TRAVESÍA EN EL TIEMPO. UNA MUJER EN EGIPTO. Aventuras de Macarena II



Alejandría. Egipto.net


TRAVESÍA EN EL TIEMPO. UNA MUJER EN EGIPTO

    Antes de su affaire con el palestino Jalil, a quien había plantado sin reparos en Belén, Macarena había visitado Egipto. La joven granadina era especial. Treinta años, soltera, profesora de letras en su ciudad natal. No tenía grandes compromisos. Le gustaba gastar sus ahorros en recorrer el mundo sola. Así lo había hecho desde los veinte años. Después de Israel quiso volver al lugar que la había conquistado. El Cairo, encrucijada cultural de oriente y occidente. Una historia milenaria condensada en dinastías, pirámides, templos, dioses, imperios, faraones, invasiones y guerras santas. Inagotable fuente de estudios culturales. Pero también soñaba con ver el Mediterráneo desde África en vez de su tradicional panorama europeo. Apreciar el “ponto” homérico como lo hicieran los egipcios, fenicios, griegos y romanos. Ya había recorrido las pirámides de Guiza, la Ciudadela de El Cairo, el cosmopolita barrio de Zamalek, la iglesia Colgante ortodoxa, el Museo de arte islámico. Deseaba completar su aventura en Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno trescientos años antes de Cristo bajo el dominio persa. Sus conocimientos de literatura griega y musulmana la animaban. 

    Mientras paseaba por las amplias avenidas de El Cairo contrastó las zonas de refinados hoteles cinco estrellas, desde cuyas terrazas se podían admirar las pirámides, con los barrios pobres de asentamientos precarios, bazares y callejuelas. Intentó comprender la decadencia de una civilización que se remontaba a dinastías de más de tres mil años antes de Cristo. No entendía el subdesarrollo contemporáneo. Había pensado en hacer un crucero por el Nilo, pero le llevaría casi una semana, por lo que se decidió por Alejandría a orillas del Mediterráneo. 

    Después de un intenso día cenó un plato típico de arroz y verduras. No deseaba hacer sociales así que a pesar del bullicio turístico se fue a su habitación y durmió a gusto esperando recuperar las fuerzas para emprender el viaje a Alejandría. Tenía varias opciones. Ir por la carretera más rápida del desierto o atravesar el delta del Nilo por tren o en avión. Eligió, con su consabido espíritu aventurero, alquilar un auto para viajar por el oasis y apreciar el paisaje agrícola milenario del bajo Egipto. Mientras transitaba se sumergió en lo que había leído sobre los modos de vida ligados al cultivo de cereales, legumbres, forrajes y el papiro. Recordó el calendario que seguía el régimen anual del río para la siembra y la cosecha. Una vida no tan idílica como se solía enseñar en el colegio, por la lucha sin fin en los turbios pantanos, las yermas sequías y las catastróficas inundaciones. 

    Los paisajes se sucedían como en una película a medida que atravesaba el delta. Su mente comenzó a trastocar pasado y presente. Experimentó una rara sensación, una especie de retorno en el tiempo, pero no cercano sino muy antiguo, como en un túnel. Algo así como un corredor de ensueño. Notaba que mientras recorría el paisaje deltaico, las escenas iban mutando. El presente se transformaba en un pasado impreciso. No había rastros de modernidad. Ni rutas, ni autos, ni postes de luz, ni estaciones de servicio. Atravesaba un área agrícola pero el espectáculo era pretérito. Divisaba a los agricultores con el torso desnudo, falda y pañuelos blancos, cántaros en sus manos o el antiguo “chaduf” con una palanca que sostenía el recipiente con el contrapeso del otro lado. Las casas eran de barro con techos de troncos cubiertos por hojas de palmera. Se preguntó si así sería el interior del Delta del Nilo durante el período grecorromano. Recordó que en esos tiempos Alejandría había sido un centro literario, científico y cultural. Pero estaba en el ámbito rural, quizás por eso la confusión. Debía continuar. 

   Cuando se acercó a Alejandría, todavía pensando en el desconcierto del pasado y el presente vio una columna altísima de humo en el horizonte. No sabía qué pensar. ¿Incendios de pastos o de algún edificio? Entró a la ciudad. El fuego se había extendido a las zonas más próximas a los muelles. Concluyó que se encontraba en tiempos romanos, cuarenta y ocho años antes de Cristo. Se dio cuenta porque se quemaba la Biblioteca más grande de la antigüedad. Ella conocía la historia, sabía de Julio César y el sitio de Alejandría. Al acercarse a la ribera del Mediterráneo vio a soldados con vestimenta romana incendiando sus propias naves. Macarena no sabía qué pensar. En el Museio, en las nueve musas de las artes, en los eruditos, en los manuscritos de papiro. Deliberó que Cleopatra recibiría el obsequio de Marco Antonio para reponer la destrucción parcial de la biblioteca. 

     Sus estudios de literatura comparada en la Universidad de Granada fluían como una catarata. Se acordó de Zenódoto de Efeso y los poemas homéricos en orden alfabético; de Calímaco y el primer catálogo de biblioteca; de Apolonio de Rodas y el poema épico los Argonáuticas; de Aristófanes y la pronunciación del griego. 

    Entonces volvió en sí. Pensó con jactancia que era la única persona que había conocido la localización de la Biblioteca de Alejandría a orillas del Mediterráneo. Tomó la avenida costanera y visitó la Gran Biblioteca Modernista de fachada curva con ocho millones de libros, cuatro museos y un planetario. La ubicación exacta de la antigua biblioteca todavía no se conoce aunque se especula que está bajo el mar. 



 Declaran los infieles que, 
si ardiera, ardería la historia. 
Se equivocan.
Las vigilias humanas engendraron los infinitos libros. 
Si de todos no quedara uno solo, 
volverían a engendrar 
cada hoja y cada línea. 
Cada trabajo y cada amor de Hércules 
Cada lección de cada manuscrito.

La biblioteca, En Historia de la noche. Jorge Luis Borges, 1977

Museion (en griego, templo de las musas), Museo de Alejandría. Fue un centro dedicado a las musas. Allí vivían y trabajaban los mejores poetas, escritores y científicos del Mundo Antiguo. Fue fundado por Ptolomeo I Soter y cerrado en el 391 por el patriarca Teófilo.


© Diana Durán. 13 de enero de 2022

VACACIONES EN SOLEDAD

 


Lago Perito Moreno y Parque Municipal Llao Llao. Street View.

VACACIONES EN SOLEDAD

    Me gusta recorrer sola los caminos, desandando paisajes. El rincón de un arroyo, el perfil de un cordón montañoso, la explanada de un llano, el horizonte del mar. Es febrero, ya pasaron las fiestas de diciembre y los calores de enero. Ansío iniciar el viaje tan esperado después de un año de trabajo agotador. Me voy al sur en búsqueda del reparo de la naturaleza. Quiero borrar los apuros, el cemento, las preocupaciones. Estar sola. Han sido demasiadas presencias familiares y laborales durante este año. Quiero alejarme de todos, especialmente de mis padres y su permanente apego a mi vida. ¿A dónde vas? ¿Viajás sola? Cuídate por favor. También de la tediosa atención al público. Creo que merezco un poco de libertad. No me importan los kilómetros a transitar con mi pequeño auto desde Neuquén hasta Bariloche.

    En la comarca andina todo circuito puede ser renovado. Lo he aprendido en sucesivos viajes por la Patagonia. Repaso distintas posibilidades. Ascender al colosal Cerro López con su circo glaciario realzado por algunos planchones de nieve. Apreciar sus acantilados brillantes con paredes a pique. Llegar a la Colonia Suiza y sus tradicionales curantos. Reposar en las playas más pequeñas y ocultas de la costa del lago Nahuel Huapi. Imagino que yo sola las conozco. Volver a la península de San Pedro y recorrer sus costas reflejadas sobre el brazo Campanario. Podría internarme en el perfil serrado del Cuyín Manzano que se aprecia desde la ribera opuesta del lago. Tengo un abanico de lugares para gozar de lo natural y recuperar las fuerzas perdidas. Amo estos viajes en soledad que me regalo cuando puedo. Ya acomodada en el hostal, abro las ventanas de la habitación y la brisa fresca que baja de la montaña me reconforta.

    Decido recorrer primero el sendero de Villa Tacul. Dejo el auto enfrente a la entrada del Parque Municipal Llao Llao. Allí no se puede ingresar con motos ni con ningún otro vehículo. Inicio mi caminata con toda tranquilidad. Solo llevo en mi morral la campera, el agua y unas barritas de cereal. Encuentro a muy pocos caminantes en el sinuoso camino. Ya es medio tarde, pero sé que hasta las diez de la noche se puede circular. Admiro los altísimos coihues y demás ejemplares del bosque patagónico, entremezclados con lianas de formas tortuosas, helechos húmedos arraigados en los manantiales y las cañas coligües secas cruzadas en el sendero. Atravieso con facilidad los tocones de viejos árboles caídos. Haces de luz se filtran en la oscuridad. Descubro cada uno de los bosquecillos de pocos ejemplares de arrayanes canela como isletas solitarias. El aire helado penetra en el bosque y alcanza el sendero. No tengo frío.

    Puedo escuchar el escondido canto del chucao que retumba como un eco en la soledad de la reserva. Primero tenue, después más fuerte. Dice la leyenda mapuche que predice el buen viaje. Se parece a una pequeña gallina casi imposible de avistar, pero fácil de descubrir por su alegre canto. Me maravillo al escucharlo dos o tres veces. Alcanzo a divisar, después de una larga y sinuosa caminata, el lago Moreno empotrado en los Andes Patagónicos. Me acomodo para admirar el paisaje reposando en una playita rocosa mientras como mi barrita de cereal. El lugar es único, inigualable, mío. No necesito nada más en este mundo. Un viento gélido empieza a soplar con mayor intensidad desde el lago. Me abrigo con mi campera fina y siento una total comunión con la naturaleza. 

    Me despierto helada. Es casi de noche por lo que me he perdido la puesta del sol. ¿Cómo pude dormirme? Tal vez este lazo estrecho con el ambiente me llevó a semejante estado de quietud como para adormecerme. No siento las manos, están entumecidas. No puedo doblar los dedos. Debo emprender el regreso urgente, pero mis piernas están rígidas. Imposible moverlas. Tengo miedo. Pienso aterrada en la “muerte dulce” por hipotermia. Debo desandar el camino urgente y salir de este aislamiento en la reserva. En poco tiempo perderé la memoria y entraré en un estado de confusión. Me gana la desesperación, empiezo a gritar, pero descubro que no tengo voz. Es inútil, estoy sola, más sola que el chucao invisible en un paraje ausente de vida humana. Recuerdo que tengo mi celular en el morral. Con un esfuerzo sobrehumano lo saco, pero no hay señal. Por una vez maldigo mi soledad. Intento moverme, exasperada por entrar en calor. No es justo morirse en el lugar más bello del mundo y tan aislada. Me doy cuenta de que el celular tiene una linterna y empiezo a hacer señales de SOS en el espejo del lago. No sé si alguien las verá antes de que vuelva a quedarme adormilada y muera de frío.

 

El Cordillerano. 10 de febrero de 2021

Cuando los turistas no cumplen las indicaciones

Se informó la desaparición de una turista procedente de la ciudad de Neuquén. Los dueños del hostal donde estaba pasando la estadía se comunicaron con la policía local al ver que no regresaba con su auto y que su habitación estaba sin tocar. Había comentado que se iba sola de excursión. Empezaron a buscarla en los lugares habituales, el Cerro Otto, el Catedral, el Campanario, Playa Bonita.

La rastrearon cuadrillas de rescate. Parques Nacionales informó al mediodía que cerca de las once de la mañana unos paseantes habrían hallado a una mujer de treinta años tirada en el sendero del Parque Municipal del Llao Llao, muy cerca de la playa del Lago Moreno. No recordaba su nombre ni qué hacía allí.  

    Luego de un tiempo imposible de calcular me veo envuelta en unas frazadas en la salita médica del camino a Bariloche. Recobro lentamente el sentido. Alguien advirtió mi pedido de auxilio, pienso. Agradezco infinitamente el rescate a quien haya sido y reniego de mi obstinada soledad.


                                            © Diana Durán. 3 de enero de 2022 

LA ABUELA FRANCISCA

 


Los cuentos de la abuela. 1899. Brull


LA ABUELA FRANCISCA


    Hoy hace más viento y frío que nunca en Mar del Sur. María y Fernando juegan a la mancha en el patio trasero porque no se puede salir a la calle. Viven frente a la playa en una casa que el Banco Nación le alquila al tío, su papá, empleado de la sucursal. Ese día gélido se templa con la alegría de los niños al recibir la caja de zapatos que les manda la abuela Francisca desde Buenos Aires. Las masitas con forma de eses y trencitas son deliciosas y una carta escrita con prolija letra inglesa en la que les pregunta por el colegio y les cuenta cómo está la familia es todo el contenido. Para los nietos, un tesoro.

    Así es la abuela, tan sencilla como afectuosa. Ella vive para hacer felices a los demás. No le importa la jubilación ajustada del abuelo, la casa alquilada o cualquier otra escasez. No se compara jamás con sus hermanos ricos que la adoran, pero son bastante tacaños, y recuerda encantada la casa estilo colonial de Corrientes con aljibe y galerías donde vivió de niña. Ella está siempre presente en las pequeñas cosas. En ese arroz a punto perfecto, en los ravioles amasados los domingos para toda la familia, en la torta con un solo huevo que es tan rica como las de doce de Doña Petrona, en los escones calientes con manteca y dulce. Si mi hermano y yo nos quedamos a dormir en su casa, nos pone cinco minutos antes la bolsa de agua caliente en el catre y no falta un cuento de príncipes y princesas, en los que por alguna razón argumental nos sentimos protagonistas. Canta suave mientras toca el piano. Sus juegos son únicos y sencillos. El de las visitas es mi preferido. Mi hermano vestido con el tapado negro del abuelo representa a un cura quien es la principal visita y yo con un sombrero ostentoso de joven casamentera tengo también un gran papel. La abuela hace de anfitriona y comienza la función. El juego consiste en largas conversaciones con las que ensayamos una vida adulta. ¿Cómo le va padre Juan?, le presento a la señorita Analía. Buenas tardes, cómo está usted, señorita. Y luego de un rato de intercambio informal el consabido, en otra oportunidad quiero presentarle a mi sobrino Justino, dueño de la estancia “Los Esteros”. Y ahí rompemos en risas porque la abuela siempre quiere casarme con alguien de alcurnia y fortuna. Otro juego, nos da una canasta y muchos frascos de remedios vacíos de distintos tamaños y colores que salimos a vender por la casa a enfermos imaginarios cual farmacéuticos ambulantes. Una genialidad. También tiene una muñequita pequeña y morena ubicada en un estante alto que no alcanzamos y cuando nos portamos mal nos dice que la próxima vez que vayamos a su casa va a invitar a dormir a “la negrita” en nuestro reemplazo y esa posibilidad nos hace volver al cauce de buenos niños. Recorta figuras de los paquetes usados de alimentos, harina, arroz o fideos y los pega en papeles de diario para iniciar cuentos maravillosos de seres que abundan en nuestro mundo de fantasía. Allí están la negrita Blancaflor, la fina Lechera, la señorita de Odol y tantos otros.

    La abuela Francisca no necesita salir de compras porque sí, ni ir a cenar o al cine. Solo quiere recibir a la familia en su casa. Siempre me pregunto cómo puede cocinar en esa cocina pequeña y oscura que da al patio y hacerlo en un horno viejo y destartalado. Los domingos de pastas la veo transpirar al compás de las ollas hirvientes. Sin embargo, su comida es la más rica del mundo. Creo que le pone gotitas mágicas. Las más deliciosas milanesas separadas por papel madera para sacar la grasa; la tarta de masa casera con queso de rallar a falta de cuartirolo o algún otro. Es feliz en las fiestas de fin de año. Recuerdo sus regalos simples y oportunos, repasadores, agarraderas cosidas por ella misma o un paragüitas para mi prima. Cuando la situación económica de los jubilados empeora en el país la abuela sigue por el mismo camino, cocinando ahora para su familia nuclear las mismas comidas de siempre y haciendo unas muñequitas de trapo para encauzar sus habilidades manuales. Nunca la escuché quejarse, pelear o gritar a nadie. La única vez que la vi llorar, triste muy triste, acostada en la cama, fue cuando el tío se accidentó con su esposa y mis primos, viniendo de Mar del Sur a Buenos Aires a pasar las fiestas.

    Ya viuda la abuela vivió con mis padres y por unos años se mantuvo entera. Sin embargo, se fue apagando, naturalmente, sin su compañero de cincuenta años y ya no cantó más ni jugó con sus bisnietos. Pero quería siempre ayudar a lavar los platos, porque sus fuerzas se lo permitían y así se sentía útil.

La playa está fría, el viento del sudeste arrecia, el tiempo es indomable, pero no es Mar del Sur, aunque también vivo al borde del mar y me imagino que algún día me llegará por correo una caja de zapatos llena de masitas con forma de eses y trencitas y con una carta de la abuela Francisca.


 © Diana Durán. 28 de diciembre de 2021

MIGRANTE GRIEGO

 


John Papadópulos


MIGRANTE GRIEGO

 

¡Hoy viene el abuelo John a casa! Seguro me trae chocolatines en el bolsillo de su sobretodo, los que tienen dibujitos de animales que tanto me gustan. Voy a ver si llega. Su figura se va agrandando mientras se acerca por la calle Nazca, hasta que se para justo debajo del balcón y me saluda con su gran sonrisa. Mamá, mamá ahí viene el abuelo. Me cuelgo en sus hombros y busco los chocolates mientras él se ríe a las carcajadas. Hola, Ale, cómo estás, cómo te fue en el colegio. Abu, me saqué un diez en dictado. Vuelve a reírse y me dice, mi nieta es muy inteligente, el sábado cuando vengas a casa podemos ir de pic nic en bicicleta al golf de Palermo, la abuela nos va a preparar unos sándwiches de milanesa y buscaremos pelotitas al borde del campo de juego, ¿te parece? Salto de alegría y corro a ponerme las Skippy para ir a la plaza. Vamos tarareando en griego una canción que me enseñó de cuando él iba a la escuela y después repetimos juntos las letras del alfabeto para que me las acuerde, alfa, beta, gama, delta, épsilon, y así hasta omega y me río mucho cuando no me sale de la forma perfecta que tiene de nombrarlas.

El abuelo es muy sabio y me cuenta historias sobre su vida en Grecia a orillas del mar Mediterráneo donde veía peces de colores mientras nadaba. Sabés Ale, mi mamá, Delfina, cuidaba ovejas, labraba la tierra, sembraba semillas de maíz y molía la harina con la que amasaba el pan. También hilaba la seda y la lana para coserles la ropa a mis diez hermanos. Ellos trabajaban de sol a sol porque no tenían luz, por eso mi familia se levantaba al alba y se acostaba al atardecer. ¡Cómo me gustan estas historias! Después me muestra una foto de su mamá donde está vestida de negro y tiene el pelo gris. Me da tristeza y no sé por qué.

El abuelo John también me contó que fue al colegio como yo, pero aprendió a leer y a escribir en griego. ¡Qué difícil debía ser!, por eso lo admiro tanto y quiero ser educada como él. Después vino a la Argentina en un largo viaje a través del Atlántico. No encuentro relatos parecidos en ningún libro de la colección Robin Hood porque son los que cuenta mi abuelo y por eso son únicos. Por ejemplo, cuando estuvo en un frente en Egipto y así aprendo que existe otro país lejano. Esa parte mucho no la entiendo, porque es triste la guerra y no me la explica mucho. Solo me extraña que su única golosina fuera un terrón de azúcar y pienso que seguro no se habían inventado los quioscos todavía.

Otra cosa importante que hace el abuelo es llevarme a su iglesia que no es la misma que la de mis padres. Es evangélica y en ella aprendo sobre la Biblia. Los Shanon son unos pastores canadienses que viven enfrente de la casa de los abuelos y son amigos de la familia. Ellos nos hacen jugar los sábados a la Biblia en el templo. Nos cantan libro y versículo y nosotros, los chicos, tenemos que buscarlos lo más rápido posible. Quien lo encuentra primero levanta la mano, lo lee y si es correcto lo felicita el pastor. Gano muchas veces y por eso mi abuelo me regala una Biblia hermosa de tapas celestes y finísimas hojas que leo mientras él lee la suya en griego. No sé cómo hace para entender esas letras tan raras, por eso lo admiro tanto.

Cuando cumplo diez años mi fiesta se hace en la casa de los abuelos. Mis padres me regalan una enciclopedia Larousse de tres tomos que apenas puedo levantar pero que me parece muy importante. Voy a leerla completa me prometo. El abuelo John me compra diez vestidos, sí, esa cantidad, aunque nadie lo pueda creer. Mientras tanto juego con los chicos invitados a la mancha y a la rayuela en la vereda.  Pienso que debo ser una nena muy buena o algo así para que todo me salga bien y soy muy feliz de tener tantos amigos y tantos regalos.

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Corre el año mil novecientos ochenta y uno. Ha pasado mucho tiempo desde aquellos días felices de la infancia. Soy becaria del CONICET, tengo dos hijas y un trabajo muy riguroso, tal vez demasiado, lo que me obliga a disfrutar poco y exigirme mucho. Tanto que a los veintinueve años se publica mi primer libro, que es una síntesis de la tesis de licenciatura. Diez años me costó obtener el título y el abuelo falleció antes de que me recibiera de geógrafa. La vida no me resultó tan fácil como cuando era una niña, pero aquella primera publicación reza antes del prólogo: “A mi abuelo, John Papadópulos” y una sonrisa tan grande como la de él se despliega en mi cara.

               

© Diana Durán. 27 de diciembre de 2021.

FIN DE SIGLO



Altas Cumbres. Traslasierra. Foto. Diana Durán



FIN DE SIGLO

El fin de año siempre fue tiempo de grandes festejos. Recordé el espíritu con que preparaba el menú de las fiestas, la mesa engalanada, los regalos para cada uno, las tarjetas navideñas, el árbol y las luces. Mi casa había sido en los últimos años el centro de atracción de la pequeña familia y de muchos amigos. Flashes nostálgicos de tiempos dichosos colmaron mi memoria. Rememoré las reuniones previas con compañeros con quienes había compartido momentos únicos en cenas y despedidas. Evoqué algunas ocasiones pintorescas como mi hermano ocultándose bajo el piano de cola cuando los mayores explotaban pólvora en las vías del tranvía de la calle Goyena. Repasé tradiciones tan entrañables como la de levantar la gran copa de cristal tallado de la abuela que pasaba de mano en mano junto al deseo de cada uno. En contraste, había pasado fines de años en los que la fiesta resultó triste, por ejemplo, frente a la posible guerra con Chile en diciembre de 1978, o la explosión del arsenal de Río Tercero en noviembre de 1995, y otras tragedias de una Argentina violenta. 

El inicio del siglo XXI se iba a celebrar en el mundo de manera grandiosa. Se proyectaría, por ejemplo, el “Día del Milenio” como una superproducción mundial televisiva que llegaría a más de mil doscientos millones de personas. También se temía que el arribo del nuevo siglo causara un colapso en las computadoras. Nosotros, en cambio, queríamos hacer exactamente lo contrario. Pensábamos en alejarnos de todo exceso. Demasiado habíamos agasajado durante años. Los hijos ya estaban grandes. Podían pasar su fin de año sin nuestra presencia. Era el momento. 

A fines de 1999 decidimos transcurrir el Año Nuevo en una cabaña a veinte kilómetros de Mina Clavero, en las Sierras de Córdoba. Un lugar agreste en una hondonada del faldeo serrano al que se accedía por un camino pedregoso a transitar muy lentamente por las pendientes. Casi una huella. La idea era alejarnos lo más posible de lo tradicional, cambiar el rumbo de lo hecho hasta ahora. Recorrer la orilla de algún arroyuelo serrano, encontrar manantiales espejados en los cerros y, sobre todo, avistar. Siempre fue lo que más disfrutábamos juntos. Habíamos decidido empezar el nuevo siglo apartados del turismo vano. Queríamos pasarlo tranquilos tras veinte años de matrimonio. Elegimos una pequeña cabaña para disfrutar del entorno más que de un festejo suntuoso. 

El treinta de diciembre salimos de mañana a avistar y fotografiar. Admiramos al crestudo canela en su nido enramado, a la pareja de chincheros con sus adornados copetes, a la loica roja y gritona en los alambrados, a las calandrias inquietas revoloteando, a las bandadas de jilgueros cantando como tenores en los pastizales serranos, a las parejas de bravías tijeretas y a los sencillos y laboriosos horneros. Por primera vez logramos fotografiar un carpintero negro casi oculto entre las ramas de un molle. Un hallazgo. Pájaros en orquestal coro nos acompañaron en la caminata por los senderos silvestres cercanos a la cabaña.

Durante la mañana del último día del siglo veinte recorrimos el camino de las Altas Cumbres, singular por sus sinuosos abismos que bordean las retorcidas rocas de plegamiento arcaico. Divisamos saltos en caída que daban origen a los ríos serranos, acantilados rectos despeñándose al vacío en el que pudimos avistar por primera vez a un cóndor en majestuoso vuelo. De vuelta a la cabaña descansamos asoleados pero felices. Cuando nos despertamos, cercano el atardecer, decidimos ir a buscar algunas provisiones con el auto en un almacén de campo. Compramos queso y salame, pan casero, unos tomates, unas frutas y una bebida para brindar. El puestero parecía tan despreocupado como nosotros por el fin de siglo. Esto es todo lo que necesitamos, le dijimos al saludarlo. Otro mundo. 

Al regresar se pinchó una goma del auto en un camino plagado de guijarros. Cambiarla en la oscuridad sería un esfuerzo que no teníamos intención de emprender. No nos amilanamos. Armamos una fogata con gajos y ramas que buscamos en el entorno, controlada por un círculo de rocas como si fuera una pirca indígena. Nos deleitamos haciéndolo porque hubo que rastrearlas. Tanteábamos el suelo en la oscuridad entre risas y abrazos para no trastabillar. Extendimos una vieja lona y nos sentamos. Así preparamos nuestro inusual banquete iluminados por luciérnagas que se confundían con las estrellas de la Vía Láctea. Brillaba la oscuridad. 

Ese fin de siglo no arrojamos lentejas para atraer dinero, no escondimos monedas debajo del árbol navideño, no comimos doce uvas y tampoco nos vestimos de blanco. La copa de cristal de la abuela subsistió en el recuerdo. Los ritos quedaron incumplidos. Sin embargo, fuimos muy felices. Pasamos el año nuevo amándonos más que nunca en el medio de la nada, cerca del crepitar del fuego cuyas chispas se elevaban hacia el firmamento.

© Diana Durán. 17 de diciembre de 2021.

MAGIAS SERRANAS

 


Foto Diana Durán. Alameda cercana a Villa Ventana


MAGIAS SERRANAS 

Caminaba por una lomada agreste para divisar en perspectiva la singular forma de hoja de Villa Ventana. Todos los veranos seguía un itinerario diferente por la comarca que me era tan familiar.

Bordeaba el arroyo Las Piedras tranquila de que sería una ruta segura. Conocía cada roca, cada recodo del curso, cada remanso. El caudal somero me indicaba un tránsito sereno hasta mi destino en los balcones rocosos desde donde se divisan los valles de Ventania. 

Cuidaba no trastabillar cuando apareció un chiflón entre los juncos de la orilla. El ave daba pasos lentos y elegantes y ni se inmutó al verme. Admiré su pico rosado con punta negra y un anillo azul rodeando el ojo. Su copete, sus colores tornasolados y el gran tamaño lo distinguen de otros pájaros serranos. Ante mi asombro, pegó un salto, dio una vuelta en el aire y cazó dos sapitos negros de las sierras que estaban abrazados. Seguramente eran macho y hembra. Me oculté entre los juncos, pero el chiflón advirtió mi presencia. Entonces silbó con su habitual cadencia. Escuché, ya quisieras, humana, hacer estas acrobacias.

Pasado el susto, enfilé hacia la ladera lo más rápido posible. A poco de continuar la caminata bajo la sombra de un árbol espinoso reposaban en el pastizal serrano tres pequeños búfalos negros. En otras ocasiones había visto caballos cimarrones o vacunos en la estancia Las Vertientes, pero nunca búfalos. Me miraban curiosos. Atravesé despacio y a cierta distancia como para que siguieran pastando tranquilos, pero me sorprendieron mugidos y ronquidos. Escuché que uno decía, te gusta la muzzarella, ¿no? Gracias a nosotros la podés comer. Me di vuelta sorprendida y pensé, los animales no hablan, y seguí mi derrotero. 

Para descansar del sol abrasador me interné en un bosquecillo de álamos que se veía tupido. Cuando entré lo sentí aún más cerrado. La sombra me dio un poco de frío, pero continué animada la marcha. En la penumbra pisé un charco barroso. Salté al costado para quitarme el fango de las botas cuando escuché unos gruñidos mucho más fuertes que los de un cerdo común. Apareció una pareja de jabalíes junto a sus dos crías. Trepé lo más rápido que pude a uno de los árboles. La familia se revolcó en el charco mientras hociqueaban buscando brotes frescos para alimentarse. Mi corazón latía impetuoso. No bajé hasta que desaparecieron. Pero no, uno volvió para gruñir diciendo, ¿nunca te revolcaste en el barro?, es muy placentero. Deberías practicarlo, agregó. Confusa, empecé a dudar si había escuchado o no a los animales. ¿Era el efecto de una insolación, un sueño, una alucinación? 

La alameda tenía arroyuelos y un entramado tan denso que parecía que no iba a poder salir de allí. Estaba en una especie de laberinto. Di muchas vueltas en busca de un claro que presagiara la salida. Topé con una laja recta clavada en el suelo y a cinco metros, otra muy parecida. Ningún arroyo las podría haber llevado allí. Repasé mis conocimientos de arqueología y me pregunté, ¿serán menhires? 

Fuera del bosquecillo localicé una fila espaciada de rocas de igual altura ubicadas a la misma distancia una de la otra. Me extrañó tanto que seguí cada una de ellas descubriéndolas a medida que ascendía la ladera. Seguro eran menhires por la forma y recordé que coinciden con zonas energéticas de rituales indios. Cuando alcancé la última roca descubrí un fresco manantial que surgía de una caverna. Allí me senté a descansar de tantos delirios, supuse, y aprecié las pinturas rupestres de colores rojizos y naranjas. 

Tomé la libreta de la mochila y empecé a anotar los episodios de mi mágica travesía. Registrar lo sucedido para espantar la idea de que había alucinado. Mientras escribía comenzaron a sonar ecos. Eran las voces prístinas de indios pampas. Pensé en que esas tribus nómades habían habitado en las Sierras de la Ventana. Esta vez no los vi, como pasó con los animales. Imaginé que esos sonidos hacían referencia a la caza del día. No había búfalos ni jabalíes en la zona en tiempos de los primeros pampas ni tampoco una alameda en sus tierras. En cambio, los chiflones eran sus aves adoradas y las estructuras rocosas, sus creaciones. 

Como en un baile sobrenatural las sombras milenarias de los nativos me rodearon, remontaron las paredes de la caverna, se arremolinaron en las pinturas rupestres, se difuminaron y danzaron en ronda agradeciendo la buena caza. Luego se esfumaron repentinamente. 

© Diana Durán, 11 de diciembre de 2021

UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN. Aventuras de Macarena I

 


Dheisheh. Campo de refugiados. Alessandro Petti


 UN HOMBRE Y UNA MUJER EN BELÉN 

 Belén es una ciudad santa en la ladera aterrazada de los montes de Judea. Para los cristianos, allí nació Jesús y para los judíos allí fue coronado el rey David. No puede estar más colmada de historia. Se localiza al sur de Jerusalén en Cisjordania, Palestina, teatro de ocupaciones permanentes y violentas. En Belén viven cristianos, judíos y musulmanes. En el siglo XXI todavía hay campos de refugiados. No hay paz para los niños. 

Imagino el lento paso de los tres camellos que se acercan a Belén llevando a los Reyes Magos a través del desierto, desde la India, Etiopía y Mesopotamia. Imagino el cielo y la estrella que los guía. Imagino que llevan oro, incienso y mirra. Imagino las advertencias de Herodes, que después cumple matando a los niños menores de dos años de Bethlehem. Imagino a José y María huyendo con el Niño a Egipto. 

Evocaba Macarena estas tradiciones mientras observaba el perfil nocturno de Belén algo cansada por las emociones vividas en su estadía en El Cairo y Jerusalén. Había viajado desde Granada, su ciudad, a Medio Oriente. Belén era el destino más esperado. Halim, el taxista, la había llevado a su hotel resort y había conversado animadamente con esa joven de feminidad andaluza que le parecía oriental. Macarena repasó su plan para el día siguiente. Visitaría la Plaza del Pesebre, la calle de la Estrella y la Basílica de la Natividad. Sublime. 

Halim era un muchacho de treinta años, tercera generación de palestinos refugiados tras la ocupación israelí. Vivía en Dheisheh, un campamento superpoblado del sur de la ciudad. Había cursado el terciario profesional en una escuela de las Naciones Unidas. Su educación era fruto del esfuerzo de su madre que había visto morir a balazos a niños y jóvenes en el campo. No quería lo mismo para sus hijos. El padre estaba cansado de las guerras. Había pasado hambre y abandonado todas sus posesiones al huir de Zacaría, un pequeño poblado cerca de Jerusalén. Ya no le importaba el “derecho al retorno”. Pensaba que nunca se cumpliría. Se había dado por vencido. Halim, en cambio, tenía otras expectativas. Podía emigrar hacia oriente a una tierra musulmana no ocupada, o abrirse camino en Cisjordania. Mientras tanto trabajaba con el taxi. 

Macarena salió esa mañana a recorrer la Belén turística. Tenía presente un posible encuentro con Halim en el acceso a la Basílica. La sorprendieron las calles muy estrechas, en subida y bajada, los alambres enrollados en las terrazas, los pasos vigilados, los muros, las rejas. La vegetación mediterránea salpicaba con algunos verdes el predominio del ocre claro de los edificios de cemento. La atraían los portones azules que al irse abriendo mostraban los negocios de artesanías. Se vendían figuras religiosas de madera, postales, túnicas, rosarios, hiyabs, tapices, banderas, pañuelos y hasta tortillas hechas en hornillos. La extrañaban esos faroles tan españoles; la inquietaban los alambrados de púas que había arriba de las paredes en muchas casas de departamentos. 

Iban caminando por Milk Grotto, una de esas callecitas sinuosas y en pendiente de Belén. Ella subiendo, él bajando. Macarena miraba por sobre sus hombros un pesebre en madera de olivo que quería comprar; Halim se cuidaba del entorno como todo refugiado. Tenía la esperanza de encontrarla. A pesar del gentío y casualmente rozaron sus espaldas y voltearon reconociéndose. La piel morena, los ojos grandes y el cabello largo renegrido de Macarena lo deslumbraron más que el día anterior. A ella le atrajeron la cara serena y la figura esbelta de Halim. No le causó inseguridad su pañuelo en la cabeza y recordó sus diálogos en un buen inglés. Tras un intercambio de sonrisas ella le consultó si por esa calle llegaría a la Plaza del Pesebre. Él asintió y pensó cómo retenerla. Le explicó que la iglesia era probablemente la más antigua del mundo y que se iba a encontrar también con la mezquita de Omar. Ella no fue reticente a la conversación. Caminaron juntos. Macarena se dejó guiar. Halim se esforzaba por interesarla con relatos palestinos. Dialogaron hasta llegar a destino. Ella entró a la Basílica. Él se quedó en la plaza. Esperó y esperó. Al fin la vio salir con lágrimas en los ojos conmovida por lo que había visto en el interior de la iglesia. Trató de reiniciar una conversación con Macarena, pero ella estaba demasiado emocionada. La llevó a su hotel y se despidieron con un apretado abrazo y la promesa del reencuentro. 

¿Cómo detenerla? Sabía que se iría pronto de Belén. Por ser turista tenía más derechos que él. Halim no podía circular por los puntos de control de la ciudad, tampoco acompañarla. Denostó su vida de refugiado frente a la libertad de una paseante española. Esa noche en su humilde cuarto del campamento Halim recordó que la palestina fue la primera comunidad cristiana del mundo. Esas convergencias lo acercaban a Macarena en un contexto de culturas dispares. 

A la mañana siguiente fue al resort a buscarla. Preguntó en el lobby y le dijeron que ella había partido hacia Kalia Beach, a solo una hora de Belén, a orillas del Mar Muerto. El placer de un baño en las aguas más saladas del mundo resultó más atractivo para Macarena que el comienzo de una relación. Allí disfrutó plenamente de un paisaje abierto al mar, de la inusual forma de flotar en el agua, de las carpas azules y los baños sanadores de barro. Un tour de relajación que dejó muy lejos su encuentro con Halim. 

Él maldijo su condición de destierro. Divagó con su taxi por la periferia de Belén donde había otros centros de refugiados. Repasó las miserables situaciones de vida de sus hermanos. Pensó en los setenta años de ocupación supuestamente temporal de Dheisheh. En la exclusión, el desplazamiento, la solapada esclavitud. Una supresión humana resuelta en muros, vallas, “tiendas de hormigón” y puentes. La rabia lo embargó. Entonces tomó una decisión. Lucharía por sus derechos como fuera. Era inútil relacionarse con una mujer occidental por más aspecto oriental que tuviera. 

Mientras volvía comenzó a recitar en voz alta el poema de la resistencia que le había enseñado su madre, volveremos entre las sombras de la nostalgia, entre las tumbas de la añoranza. Hay un lugar para nosotros. Va corazón, no te hundas, fatigado en la senda del regreso. Volveremos. Volveremos. (1) 

(1) Sobh, M. (1972). 20 poemas palestinos de la resistencia. Madrid.


©  Diana Durán. 3 de diciembre de 2021

MIEDO EN MATADEROS


Mataderos. Tu barrio en la web


MIEDO EN MATADEROS

 

Su cabeza está llena de miedos. Miedo a viajar en avión o en micro. Miedo a los hechos violentos que ve por televisión. Miedo a enfermarse. Miedo a salir de su casa lejos.

Ester es soltera y vive en Mataderos, en el sudoeste de la ciudad de Buenos Aires. Uno de los barrios porteños de perfil industrial, de casas bajas y resabios de un pasado de corrales y frigoríficos, donde la ciudad se tornaba en campo. El viejo “Nueva Chicago” del sangriento arroyo de los vacunos. Allí se realizaba el arreo y matanza del ganado. Como patrimonio de la ciudad conserva un Museo de los Corrales de objetos relacionados con sus antiguas funciones urbanas. También una Feria gauchesca típica de atmósfera folklórica y muy concurrida por gente a la que le gusta lo criollo. La violencia no es un rasgo específico del barrio que es semejante a otros de la ciudad.[i] Por su nombre e historia no se debería estigmatizar. Es cierto que la sensación de inseguridad de los mataderenses se incrementa día a día con robos de celulares, bicicletas o arrebatos de carteras en plena calle. Esa impresión para Ester es mayor que para cualquier vecino. Quiere mudarse, pero no sabe dónde ir y además su temor a lo desconocido le impide lograr semejante proeza. Está condenada a quedarse en el barrio.

El encierro es la mejor solución a sus miedos extremos. Desde hace algunos años colocó rejas altísimas que hacen de su casa una verdadera cárcel. Es secretaria del doctor Arrieta por lo que va todas las mañanas a tres cuadras de su casa a tomar los turnos, ordenar las fichas y los análisis de los pacientes. El trabajo le reporta un magro sueldo. Su vida actual se limita a ir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, cuidar de su pequeño jardín, leer alguna novela policial, ver algún programa por televisión y hacer las compras en los negocios del barrio. No es vida para una mujer de cuarenta años. Por su aspecto parece que tuviera sesenta.

Ester es mi amiga. Fuimos compañeras en el colegio secundario. En la adolescencia era algo tímida, pero no miedosa. No la recuerdo de esa manera, sino alegre y muy compinche conmigo. Nos reencontramos después de veinte años y la noté muy cambiada. Me contó que a partir de un intento de hurto en la calle tenía miedos y depresiones que le cambiaron el carácter. Desde entonces vive sola. De vez en cuando nos encontramos a tomar el té, siempre en su casa. No le gusta salir. Muy pocas veces intentamos visitar el patio gastronómico o el paseo de artesanías de la feria de Mataderos. Enseguida quiere volver. Se siente intimidada por la muchedumbre. Voy a la casa cuando puedo porque los encuentros son casi monólogos. Me cuenta una interminable letanía de sucesos dramáticos que conoce del barrio o identifica por los medios. Que una vecina tiene una enfermedad terminal, que otra se separó por violencia de género, que una tercera no puede quedar embarazada. Y sigue el relato de la serie negra de la televisión y las consecutivas muertes violentas. Llega un momento en que no podemos tener una conversación personal sin que esté mediada por crónicas de desgracias. Yo la escucho y soporto con esfuerzo. A veces logro incluir algún bocadillo positivo ante tanta calamidad. Le cuento de nacimientos, casamientos y fiestas felices y divertidas. Pero las visitas no duran más de una hora y luego apuro una rápida despedida con cualquier excusa para no seguir atendiéndola. Me agota. Ella ruega que no me vaya. Soy su única compañía. Por eso siempre regreso, no quiero dejarla tan sola.

Una mañana me desperté como todos los días para ir al consultorio. Desayuné té con galletas y me preparé para salir cerrando la casa con mucho cuidado. Cuando atravesé las rejas del portón dos hombres jóvenes me empujaron hacia el interior del jardín. No tuve tiempo de huir. Me cercaron y a los gritos me pedían dinero y joyas. Revolvieron todo. Sentí el olor que despedían sus cuerpos. Era marihuana, seguro. Había un vaho que mareaba. Recordé súbitamente el primer ataque en la adolescencia. Enseguida sentí una transformación, una fuerza incontenible que me impulsaba. Una firmeza inusitada hizo que les dijera que tenía sensores en la casa y un sistema de alarma especial conectado a la central de la policía. Que ya lo sabían y pronto iban a llegar. Lo expresé con tal convicción que los ladrones se fueron precipitadamente sin llevarse nada.

Desde entonces no tengo más miedo. Me siento otra persona. Salgo al cine y a cenar. Paseo a distintas horas y me divierto muchísimo. Mi nuevo “look” con el corte de pelo “en capas" me hace más joven. Lo mismo que mi “make up” que realza los labios con rojos intensos y delinea los ojos con el negro muy marcado que está de moda. Uso vestidos estampados y jeans elastizados. Los domingos voy siempre al club y bailo tango o bachata. Estoy buscando en diarios digitales un departamento funcional para comprar en Flores o Caballito.  

Soy Ester, una mujer feliz que disfruta de la vida. En cambio, mi compañera de colegio, la que me visita con insistencia, sigue siempre aburrida y rutinaria. A veces no sé cómo soy su amiga. Será porque le tengo lástima o siento que soy su única distracción.

© Diana Durán. 27 de noviembre de 2021 

SOLEDADES PATAGÓNICAS

 


Ingeniero Jacobacci

 

SOLEDADES PATAGÓNICAS


    Tomó la ruta más desolada desde Villa la Angostura a Ingeniero Jacobacci para ir en camino de cumplir su deseo y el de su mujer. Ella no lo quería acompañar. Temía que el sueño no se hiciera realidad. 

 

    Franco y Camila habían migrado desde Jáchal, San Juan, dejando a su familia y su tierra natal para establecerse en la villa patagónica. Todo su capital económico y cultural puesto en abrir un pequeño negocio de productos regionales cuyanos. Este se completaría con dulces artesanales que ella había aprendido a preparar con recetas de su abuela. Se insertaron paulatinamente en una sociedad tan cerrada como aquellas que conforman los centros turísticos de la Patagonia Andina. Los “venidos y quedados” (VyC) eran de una clase distinta a los “nacidos y criados” (NyC) y así se lo hacía saber la sociedad local en clubes, sociedades de fomento, iglesia. Entre el frío y las costumbres comunales vivían muy solitarios, intentando abrirse camino en una lucha tenaz en contra del anonimato. Todos los días llegaba una nueva familia en busca de “hacerse la Patagonia”. Ellos superaron la primera meta de abrir el negocio y mantenerlo sin cambiar de rubro. De a poco los iban conociendo. Su casa y su negocio eran un rincón cálido y norteño en el frío ambiente patagónico. 

 

    Lo siguiente fue concretar lo que en diez años de pareja no habían logrado. Tener un hijo. Se contactaron con una persona de Ingeniero Jacobacci. Allí debían ir a buscarlo. Él quería complacerla. Demasiado había sufrido ante cada pérdida espontánea. Su matriz era frágil como su estado anímico frente a la imposibilidad de tener un niño. Camila no se animaba a ir y le rogó a su esposo que se ocupara de todo. Él accedió. Se despidieron con un abrazo interminable.    

 

Así fue como Franco emprendió un viaje por un camino muy transitado en el primer tramo hasta la intersección con la ruta nacional doscientos treinta y siete que unía Villa La Angostura con Bariloche. Luego, el desierto. Iba a conocer al niño o la niña, no lo sabía, y comenzar el proceso de adopción. Todo era incierto. 


    Los kilómetros de camino por la ruta veintitrés que circula por la meseta rionegrina fueron peores de lo que había imaginado. La soledad y el paisaje árido, polvoriento e inhóspito le hacían tener malos augurios. Nunca había pasado por Pilcaniyeu, Comallo y Clemente Onelli hasta Ingeniero Jacobacci, pueblos de origen ferroviario, del Tren Patagónico que une Viedma-Bariloche. Lo único que conocía de Ingeniero Jacobacci era su tradición ferroviaria. Cuna de la famosa Trochita que unía esta localidad con Esquel. Él iba por la ruta. Desde Villa La Angostura no había manera de tomar el tren sin un largo derrotero hasta Bariloche. Lo desanimaba ir sin su mujer y lo corroía la incertidumbre de no saber con quién se iba a encontrar.  


    Cuando llegó a Jacobacci localizó al maestro con el que había hablado días atrás. Con parquedad el hombre le dijo, si me acompaña vamos hasta a la escuela donde está el niño. Usted verá, allí tendrá su primer contacto. El corazón le dio un vuelco. ¿Cómo sería el pequeño? El lugar quedaba más lejos aun, en plena barda de la meseta. Era una escuela albergue, sin agua, sin luz, solo un rancho de adobe rodeado del polvo que acumulaba el viento patagónico. Pensar que estaban a pocos kilómetros de la represa Alicurá que en vez de abastecer a los lugareños, llevaba energía a Buenos Aires. La desolación teñía el ambiente. El establecimiento era un rancho que oficiaba de escuela multigrado, adosado a un dormitorio común para los niños residentes. Un solo maestro, director, cocinero y portero. Allí estaba el pequeño. Sin más ni más el maestro le dijo a Franco, este es Marito. Y al niño, este es Franco. Marito lo miraba con sus ojazos que lo interrogaban sin decir nada. El encuentro se desarrolló entre los gritos y juegos de los alumnos que corrían en el polvoriento patio donde se erguía la bandera argentina. Así se hace patria, pensó Franco.

 

    El encuentro fue intenso. Enseguida empezaron a hablar de fútbol, del colegio, de lo que le gustaba comer, los deliciosos fideos con tuco que cocinaba el maestro. Hasta jugaron un rato a la pelota. Marito con sus ocho años apenas sabía leer y escribir, advirtió Franco, por el cuaderno que el niño le mostró. Apenas unos garabatos, números y su nombre. Lo enamoraron sus ojos tiernos y sus cachetes enrojecidos por el frío y el viento patagónico. Se le pegó como sabiendo a qué venía. Franco quería mandarle una foto a Camila pero en el lugar no había conexión posible. Soledades patagónicas. 

 

    Al atardecer retornó en un recorrido pleno de alegría. Seguro de que el niño en algún momento iba a vivir con ellos. Que Camila iba a ser feliz. Que al próximo viaje irían en busca de Marito con ella, la futura mamá. La meseta se tornó colorida y cercana. La estepa brilló con un sol radiante. Cuando divisó la cordillera nevada acercándose a Villa la Angostura su corazón estaba henchido de felicidad. En la última curva antes de entrar al pueblo no vio el camión que venía de frente a toda velocidad.



© Diana Durán, 23 de noviembre de 2021

 

 

 

REENCUENTRO EN LA TIERRA SONORA





Plaza Próspero Molina y escenario Atahualpa Yupanqui


REENCUENTRO EN LA TIERRA SONORA

    La edición 2021 del Festival Nacional de Folklore de Cosquín fue suspendida por la pandemia de coronavirus. La famosa plaza “Próspero Molina” estaba desierta y oscura. No alumbraba la negritud ni una de las nueve lunas coscoínas. Sin embargo, la estrellada noche cordobesa pintaba el escenario con unos finos haces de luz. Reposo total. La ciudad del folklore argentino dormía su sueño de silencio. Una triste quimera para este lugar y este entorno serrano. 

    A las dos de la madrugada, fueron apareciendo de la nada misma, poco a poco, algunos duendes del pasado más iluminado del folklore argentino. Eran los instrumentos musicales y las voces de quienes habían callado durante largo tiempo, tras la muerte de sus intérpretes. 

    El brilloso piano de Ariel Ramírez bajó difuminado al son de canción cuya música había creado junto a la letra de Félix Luna. Surgió del silencio profundo del escenario, indio toba sombra errante de la selva. Pobre toba reducido. Dueño antiguo de las flechas… [1] No era el fantasma de Ariel, solo la música de su piano en sombras que había recorrido un largo camino etéreo desde Santa Fe, tierra natal del folklorista. Luego de unos minutos como en un eco emergieron los acordes de la guitarra de Eduardo Falú que se instaló suspendida cerca del piano. Procedía de los llanos subandinos de El Galpón, Salta, llevando el son del lugar donde había nacido su dueño. La guitarra comenzó a tocar unos acordes que se escucharon desde lo profundo de la sierra como ecos que invocaban al amor. Y nunca te'i de olvidar, en la arena me escribías, y el viento lo fue borrando, y estoy más solo mirando el mar… [2] Tras el ensueño nocturno del indio y la tonada aparecieron suspendidos en el escenario la voz y los acordes de don Yupanqui. Procedían desde donde había nacido en Campo de la Cruz, cerca de Pergamino, surcando la planicie pampeana. Atahualpa en quechua significa “que viene de tierras lejanas para decir algo”. Y así lo hizo …La sangre tiene razones. Que hacen engordar las venas. Pena sobre pena y pena. Hacen que uno pegue el grito. La arena es un puñadito. Pero hay montañas de arena… Y siguió. Tal vez otro habrá rodao. Tanto como he rodao yo, Y le juro, creameló, que he visto tanta pobreza, que yo pensé con tristeza: Dios por aquí no pasó. [3] El poema se unió en un combate rebelde y pacífico a las otras voces reunidas en el escenario. Las guitarras y el piano siguieron sonando nostálgicas al unísono. Como ese grillo del campo que solitario cantaba..., así perdida en la noche también era un grillo, vidala y zamba…, así perdida en la noche se va mi zamba, palomitay... [4] 

    ¿Quiénes faltaban en este singular encuentro? Pues se acercaron la guitarra de Jorge Cafrune procedente de El Carmen, lugar de su nacimiento cerca de San Salvador de Jujuy, y la voz y la caja de Mercedes Sosa desde donde yacen sus cenizas en el Cerro San Javier, Tucumán. Más que cantantes, políticos de la tierra, se encontraron para evocar los sentires de la patria oprimida. Primero se escuchó la voz truncada en Benavidez que entonó, de nuevo estoy de vuelta después de larga ausencia, igual que la calandria que azota el vendaval. Y traigo mil canciones como leñita seca. Recuerdos de fogones que invitan a matea”. [5] 

    Pero tenía que ser la mujer quien lograra la fusión de todos en la noche de Cosquín. La cantora, como quería que la llamaran, porque decía que cantor es el que “debe” cantar. No el que “puede” hacerlo, que es el cantante. Así aclaró la voz de la Negra a las guitarras, el piano y la caja reunidos en medio del escenario. Evocaron algunas canciones que nunca habían cantado juntos. Se unieron para entonar unos versos rebeldes, como súplica por los niños y en contra de la violencia. Cambiamos ojos por cielo. Sus palabras tan dulces, tan claras. Cambiamos por truenos. Sacamos cuerpo, pusimos alas. Y ahora vemos una bicicleta alada que viaja. Por las esquinas del barrio, por calles. Por las paredes de baños y cárceles. ¡Bajen las armas! ¡Que aquí solo hay pibes comiendo! [6] 

    Los duendes y espíritus del folklore seguirán cantando juntos, eternos. Esa noche tocaron hasta el amanecer en Cosquín. Nadie los escuchó, pero sus voces, sus instrumentos y su música seguirán resonando en muchos hogares para evocar la tierra y las luchas nuestras. 


[1] Antiguos dueños de las flechas. Letra de Félix Luna. Música de Ariel Ramírez. 1972. 
[2] Tonada del viejo amor. Letra de Jaime Dávalos. Música de Eduardo Falú. 1962. 
[3] Coplas del payador perseguido. Letra y música de Atahualpa Yupanqui. 1965.
[4] Zamba del grillo. Letra y música de Atahualpa Yupanqui.1945.
[5] Mi luna cautiva. José Ignacio “Chango” Rodríguez. 
[6] Ángel de la bicicleta. Luis Gurevich. León Gieco. 2001.

© Diana Durán. 12 de noviembre de 2021.

AMORES DE FRONTERA

 


Fotografía: Google Earth. Ruta 17, entre Bernardo de Irigoyen y Eldorado

AMORES DE FRONTERA

Bernardo de Irigoyen y Dionisio Cerqueira, ciudades enfrentadas en el límite de la Argentina y del Brasil. Una calle las separa o, en realidad, las une. Distintos idiomas oficiales, el español y el portugués; costumbres parecidas, ciudades hermanas. Mixtura de frontera donde las identidades se confunden. Verdaderos hormigueros humanos por el trasiego de las poblaciones. 

La bella Iracema nació en Eldorado, ciudad del litoral misionero a orillas del Paraná lindando con Paraguay. Había terminado el secundario cuando su familia tuvo que migrar por el cierre de la fábrica donde trabajaba el padre. Eligieron Bernardo Irigoyen en la frontera oriental de la provincia. Irse alentaba nuevas oportunidades, al menos en las conjeturas. Así lo pensó el hombre, un rudo trabajador, que por primera vez en su vida estaba desocupado. Había sido hachero, labrador y luego obrero de una fábrica de calzados. Su esposa e hija completaban la pequeña familia nuclear. Muy unidos, muy católicos, muy tradicionales. Iracema no quería abandonar a sus amigos y su ciudad. Rechazaba partir, pero no tenía chances de oponerse. 

El joven Joao nació en Dionisio Cerqueira y estudió en la Escola Pública Estadual. Era algo atolondrado, pero de buenos sentimientos. Su padre trabajaba en la Delegación de la Policía de la ciudad. La madre y los dos hermanos varones completaban una familia donde reinaba el rigor paternal. Era un hombre estricto que impartía una férrea disciplina a sus hijos. Como policía de frontera estaba al corriente de las actividades ilegales de la zona, el contrabando, el tráfico de drogas y las migraciones ilegales. 

Iracema y Joao se conocieron en los continuos trajinares de una ciudad a la otra. Ella quería estudiar profesorado de Lengua y Literatura, pero primero debía encontrar un trabajo. Salió a recorrer a pie los negocios en el borde de ambas ciudades. Consiguió emplearse en un minimercado cercano al paso internacional del lado argentino. Joao trabajaba como conserje en un hotel brasileño. Él concurría al mercado cotidianamente porque le convenía al cambio. Quedó alucinado por la belleza de la joven. Bom día, muito prazer, le dijo Joao a Iracema. Ella le respondió bajando los ojos, bom día, obrigado. Comenzó la relación en "portuñol". Siguieron las charlas informales y las más personales. Paseaban por el límite de ambas ciudades. Había muchos negocios, parquecitos y arboledas. Un boulevard con bancos propicios para sentarse y tomar mate. Los animaba el bullicio de la gente con sus bolsos y cajas de compras en la frontera. Se distraían conversando sobre sus “aldeias” y sus gentes. Se enamoraron. A los seis meses empezaron a soñar con una vida juntos. Eran casi mayores de edad. 

Las diferencias irreconciliables partían de las religiones que profesaban fervientemente las familias, católica, la de ella; evangélica, la de él. Fieles a sus tradiciones, los padres se opusieron a la unión rotundamente. No debían casarse. Las madres de ambos, no cumplieron ningún papel mediador. La contracción absurda a los respectivos cultos limitaba su libre albedrío.  

Iracema y Joao tomaron una osada decisión. Animados por el dinamismo del modo de vida fronterizo y la pulsión a migrar planificaron vivir juntos en otro lugar. Ella extrañaba su terruño. Él se sentía capaz de todo por estar junto a ella. Estaban seguros de encontrar trabajo y poder casarse. Querían alejarse de las vanas negativas y las restricciones religiosas. 

Evadiendo a las familias se encontraron una siesta en la estación terminal de Irigoyen para viajar a Eldorado. Podrían haber pensado en alguna ciudad más distante, pero se decidieron por un lugar cercano y conocido. Tomaron un micro que cruzaba Misiones por la ruta diecisiete hasta Eldorado. Atravesaron el camino selvático, ondulado, rojizo, húmedo y tropical. Muy de vez en cuando veían algún cartel destartalado de “prohibido cazar”, con dibujos despintados de yaguaretés y osos hormigueros. “Salida de camiones” o “cuidado, pendiente” en los tramos más serranos. Escucharon de fondo los cantos estridentes de loros, papagayos y tucanes. En el trayecto vieron a la vera del camino algunos caseríos en medio de la selva misionera o de los bosques ralos por la deforestación. Viajaron abrazados y seguros del presente y futuro juntos. Jóvenes y enamorados nada temían. 

Cuando bajaron en la terminal de Eldorado, ella sintió cuánto añoraba su pueblo natal. Estaban felices. Llegaron al humilde alojamiento que habían reservado donde pasaron una anticipada noche de bodas de fantasía. A la mañana siguiente seguían dormidos cuando golpearon fuertemente la puerta de la habitación. Era el recepcionista del hotel. La policía local los esperaba en la entrada del residencial para devolverlos al mundo real. Los habían dado por desaparecidos. 

El escarmiento fue retornar a sus lugares. A la frontera seca, al empleo chato, a la rutina de las ciudades linderas. Ahora separados. Iracema recibió la penitencia paterna de no salir de su casa durante un mes. Con la carátula de inmigrante ilegal, Joao fue privado indebidamente de su libertad en el destacamento policial. Su propio padre obtuvo la orden judicial. Fin de la relación. Comienzo del desafío frente a los sueños truncados. Cuando recuperaron su libertad se vieron a escondidas durante más de un año. Nadie pudo frenarlos. Esta vez lo planearon muy bien y juntaron los reales necesarios. Viajaron a la ciudad más poblada del Brasil, San Pablo, a mil kilómetros de sus residencias para iniciar una nueva vida. En el anonimato nadie los detendría.

© Diana Durán, 5 de noviembre de 2011

EL ALBAÑIL

  EL ALBAÑIL   El patio era nuestro sitio venerado. Allí se hacían reuniones con la familia y amigos. Disfrutábamos de los consabidos ma...