viajar, íbamos como animales en camiones viejos. Hasta llegamos a Río Negro para recoger la manzana y la pera. Recién volvíamos en noviembre a las casas. Un día supe que nos decían trabajadores golondrinas. Felices las golondrinas que hay de estar volando.

Les hablé a mis padres. Les dije que no aguantaba más, me quería ir. Tenía dieciocho. Ellos me dijeron que sí. Una boca menos pa comer. Como yo no era floja y sabía tejer, en Santiago del Estero lo hice para una señora que tenía negocio, además les cuidaba a los gurises y cocinaba. Me cansé de tanto fregar pa los demás y me fui de la provincia en busca de otra vida. Achalay que tenía sueños. 

Supe por sus padres que Suyay se había ido a Mar del Plata. La había visto en la televisión de la casa donde trabajaba. El mar, la gente en la playa. Anduvo por todos lados. Le costaba encontrar un trabajo digno porque no tenía ni el primario. Terminó de nuevo cosechando. Esta vez papas en el cinturón hortícola marplatense. Al poco tiempo tenía las manos ajadas, el cuerpo encorvado, la cara arrugada, el cabello seco. Por desgracia un contratista sin escrúpulos fue quien la llevó a vivir sin agua, sin luz y hacinada en unos establos sucios hasta que la policía los allanó y rescataron a los jornaleros esclavizados.

Así vivió Suyay hasta los veinte. Suelen decir que los santiagueños son perezosos porque duermen la siesta. No saben de historias de migrantes, de trasiegos, de sumisión. La joven finalmente quiso regresar a sus pagos, aunque hubiera poco trabajo, aunque la soja arrasara bosques y pueblos como el de San José de Boquerón donde quedaba la mitad de las casas vacías. No le importaba. La tristeza la invadía, quería ver a su familia y sentirse protegida. Sus sueños se habían desvanecido.

¡Achalay, hoy he recibido el pasaje! Allá voy mi tierra querida. 

Ahora la tengo sentada en el aula para adultos y sé que la joven, tenaz como es, podrá encauzar su historia.

© Diana Durán, 17 de julio de 2023

UN ARDUO CAMINO A LA DEMOCRACIA

 


Arroyito en la ruta nacional 22. Street View

Un arduo camino a la democracia

 

Transcurría el 5 de diciembre de 1983. Faltaban solo cinco días para la asunción de Alfonsín y la recuperación de la democracia en la Argentina. Un hito cardinal de nuestra historia. Sin embargo, para ese momento tan trascendente ya estaríamos en Bariloche. Nosotros fuimos militantes, pero en esa fecha veríamos el gran evento por televisión. Habíamos participado como fiscales en las elecciones del 30 de octubre y necesitábamos alejarnos. Nos merecíamos estas vacaciones y era una oportunidad para disfrutarlas.

Partimos en dos autos. El Ford Taunus, grande y cómodo, manejado por mi marido, Bernardo. El Renault 12, pequeño y económico, conducido por mi hijo, Hernán, que viajaba con su esposa y mi nieto. Menuda tropilla peregrina. Una aventura perfectamente organizada que valía la pena. Fuimos invitados por mi cuñado para residir en una cabaña a orillas del Nahuel Huapi en la península San Pedro, sumergidos en un paisaje único de montañas andinas, bosques australes y lagos glaciares.

Salimos de Buenos Aires al amanecer. Había que recorrer más de mil quinientos kilómetros, atravesar en diagonal la pampa, la estepa, el alto valle del Río Negro y la meseta para llegar a los Andes Patagónicos. Como guía de turismo conocía bien esos panoramas contrastados. Habíamos planificado pasar la noche en un punto intermedio cercano a la comarca andina. No íbamos a llegar en una sola etapa. Sabíamos de la dificultad del último tramo precordillerano. No arriesgaríamos nuestra seguridad.

Propuse a Senillosa como el lugar ideal. No la localidad, sino un hotel distante pocos kilómetros a la vera de la ruta, después de atravesar la capital de Neuquén y su circulación endemoniada. Luego de mil kilómetros de ruta con una o dos paradas cortas cenaríamos y pasaríamos la noche en el Hotel Arroyito. Desde allí quedarían solo unos cuatrocientos kilómetros hasta San Carlos de Bariloche por el sinuoso camino de montaña, por lo que habíamos tomado nuestras previsiones. Descansar bien y salir temprano al día siguiente.

Así atravesamos la pampa fecunda por la ruta nacional cinco. Región verde, agrícola, ganadera, con sus pastizales, lagunas y sus ciudades conocidas como Pehuajó -la de Manuelita con su peculiar monumento en la entrada-; Trenque Lauquen -con sus chacras y curiosos restos de la zanja de Alsina. Ingresamos a La Pampa donde comenzó la transición del verde del pastizal pampeano al amarillento de la estepa. En General Acha paramos a almorzar. Sabíamos que después había que estar bien despiertos por la recta larguísima a franquear. Era conocido, al menos por mí, que los porteños solían tomarla desprevenidos y accidentarse torpemente. Los conductores de los dos autos iban bien alertas. Ningún problema. Seguimos. En Lihuel Calel me hubiera gustado conocer el Parque Nacional con su aislada orografía serrana, sus arbustales de caldenes y molles; la fauna de zorros, pumas y gatos monteses -difícil verlos por sus hábitos nocturnos, pero no imaginarlos-, y sobre todo, la tierra de los pueblos originarios con sus arcanas pinturas rupestres localizadas en senderos. Ni lo insinué. Había que continuar con destino a Neuquén. Ya habíamos recorrido más de ochocientos kilómetros y nos restaban trescientos cuarenta para el merecido descanso en el hotel previsto. Nos acompañaba ahora un paisaje más estepario y yermo. Escuchábamos música porque después de tantas horas ya no sabíamos de qué hablar. No quería viajar con mi nieto de cinco años, cuidadosa de las responsabilidades que significaban tener cualquier percance. No sabíamos cómo estaban en el otro auto, pero imaginaba que mi hijo alegraría el camino con su música y Joaquín ya se habría dormido mecido por el andar. Cruzamos el dique Casa de Piedra, donde deleitamos nuestra perspectiva con un lugar azul frente a tanta monotonía. Propuse parar allí, pero Bernardo no quiso saber nada. Había que continuar. Así enfilamos hacia el sur hasta llegar a General Roca donde divisamos el valle verde y frutal, las plantaciones de manzanos y perales, entre las cortinas de álamos. El paisaje se había humanizado y sorteábamos un mayor flujo de tránsito de camiones, micros y autos que pasaban a gran velocidad y otros vehículos, viejos y lentos, entre el rosario de ciudades. Un aquelarre vial. Restaban menos de ochenta kilómetros al comenzar a atravesar la opulenta ciudad de Neuquén con su tránsito urbano infernal. Allí dejamos de ver el auto de mi hijo y su familia. Nos preocupó un poco la inconexión, pero era previsible que sucediera con tanto tránsito. Ya lo íbamos a volver a distinguir en lo que restaba del camino o en el mismo hotel. No nos inquietamos en demasía.

Conversábamos sobre el nuevo gobierno, felices con la democracia naciente. Todavía estaba latente en nosotros la algarabía de la multitud abigarrada en la 9 de julio para el cierre de campaña. Recordábamos cómo había triunfado Alfonsín el 30 de octubre. Nos preguntábamos si se trataría efectivamente de la restauración de la democracia. Sabíamos que iba a ser un gobierno frágil, pero que era ardiente la decisión popular de acabar con los procesos militares que habían devastado el país, secuestrado y asesinado a miles de personas y hasta conducido a una guerra infructuosa como la de Malvinas.

De tan distraídos por la charla casi nos pasamos del Hotel Arroyito. Todavía no divisábamos al Renault. Esperamos un poco próximos a la ruta sin resultados. No teníamos comunicación. No había más remedio que aguardar ya más que impacientes.

Nos ponía muy intranquilos no verlos llegar. ¿Qué les habría pasado?  Para calmarnos nos registramos en el hotel y reservamos también la habitación de nuestro hijo y su pequeña familia. Pasaron una, dos, tres horas y nada. Noche cerrada. No nos quedó otra posibilidad que pedir un teléfono al recepcionista y llamar a la policía. Poco interés de su parte pues no había accidentes reportados en la zona.

Salimos a buscarlos. Para ese entonces ya estábamos desesperados. La sombra de la dictadura nos perseguía. ¿Podían haber sido secuestrados? No confiábamos en la policía ni en nadie que tuviera uniforme. La zona por ser de frontera estaba repleta de destacamentos militares. Fuimos hasta Senillosa, Plottier, Neuquén y volvimos a Arroyito. Nada. Nada que nos indicara dónde estaban.

En determinado momento se me ocurrió que podrían haber seguido por la ruta 22 sin ver el alojamiento oculto por una cortina forestal. Así fue como una hora después, en mi caso llorando a mares, decidimos ir hacia el oeste por esa vía. Bernardo intentaba mantenerse tranquilo. Más lo pretendía, peor manejaba y aumentaba la velocidad de manera irresponsable. Llegamos a Plaza Huincul con un viento patagónico insoportable que levantaba el polvo en remolinos que impedían ver. Lo primero que hicimos fue ir al destacamento de Policía. Allí los encontramos intentando comunicarse con nosotros. Dicho y hecho. Se habían desviado por la ruta 22 sin distinguir el hotel y siguieron por ese desolado camino entre cigüeñas petrolíferas fantasmales, hasta la primera ciudad, Plaza Huincul. Los abrazos, las exclamaciones, los llantos y alguna que otra explicación superficial permitieron superar el drama. Esa noche no quisimos viajar más. Nos quedamos en la ciudad y a la mañana siguiente partimos al sur previa búsqueda de nuestros equipajes en Arroyito.

Quedamos estresados. El desencuentro nos agotó. Necesitamos días de reposo y tranquilidad en la cabaña. De a poco fuimos superando el estrés. Nos dimos cuenta de que no estábamos curados de la dictadura. Nos había marcado a fuego. No tanto a Hernán y a su esposa como a nosotros.

Lentamente llegó el 10 de diciembre. Nos parecía que habíamos recorrido figuradamente durante el viaje de ida el tortuoso y prolongado camino a la democracia. Íbamos los cuatro abrazados por la calle Mitre engalanados como muchos otros con banderas celestes y blancas. Joaquín en los hombros de mi hijo quien estaba conmovido al ver tanta gente palpitando esos momentos.

Se hizo un gran silencio. Fue entonces cuando escuchamos por lo parlantes del Centro Cívico estos párrafos:

 

“Iniciamos todos hoy una etapa nueva de la Argentina. Iniciamos una etapa que sin duda será difícil, porque tenemos, todos, la enorme responsabilidad de asegurar hoy y para los tiempos la democracia y el respeto por la dignidad del hombre en la tierra argentina (…)

Entre todos vamos a constituir la unión nacional, consolidar la paz interior, afianzar la justicia, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino”.[1]

 

No estábamos frente al Cabildo junto a la multitud en Plaza de Mayo, pero no importaba. A pesar de la larga y ardua travesía, disfrutamos con sencillez los festejos de la república naciente en Bariloche junto a la algarabía local. Lloré de alegría.



[1] Raúl Ricardo Alfonsín en el balcón del Cabildo el 10 de diciembre de 1983.

 


10 de diciembre de 1983 en la Plaza de Mayo. Diario La Gaceta. 2009.



© Diana Durán, 3 de julio de 2023

UNA MAESTRA EN LA PUNA

 


Escuela en Mina Pirquitas

Una maestra en la Puna

 

    Vivir en la Puna es difícil, pero ser maestra aquí lo es mucho más. Todavía no sé cómo me animé. Esta fue tierra de aventureros, de buscadores de oro y crianceros de llamas, vicuñas y alpacas; luego de mineros, rudos y aguantadores. Hasta que llagaron las empresas extranjeras para explotar el estaño, la plata y el zinc. Historia de aperturas y cierres. De gente contra la gente.

    Yo nací en San Salvador de Jujuy donde viví hasta los veinte, me vine buscando mejorar mi sueldo por trabajar en una escuela rural. Total, más vacía no podía estar en la capital jujeña. Me quería alejar de mi familia, pero sobre todo de mi historia con Amaru. Éramos novios desde el colegio primario. Yo quería más libertad. Él me limitaba, me oprimía. El agobio de tener que casarme con él sin otro destino. Ahora estoy apartada a cuatrocientos kilómetros de la ciudad por caminos de montaña, lejos del colorido de la quebrada de Humahuaca y del verdor de las yungas. Me costó decidirme, pero un buen día logré el traslado.

    En Mina Pirquitas somos pocos, no más de seiscientos, y resistimos todo tipo de inclemencias. Pura roca rojiza y amarillenta rodea el pueblo cuyas casas espejan esos colores con la ardiente intensidad del sol que se refleja en los ladrillos resecos. Nos rodea una meseta que parece baja pero no lo es. La mina está pocos kilómetros. Es un conjunto yermo de oquedades de tono grisáceo en el suelo horadado a orillas del barranco. Una especie de embudo gigante de tierra arrancada a la Pacha. Hay que extraer inmensas cantidades de roca para alcanzar el mineral. A cielo abierto le dicen, yo le diría un tajo, una gran lastimadura en el suelo pétreo. Aquí suelen cambiar los dueños de la mina, pero la pobreza es la misma de siempre.

    Respiramos un aire enrarecido a cuatro mil metros de altura. Hay que aguantarlo y yo aprendí a hacerlo a fuerza de apunarme y mascar coca. Frío, mucho frío padecemos y hasta nevadas extremas en el invierno. Tanto que lastima la piel y no deja que nos calentemos ni siquiera al lado de la leña encendida. Por eso suelo irme al valle en las vacaciones.

    Esta es tierra de estaño y soledad[1] cantaba Mercedes Sosa, sin embargo, aquí no se libera la esperanza de los pueblos. Aquí todos saben de la contaminación del río Pirquitas, aguas abajo de la mina; del frío que tienen los chicos en la escuela. Ese que no los deja estudiar. La gente piensa que si se va la empresa perderán los trabajos. Volverán a pastorear o migrarán. En la mina se gana mucho más. Por eso aguantan, como sufro yo el aislamiento y la orfandad. Todo por unos pesos más.

    Siempre se habla del cierre de la mina y los hombres y unas pocas mujeres que allí trabajan están muy inquietos. Tienen conciencia de lo que vivimos con el agua. Pocos se deciden por los emprendimientos del cultivo de quinoa o el turismo como alternativa. Los mineros cortan la ruta 40 cuando se habla de clausurar la mina. No les importa la contaminación con metales pesados ni los desechos aguas abajo del río.

    Yo trabajo en la Escuela 83, la primaria. Me gusta mi labor, pero a veces me siento inútil como cuando no hay agua en el baño y no puedo dar clases. El termotanque no funciona y las temperaturas descienden hasta los 20° bajo cero. Ni pensar en agua caliente. Si hasta los arroyos se congelan y los cabellos de los chicos se escarchan si se mojan. En cambio, en las instalaciones de la mina tienen luz, agua y calefacción.

    Yo solo soy maestra de la escuela, pero tengo el deber de despertar las conciencias de lo que pasa a mis alumnos. Tienen que entender que es imposible rellenar esos profundos agujeros que destruyen la altiplanicie puneña. Entonces me siento inútil y me dan ganas de irme. De noche sueño con volver a mi casa.

    Llegué con todas mis ilusiones y mi fortaleza juvenil, pero me voy, me voy yendo, me vuelvo a los suburbios de Jujuy. A lo mejor todavía me espera Amaru.

© Diana Durán, 26 de junio de 2023



[1]Canción con todos” de Tejada Gómez (letra) y César Isella (música).



Así queda el terreno en la Mina Pirquitas

DOS VIDAS, DOS RUMBOS

 


Barrio periférico. Street view


Dos vidas, dos rumbos

 

Ignacio nació el 4 de mayo de 1999 en un sanatorio privado y vivió siempre en un club de campo cerca de Berazategui. Infancia pródiga en lo material, padres ausentes y el destino del encierro a pesar de vivir en espacios abiertos colmados de árboles y jardines. Como niño y adolescente concurrió al colegio del country. Durante los primeros años cuando se levantaba su madre lo llevaba en el carrito de golf. Si se quedaba dormida iba con la mucama caminando. El colegio era para la selecta clase que vivía en el interior del country. Allí transcurrían largas horas de encierro a pocas cuadras de su casa. Almorzaba lejos de su familia. Sus ojitos melancólicos miraban por la ventana del aula con tristeza, la de los niños ricos. Sus traslados fuera del hábitat de encierro eran a la casa de la abuela en Vicente López durante la Navidad; a Punta del Este en los veranos y, más tarde, cuando hizo sus estudios de agronomía, como su padre, a una universidad privada de Belgrano. Todos sus desplazamientos vitales transcurrieron limitados a un eje del cual no quería o no se podía salir. Viajó al exterior a esquiar en Aspen, Colorado (nunca a Bariloche o Mendoza). El país no era su país. Le quedaba lejos de sus experiencias vitales. Hizo viajes de intercambio a un colegio en las cercanías de Londres. Ignacio pocas veces interactuó con amigos que no fueran del barrio cerrado. El country fue una verdadera cárcel que le impedía conocer el “afuera”, exceptuando algunos pocos lugares en los que no era feliz.

Eusebio nació en Concordia, Entre Ríos, el mismo día y año que Ignacio, pero no en un sanatorio privado sino en la salita médica más cercana a su vivienda, una casilla de madera del Barrio Nueva Esperanza, en la entrada a la ciudad. Una gran pobreza reinaba allí. Calles de tierra, sin cloacas, basura por todos lados, hacinamiento. Caballos flacos comiendo hierbas secas en los bordes de los caminos. La extrema falta de recursos. La indolencia provocada por el desempleo en una familia numerosa. Solo el cariño de la madre cuando estaba lo resarcía de tantas carencias. La escuela pública deteriorada fue el camino que condujo al fracaso en primer año y en poco tiempo a la deserción. La intensidad del desamparo en la adolescencia lo alentó a la violencia y a la droga. Así fue como Eusebio fue reclutado por un díler y terminó en el Gran Rosario. Allí vivió sus peores años. Sin embargo, resistió y logró salir de esa vida horrible tras huir a la ciudad de Buenos Aires. Luego de vagar durante unos meses consiguió ser mantero en Plaza Italia y, además, trapito. Se la rebuscaba como podía, pero se sentía libre del cautiverio que había soportado años atrás.

Un 4 de mayo de 2018, a desgano por ser su cumpleaños, Ignacio concurrió a la Exposición Rural obligado por la cátedra de Maquinarias Agrícolas. De otro modo no lo hubiera hecho. Allí se encontró con Eusebio quien lo vio estacionar su auto de alta gama. Intercambiaron dos palabras y por un rapto de incomprensión, otro poco de envidia y mucho de azar Eusebio terminó con la vida de Ignacio al usar un arma blanca para amenazarlo. Solo quería su celular. Nunca había visto alguno tan flamante. Mientras se desplomaba Ignacio lo empujó a la avenida y un auto lo arrolló. Los dos cumplían años; ambos murieron el mismo día.

Como en el cuento de Jorge Luis Borges, “Caín y Abel”[i], los muchachos se reencontraron en otro mundo. No se sabe cuánto tiempo estuvieron hablando. Los días no tenían principio ni fin. Detallaron las historias de sus vidas terrenales y se compadecieron mutuamente.

Tras esos intensos intercambios, finalmente, uno no perdonó al otro. Allí estaban, sentados en el peldaño de una ancha escalera que no llevaba a ninguna parte, en una especie de purgatorio desierto. El de los que nacieron el mismo día, pero no pudieron ser felices. Uno envidiando al otro. El otro preguntándose por qué.

Ignacio no excusó a Eusebio, pero no a causa de su muerte. Le reprochó, en cambio, el haber podido dejar su casa, su familia, la escuela y elegir un trabajo. Decidir sobre su propia historia. A pesar de todos los males Eusebio había sido libre. Ignacio jamás lo logró.  

© Diana Durán, 10 de abril de 2023



[i] Abel y Caín

[Minicuento - Texto completo.]

Jorge Luis Borges


Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.

Abel contestó:

—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.

—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:

—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

 


 


PENSAMIENTOS EN VUELO

 


Foto: Diana Durán

Pensamientos en vuelo

Nubes y más nubes. Un mar de blancos y grises. Un colchón espumoso que lo cubre todo. Inabarcable, infinito. Algunos espacios en el blanquecino manto dejan entrever el verde, el amarillo, el marrón del campo, las estancias y la mínima naturaleza virgen. Los arroyos plateados y finos, apenas unas hendeduras que declinan al mar bordeados por los intensos colores esmeraldas de los bosques en galería. Las brillantes lagunas que reflejan la luz como efímeros e irregulares espejos. El brillo rojo del sol vespertino provee el destello que todo lo ilumina. El perfil de las sierras en el horizonte donde sus picos y laderas incipientes delinean una grisácea sombra. Espaciados y pequeños cuadriláteros de calles y manzanas en la inmensidad del territorio apenas urbanizado. Como rectilíneas ranuras los caminos conectan los pueblos.

Dejo de mirar por la ventanilla y mis pensamientos se alejan de la observación del atardecer. Estoy por llegar. Vamos a descender. Mi vida puede cambiar. Será el momento del deseado primer encuentro con Martín. Falta poco. ¿Cómo será él en realidad? ¿Tan interesante como en nuestros diálogos? Pronto lo sabré. Me invade una gran excitación.

Una azafata anuncia el próximo aterrizaje. Pocos minutos después se ejecuta una maniobra y el avión vuelve a ascender en una operación poco común. Me pregunto si habrá prioridad de paso para otra aeronave. El capitán indica a la tripulación que se mantenga en sus lugares y explica a los pasajeros con voz tranquila que habrá algunas turbulencias. Nada raro. Sin embargo, comienzan los vientos cruzados y el paisaje que antes me parecía maravilloso se torna amenazante. Aparecen unos yunques enormes de los temidos cumulunimbus. No me gustan, el piloto debería haberlos sorteado, pienso, pero quién soy yo para discernir sobre las maniobras de un avión. Tengo confianza en el comandante. Seguro estamos atravesando un frente y él ha decidido subir a mayor altura. No veo nada por la ventanilla. Solo nubes y más nubes, oscuras y tenebrosas.

Por primera vez observo a mis acompañantes, dos jóvenes que juegan con sus celulares. No parecen nerviosos. Pienso en la espera de Martín. ¿Estará preocupado con la tardanza? Seguro que sí.

Descendemos bruscamente. No sé calcular cuánto. ¿Un pozo de aire? Los pasajeros gritan. Es para hacerlo, esos agujeros demuestran la fragilidad del avión, aunque bien sé que no es así. No hay medio de transporte más seguro que el aéreo, dicen. Maldigo el estar sola entre tantos desconocidos. Si estuviera con él seguro me hubiera abrazado muy fuerte. Atravesamos nubes y más nubes. El panorama ya no me gusta nada.

Una voz tranquilizadora anuncia nuevamente que estamos por aterrizar. No la escucho bien. Pregunto a uno de mis compañeros de asiento. Me dice que descenderemos en el aeropuerto de Santa Rosa y no en Comandante Espora. La azafata explica que allí aguardaremos hasta que mejoren las condiciones meteorológicas para volver a destino.

El avión carretea y aterrizamos en un lugar inesperado. Los pasajeros aplauden. Nos hacen bajar por lo que supongo que el tiempo no va a mejorar pronto. Evalúo, debemos estar a más de una hora de vuelo de Bahía Blanca adonde tendríamos que haber arribado.

De algo estoy segura, no volveré a subir a este avión. Bajo con mi carry on y mi mochila. Decido tomar un micro en Santa Rosa de regreso a Buenos Aires. Tarde lo que tarde iré por tierra. Ya no pienso en la belleza del cielo ni en el disfrute del paisaje.

Súbitamente me doy cuenta de mi olvido. Martín me estará esperando en el aeropuerto de Bahía. Nuestro primer encuentro tan deseado... Reflexiono, en el camino me comunicaré con él.

 

© Diana Durán, 6 de abril de 2023

NUEVOS RUMBOS, AL SUR

 

 


Embotellamiento en la ruta 22. La Super Digital

NUEVOS RUMBOS, AL SUR

 

Ambos queríamos un cambio. Otra gente, otros ambientes, otros lugares. Nuevos rumbos.


Mi situación laboral era pésima. Había perdido el trabajo en la Secretaría de Cultura del municipio durante 2002 y no había visos de nuevos puestos. Tiempos difíciles para todos. La política, la sociedad y la economía no daban tregua. Yo sólo tenía unos pocos alumnos particulares de inglés. Escasos y pagaban unos pesos. Nico conservaba su lugar a costa de permanentes conflictos que lo sometían a un gran estrés.

 

Lo conversamos mucho. Éramos jóvenes, no teníamos hijos y comenzamos a pensar en irnos al sur, hacia alguna localidad patagónica cordillerana. Para ello, la única posibilidad concreta era que él consiguiera el traslado de su puesto administrativo a una sucursal de la empresa pública a una local. Nada fácil porque había que viajar a General Roca, cabecera provincial del ente donde trabajaba. Una vez que él estuviera acomodado, yo estaría en condiciones de salir a buscar un trabajo más rentable. Hasta podía ser un microemprendimiento. Decidimos jugarnos...

 

Le pedimos el auto al padre de Nico que era a gas y por lo tanto más económico y salimos de casa una madrugada, previa solicitud del día. Así comenzó nuestro trasiego de 500 km desde Bahía Blanca a General Roca y otros tantos de vuelta, sumado al tiempo que durara la entrevista pautada. Pasamos por Médanos, Algarrobo y Río Colorado, pequeñas localidades en las que se advertía la atmósfera patagónica, su aridez y despoblamiento. Luego de la interminable recta que se extiende hacia el cruce del río Colorado que nos refrescó con sus anchurosas aguas llegamos a Choele Choel. Parecía la capital del desierto. Allí vimos esas matas redondas y espinosas de cardos rusos que cruzaban la ruta como fantasmales ovillos arrastrados por el viento que arreciaba. Habíamos ingresado a la Patagonia.

 

Comenzaron los problemas. Para cargar gas -decidimos usarlo para mantener nuestros magros recursos-, había que presentar unos papeles que no teníamos por lo cual casi se frustra el viaje. Tras muchas idas y vueltas, llamadas y mensajes conseguimos que el padre enviara un fax con la documentación requerida. Enseguida caímos en cuenta de que nos veían como forasteros. Desconfiaban de nosotros. Cargamos el ansiado gas y continuamos el camino atravesando un rosario de pequeñas ciudades a la vera de la ruta 22. Se sucedieron Chimpay, Chelforó e Ingeniero Huergo alternando el pródigo valle con la arisca meseta. Comenzaron a aparecer las plantaciones frutales. Un espectáculo multicolor.

 

Estábamos muy esperanzados. A las doce y cuarto llegamos a General Roca a tiempo para que Nico se presentara ante la gerente luego de cambiarse en el auto la remera por camisa y corbata. Mientras tanto, yo me quedé en el Renault, estacionado junto a una plaza bien arbolada, aunque el calor arreciaba. Luego de dos horas apareció con una gran sonrisa y me abrazó, seguro del éxito obtenido. Solo faltaba el acto administrativo de traslado para concretar nuestra ida al sur. Había que planear lo que significaría vivir en tierras frías: vestimenta apropiada, alquiler de una casita o departamento, cadenas para el auto y demás pertrechos. Éramos un cúmulo de felicidad sentados en la plaza hablando de nuestra buena suerte mientras comíamos unos sándwiches caseros. Pero había que emprender la vuelta hacia Bahía para que no se hiciera de noche.

 

En las cercanías de Villa Regina el tránsito comenzó a congestionarse. Era una fila interminable de autos, camiones y micros varados por un corte de ruta de los quinteros, según la radio local, apremiados por el bajo precio de las peras y manzanas. Parecía que estábamos viviendo el cuento de Cortázar[1], si bien todavía nos duraba el buen humor por el éxito obtenido en Roca. Al cabo de una hora y media la fila se empezó a mover al principio muy lentamente, luego con la rapidez y locura de las rutas argentinas. Polvo que impedía ver, autos zigzagueantes, camiones a velocidades prohibidas, riesgosas maniobras.

 

En Chelforó se nos pinchó una goma. Ya atardecía. Nuestro ánimo sumado al cansancio comenzó a irritarse. Restaban más de cuatrocientos kilómetros para llegar a destino. Nico, cansado de las peripecias la cambió, pero decidió continuar sin buscar gomería. Estábamos sin auxilio para el resto del camino. Faltaban las rectas interminables entre Choele Choel y Río Colorado y la otra hasta Médanos. El cansancio hacía que Nico disminuyera la velocidad a niveles de que el camino se hacía interminable. Seguimos. Nada ni nadie debería tronchar nuestro viaje.

 

Apenas pasamos Médanos se sumaron al trasiego, desde la ruta 3, los camiones que iban a Bahía desde el sur. Nunca vimos tantos vehículos, un verdadero cuello de botella imposible de evitar. El tránsito se tornó otra vez lento y, a su vez, peligroso. Pasar cada camión era una suerte de ruleta rusa. El auto recalentaba. Nosotros, agotados.

 

Cuando llegamos a Bahía Blanca, cerca de las tres de la mañana, sabiendo que él tenía que ir a trabajar en pocas horas, había terminado con nuestra paciencia. Ni nos hablamos y creo que olvidamos el logro obtenido.

 

Así fue como la idea de vivir en el sur quedó archivada hasta que superáramos ese viaje infernal. En realidad, no volvimos a hablar del tema y Nico pausó su trámite de traslado. Finalmente, la partida quedó guardada en el cajón de los recuerdos.



[1]La autopista del sur” es cuento del escritor argentino Julio Cortázar, publicado junto a otros en el libro “Todos los fuegos el fuego”. En este relato reaparece el viaje como tema al igual que en otras obras de Cortázar como Rayuela y Los premios.


© Diana Durán, 31 de marzo de 2023

WEST Y LA CATÁSTROFE GLOBAL

  La catástrofe global del planeta y la supercomputadora WEST Y LA CATÁSTROFE GLOBAL Él es el logro más reciente de la inteligencia maquin...