ENCUENTRO EN EL DELTA

 


Escultura de Alberto Bastón Díaz. Isla El Descanso.


ENCUENTRO EN EL DELTA

 

No podían compartir la vida cotidiana. Allí estaban, juntos y más allá, alejados y a la vez próximos. Pertenecían a una misma historia, pero en realidad solo se sucedían días de espera hasta la próxima cita en un café.

Eres complejidad, contradicción, esencia eterna, cúmulo de sensaciones, plenitud, inclusión, deseo, perplejidad, sombra eterna y abarcadora. Le escribió ella y él respondió con besos eternos.

A pesar del ímpetu de los sentimientos, la insatisfacción los acompañaba. No podían cumplir sus expectativas. Definir un futuro en común era muy complejo.

Llegaron en una lancha a la isla “El Descanso” a orillas del arroyo Sarmiento del Delta del Paraná. Los dueños habían creado una original fusión entre la naturaleza, el paisaje y el arte al aire libre. Recorrieron el albardón con sus frutales, se detuvieron en cada planta florida y fotografiaron cada pájaro que lograron avistar. Un manto de rosales los envolvió con su perfume. Descansaron un rato sentados en una pérgola singular construida en madera con techo de metal en forma de hexágono.

Varias esculturas metálicas muy bellas diseminadas en el jardín, obra de escultores vanguardistas. Había un conjunto de atriles expuestos como una orquesta esperando a sus integrantes; un modelado de perros y caballos en bronce; una ninfa azul recostada, entre muchas otras composiciones. Una más exquisita que la otra. Pero una extraña figura de hierro llamó especialmente su atención. Semejaba una flor con pétalos pardos de distintas formas que se extendían rígidos hacia el cielo. Moderna y desafiante se destacaba entre los rosales que la rodeaban. Había muchas otras esculturas en los jardines, pero por alguna razón esta era especial y estuvieron largo rato admirándola.

Presenciaron el atardecer abrazados y expectantes. Rosados, violáceos y naranjas fulgurantes acompañaron el ocaso hasta que el sol se escurrió entre los álamos y sauces del solar en el que refugiaron su historia.

Henchidos de naturaleza cenaron tranquilos antes de comenzar el diálogo decisivo. No tenían otra salida que enfrentarlo. ¿Vivirían juntos?

Encuentros, solo encuentros,

convergencias puntuales,

pocos minutos:

                         soledad.

Compartidas ausencias

                nos eximen.

Pero allí estamos,

juntos y más allá,

alejados y aquí.

 

No hay distancias.

No hay destierro.

Perteneces a la historia.

Integras la conciencia.

No hay día ni noche.

 

Superpoblando lo cotidiano, estás.

 

Allí estaban, otra vez juntos insistiendo en encontrar un resquicio, una salida. Ella lo miró a los ojos, intentó atraparlo con abrazos, hasta le rogó. Él le respondió con suavidad y lágrimas en los ojos, abrazándola, pero sin darle una propuesta concreta.

A pesar del ímpetu de los sentimientos, la insatisfacción los acompañaba. Definir un futuro en común era demasiado incierto para las circunstancias de ambos. Ella le proponía la unión, él era temeroso de hacerlo.

No hubo acuerdo, primaron las reservas y la prudencia de él. Cuando partieron a la tarde siguiente ella advirtió que los pétalos de la escultura que habían admirado semejaban a cuchillos que se le clavaban en el corazón.


 © Diana Durán, 11 de abril de 2022

LA REJA

 



La Reja. Street View


La Reja


Una vez tuve un retazo de tierra, un octavo de cielo y una verde alameda para mí. Así los sentí, únicos, míos. Durante dos años disfruté la fusión del tiempo y el espacio en ese lugar. No había nada ni nadie que interrumpiera el estado contemplativo que había logrado. El éxtasis, la conexión prístina con la naturaleza.


La quinta no era muy grande, un cuarto de manzana que colmaba todas mis expectativas. Sentada cómodamente en mi rincón forestal veía, recortada en el horizonte, la figura de dos caballos pastando. Bellas siluetas delineadas contra el sol cuando se ocultaba tiñendo el paisaje de un rojo feroz. Me evadía con ellas del triste sino que me acompañaba.


Él trabajaba en el jardín ignorándolo todo.  Entonces mi espíritu se fundía en un estado único que sólo lograba en ese lugar, La Reja. 


Vivíamos cotidianamente en un departamento chico en el barrio de Flores por lo que salir del claustro urbano y del desencuentro nuestro era la total liberación, al menos para mí. En cambio, la quinta era un espacio abierto. Allí mi alma, mi ausente y apenada alma estaba encerrada y vacía de él. Sería por eso que la colmaba de paisaje. Lo cierto es que lo disfrutaba intensamente. Como símbolo de mi estado de ánimo había conseguido una intrincada y repujada reja para la ventana principal de la pequeña casa quinta. Esa reja y esa casa nos encerró de ausencias. El paisaje evaporó el desánimo.


Allí, en ese entorno verde y amado, cada uno en su mundo se olvidó del otro. Allí, en ese territorio, murió el amor.


 ©  Diana Durán, 10 de abril de 2022


KALINA Y EL NIÑO DE LA GUERRA



                                    Foto: elmundo.es

KALINA Y EL NIÑO DE LA GUERRA


Cumplí con mi deseo de quedarme en Leópolis (LVIV) para ayudar a mis compatriotas ucranianos, comprometida con la tierra de mis ancestros y las vivencias del sufrimiento humano. De nada habían valido los ruegos de mis padres para que volviera a Posadas. Tíos y primas me habían pedido que partiera con ellos a Varsovia días antes de la invasión rusa. Mi negativa fue total. Ellos estaban de camino a Madrid esperanzados en un final rápido de la guerra. Inútil poder hablar con mis primos Yuri y Damián después de que se marcharan a alistarse. Estarían luchando en las cercanías de Kiev o en algún otro lugar hostil. Quizás en Hostoniek o Vasilkov, bombardeados recientemente. Hasta la planta nuclear de Chernobyl había sido atacada, aunque solo se produjo un incendio en las instalaciones aledañas. Las noticias eran confusas y contradictorias.

Lo primero fue comprar elementos básicos de enfermería, mi profesión, antes de que hubiera desabastecimiento. Me aceptaron en un centro de los refugiados que procedían del este del país, de las costas del mar de Azov y del mar Negro, como Odessa y NIkolaev. Todavía no habían llegado muchos de Konotop y de Jarkov que quedaban más al noroeste en la frontera con Rusia. Verlos estremecía. Habían dejado todo lo propio huyendo despavoridos para salvarse de la muerte.

Me di cuenta de que la invasión en pinzas del ejército ruso era apabullante desde todos los frentes salvo en los territorios cercanos a los países de la Unión Europea aliados a la OTAN. Todavía no habían llegado a la Ucrania más europea, la occidental, ni habían invadido ningún país ex soviético como Letonia, Lituana, Letonia, Polonia o Moldavia. La resistencia de mi pueblo era enorme a pesar de los furibundos ataques del país de mayor poderío militar mundial después de Estados Unidos. Estas disquisiciones no me dejaban dormir, prefería no ahondar en ellas.  

A los tres días de trabajar en el centro comenzaron a llegar más y más mujeres con sus hijos, niños solos separados de sus padres y ancianos, algunos en buen estado de salud, otros enfermos. Los veía bajar del tren con sus valijas colmadas de ropa y documentación. Los pequeños con algún juguete entrañable, un osito, una muñeca, un autito apretados bajo sus brazos como única posesión. El frío iba en aumento e incluso hubo días de fuertes nevadas. Yo me había puesto capas y capas de ropa, pero solo lograba entrar en calor con el trabajo. Los refugiados estaban abrigados con camperas, gorros, botas y mantas de calidad. Se notaba que antes de este drama habían tenido un buen nivel de vida. No eran las migraciones forzadas de las guerras de Medio Oriente o las hambrunas de África ecuatorial que uno podía imaginar muy trágicas, consciente del horror que significaban, pero algo lejanas. Estas me dolían en el alma, eran propias. En cada migrante veía un familiar o un amigo. Solo quería actuar, eso aliviaba mi congoja. Escuchaba llantos, desesperanza, desasosiego. 

Pensé que los bombardeos nunca llegarían a Leópolis. Pero escuchando lo que sucedía en Kiev, los ataques de la artillería, las bombas, los misiles y el asedio de un convoy gigantesco de tanques rusos, todo podía suceder. Así fue, el doce de marzo Rusia bombardeó a Yavorov, el Centro Internacional de Mantenimiento de Paz y Seguridad de Leópolis, un lugar de entrenamiento que quedaba a cuarenta kilómetros al noroeste, justo en el camino transitado por mi familia para viajar a Varsovia. No podía creer lo que estaba sucediendo. La guerra se acercaba más y más. Mientras tanto solo escuchaba de quienes estaban a cargo del campo, Kalina te necesito, Kalina recibí el siguiente convoy, cuando bajen, arropalos y dales sopa caliente, Kalina buscá más ayuda. Kalina, Kalina, Kalina…

Me tuve que acostumbrar a las sirenas y a los refugios, a dormir poco y comer mal. Al frío intenso que calaba los huesos. Bajaba como un autómata cuando sonaba la señal y circulaba por pasillos, túneles helados, espacios oscuros separados por cortinas raídas, esperaba en asientos rígidos de madera o descansaba brevemente en colchones tirados en el suelo. Se sentía un fuerte olor a orín. Al salir miraba sin ver los edificios humeantes. Atendí como podía alguna noticia que me relataban. Un millón de niños necesitaban ayuda. Los muertos, un capítulo aparte, inenarrable. Nunca pensé en presenciar escenas de tanto dramatismo. Sabía de la separación de los niños de sus padres. Lloré en silencio, no tenía derecho a gritar. Pero no podía acostumbrarme a los ojos vidriosos y tristes, a las caras enrojecidas por el frío y llenas de preguntas de los más pequeños. 

Uno de ellos me había conmovido especialmente. Era un pequeño de no más de cinco años que se notaba aturdido y confuso. Sus padres habían muerto en un bombardeo. Alguien lo había subido al tren. Solo y desamparado había llegado al centro de refugiados. Nadie sabía su origen. Fui su primer contacto al bajar del tren. Repetía entre sollozos soy Dimitri, soy Dimitri y seguía llorando aferrado a mi pollera y a su peluche polvoriento. Me ocupé de él durante los días siguientes. Me seguía a todos lados. Su calor era la única fuente de humanidad para mi corazón. Estaba casi al límite de mis fuerzas. En realidad seguía por el pequeño. En su mochila encontré un pequeño ovillo de lana celeste. Cuando comparé con el pulovercito de la misma lana y color que llevaba pensé en la madre. Dimitri me contó entre llantos y sonrisas que su mamá siempre tejía. Era el único recuerdo que traía de ella. Me estrujó el corazón. Durante esos días lo arropé, jugué con él, le conté cuentos, lo acaricié hasta que se durmiera. 

Entonces tomé la decisión. Me iba a ocupar de Dimitri, mi pequeño acompañante. Aún no sabía cómo, pero sentí un deseo profundo e irrenunciable. Un llamado de mis entrañas.

La guerra continuaba. Rusia había ocupado gran parte de la periferia ucraniana, el oeste, el norte y el sur. La resistencia del ejército y la milicia eran feroces pero no alcanzaban. 

Entonces lo supe. Salvaría a ese único ser humano, a mi pequeño niño. Cruzaría la frontera con él y me encargaría de conocer con certeza su identidad. Haría todos los trámites necesarios en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Necesitaba volver a la Argentina, a mi Posadas natal. No veía la hora de ver la tierra roja, la selva, de sentir el calor subtropical. Abrazar a mi madre, a mi padre y a mis hermanos. Sin embargo, mi universo había cambiado. Todo esto pensaba y deseaba hasta que llegó al campamento la tía de Dimitri. Comprendí que mi destino no estaba a su lado. Volví a llorar por eso. Desconsoladamente.

Partí una fría mañana de marzo en un micro que llevaba refugiados a Varsovia y de allí a Madrid. La guerra y la experiencia materna habían culminado para mí. 

                                                 ©  Diana Durán. 26 de marzo de 2022


JUEGO DE NIÑOS




JUEGO DE NIÑOS

 

La quinta y los juegos. Diversión plena. Los cuatro subidos a la higuera, uno en cada rama. Preparábamos ingeniosos platos con hojas, gajos y frutos, cuando no nos comíamos los higos maduros, carnosos, dulces. El tío Rodolfo nos gritaba desde lejos. Abajo todos, me destrozan la higuera. Y descendíamos a pura risa. Formábamos un cuarteto incansable acostumbrado a cometer infinitas travesuras y alborotos.

Nos hamacábamos inclinándonos peligrosamente hacia ambos lados, siempre al borde del choque. Éramos hábiles, no nos lastimábamos en los juegos más intrépidos, pero tropezábamos al correr con cualquier pozo y patinábamos en los charcos de barro. Otro juego ideal para la pandilla: los policías daban dos minutos para que los ladrones huyeran y después salían a perseguirlos. Los bandidos se escondían entre los ligustros, en los recovecos de la galería, tras la vivienda de los caseros y algunas veces en las habitaciones de la casa desde donde la tía Margarita nos sacaba volando.

Durante los pocos momentos de tranquilidad, Martín transportaba de un lado al otro a los perritos de pocos meses de los cuidadores. Divertido verlo llevar por toda la quinta a cada uno de los cachorros a pasear en brazos como si fuera bebés.

La construcción de nuestra choza era ardua y efímera. La hacíamos con tallos de un cañaveral cercano a la quinta. Una vez terminada, las chicas nos dedicábamos a las tareas de limpieza y decorado, cuadros fabricados con ramas, cortinas de hojas de sauce, jarrones de piedra con pequeñas flores amarillas o blancas del césped, las más humildes, porque las rosas y las hortensias estaban prohibidas. Mientras tanto los varones salían a “cazar” para comer. Traían en frascos de vidrio hormigas, ciempiés, escarabajos y otros bichos que iban a parar a una vieja cacerola. Mil historias se labraban allí adentro. Hasta llegué a casarme ficticiamente con Ignacio, ataviada con una funda a guisa de tul, tan vieja que parecía de gasa. Maricel, quieres por esposo a Ignacio, recitaba muy serio Martín. Y después de los consabidos sí padre desfilábamos por el sendero de lajas de la entrada matándonos de risa.

Osman, el padre de Paula y Martín, era un genio, médico y deportista, nos acompañaba en todo. Jugábamos con él al croquet mediante un conjunto desvencijado de palos y bolas de madera. También al fútbol, la felicidad femenina de integrar un juego típico de los varones. Rondábamos los nueve a once años por lo que no había gran diferencia física entre nosotros.

Bajo el nogal de la entrada principal al chalet se jugaba a la canasta, la generala y el truco que alternábamos con el Estanciero y el Scrabel. Si lo hacían los grandes, los chicos revoloteábamos alrededor para ver quién ganaba. De noche dormíamos en una habitación que tenía una cama marinera. En el entrepiso, dos catres y una baranda. Disputábamos para seleccionar quién dormía en lo alto. Siempre tenían que chistarnos porque los murmullos previos al descanso no cesaban.

 

Un jueves de Semana Santa fuimos a la quinta más temprano que de costumbre. Nos esperaban cuatro días de estadía. Estaba algo fresco así que los chicos nos pusimos a jugar a la generala en la soleada galería del frente de la casa. Se escuchaba ladrar a los perros de la casera. Nuestras madres habían ido al supermercado para comprar algunas provisiones faltantes. El tío Rodolfo, un poco sordo, leía el diario adentro de la casa, Osmán estaba hachando unas maderas y mi padre escuchaba música con sus auriculares. Absortos cada uno en lo suyo. Al principio no le dimos importancia porque siempre ladraban, pero al rato los aullidos aumentaron. Hasta que finalmente fueron tan fuertes que decidimos acudir. Entusiasmados por el juego, nadie quería suspenderlo. ¿Dónde estarán los caseros?, nos preguntamos. Ninguno sabía. No quisimos interrumpir a los grandes y sorteamos la tarea con un dado. Le tocó a Paula quien aceptó de mala gana. Al minuto vio a los perros alrededor del tanque australiano cercano a la casa de los caseros. Se acercó y advirtió que uno de los cachorros no podía salir. Desesperada gritó con todas sus fuerzas. ¡Vengan, un perrito se ahoga! Corrimos los tres y fue Ignacio quien lo intentó reanimar sin suerte. Era el que Martín más quería. Nos quedamos desconcertados. Llegó Osmán atraído por los gritos y con mucho cuidado elevó las patas traseras del perrito dejándolo colgado. Luego lo sacudió suavemente para que le saliera el agua. El pequeño revivió. Martín y Paula abrazaron a su padre con admiración. Osmán preguntó por los caseros ante tamaño descuido. Rodolfo extrañado fue a buscarlos y los encontró desmayados uno sobre el otro en el sillón. Se habían intoxicado con el monóxido de carbono del brasero. Una sucesión de hechos dramáticos que no recuerdo, pero sé que vino la ambulancia y se los llevó. Sobrevivieron, pero si no hubiera sido por el ladrido de los perros habrían muerto intoxicados.

Durante esa Semana Santa los episodios conmovedores se resolvieron como pasión, muerte y resurrección, pero de un perrito y una pareja. Los grandes que no eran practicantes se la pasaron hablando de los acontecimientos sin referencia a la Pasión de Cristo. A los chicos por un tiempo no nos resultó divertido ir a la quinta. La impresión sobre la cercanía de la muerte fue implacable. Martín no volvió a transportar los perritos. Paula no se acercó más al tanque australiano. Ignacio aceptaba compartir cualquier juego menos con los dados. Yo soñé durante mucho tiempo que me ahogaba y que mis padres morían intoxicados.

 

 

                                                                             © Diana Durán. 14 de marzo de 2022

UCRANIA. LA DECISIÓN DE KALINA

 


Leópolis. Por Aлександр Демьяненко (Google Maps) 2021


    Kalina era una joven de ojos celestes, hermoso cabello largo y enrulado, carácter afable y suavidad al hablar. Bailaba danzas folklóricas ucranianas desde niña. Se vestía con una pollera roja y una camisa blanca bordada y adornaba su cabeza con una vincha de flores coloridas. Sus padres migraron a la Argentina desde Ucrania a mediados del siglo XX y se asentaron en Posadas, ciudad que los recibió como a tantos otros de la misma nacionalidad. La mayor parte de sus familiares vivían en Leópolis, un oblast[1] del oeste de Ucrania, a setenta kilómetros de la frontera con Polonia. La ciudad homónima, bien europea, estaba atravesada por las huellas del pasado polaco y austrohúngaro.

    Ella manifestó siempre un gran amor por Ucrania. Era una ucraniana de pura cepa que hablaba el idioma desde niña. Sabía cómo había nacido la federación de tribus eslavas en el primer siglo y había llegado a ser un Estado poderoso de Europa en el siglo XI. También había leído sobre la invasión mongola en el siglo XIII y la división entre el imperio austrohúngaro, el otomano y el zarato ruso. Su familia resistió sin éxito la revolución rusa que dio lugar a la República Socialista Soviética de Ucrania en 1921 hasta que recuperó la independencia en 1991 con la desintegración de la URSS. Sin embargo, sus padres se vieron obligados a emigrar tiempo antes por el desastre económico de la perestroika[2].  

    En 2013 Kalina supo de la Revolución de la Dignidad que transcurría en Kiev y también en Leópolis. Fue a favor de mantenerse europeos que el pueblo derrotó al presidente pro ruso. Sus primos, Yuri y Damián, le relataron con mucho detalle la sangrienta resistencia del pueblo en la que ellos participaron. La muchacha había quedado conmovida y orgullosa.

       Desde la pérdida de Crimea y la revuelta de 2013-2014 en la plaza de Maidán en Kiev, apaciguado el clima político, Kalina había tenido deseos de viajar a Ucrania para conocer al resto de su familia, pero no le alcanzaba el dinero ahorrado. Cuando juntó lo necesario, sucedió la pandemia. Vuelta atrás con sus ganas de viajar a la tierra de sus ancestros. Para las fiestas del 2021 al fin tomó la decisión de marchar con su amiga Mariya de la misma ascendencia. Ambas estaban muy emocionadas con el recorrido planeado. Se conocían desde el secundario en el colegio ortodoxo San Basilio de Posadas. Las dos habían seguido la carrera universitaria de enfermería.

    A pesar del frío que les esperaba recalaron en Kiev por vía aérea desde Madrid. La familia de Mariya las acogió como a hijas pródigas. Conocieron la histórica ciudad capital. Peregrinaron iglesias de cúpulas doradas, monumentos, museos y admiraron las boscosas colinas que circundaban Kiev. Los complejos de edificios iguales reflejaban el pasado soviético.

    En la segunda etapa partieron a Leópolis en tren, distante solo cinco horas de Kiev. En la misma estación fueron recibidas con grandes abrazos y exclamaciones familiares. Kalina sintió esa cálida bienvenida en el frío del invierno. Por fin conocía la tierra de sus padres y sus abuelos y trataba a sus tíos y primos. Con los más jóvenes, Yuri y Damián, recorrieron Leópolis. Centro industrial e histórico, Patrimonio de la Humanidad, reunía una pléyade de iglesias, monumentos, palacios y catedrales. La compleja combinación de Europa central y oriental. El barrio céntrico se parecía en pequeño a París, por su paisaje urbano y modo de vida europeos. Los cuatro vagaron por plazas floridas, ferias ambulantes y estrechas calles adoquinadas. Kalina y Mariya se sentían como en sus hogares.

    Sin embargo, no eran buenos tiempos. Luego de la toma de Crimea por parte de los rusos y ante la creciente ola independentista del este pro ruso, el clima que se vivía no era de fiesta, al menos en Kiev. Sin embargo, en Leópolis encontraron una atmósfera más tranquila, aunque expectante. Se advertía en la complicidad y cautela de las conversaciones familiares que tenían reservas sobre el futuro.  

    El veinticuatro de febrero, sin que nadie lo esperara, comenzó la guerra. Rusia invadió Ucrania. Mariya anticipó el regreso y logró salir de Kiev por vía aérea días antes de la invasión. Kalina no quiso irse. Lloraba y lloraba. No paraba de llorar. Se ocultaba de su familia para no preocuparlos. No le bastaba con rezar ni invocar bendiciones como era su costumbre. No entendía cómo había sucedido. Siempre vivió en la Argentina donde había crisis angustiantes, pero no contiendas bélicas territoriales. La familia comprobaba con pavura el horror de las bombas estrellándose en los edificios de Donbás, primera ciudad atacada. Veían en todos los medios los incendios y explosiones provocados por la artillería rusa, el polvo que lo cubría todo, los hierros retorcidos, los huecos en las paredes, las montañas de escombros esparcidos. Mamposterías dadas vuelta como si fueran de papel. En el medio de ese paisaje siniestro e impensado, la gente huía con lo puesto o llenaba alguna valija con lo indispensable y escapaba hacia la frontera para alcanzar el estatus de refugiado en Polonia, Eslovaquia, Moldavia, Alemania y de allí quién sabe a dónde. Empezaron a sucederse imágenes horrendas del destierro de la población. La familia de Kalina decidió irse a Polonia por vía terrestre. Tomarían la autopista M 10 hasta el cercano paso de Korczowa – Krakovets. Le rogaron que fuera con ellos, pero no hubo caso. Nadie pudo convencerla, ni siquiera las súplicas de sus padres desde Posadas. Pensaba que algo debía hacer. Yuri y Damián habían partido hacia Kiev. No podían irse de Ucrania. Debían quedarse como voluntarios para resistir los embates donde fuera.

    Kalina leyó en un medio digital que jóvenes extranjeros iban a asistir a los refugiados. ¿Alguien puede hablar inglés?, se preguntaban. Estamos llegando con un equipo de Holanda para ayudar. Sería bueno tener algunos contactos cerca. Si los holandeses lo proponían, cómo ella no iba a hacerlo. Kalina se sobrepuso al miedo y decidió quedarse sola en Leópolis. Esperaba poder asistir a los que huían de las ciudades atacadas. Recibir a niños, mujeres y ancianos. Poder servirles un plato de sopa caliente o darles ropa seca. Además, podía aplicar sus conocimientos de enfermería cuando fuera necesario.

    Del calor tropical y el cobijo familiar de su Posadas natal al frío extremo del invierno septentrional y solitario de Ucrania, su patria la necesitaba.



[1] Subdivisión política de Ucrania, Bielorrusia, Bulgaria y Rusia.

[2] Quiere decir reestructuración. Fue la reforma política y económica de la URSS encarada por Mijaíl Gorbachov, una de las causas que provocó la desintegración soviética. 

                                                                              © Diana Durán. 7 de marzo de 2022

LA ESPERA

 






Acuarela de Lola Frexas

LA ESPERA


El barrio, la cuadra, la esquina, la casa. La espera. Una mañana luminosa y el farol. Quiosco de toldo raído y paredes blanqueadas que no disimulan el paso del tiempo. Persianas abiertas a un interior cálido y consabido, el del mate amargo y algún tango. Balcones de oscuras rejas y plantas de exterior. Cuelgan enredadas hiedras y geranios enrojecidos. 

    

    Sentada en el sillón del living observo detenidamente la acuarela de Lola Frexas, la coreografía de sus pinceladas[1], las transparencias de las manchas en distintos tonos de verdes, marrones, amarillos, hasta rosados. Enjuagados y difusos. Solo remarcadas con trazo firme, las negras rejas. Cada detalle de esa pintura me transporta a La Boca con sus callejones estrechos y sus casas de zinc multicolores como los cuadros de Lola. Quieta y somnolienta armo la escena. Le agrego a esa esquina un conventillo con escaleras, la ropa colgada y el puente Pueyrredón, testigo del río, límite fluido, oscuro y aceitoso de la ciudad. Recuerdo la obra de Quinquela Martín y lo imagino conversando con Lola. Intercambian las verjas de las casas con los estibadores del Riachuelo. Los pintan cada uno en sus cuadros y luego vuelven a sus escenarios inconfundibles. Lola a San Telmo, La Boca y los edificios emblemáticos de Buenos Aires, su historia. Benito concentrado en el río y los personajes portuarios cargando bolsas, su espíritu.

    Lo cierto es que del cuadro de Frexas se escapa un personaje. Una mujer de mediana edad, cara triste, pollera grisácea y blusa blanca. Minutos antes respaldada por el farol eterno, testigo mudo de tantas lágrimas. Allí es cuando bosquejo unos versos. Siento que ella “espera la vida, convoca la vuelta. Nostalgia el amor”.

 

    La luz tenue y amarilla del cuadro traspasa mi sala y la mujer inicia el diálogo. Me dice que ya no quiere permanecer en esa esquina. Que desea alejarse de allí. Los días, las tardes, las noches la fijaron en la escena, en esa acuarela de fondo blanco en la eterna posición mirando hacia el este desde donde, pese a todo, él no vendrá. Se angustia. Le propongo que no se aflija, que dibuje otra vida, que se aparte de él, que encare un nuevo rumbo, el porvenir. Me mira y sonríe, parece aliviada. Asiente en señal de comprender mi respuesta y regresa a la acuarela, al mismo lugar donde estaba. Levanto la vista y reparo en el acontecimiento. Se acerca un hombre. Un estibador fuerte y encorvado que la abraza, intenso.



[1] A diez años de su muerte, más de cincuenta acuarelas retoman el legado de la artista argentina que retrató con destreza fachadas emblemáticas. La muestra se titula “Coreografía de pinceladas”. La exposición Lola Frexas (1924 – 2011) Pintora de Matices, es un homenaje a la reconocida acuarelista argentina en el décimo aniversario de su fallecimiento. Abre en El Obrador Centro Creativo en la sala La Rueca del 18 de noviembre de 2021 al 31 de marzo de 2022.


                                                                                         © Diana Durán. 28 de febrero de 2022

CORRIENTES EN SOLEDAD

 


Esteros del Iberá cerca de Concepción. Foto: Diana Durán

CORRIENTES EN SOLEDAD


Los focos aislados se acoplan. El fuego arrasa, el fuego encierra, crepitan las llamas. Es un incendio masivo y aterrador. Nada lo frena. Una chispa y el infierno de Dante. El humo, del rojo al negro y la muerte.

 

Don Ramón había trabajado desde muy joven en una estancia aledaña a los esteros. Una gran extensión ganadera y forestal cerca de Concepción de la Virgen María[1], donde había nacido. Dominaba los esteros como la palma de su mano o mejor dicho como el paso de su caballo por los caminos rurales. No tenía celular ni nada que se le pareciera. Se comunicaba cabalgando adonde quería.

Amaba los caminos, podía surcar las orillas de los esteros y hasta internarse en algunas lagunas sin temor a los yacarés. Sabía cuándo salían a tomar sol. Era el Quijote de los Esteros. Subía a la barda como se le decía a ese terraplén de tierra que se había construido no hacía mucho para atravesar la zona. Desde allí divisaba el panorama y bajaba para arrear el ganado a pastos más tiernos. A veces iba a Concepción por alimentos o alguna herramienta. También para la “Fiesta provincial del peón rural”, único festejo al que concurría para comerse un buen asado y conversar con el gauchaje. No necesitaba mucho, se autoabastecía. Sus padres, nacidos en Colonia Santa Rosa, ya habían fallecido. La soledad lo acompañaba sin quejas. Su comparsa eran los carpinchos, el ciervo de los pantanos, el aguará guazú, los monos aulladores, los zorros, los venados de las pampas. Había dejado de ver yaguaretés. Intuyó que estaban en peligro. Sabía ver a las familias de los “chajases” que cruzaban el pajonal con las crías doradas.

El ostracismo de don Ramón estaba acompañado por la naturaleza. Lo animaba el recorrer los campos inundados naturalmente. Conocía cada una de las aves magníficas de los esteros. Para él no había límite en sus recorridos, salvo los arrozales y yerbatales de fincas ajenas. Su piel estaba siempre quemada a pesar del sombrero chato y de ala ancha que lo protegía. Lapachos y timbóes le daban sombra en sus paradas. Muchas veces se había preguntado qué hacían esas palmeras pindó en las lomadas arenosas. Las imaginaba relictos de un pasado árido cubierto por las aguas de lluvia del presente.

Había tenido problemas con el título de propiedad del pequeño terruño heredado de los padres y sin pensarlo mucho le pidió prestada una hectárea al patrón para construir un nuevo rancho de madera a la sombra de un tala. El renunciamiento, la soledad y la mansedumbre eran su filosofía de vida.

Lo conocí una fresca y luminosa mañana de agosto de dos mil dieciocho. Lo cruzamos con un grupo de alumnos y profesores que proveníamos desde Saladas en trabajo de campo para reconocer el impacto de la barda sobre los esteros. Los chicos habían presentado un trabajo sobre ese tema y me habían invitado a recorrer en camioneta el paisaje único del Iberá. Don Ramón fue parco pero amistoso en el encuentro. Logramos que contara su historia de pérdidas y arraigos. No voy a olvidar jamás su gran porte y sus ojos negros. Nunca bajó del caballo.

La sequía había empezado un año antes, nos contó. Algo se notaba en el suelo arcilloso y quebradizo, y en el amarilleo de la vegetación. La seca llega así muy lentamente y casi no se percibe hasta que está instalada. Entonces reina la incertidumbre porque no se sabe cuándo termina y puede conducir a los incendios o al desierto. A don Ramón no lo engañaba, había pasado muchas y la que se avecinaba le parecía peor. Prefería dos inundaciones a una sequía, nos dijo. Aprendimos del gaucho más que de cualquier especialista.

En dos mil veintidós el foco se inició en una forestación de pinos a cincuenta kilómetros de su rancho en las cercanías de Concepción. Desde ahí se empezaron a quemar primero los campos de pastos naturales y los sembradíos. Pronto alcanzó las forestaciones de pino, lo más inflamable que puede haber, la savia, el humo, la brea.

Imaginé a Don Ramón recorriendo la zona en un itinerario más amplio que nunca. Vio a los yacarés huir con ese trajinar lento por los caminos rurales, vio a familias enteras de carpinchos quemarse por la lentitud de su andar, vio miles de aves de los esteros huir despavoridas, tenían la facilidad del vuelo, pero no así los “chajases” y los ñandúes que yacían carbonizados. Vio caballos y vacas intentar atravesar los alambrados y morir atrapados. Las reses que él cuidaba. Por primera vez en su vida las lágrimas corrieron por su ajada cara. No pensó en él ni en sus modestas posesiones. El espectáculo era dantesco. Estaba solo.

Lejos, muy lejos del infierno leí y vi las noticias. Las imágenes satelitales tomadas al Este de Concepción mostraban el daño que habían provocado las llamas en el Parque Nacional Iberá. Habían alcanzado pastizales, palmares, montes y bañados. Un fotógrafo escribió, vi fotografías de yacarés refugiados en una pequeña laguna, mientras alrededor las llamas lo consumieron todo; un mono que miraba con temor el avance del fuego, y una serpiente curiyú que escapaba como podía de los incendios[2].

Me comuniqué con una amiga de Saladas que había organizado el congreso de geografía y me contó que lo estaban pasando muy mal pero que después de semanas de súplicas habían llegado más bomberos y el ejército. Me quedé un poco más tranquila por la gente del pueblo. Pero enseguida recordé a don Ramón y su única compañía, los animales del Estero. Lloré por él. También por Santo Tomé, Gobernador Virasoro, Caá Catí, Paraje Galarza, Santa Rosa, Mariano Loza, Santa Lucía, Bella Vista, San Miguel, Curuzú Cuatiá, Ituzaingó, Loreto, San Martín y Saladas. Por todo Corrientes contenida en la soledad de don Ramón.



[1] Antes Yaguareté Corá por ser la tierra del gran carnívoro.

[2] Emilio White. Fotógrafo de la naturaleza. 

                                                                                    © Diana Durán. 21 de febrero de 2022

1965. LA HORA DE LAS BRUJAS


La isla de los Robinsones. Club de Niños en Gas del Estado, Tigre. Blog.


 1965. LA HORA DE LAS BRUJAS


Daniel y Oscar cruzaron el arroyuelo camino a la casona de los más pequeños del Club de Niños. Eran compañeros de la colonia y disfrutaban el campamento nocturno que se realizaba todos los sábados en el predio de Tigre. La segunda guardia transcurría durante la “hora de las brujas”, entre las dos y cuatro de la mañana. Su función era registrar en unas planillas si todos dormían bien, si las luces estaban apagadas, si tenían espirales y otros temas semejantes. Debían indicar el estado de las aguas del arroyo, si habían bajado, su temperatura, si el caudal escurría tranquilo o, por el contrario, turbulento. Luces y sombras, oscuros y claros, lejanas estrellas titilantes y planetas luminosos. La luna creciente todavía iluminaba el puentecito y el predio, pero pronto se iba a ocultar. No veo nada, dijo Oscar, mi linterna no funciona. La mía tampoco, contestó Daniel. ¿Y si usamos los frascos que trajimos y los llenamos de luciérnagas? Tendríamos las linternas más geniales del mundo, propuso Oscar. Así lo hicieron estos muchachitos que ya eran Robinsones. Tenían doce años y estaban acostumbrados a las guardias durante los campamentos. Habían pasado la etapa de Pulgarcitos y Pinochos que, según la edad, establecía el reglamento de la colonia. 

Mientras tanto, Liliana y Valentina caminaban a paso firme hacia las cabañas de la isla de los Robinsones en el extremo norte del predio del club. Tenían que bordear un bosque de sauces llorones bastante oscuro y luego cruzar en diagonal la cancha de fútbol, campo abierto para llegar a la isla. No les gustaba mucho porque en el trayecto solían cruzarse con murciélagos en vuelo rasante. Espero que hoy no los veamos, dijo Liliana. ¡Ay, ya me pasó uno cerca!, reveló Valentina. Llevaban las mismas planillas que los varones solo que ellas debían revisar las cabañas que estaban en la ribera de la pequeña isla. Tenían que vigilar adentro de cada una abriendo un poco la puerta para controlar a los cuatro colonos durmientes en cada choza. Por suerte era la segunda guardia de manera que todos estarían bien dormidos. Si hubiera sido la primera encontrarían algunos chicos todavía despiertos y haciendo de las suyas. Los tendrían que anotar en las planillas lo que al día siguiente podría significar un reto para ellos. No querían que pasara.

Los cuatro cumplieron con sus tareas de registro. Habían decidido encontrarse antes de llegar al puentecito y desde allí regresar juntos al campamento. Los esperaba la recompensa, unos jarros de mate cocido y unas tostadas calientes sentados junto al fogón del campamento y luego, a dormir previo cambio de guardia.

Pero no fue tan fácil. Los chicos escucharon de lejos a Liliana gritar en busca de auxilio y viraron el rumbo para ver qué pasaba. Cuando llegaron al sauzal encontraron una situación extrañísima, digna de una película de terror. Valentina estaba enredada por un conjunto de ramas que no la dejaba salir. Ni siquiera podía moverse y hacía el gesto de que tampoco podía hablar. Liliana les contó angustiada que estaban cruzando el borde del bosquecillo cuando Valentina se adentró un poco para cortar alguna rama que usaría para espantar murciélagos. Entonces empezó a entramparse en uno de los árboles más grandes. A medida que intentaba desenredarse era peor. Oscar se acercó para ayudarla, pero cuando estuvo al lado del sauce largas ramas del árbol contiguo al de Valentina lo liaron fuertemente. Quedaban Liliana y Daniel libres que, sin embargo, se daban cuenta de que cualquier acercamiento a los árboles podía ser fatal. Permanecieron algo alejados de los sauces llorones. Liliana le dijo a Daniel que había que ir a pedir auxilio al campamento o al sereno del club. Uno tenía que quedarse para acompañar a los chicos. Mientras tanto, cada minuto que pasaba Valentina y Oscar se notaban más enredados y por alguna razón habían rotado de manera que yacían cabeza abajo. La escena se tornaba espeluznante. Las ramas parecían tener vida como si fueran brazos. Ambos permanecían a pocos metros uno del otro y no podían moverse por el apretón que significaba estar atrapados de esa manera.

Aunque temerosa, Liliana salió corriendo. Entonces Daniel quiso ver mejor la escena y utilizó los dos frascos llenos de luciérnagas que habían dejado en el suelo. Apenas enfocó a los chicos apresados, los bichos salieron de los tarros y comenzaron a volar en forma de un baile mágico que se mezcló con ramas, hojas, tallos y cuerpos en un extraordinario conjunto de haces de colores. Un verdadero arco iris danzante acompañó el zumbido de los insectos mientras todo se movía al compás. Valentina y Oscar pudieron primero enderezarse y luego desprenderse poco a poco de sus cepos al ritmo del baile de las luciérnagas. Escaparon abrazados ante la cara boquiabierta de Daniel, estupefacto por la escena. Los chicos no tenían ni un rasguño. Se estrecharon en un abrazo con el amigo hipnotizados por el fantástico espectáculo de la danza de las luciérnagas que, por último, se elevaron por encima del bosquecillo hasta desaparecer en la noche oscura.


                                                                           © Diana Durán. 14 de febrero de 2022

 

 

DOS MUCHACHAS EMPRENDEDORAS

 




Estación Retiro

DOS MUCHACHAS EMPRENDEDORAS

 

Beatriz y yo dábamos cursos en Vicente López y San Isidro. No era nuestra vocación, pero faltaba trabajo luego de la crisis del 2001. Habíamos creado una capacitación sobre microemprendimientos para las mujeres que tomaban clases de cerámica, tejido, bordado y otras artesanías. Eran unos pesos más para nuestras débiles economías de docentes jóvenes y solteras. Íbamos tres veces por semana a distintas localidades. 

 

Bea debía llegar a la zona norte del Gran Buenos Aires desde su casa en Moreno. Tenía que tomar el tren Sarmiento hasta Once y desde allí combinar con el subte a Retiro para abordar la línea Mitre hasta la estación acordada. Por último, ir en colectivo o caminando hasta las casas de cultura para iniciar el circuito de los talleres del día. Yo vivía en Congreso por lo que mi derrotero era menor. Tomaba un solo colectivo hasta Retiro y desde allí el mismo tren. No coincidíamos a la ida, pero hacíamos juntas los tortuosos recorridos en colectivo y, además, el viaje de vuelta a Retiro a última hora de la tarde. Para mantenernos en pie comíamos un sándwich y un café en algún barsucho de las estaciones ferroviarias. El cobro mensual que nos pagaban en las oficinas municipales era de acuerdo a la cantidad de horas dictadas. Miserable resultado frente al gran esfuerzo que significaba el traslado.

 

Un viernes de agosto acordamos encontrarnos en la estación de Olivos para tomar un café antes de empezar el largo día. Hacía frío, mucho frío. La esperé media hora. No llegaba. Habíamos hablado antes de salir de nuestros hogares. Decidí hacer tiempo en el bar de siempre y miré el reloj cientos de veces. Teníamos unos celulares gigantes y poco funcionales. No lograba que me contestara. Beatriz era tan cumplidora como yo. Me extrañaba muchísimo su ausencia. Pensé en un retraso del tren. Al cabo de media hora fui a dar clase. No quedaba otro remedio porque comenzaba el horario del primer curso. Cuando terminé estaba más preocupada que cansada. A la salida volví a llamarla sin suerte. Caminaba para tomar el colectivo a Carapachay cuando vi llegar a Beatriz alterada y con una profunda cara de susto. Me dijo que tomáramos un café y me contó. 

 

El asunto había ocurrido en la estación del ferrocarril en Retiro. Mi amiga iba comiendo un huevo duro porque se le hacía tarde y no había almorzado. Era fin de mes y casi no le quedaba un mísero peso, solo tenía para viajar y llevar un tentempié de la casa. Mientras se acercaba presurosa a la entrada del andén vio a una mujer de mediana edad que parecía descompuesta. Estaba apoyada en una de las marmóreas columnas de la oscura terminal cerca de los molinetes. Se deslizaba lentamente hacia abajo, parecía que se iba a caer. El gentío cruzaba presuroso y ausente sin mirarla. Beatriz aminoró la marcha y la mujer le rogó ayuda. No pudo resistirse. Le preguntó qué le ocurría y respondió gimiendo que se sentía muy mal. No vio a nadie que la pudiera auxiliar. Sonó el silbato del tren y la muchedumbre se desplazó como una marea ante la salida del próximo tren. Entonces aferró a la pobre mujer del brazo, la enderezó y sujetándola cruzó el anchuroso vestíbulo de la estación hasta llegar al baño. Beatriz sabía que se le hacía tarde, pero su compasión superó al retraso. Apenas entraron sintió un olor a orín horrible. La enferma imaginaria se enderezó rápidamente. No dijo nada y de pronto dos hombres jóvenes abordaban a mi amiga con armas blancas acarreándola sin piedad hasta un cajero muy cercano para robarle. Ella no tenía un solo peso ahorrado. Lo poco que ganaba se iba en gastos diarios o en pagar cuentas. Era ostensible que la habían fichado por estar bien vestida, como docente de zona norte. Beatriz demostró que su caja de ahorro estaba vacía y suplicó que la liberaran. Los malhechores la insultaron al robarle el viejo celular y le arrancaron una medallita de oro, atemorizándola con sombrías venganzas si los denunciaba. Beatriz se acomodó como pudo, enjugó lágrimas y se encaminó hacia la plataforma. Sentía que los hierros y vidrios del techo curvo de la estación se le venían encima y la sofocaban. Tomó el tren como pudo con el abono que le había quedado en el bolsillo del tapado. Llegó a Vicente López con el corazón en la boca.

 

Quedé atónita ante semejante relato. No sabía cómo consolarla. Lo único que se me ocurrió fue invitarla a tomar dos cafés cada una en una confitería algo mejor que los bares acostumbrados para que se tranquilizara y enfrentar lo que restaba del día. Pensar en un viaje de vuelta era impracticable. Bea de a ratos temblaba como una hoja. Yo intentaba calmarla.

 

Transcurrió la jornada. Dimos los cursos como siempre. Ella insistía en exponer para apaciguarse y olvidar lo ocurrido. Por fin llegó el momento de volver. Subimos al tren y comentamos más calmadas los sucesos dramáticos del día. Al parar en Lisandro de la Torre, última estación antes de Retiro, Bea apretó mi brazo a más no poder. Habían subido los tres delincuentes de la mañana. Me balbució espantada lo que ocurría y rogó que fuéramos al vagón contiguo. Con frialdad le contesté que no. El tren estaba lleno y convenía quedarnos en los asientos mirando con disimulo hacia la ventana. Los hombres extrajeron de sus estuches unas guitarras y la mujer comenzó a cantar un tema melodioso y sereno. El contraste con su actitud en Retiro era sorprendente e insólita. Minutos antes de que pasaran la gorra nos levantamos y caminamos presurosas al siguiente coche a sabiendas de que ya llegábamos a Retiro. Cuando se abrieron las puertas corrimos como si hubiéramos visto al diablo hasta salir de la estación y subir al colectivo donde nos abrazamos, lloramos y reímos a la vez. Nos sentíamos a salvo. Esa noche Bea durmió en casa. No podía desandar sola la vuelta a Moreno

 

Decidimos abandonar los talleres. Ninguna deseaba arriesgarse más en periplos desapacibles y lejanos. A mediados de 2002 concursamos en la universidad con la propuesta de capacitación “Microemprendimientos productivos, del desempleo a la ocupación”. Nunca más volvimos a dar clase en zona norte.


                                                                          © Diana Durán. 7 de febrero de 2022


 

 

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