VIAJE AL FUTURO
DE BUENOS AIRES A YOKOHAMA
Sakura Gaoka. Yokohama
De Buenos Aires a Yokohama
La verdad es que nací por casualidad o por magia. Ya tengo doce años, pero todavía no lo sé. Es una historia genial, aunque a veces me ponga triste. Mi mamá es argentina y mi papá japonés.
Las redes sociales tuvieron mucho que ver. Papá
era tan buen jugador que un día lo llamaron para formar la selección japonesa. Hizo
un gol olímpico que se vio por televisión en el mundial de fútbol que se jugó en
Alemania en 2006. Entonces millones de grupos de Facebook y Youtube de todos
lados repitieron el video del gol famoso, aunque el equipo japonés cayó en
primera ronda. Mi mamá, hincha fanática de fútbol y periodista deportiva, quiso
hacerle una nota y tanto insistió que le dieron el número de su celular. Entonces
lo llamó y él le respondió en español porque sus padres, o sea mis abuelos,
eran argentinos y aunque hablaba un poco mal, porque se había olvidado el
idioma, le contó su vida. Kichiro, que así se llama mi papá, tenía un papá tintorero
y una mamá ama de casa. Fue muy simpático y se hizo amigo de mi mamá, tanto que
la invitó a Japón. Ese viaje debe haber salido millones, pero cuando a mi mamá
se le pone algo en la cabeza… Además, mi bisabuelo siempre le daba todos los
gustos.
Kichiro
le contó a mamá que había vivido en la Argentina, en Boulogne, del otro lado de
la autopista, y que por algo feo que había pasado en el 2001 sus padres lo
habían llevado de vuelta a Japón. Acá no se podía vivir. En cambio, se ve que mamá
sí pudo. ¿A dónde iba a ir?
Mamá que siempre fue muy valiente se
tomó un avión que primero paró en Australia y después voló a Japón. Fueron
veintiséis horas de viaje. Más que un día. Dicen que mi abuela lloró mucho
porque ella se iba, pero igual le hizo a mi mami una
torta con los colores de la bandera de Japón, roja y blanca, con una japonesita
y una valija de adornos, creo que para que nunca se olvidara de ella. En
Japón mamá encontró un mundo fabuloso. La gente usaba guantes y barbijos, sí,
barbijos antes de la pandemia, solo para cuidar a las otras personas. Los
subtes llegaban a horario a todos lados y las plazas eran muy lindas con juegos
que nunca se rompían. Mi papá y mi mamá vivieron en un departamento chiquito
que era a prueba de los terremotos que hay en Japón y estaban contentos, pero
un día se pelearon mucho y mamá se fue a un ciber de esos donde te podés quedar
a dormir. La abuela y mis tíos hablaban con ella todo el tiempo hasta que
consiguieron que volviera. Todo esto me contó mamá ahora que soy grande.
Mi mamá antes vivía en Buenos Aires, pero yo nací en un pueblo más chico donde fuimos a vivir con la abuela. Aquí soy muy feliz y juego a la pelota mejor que mi papá, según me dice mi mamá, porque con él jamás jugué y tampoco lo conocí.
© Diana Durán, 3 de octubre de 2022
NOCHE HELADA
Una nueva noche fría en el barrio. Alejandro Sola. Foto revista
Noche helada
Estoy
esperando a alguien... Pronto. Urgente. Me siento mal. Una gota resbala por mi
frente. Una, dos, tres... cinco gotas. Estoy transpirada y, a la vez, me
recorre un gélido temblor. No quiero tener otro ataque. Me siento en el borde
de un precipicio. Abajo, la nada misma. ¿Por qué tanto frío? Esa sensación de que me ahogo, de
que me mareo. Me voy a desmayar, me siento morir. Me apoyo contra la pared de
la esquina, justo en la cortada. De a poco me deslizo y quedo sentada. No me
sale la voz, si no gritaría. Por aquí me conocen. Estoy a la vuelta de casa y nadie
se percata, no aparecen. Claro, son las diez de la noche. A esta hora están
todos de sobremesa o mirando la tele. Yo en cambio tuve la maldita idea de
salir sin avisar. Sentía que me asfixiaba. No aguanté. Y ahora quién me ayuda. Sola
de toda soledad. Apoyo mi cabeza entre las piernas. Repito, creo que me voy a morir.
Estoy desamparada. Por favor, que aparezca alguien. ¡Ayuda! Quien sea. Cualquier
persona, alguien. La espera es infinita. Estoy condenada. La noche cada vez más
oscura. Ni el farol de la calle me alumbra. Nadie me vio pasar. Es invierno,
quién va a cruzar.
Escucho
gritar. Es mi padre enojado, lo reconozco. Rocío, qué te pasa. Levantate.
Otra vez te escapaste de noche. Te vas y no decís nada. ¡Qué miércoles
te pasa! No te das cuenta de que así no vas a ninguna parte. Tu madre, harta. Nos
tenés cansados. Todos pendientes. Siempre la misma historia.
Así
me habla. Yo que lo esperaba. Quiero que me abrace y me ayude a levantar. Quiero
su abrigo, su apoyo, su consuelo. En la oscuridad no le puedo explicar, ni
siquiera le veo la cara. Él es fuerte y mi muerte no lo acompaña. Es
inútil el llanto, no hay respuesta. La noche es helada, pero no congela el
dolor.
Tal vez en la muerte esté la respuesta, no la encuentro en la vida, aunque sé que está, no me elige, no me busca, no es.
© Diana Durán. 29 de setiembre de 2022
HISTORIAS DE SUBURBIOS. CONTRASTES VITALES
Historias de suburbios. Contrastes vitales.
Julia contemplaba su jardín
desde la ventana del escritorio en el que componía su novela. La extasiaba ese mundo
vegetal creado por sus propias manos, paleta asimétrica y multicolor de
lavandas, rosales, margaritas y pequeños arbustos que tras la reja admiraban
vecinos y caminantes. La hiedra trepaba perezosa la blanca pared que lindaba con
la casa de los vecinos. Gozaba de su invernadero, cubierto de plantines con
incipientes brotes que regalaría cuando se tornaran maduros, y del pequeño
alero donde colgaban helechos, potus y lazos de amor que se reproducían
vivamente por lo que se afanaba en preparar más y más. En una esquina del patio
trasero tenía reservado un rectángulo de tierra fértil en el que con solo tirar
semillas brotaban plántulas que disponía en diminutas macetas recicladas. Hasta
el viejo galpón había renovado con sus ingeniosas manos y era el resguardo de
ropas, revistas, herramientas y demás enseres que no entraban en la vivienda.
Su casa, heredada de los
abuelos, estaba decorada por sus manos, combinando muebles, cuadros, libros, recuerdos
de viajes en perfecta armonía. A los treinta y cinco años Julia se sentía plena
en ese cálido hogar con su esposo y su hijo de diez años. Pequeña la familia, pues
sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico años atrás. Había
borrado de su mente esa triste historia. Los
había archivado en su frágil memoria. No se había permitido duelo ni desánimo.
Era una eficaz emprendedora
en las más diversas tareas, fueran laborales o domésticas. Las primeras,
entregar los artículos solicitados por la editorial y, a la par, escribir una
novela por año, además de dar clases de Lengua y Literatura en un profesorado
cercano. También adoraba conversar durante las tardes o fines de semana con los
vecinos camino a hacer las compras y a veces tomar mate con alguno de ellos.
Podía tratarse de la esposa del tapicero que vivía enfrente, la joven madre de
la casa lindera, el jardinero con el que discutía sobre las plantas que quería
incorporar al jardín, la tímida muchacha de la esquina cuya cocina relucía, el
carpintero al que le encargaba renovar viejos muebles. La anciana dama que
residía en una casa de madera prefabricada le contaba coloridas historias de ese
barrio suburbano, de casas bajas, arbolado y poco transitado. Comunidad
afincada hacía muchos años en la que la mayoría se conocía.
Su vida placentera. Casada
con un hombre querido, honesto y trabajador, compañero en toda circunstancia, y
madre de un niño adorado, con el que jugaba todas las tardes después del
colegio y acompañaba en las tareas escolares. Una biografía organizada y feliz.
Su mente había esfumado por completo el accidente de sus padres. Ni siquiera un
retrato había querido disponer entre sus recuerdos.
Hasta que un día el espejo le devolvió una mirada
triste, una mueca en vez de sonrisa, los ojos hundidos y pequeños. Comenzó a
sentirse cansada y melancólica. Su alegría, cúmulo de actividades e intereses se
desvanecieron en poco tiempo. No sabía por qué. Lo que le estaba sucediendo
contrariaba su esencia vital, activa y vivaz. Día tras día se sentía más fatigada.
Se despertaba confusa y afligida. No podía comer bien y deseaba seguir
durmiendo para no enfrentar lo cotidiano. Ella, la reina de los hábitos diarios,
no tenía siquiera fuerzas para levantarse. María, que la ayudaba en las tareas,
empezó a reemplazarla paulatinamente en la preparación del desayuno de su hijo y
el almuerzo del esposo. A la noche, él cocinaba. Las tareas diarias quedaron
relegadas por una apatía que la tenía perpleja. El jardín comenzó a llenarse de
malezas mientras las flores terminaron mustias; el invernadero se convirtió en
una confusa maraña de plantas que crecían al azar; el galpón se llenó de polvo
y telarañas. Julia descubrió que su familia le era ajena y sus vecinos
distantes. Ya no los frecuentaba. Casi no salía de la casa y había abandonado
la novela. Tuvo que pedir licencia en su trabajo. Permanecía estática y
aburrida frente al televisor. Sentía que la vida de los otros, la de su propia
familia devenía, mientras que la de ella se había detenido en un páramo
incierto. Se había apagado de nostalgias pensando en el accidente de sus padres.
Nadie en el barrio la veía pasar. Fue una especie de autoexilio alarmante. Un
verdadero destierro. Julia olvidó amigos, contuvo sueños, se esfumó de su natural
actividad. Así vivió casi un año.
En la noche deliro. Hadas misteriosas acompañan mi
sueño. Auroras boreales disipan su imagen. Duendes imaginarios transitan el
bosque umbrío. Caminos intrincados extravían sus rostros. Oscuridades inciertas
me envuelven. Y entonces: abrazo el osito de felpa, lloro, sueño. Prefabrico
volver a verlos.
Muchas veces Julia se sentó en su escritorio,
tantas otras se levantó sin tocar sus trabajos. Poco se asomó a la ventana.
Cierta tarde de primavera una pareja de torcazas se posó sobre el arbusto raído.
Hicieron un nido. Escuchó sus arrullos. Imaginó que traían un mensaje de sus
padres. Los recordó y lloró amargamente. Sollozó durante días cada vez que escuchaba
a las palomas. Algunos rayos de sol atravesaron la ventana. Sintió extrañeza y
calor. Ayudada de
múltiples maneras por su pequeña familia y la terapia que no abandonó, un buen
día volvió a su lugar de escritura. Releyó los últimos párrafos de la novela y redactó
unas pocas oraciones. Advirtió tras la ventana el abatido estado de su jardín y
con esfuerzo infinito tomó la tijera de podar y la pala más pequeña. Salió y notó
que sus propias manos podían extraer malezas y pastos altos. Emergieron las
plantas abandonadas. Con la pala removió la tierra reseca y la regó. Podó el
rosal cuyas ramas se habían estrujado contra el muro. Le costaría retomar su
trabajo de jardinería, pero sintió un brote de placer. Durante los días subsiguientes
retornó al invernadero y ordenó parte del caos reinante. Entró a la casa y se
miró al espejo. Descubrió cierto brillo en su mirada. No más que eso.
Poco a poco regresaron los días
de bonanza, cosas concretas que tantear, de nuevo los encuentros en el barrio,
de nuevo la confianza. Fue volviendo de a migajas, sintió que podía luchar. Julia
recuperó su vida a fuerza de mucha paciencia, esfuerzo y del infinito amor de
su esposo e hijo. Comenzó a recordar a sus padres con ternura. Hasta pudo poner
su retrato en un esquinero que mandó a hacer especialmente. Volvió a ser Julia,
la buena vecina, la del jardín, el invernadero, el galpón y las letras. La
madre y esposa que había olvidado ser. De nuevo la vida de los otros se incluyó
en la propia. La pareja de torcazas abandonó el nido y voló. Julia recuperó su edén.
© Diana Durán, 19 de setiembre de 2022.
EL PUMA Y LOS NIÑOS
Villa del Mar. Foto: Google Street View
El puma y los niños
Un puma
sigiloso acecha oculto en el amarillo pastizal. Tiene hambre. Sus crías están
lejos. Puede andar kilómetros y kilómetros en busca de una presa.
Pablo y
Andrés con sus once años ríen y juegan en Villa del Mar cerca de la salina.
Están acostumbrados a vagar por la periferia donde el remanso se transforma en
pajonal. Conocen cada uno de los rincones de las pocas manzanas del pueblo y
son libres de merodear por ellas. Juegan tirando piedras que hacen ondas en la
laguna. Se distraen con los cangrejos del barrizal costero, pero saben que no
tienen que matarlos. En el lagunajo seco encuentran todo tipo de elementos que
le sirven para sus aventuras. Cañas, gomas y maderas son tesoros para ellos. Los
guardan en el galpón de una casa abandonada. Recorren el sendero del humedal y el
jardín de la fundación que protege a los animales marinos. Alguna vez
participaron en el rescate y cuidado de tortugas del mar o pingüinos varados en
aguas bajas. Saben la diferencia entre las gaviotas cangrejeras y las
cocineras. Persiguen cuises al borde de la ruta apenas saliendo de la Villa. Tampoco
los dañan, se divierten corriéndolos.
Un
atardecer de sábado los chicos deciden recorrer el sendero del Club Marino. Se acercan
para divisar en el horizonte el perfil del puerto con sus chimeneas humeantes.
La ciudad parece cada día más cercana. Ellos no entienden por qué. Nunca han ido,
pero en la escuela les enseñaron que hay grandes industrias en la urbe
portuaria.
De
regreso casi de noche ven una sombra en el pajonal. No es liebre ni mulita.
Tampoco un perro de la calle. Es muy grande y se mueve lentamente. Los niños se
apartan y vuelven a sus casas corriendo. No saben qué es. Nunca han visto algo
semejante.
El
domingo la curiosidad los lleva a seguir caminando por el perímetro donde el
caserío se hace campo, pero ahora tienen un objetivo, saber qué animal es. No
tienen miedo. A pocas cuadras de la espesura donde lo vieron el día anterior
divisan con claridad una silueta que se mueve acompasadamente. Es como un gato
grande que enseguida se oculta. ¡Un puma!, grita Pablo, ¡sí, un puma!,
asiente Andrés. Su cabeza redonda, cuerpo grande y alargado, sus orejas
erguidas y patas macizas lo distinguen. Pueden verlo fugazmente, porque el
felino muy calmo se oculta emitiendo un sonido conocido, como el maullido de un
gato. Agitados y orgullosos los chicos corren a sus casas.
Se prometen no decir nada a sus familias para seguir
investigando. Al día siguiente vuelven al lugar y se internan en el pajonal.
Nuevamente lo divisan. El puma se esconde. Ellos se alejan. Pablo y Andrés deciden
contar el gran descubrimiento a sus padres y se arma la batahola. Las familias
muy alarmadas se comunican con el delegado de la villa y este con las
autoridades municipales. Los medios de la ciudad cercana publican artículos sobre
la peligrosidad del ejemplar. Asustan a la gente. Agregan que puede haber otros en las cercanías. Los guardaparques explican el
comportamiento de los pumas. La Oficina Ciudadana advierte que nadie debe andar
cerca y que si lo ven tienen que avisar inmediatamente a los teléfonos
difundidos. Durante varios días buscan al puma. Es necesario rescatarlo,
brindarle los cuidados que necesita y devolverlo a su hábitat natural.
Al cuarto día el animal es
sacrificado por el padre de Andrés de un escopetazo. El puma fuerte y esbelto yace
exánime de un tiro certero. Alivio generalizado. Algunas voces ambientalistas
no están de acuerdo. Los niños no pueden creer lo sucedido. Andrés le dice a su
amigo que si no lo hubieran contado el puma seguiría vivo. Pablo le reprocha la
acción de su padre. Se sienten culpables y a pesar de ello rememoran lo vivido como
una gran aventura, aunque sufren mucho la muerte del animal. No lo quieren ver.
Los padres de ambos deciden restringirles las salidas. La infancia despreocupada
de Pablo y Andrés ha terminado.
Nota:
Los pumas comen ciervos, guanacos, liebres, aves, reptiles pequeños, roedores e incluso
insectos. Además, se ha reportado que depreda ganado cuando la urbanización
avanza notoriamente sobre su hábitat. Las poblaciones del puma están decreciendo debido, principalmente, a la modificación de su hábitat y a la
persecución directa del ser humano, por lo que en un futuro su categoría podría
modificarse a una con cierto grado de amenaza o peligro.
© Diana Durán. 12 de setiembre de 2022
NOCHES BLANCAS
Noches blancas
Celia organizaba la Nochebuena con toda dedicación. Le
encantaba hacerlo. Usaba su mejor vajilla, un centro de mesa con bolas
plateadas sobre una bandeja dorada, un velón aromático y ramas de olivo. Este
año había cambiado el mantel de brocato blanco por uno rojo de hilo en el que dispuso
una tira de pequeñas luces completando la decoración. Iban a estar, su padre,
su hijo Adrián y una pareja de amigos entrañables. Pocos, pero, aun así, estaba
entusiasmada con los preparativos. A las seis de la tarde había terminado de
cocinar y se disponía a descansar un rato cuando su hijo la llamó al celular. Estaba
en la casa del abuelo jugando al ajedrez como lo hacía muchas tardes. Celia pensó
que le preguntaría si tenía que comprar algo faltante para la cena.
─Mamá, el abuelo se siente mal. Tiene dolor
de pecho, me asusta ─le dijo Adrián a la madre con voz muy afligida.
Celia se sorprendió porque su padre no tenía antecedentes
de alta presión, ni enfermedad cardíaca. El muchachito por orden de la madre
llamó a la ambulancia que llegó diez minutos después. Lo trasladarían en forma
urgente al Hospital San Isidro. Ella corrió las cinco cuadras que distaban desde
su casa a la del padre. Lo hizo sin pensar, como una loca, desbocada, pensando en los peores momentos de su
vida. No alcanzó a verlo porque ya se lo habían llevado. Entonces tomó
un taxi. En el trayecto intentó sentirse esperanzada. Hoy es Nochebuena, nada
malo puede pasar, se repetía incrédula. En el camino habló con su hijo para
que fuera a la casa de su mejor amigo y la esperara allí. Adrián con sus escasos
quince años protegía a la mamá con gran responsabilidad sobre ella, con la actitud
de un hombre.
Celia logró ver a su padre unos minutos en la guardia.
Él solo le musitó que no se preocupara por Adriancito, que ya estaba en camino
a lo de un amigo en bici. Él mismo se lo había pedido. Coincidencias. Ella le
había rogado lo mismo ante su insistencia de acompañarla. Pensar en su nieto frente
a una situación así, qué noble actitud, reflexionó Celia.
El padre comenzó a temblar y le pidió una frazada. No
hacía frío, lo que la estremeció. Algo no andaba bien y toda la responsabilidad
caía sobre ella porque su madre lo había abandonado tres años atrás, después de
cuarenta años de matrimonio. Distintas hubieran sido las circunstancias, se
dijo, aunque logró disipar enseguida ese pensamiento egoísta. Ahora toda la
responsabilidad recaía en ella, su única hija. Se sentía más sola que nunca.
Otra vez. ¿Por qué hoy, justo en Nochebuena? Mamá, esta noche tendrías
que haber estado con nosotros, invocó con resentimiento.
Lo trasladaron en camilla. Vio pasar al espectro de lo
que era su padre. Apenas pudo escuchar unos quejidos irreconocibles al ingreso
de la Unidad Coronaria. Nunca lo había escuchado gemir. No era él, no era su papá.
Tan jovial, tan sano. Flotaba en el aire una gélida sensación que no podía explicar.
De allí en más los acontecimientos se precipitaron. Lo vio de lejos lleno de
cables que lo conectaban a la cama. Quedó impactada. Adrián que la llamaba
requiriéndole ir al hospital. Ella que no quería someterlo a que viera mal a su
abuelo. Los amigos que estaban invitados a la cena pasaron un rato para acompañarla.
Celia se sentía igualmente sola. Infinitamente sola.
Mientras hacía los trámites de ingreso al hospital y
más tarde esperando a los médicos, una canción habitaba su mente. No podía
evitar repetirla. Era un eco que le traía el pasado. Noches blancas de
hospital/Dejad el llanto esta noche/Que el niño está por llegar/Caminante sin
hogar/Ven a mi casa esta noche/Que mañana Dios dirá.[1] Los médicos le
dijeron que se fuera a su casa. Estaba grave pero estable. Al día siguiente
decidirían si podía ser sometido a una cardiocirugía. Ella no pudo. En
esa Nochebuena dormitó de a ratos en la sala de espera del primer piso
escuchando a lo lejos los festejos navideños. Adrián lo pasó con la familia de
su amigo. La noche fue eterna.
La mesa con el mantel rojo quedó tendida e intacta. La
comida lista para servir. Los regalos en el árbol. Así encontró Celia su casa
esa triste mañana de Navidad en la que se ocupó de guardar todo para volver al
hospital donde estaba su padre enfermo. Esta vez la acompañaría Adrián que
regresó de la casa del amigo presuroso. Advirtió que el hijo era su norte, su
sostén. El jovencito se parecía mucho a su esposo que el año anterior había
fallecido en sus brazos.
DOS NIÑOS EN LA ISLA MACIEL
© Diana Durán, 29 de agosto de 2022
MI PEQUEÑO ANDRÉS DE LAS SIERRAS
Camino de los artesanos. Villa Giardino. Camino de los artesanos - Destino Punilla
Mi pequeño Andrés de las sierras
Peligroso para sí mismo, decíamos. Andrés subía las escaleras
que llevaban al tejado y trepaba los muros como un gato. Siempre lo
alcanzábamos justo en el momento en que se iba a resbalar y caer. Era el más
simpático, malcriado e inquieto de mi tres hijos.
Un diablillo único al que todos amaban, pero preferían ver de lejos antes que
tener que correrlo.
─Si este niño llega
vivo a los doce años, haremos una fiesta, ─le dije a mi esposo, un poco en
chiste, un poco en serio.
─No para, no para, Andrés es tremendo, ─replicó su padre quejumbroso. Siempre
cuestionaba las correrías del pequeño y teníamos discusiones por mi poca
severidad.
Como mamá me las ingeniaba para que estuviera ocupado a través
del dibujo, los deportes, la música o lo que fuera, hasta acompañándome en las tareas de la casa y las compras en un ir y venir permanentes.
Cualquier acción le resultaba fácil, menos los deberes de la escuela. Si bien
siempre pasaba de grado, le costaba dedicarse a las tareas.
Sin embargo, desde muy pequeño sus habilidades artísticas y
manuales sobresalieron. Podía dibujar con facilidad una lucha entre dinosaurios
o un combate de robots y pintar monstruos fantásticos. Con los bloques armaba
ciudades medievales y campos de batalla. Utilizando un palo de escoba, unos
alambres, un cordel y unos papeles de diario construía un caballo con el que
inventaba hazañas en lugares creados por su imaginación.
Vivíamos en un ambiente propicio para sus aventuras al pie de
las Sierras Chicas en Villa Giardino, a pocas cuadras del Hotel de Luz y Fuerza
donde su padre era administrador. Muchas veces quería llevarlo con él, pero
Andrés no quería saber nada de papeles y encierros de oficina. A los doce años prefería
surcar arroyos, trepar entre las rocas o reposar por unos minutos en las ramas
de algarrobos y chañares. Nada de nuestra quebrada geografía le era ajeno. Valles,
sierras y vertientes, sus lugares preferidos. No lo asustaban las vizcachas,
comadrejas, armadillos, liebres, aves carroñeras o cualquier otro animal
silvestre. Nunca los cazaba, eran sus compañeros de andanzas. Cada uno
representaba un personaje peculiar. Inventaba comadrejas policías, liebres que
nunca ganaban una carrera y urracas campeonas en concursos de belleza.
Empezamos a preocuparnos por él cuando tenía dieciocho años y no
se decidía en la elección de una carrera o un trabajo. Discutíamos con mi
esposo porque andaba vagando por el pueblo y su comarca. A veces tardaba en
volver y el papá se impacientaba, pero finalmente llegaba y a pesar de las
reprimendas no variaba su estilo de vida. Mi esposo lo presionaba para que
trabajara en el hotel con él. Como mamá lo había soñado arquitecto, ingeniero,
geólogo o inventor. Sin embargo, Andrés no podía poner en cauce su propio
torrente de actividad.
Una tarde de domingo se fue de la casa para emprender
sus habituales recorridos, pero esta vez no regresó. Nos embargó la
desesperación. Lo buscamos entre sus amistades, llamamos a la policía,
recorrimos hospitales y todos los lugares conocidos donde acostumbraba a estar.
Nada, ni rastros de nuestro hijo. ¿Qué rumbo había seguido? ¿Habría sufrido un
accidente en las escarpadas sierras o caído en un arroyo torrentoso? Ni pensar
en esa posibilidad que, sin embargo, era plausible. Brigadas de Defensa Civil
recorrieron los sitios más alejados y de difícil acceso. No se supo nada de
Andrés.
Entristecidos
y agotados por la búsqueda imaginamos para calmarnos un viaje lejano en
búsqueda de aventuras. No podíamos creer que le hubiera pasado algo trágico.
Después de unas días de desasosiego Andrés nos llamó diciendo donde estaba: en una cabaña del “Camino de los Artesanos” a pocos
kilómetros de Villa Giardino. Desde hacía tiempo recalaba en la casa de una
pareja de ceramistas que admiraban sus capacidades. Cuando fuimos a buscarlo pudimos
apreciar una colección de pinturas de paisajes y animales serranos para vender hechas por nuestro
hijo durante sus salidas cotidianas. El inquieto Andrés había comenzado una nueva vida entre artistas de
distintos rubros. La mayoría parejas y familias de artesanos. Su mundo creativo se había cristalizado en este bohemio pintor que era hoy.
© Diana Durán. 22 de agosto de 2022.
AMIGOS SIEMPRE
Fuente: Street View
Amigos siempre
Los tres
amigos siempre se reunían en la herrería “La Victoria” a pasar las tardes entre
mates y charlas. José, de cincuenta años, era el dueño del negocio, un hombre bueno,
ocurrente y divertido. Un “gordo querible” y vecino apreciado por la comunidad.
Oscar, dos años más joven, trabajaba en las oficinas de Despacho de la
Municipalidad. Acordaban ideológicamente, lo que no les impedía trenzarse en grandes
discusiones, aunque finalmente terminaban coincidiendo. Franco, un muchacho
fornido que apenas superaba los treinta años era el ayudante del herrero cuando
no hacía changas de albañil. No le preocupaba la política, pero escuchaba
atentamente a los otros dos y muy de vez en cuando emitía alguna opinión. Era
un tipo parco y reservado.
El tema de
conversación sobre las familias de José y Oscar se limitaba a los hijos, no
había anécdota que no relataran. Las “brujas”, como ellos les decían
cariñosamente a sus mujeres, no se nombraban mucho, salvo para contar algún acontecimiento
menor, como cuando habían cocinado algo rico o caído en cierto gasto inútil.
Franco, soltero, solo hablaba de fútbol y un poco de su madre con la que vivía.
Día por medio
se juntaban. Mientras José medía, cortaba, encastraba y forjaba ayudado por Franco,
especialmente con las soldaduras y traslados de piezas pesadas, podían
conversar animadamente. El joven era muy fuerte y resuelto para el
trabajo, capaz de estar horas sin comer ni beber para concluir una labor. Le
decían “la bestia de carga” por su tamaño, potencia y resistencia.
Los debates eran
“para alquilar balcones”. En el negocio, entre rejas, puertas y ventanas, los
tres amigos no se cansaban de las charlas sobre política. Para matizar pasaban
a los sucesos locales ―casamientos, nacimientos, muertes―, pues en esos
temas eran tan chusmas como las mujeres. Más tarde llegaba la hora del truco y
entre mano y mano continuaban parloteando hasta entrada la tarde en que cada
uno volvía a su casa. Vida de pueblo chico donde las rutinas se cumplían
inexorablemente. La ciudad era provinciana y patriarcal. Anclada en la ribera
marítima bonaerense con tantas posibilidades, sin embargo, no emergía de la inercia
que le impedía avanzar. Era el “patio trasero” de la base naval lo que frenaba el
despegue, pero también arrastraba su tímido crecimiento.
―Esta semana, pocos clientes y poca “mosca”. Uno que me
pidió colocar una puerta y otro me trajo la reja de una ventana para arreglar. Esto
tiene que mejorar porque si no “vamos muertos”. Este gobierno nos va a llevar a
la ruina ―comentó José. Corría el final del gobierno de
Alfonsín y la economía empeoraba día a día.
―Yo por
suerte agarré una changa de tres o cuatro meses por lo que tengo laburo extra
―contó satisfecho Franco―, mientras se sacudía el polvillo del overol.
―Nosotros
tapados de expedientes. Me duele la espalda de tanto mover las cajas de una
estantería a la otra. No van a implementar nunca el sistema nuevo. No hubo un
solo intendente que se ocupara de agilizar el papeleo. ¡Cuánto hace que presenté
el proyecto para desburocratizar los trámites!, pero nadie toma el toro
por las astas ―relató Oscar― quien a pesar del trabajo que lo abrumaba se
hacía tiempo para ver cine clásico, escuchar jazz y leer novelas. El “Negro” era
el más leído de los tres que lo escuchaban atentamente cuando se refería a algún
film o a un libro contando sus tramas con lograda oratoria.
―Ay, Negro,
qué interesante lo que decís sobre el Kurosawa y el sufrimiento ante el
abandono y la enfermedad en la película “Vivir”. Ya voy a ver alguno de esos clásicos
cuando tenga tiempo y si es que la bruja me lo permite porque acapara “el tele”
―le decía José, riéndose de su propia chanza. Sin embargo, no lo hacía, le
alcanzaba con escuchar lo que relataba Oscar en la herrería.
―¿Y si el viernes
nos mandamos un asado? Yo me ocupo de comprar la carne y ustedes traigan
la bebida ―propuso el herrero que siempre llevaba la delantera en las invitaciones
a comer. Los amigos aprobaron la moción.
Entre los tres
se comían unos asados opulentos que incluían chorizos, morcillas, chinchulines
y unos buenos tintos. No faltaba el pan, pero la ensalada brillaba por su
ausencia y comían en unas tablitas de madera y con unos cubiertos bien
afilados. A José se le notaba una barriga prominente. Oscar fumaba como una
chimenea y Franco se hacía malasangre por cualquier cosa. Aunque la inflación
arreciaba, los amigos se daban sus buenos banquetes que matizaban con picadas
de queso y salamines, matambres a la pizza o pollos al disco bien condimentados.
Las
cosas se estaban poniendo bravas en el país lo que daba pie a diálogos en los
que José comía y se ponía rojo, Oscar fumaba más que nunca y Franco se tragaba los
nervios callado y melancólico. Sin embargo, en ese pueblo pequeño y tranquilo,
no llegaba el fragor de las grandes ciudades y los amigos podían disfrutar de
sus encuentros.
Un atardecer
de domingo la hija mayor de José llamó al Negro acongojada.
―Hola
Oscar, vení al hospital, te necesitamos, papá está internado. No sabemos
qué tiene. Se desmayó en casa después del almuerzo. Vení, por favor, mamá pide
por vos ―le dijo llorando. El amigo voló al sanatorio adonde llegó en diez
minutos. Durante el viaje le pasaron mil imágenes de charlas, comilonas y
risotadas. Al llegar abrazó fuerte a cada uno de los hijos y se dirigió a la
esposa con quien había sido compañeros del colegio.
―¿Qué
pasó, qué te dijeron los médicos? ―preguntó Oscar tomándola de ambas manos.
―Que
no saben cómo no le sucedió esto antes con los niveles de colesterol,
hipertensión y todo lo que descubrieron en los análisis ―respondió
acongojada. No había terminado la frase cuando se abrió la puerta de terapia
intensiva y dos médicos se dirigieron lentamente a la mujer.
―Señora,
fue un infarto masivo. No hubo nada que hacer.
Oscar
tuvo que sostener a la familia frente a la peor desgracia. Debía ocuparse del
velorio y demás cuestiones. Era el amigo más cercano junto a Franco que hizo la
señal de acompañarlo si bien no había emitido palabra desde su llegada al
hospital.
Cuando
iban a hacer los trámites Oscar detuvo el auto unos minutos frente a la
herrería y prendió un cigarrillo mientras Franco continuaba mudo e inclinaba su
cabeza entre las piernas. Luego arrancó y tiró con furia la colilla por la
ventana.
© Diana Durán, 15 de agosto de 2022
TRAS LA MESA DEL CAFÉ
Plaza. Fotografía de Héctor Correa.
TRAS LA MESA DEL CAFÉ
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