EN EL JARDÍN DE SIEMPRE

 


Fotografía: Mariela Viarenghi

EN EL JARDÍN DE SIEMPRE

 

El jardín era para Josefina especial, único, incomparable. Lo había cuidado desde joven, primero como hija, luego como herencia de su padre. En la galería del lado sur, contigua a la vivienda, había tomado el té con su madre, quien religiosamente le indicaba lo que convenía hacer en la vida. Allí había paseado en brazos a sus hijos cuando bebés, animado sus juegos infantiles y los había visto retozar de adolescentes. Disfrutó charlas de todo orden con su esposo hasta muy grande, vermut de por medio, con la prole ya adulta. También entabló amenos y recurrentes diálogos con sus amigas, con los consabidos cafés y masitas. Siempre mirando al parque.

Transcurrieron en ese pequeño territorio múltiples estados de ánimo. Desde los más felices hasta los más tristes. El jardín fue testigo de todos ellos. Cambiaron los colores, las formas y las especies, pero ese espacio seguía siendo el “declive por el cual se derrama el cielo” (1). Un rectángulo de naturaleza tan diverso como los anhelos de cada etapa de su vida. Había diseñado y mandado a construir canteros y sendas; pequeños estanques y glorietas. Cultivaba flores multicolores, arbustos estéticos y hasta algunos frutales que no tardó en eliminar porque se llenaban de plagas. Nunca árboles pues al crecer le hubieran quitado espacio. A Josefina le gustaba tener esa fracción esmeralda donde estar en contacto con la tierra.

Era feliz arreglando el jardín. Construyó un invernadero en el lugar del enrejado gallinero de su abuela. En él dispuso almácigos donde, según su esposo, creaba como una hechicera nuevas plantas, algunas medicinales, con gajos y semillas. También había disimulado con verjas y enredaderas el galpón y la parrilla. Eran los sectores que menos valoraba porque arruinaban la estética de su espacio tan preciado.

Ella misma creó, en sus días de narradora, muchos seres imaginarios que lo poblaron bajo matas y en los rincones. Escribió sobre gnomos traviesos y escurridizos; muchachas enamoradas que gemían sus desdichas o gozaban sus amores; jardineros atareados transformados en príncipes; doncellas vueltas estatuas; sapos cantores de augurios y tantos otros personajes que solo sus hijos y nietos conocieron a través de sus cuentos pues jamás publicó nada.

En los días tristes salió a ocultar sus penas y elevar alguna plegaria al cielo. De esa manera se consolaba. Ese oasis verde la acompañó durante muchos años de una vida plena y sencilla.  

 

Una tarde soleada de otoño, Josefina sale al jardín y se acomoda en el sillón de mimbre como todos los días. Lo recorre con sus ojos cansados, serenos. Grises son, tan grises como su cabellera, tan cuidada como su piel arrugada, pero tersa a la vez. Tiene noventa y siete años. Solo cuenta con la descendencia porque no hay nadie mayor que ella en la familia, ni su esposo, ni sus hermanos, ni sus primos. Quedan algunos viejos amigos, tan viejos como ella a los que no puede contactar. Incluso ha olvidado sus nombres.

Mira a su alrededor. Nota que crecieron dos rosas más. Observa el nido de la calandria en un codo del pino. Está terminado con ramitas y plumas; hasta imagina que adentro hay tres huevos. Ve muchos abejorros volando sobre las matas de lavanda y descubre que no hay nubes en el cielo. Siente el calor del sol y el aire fresco. Se incorpora a duras penas y apoyada en su bastón da una vuelta muy lenta al parque. Por unos segundos recuerda su jardín, el que tanto cuidaba, pero lo olvida enseguida.

Esa mañana le costó levantarse, pero ahora está en el único lugar en el que desea estar. Cruza dos palabras con el jardinero que corta el pasto como todos los viernes. Se incorpora un poco, pero se nota cansada y vuelve a sentarse en el sillón de mimbre. La vendrán a buscar en cinco minutos, piensa, como siempre, pero no sabe cuánto son cinco minutos. Se acerca la hora de la merienda y la llevarán al comedor. No desea encerrarse, pero así es el ritmo de sus días. No tiene libre albedrío. Sigue las órdenes establecidas. Entrecierra los ojos, dormita arrullada por el canto de las calandrias y reposa.

No volverá a despertarse, la encontrarán en el mismo sillón donde casi todas las tardes salía a disfrutar del sol.

 

© Diana Durán, 28 de octubre de 2024



(1) Jorge Luis Borges. Un patio.

DESPEDIDA Y RETORNO

 


Paisaje de Toledo. Foto Diana Durán

DESPEDIDA Y RETORNO

 

Celeste pasaba unas felices vacaciones con su familia en Villa Gesell. Había alquilado un departamento durante todo enero. Era la primera vez que se daba el gusto. Ese año había podido ahorrar para disfrutar con sus hijos y padres un verano muy esperado. La calle 124 a pocas cuadras de la costa era tranquila y residencial. Tenía la facilidad de ir al centro cuando quería y bajar a la playa de mañana y al atardecer, sus horarios preferidos.

El celular sonó cuando estaba tomando una limonada en el parador mirando el mar sereno. Los chicos jugaban con amigos a pocos metros y sus padres se habían quedado descansando. Era la directora de Planeamiento que le avisaba que debía reintegrarse al trabajo en pocos días. Le explicó que la habían elegido para recorrer establecimientos educativos destacados de España con un equipo ministerial. Luego aplicarían los resultados al contexto de la Argentina. El viaje se iniciaría a fin de mes.

Debía decidir. Quedarse en la villa o ir a Europa. La opción parecía fácil, pero Celeste sopesaba el contraste de la tranquilidad de la costa con el hecho de trabajar intensamente en Europa. Significaría un gran desafío para ella y un notable avance en su profesión. Pensaba en el mundo desarrollado cuya educación se suponía para entonces, de mayor calidad que la Argentina. ¿Trabajo o descanso? ¿Aventurarse a grandes desafíos o quedarse gozando de su familia y el mar? No estaba muy segura, pero sabía que, si decía que no, quedaría mal con las autoridades educativas que la habían seleccionado.

Todos intervinieron en la decisión. Los chicos no querían que se fuese. Protestaban, mamá, es la primera vez que tenemos un veraneo tan lindo, no te podés ir, decía Pablo, el de doce. Mamita, te voy a extrañar mucho, agregaba Andrés, el de ocho. Los padres le insistían en que no debía perderse semejante oportunidad. La experiencia profesional y el hecho de conocer España sin costo eran de gran atractivo. Pronto recibió la noticia de que irían a Madrid, Barcelona, Granada y Sevilla. En consecuencia, recorrerían parte de España con el equipo designado y conocerían especialistas relevantes de distintas regiones del país. Tiempo de aprendizajes, ¡cómo no sentirse atraída!

Acordó con sus padres que ella retornaría en pocos días a Buenos Aires para preparar el viaje. Mientras ellos y sus hijos podrían continuar las vacaciones en Villa Gesell hasta fin de mes. Si bien estaban acostumbrados a compartir con los chicos, tendrían que acompañarlos en sus actividades, ocuparse de las comidas, cuidarlos en todos los órdenes sin su presencia. Habló con su exmarido, pero notó la reticencia ante la posibilidad de tenerlos. Como siempre.

Llegó el día de la partida en Ezeiza. Cuando saludó a sus hijos por teléfono sintió una especial amargura. ¿Cómo podía alejarse de esa manera?, ¿qué estaba haciendo?, se preguntó apenada. Intentó olvidar esos pensamientos para encarar una gran oportunidad profesional que la llevaría al viejo continente. Partió el veintiocho de enero sola, sin adioses, junto a sus cinco compañeras a quienes los familiares habían despedido con carteles multicolores y gran bullicio.

Arribaron a la capital española y comenzó el difícil trabajo de comprender otra cultura, otros modos de vivir, aunque se trataba de una ciudad muy parecida a Buenos Aires. Coincidían en el idioma y eso era un plus cualitativo. Quienes la acompañaban formaban un grupo muy agradable y conocido desde que había ingresado al ministerio.

Celeste recordaba a sus hijos en todo instante. No estaba en paz. Las preocupaciones se le colaban en la mente, no solo por la lejanía sino por la circunstancia de no haberse despedido en persona, si bien lo había hecho en Villa Gesell. Hubiera querido verlos hasta último momento, abrazarlos fuerte, decirles cuánto los quería y darles las indicaciones de siempre. Que se cuidaran, que se lavaran los dientes, que no comieran muchas golosinas, que no usaran en demasía el celular. Sabía que todo eso iba a estar vigilado por los abuelos, pero no era lo mismo. Un mes era mucho tiempo.

En Madrid las integrantes del equipo interactuaron con la Consejería de Educación, reconocieron el gran nivel de la educación pública española y, cada una se llevó una cantidad de libros sobre la experiencia de la transformación educativa. Los madrileños con quienes se relacionaron eran expresivos, afables y comunicativos. Un señor grande que oficiaba de coordinador las llevaba a todos lados, incluidos almuerzos y cenas. Por su parte, en algunos tiempos libres Celeste tuvo la oportunidad de visitar el Museo del Prado y admirar Las Meninas de Velázquez, obras del Greco, Rubens y Goya; recorrer la Gran Vía, la calle que nunca duerme con su variada arquitectura y grandes tiendas. Hasta pudo visitar una tarde el casco histórico de Toledo, la ciudad de las tres culturas: cristiana, judía y musulmana. Sin embargo, ella no estaba contenta. Añoraba la presencia de Pablo y Andrés. Los veía en cada niño en la calle o en los lugares que visitaba. Para colmo de males, fueron a varios colegios y liceos.

Luego de Madrid llegó el turno de partir a Barcelona adonde arribaron en buzeta. No fue la misma experiencia que en la capital. Encontraron cierta soberbia y aires de superioridad cuando contaban su experiencia y visitaban los centros educativos. El idioma era una barrera, pues en muchas ocasiones entre ellos hablaban en catalán. Además, los trataban como sudacas, sin duda. De todos modos, la ciudad era hermosa y pudieron recorrerla fugazmente. Allí también recordó conmovida a sus hijos. La melancolía fue creciendo con el tiempo.

Volvieron a la capital y partieron a Granada y Sevilla. Resultó una experiencia única conocer las escuelas albergue y sus huertas orgánicas, sumadas al paisaje de olivos y naranjas, muy colorido a pesar de la aridez reinante. Ni que hablar de los deliciosos mariscos frescos y jamones de bellota; además de los vinos con denominaciones de origen conque las recibieron. A mayor encanto, más extrañaba a sus hijos.

Celeste se hallaba en Granada, en un hotel de atmósfera árabe con grandes ventanales y rejas repujadas, cuando la llamaron a la conserjería. Su papá había tenido un infarto, no se sabía bien cuán grave era. Su madre debía cuidarlo. No tuvo más remedio que comunicarse con el padre de sus hijos, con quien no tenía buena relación y menos con su joven y reciente mujer. Si bien ya estaba al final del recorrido, la situación resultó caótica. No podía volver hasta que no terminara el trabajo y tampoco cambiar el pasaje establecido por el Ministerio. La situación fue penosa. Se comunicaba todos los días con su madre para ver la evolución de su padre y también hablaba con Pablo y Andrés, cuyas vocecitas la hacían angustiar aún más.

Desde el inicio presintió que el viaje no era oportuno. Al llegar a Ezeiza, así como no hubo despedida, tampoco nadie fue a recibirla. Cuando fue a buscarlos, abrazó a sus hijos como nunca y decidió que no había nada ni nadie más importante que ellos. Los viajes y los logros profesionales quedarían para otros tiempos.

 

© Diana Durán, 21 de octubre de 2024

TIEMPO DE VOLVER

 



Imagen generada por IA



TIEMPO DE VOLVER

  I

¡Cómo han cambiado los tiempos! expresó con voz triste. Antes todas las tardes miraba las novelas con tu madre y durante los avisos contábamos los acontecimientos sociales del momento. También hablábamos del futuro de mis queridos nietos. Juntas tomábamos el té con scones calentitos que yo preparaba. Ustedes, dos sabandijas de ocho y diez años correteaban entre nosotras alrededor de la mesa; jugaban en la terraza con trastos viejos o en la vereda con una banda de chicos de la vecindad. ¡No paraban en todo el día!

 

Yo intentaba imaginar lo que me contaba la abuela. Ya tenía trece años. A la vez vigilaba el celular que sostenía en mi mano derecha para ver si había algún mensaje. Siempre me habían interesado las historias de la nona, pero ya no le prestaba tanta atención. Mis ojos se desviaban hacia un costado como tirados por un hilo invisible, atraídos por Facebook o “Angry Birds”, mi juego preferido del momento.

 

II

Pero, mi querido, hace media hora que está el plato en la mesa y no terminás de comer, ¿qué te sucede?, ¿no tenés hambre?, ¿comiste antes de venir?, ¿por qué te reís solo?

 

A finales del secundario, iba a almorzar los viernes después del colegio. La nona cocinaba como nadie, me hacía ravioles con tuco, pastel de papas, empanadas y flan de chocolate con dulce de leche. En ningún otro lugar comía tan rico. Mientras almorzaba trataba de escucharla, pero por más que lo intentaba no entendía qué me decía. Mi cabeza estaba en otro lado, jugaba al “Mini Soccer Star”, controlaba los mensajes del WSP y me reía solo con un video de Tik Tok. Todo al mismo tiempo. Oía muy despacio la voz de la abuela, pero me daba cuenta de que poco a poco se iba apagando o era yo que no la atendía más.

 

III

 

¡Qué barbaridad! Cuando ustedes vienen los domingos a almorzar están con las cabezas gachas, inclinadas hacia los celulares. Casi no se habla en la mesa. Los chicos emiten unos sonidos guturales para contestar. “Mmm, sep, bue…” Así hablan. Parece que los molestáramos. Ya no hay diálogo en el almuerzo. En realidad, son todos, hija, son cuatro celulares que los aíslan a unos de los otros como en una Torre de Babel. Al aparatito ese yo lo dejo en el dormitorio, bien lejos cuando estoy con ustedes porque los quiero ver y escuchar, pero solo logro contemplar sus cabelleras, porque las caras no se distinguen.

 

Estoy preocupada, mamá. Marcos está cada día más aislado. Cuando viene del colegio se encierra en su habitación y lo escucho con los video juegos. Después se duerme una larga siesta porque se ve que no lo hace de noche. Creo que se queda hasta altas horas vagando con el celular. Además, en el colegio viene bajando las calificaciones del último trimestre. Yo lo reto, le digo que le voy a sacar el celular, pero no me hace caso. El padre está demasiado ocupado como para llevarme el apunte. Hija, desde hace años que veo “in crescendo” esta situación. Me parecía que era yo la única que se daba cuenta. Incluso se los he advertido alguna vez. No solo por Marcos, sino por todos ustedes. Se acabaron las conversaciones, solo emplean oraciones cortas entre largos intervalos en que cada uno está en lo suyo.

La abuela quedó más turbada que antes.

 

IV

 

Me siento mal, tengo miedo y no sé por qué. Me lloran los ojos. Tengo el cuello contracturado y duros los dedos de la mano. No puedo dormir. A veces no lo hago en toda la noche. Otras caigo a las cinco de la mañana. Después me duermo en el colegio. Me retan o me bajan las notas. Creo que este año por primera vez me voy a ir en cuatro materias directamente a marzo. Un día se me rompió la pantalla del celu y hasta que no me la arreglaron me sentí tan ansioso que no podía pensar bien. Estoy confuso y atontado. Mamá quiere que vaya a un psicólogo. Buscó en Internet y por lo que encontró dice que debo tener “nomofobia” (1). Un nombre raro por el solo hecho de usar un poco de más el celular. Todos los chicos lo hacen. Igualmente, no tengo ganas de estar con mis amigos, prefiero estar solo, así que ese no es el problema.

 

Es una lucha, no quiere saber nada de atender a su enfermedad. Va a volvernos locos a todos o lo voy a tener que llevar a la fuerza. Temo por su equilibrio en todos los órdenes. ¡Ay, hijo querido!

 

V

Aunque no quería aceptarlo, finalmente fui a una terapeuta. Primero me sacó el celular por un día, luego por dos y así hasta llegar al mes. ¡Horrible! Como si fuera una droga que no podía dejar de consumir. Tuve bajones tremendos, mejorías y nuevas caídas. De a poco, muy de a poco comencé a hacer otras actividades. Primero fui a yoga que me permitió dominar la respiración agitada y mi alteración permanente. Finalmente volví al fútbol, mi gran pasión. Con el deporte me acerqué a mis compañeros de siempre. Volví a ser persona.

Mi abuela me recibe feliz en su casa los viernes. Ahora podemos conversar y como las delicias que me cocina.


© Diana Durán, 14 de octubre de 2024



(1) La adicción al móvil se conoce como nomofobia, y se refiere a un patrón de comportamiento compulsivo y problemático en relación con el uso excesivo y descontrolado del teléfono móvil.

 

EL RIESGO DE UN CASTIGO

 


 Sequía en el río Paraná. BBC Mundo. 

EL RIESGO DE UN CASTIGO

 

Siempre habíamos tenido suerte con el campo. Varias generaciones se habían dedicado a la producción agropecuaria. El abuelo había venido a mediados del siglo XIX desde Grecia donde pertenecía a una familia rural. Ellos vivían en una isla del Egeo y a pesar de la aridez sabían cultivar vid, criar ovejas e hilar capullos de seda. Su vida seguía con tenacidad el ciclo del día y los cambios estacionales. El clima mediterráneo, seco en verano y con lluvias en invierno, gobernaba todas las tareas.

Transcurrieron muchos años hasta que la guerra y el hambre acabaron con las épocas de bonanza. Los más jóvenes tuvieron que emigrar sin saber su destino. Mi abuelo, creyendo que iba a New York, terminó en unas colonias de Entre Ríos, en la Argentina. Todo era nuevo para él, la gente, el idioma, el clima, las costumbres. Sin embargo, se adaptó y logró afincarse, esta vez cultivando cereales y cítricos. Mi padre también lo hizo; siguió las enseñanzas familiares en la propiedad que se amplió gracias al esfuerzo de las dos generaciones. Una geografía generosa, tan fértil como onduladas eran las cuchillas que la surcaban. Solar misterioso de tierras gringas, a la vez pampeano y mesopotámico.

Yo me crié entre lagunas y pastizales; sauces y álamos; garzas y carpinchos. Así se formó mi carácter; no podría haber nacido en un ambiente más prolífico.

La naturaleza pródiga y la prosperidad económica nos benefició. Es cierto que durante algunas épocas tuvimos anegamientos y, en otras, períodos de sequía, pero ningún riesgo que produjera una catástrofe como para arruinarnos. Estábamos cerca del anchuroso río Paraná, los suelos eran ricos y las cosechas bastaban para mantener a toda la familia. Nunca olvidaré las manos fuertes y curtidas, el cuerpo algo encorvado y la piel reseca y quemada de ambos: el abuelo y mi padre. Qué decir de mi abuela y de mi madre, tan dedicadas a las tareas en la huerta, la granja, la casa y nuestra crianza.

Mi hermano y yo pudimos disfrutar de una educación universitaria gracias al esfuerzo de nuestros predecesores. Yo fui el que los hice más felices porque estudié agronomía. Para no ir a Buenos Aires, lo hice en Córdoba y en cinco años me recibí.

Justo al terminar la carrera, mi abuelo y mi padre comenzaron a ver que llovía poco, hasta que el cielo se eclipsó por meses. Las lagunas se secaron, los suelos se resquebrajaron, la fauna típica comenzó a emigrar. Hubo que malvender la hacienda escuálida y los pocos frutos que había dado el naranjal. La situación empeoraba día a día y yo con mi título reluciente estaba atado de pies y manos. Lo que había aprendido no servía de nada frente a la devastación y la catástrofe. Poco tiempo después, parte de la buena tierra, los árboles y las praderas sufrieron incendios devastadores.

¿Cuál había sido nuestro crimen para merecer tremendo castigo, como tituló Dostoyevski? (1)

En nuestro caso no hubo crimen, el castigo era ver a nuestro territorio asolado y comprender que solo quedaba volver a migrar como lo había hecho el abuelo un siglo atrás.  



1- Crimen y castigo. Novela de Fiódor Dostoyevski.

 © Diana Durán, 7 de octubre de 2024

LA TIERRA PROMETIDA

 


Pan Bendito. Madrid. Street View

LA TIERRA PROMETIDA

 

Desde pequeño sintió en carne propia la manera autoritaria en que lo trataba. Rafael, ¡ordena tu habitación! Rafael, ¡báñate ya! Rafael, ¡ven a comer inmediatamente! Nunca se lo decía con cariño, jamás un ¿puedes hacerlo? o una frase que denotara ternura.

Sin embargo, él se resistía a decaer. Sabía cómo hacer para que esas órdenes le resbalaran. De muy chiquito había sido travieso. A la mujer no le hablaba como a una madre. Le decía, ya voy, señora, pero huía al jardín a jugar a las canicas o a buscar escarabajos. Espere un poco, y se ocultaba debajo de la cama con dos soldaditos de plástico porque la guerra de fantasía le resultaba más atractiva que cumplir órdenes. Lo mismo sucedía al volver de la escuela. ¿Hiciste los deberes?, le preguntaba terminado el almuerzo. O le gritaba desde el balcón ¡ven de inmediato que te esperan los mandados! cuando recién había comenzado el partido de fútbol en la cancha de enfrente. Nunca un beso o un abrazo al irse a dormir.

Rafael cumplía con recelo los mandatos impartidos o no los acataba por lo que caía en penitencias. Sin embargo, aguantaba el trato poco cariñoso y las frecuentes injusticias. Era el cuarto niño de una familia de acogida, el más chiquillo de dos mujeres y dos varones. De pequeña altura, menudo para sus diez años, de pelo azabache, penetrantes ojos negros y rodillas siempre lastimadas. Querido por sus amigos y maestros por inteligente y pícaro.

Vivían en un departamento al suroeste de Madrid en Pan Bendito, una de las barriadas periféricas de la gran ciudad, habitadas por clases bajas e inmigrantes. Era un sitio de aspecto homogéneo donde los edificios de ladrillos rojizos y desteñidos conformaban bloques de más de cinco plantas. Para felicidad de Rafael moraban frente a un gran parque deportivo. Amaba ese lugar donde se sentía libre y seguro, lejos de la familia disfuncional que le había tocado en suerte. El niño nada sabía de sus verdaderos padres.

A pesar de la crianza autoritaria, Rafael nunca fue sumiso. Los mandamientos y las reglas no encajaban con su personalidad. Era libre, había nacido así, no lo amilanaban las sujeciones y advertencias inflexibles. Tampoco los gritos y malos tratos, especialmente de quien oficiaba de madre cruel y desamorada. Su esposo ferroviario nunca estaba en la casa. Era una especie de fantasma que muy de vez en cuando aparecía y cuando lo hacía estaba fatigado y ceñudo como para tratar con los niños.


Imagen creada por IA

Desde chico Rafael había soñado con irse de la casa. Descubrir nuevos horizontes. Imaginaba un destino mejor. En la escuela habían leído Las aventuras de Tom Sawyer quien se convirtió en el ídolo de su infancia. Ya encontraré un tesoro y seré rico, pensaba. Cumpliría su deseo, aunque conocía sus límites: la corta edad y la falta de dinero. ¿Adónde iba a ir? No confiaba tampoco en sus hermanos con quienes hablaba poco y despreciaba porque mendigaban cariño y, de esa manera, eran también rechazados sin piedad.

Rafael se escapaba a su mundo de fantasía para soportar sus estudios en la Plataforma Social Panbendito[1]. Emulaba, según los días y las circunstancias, a los personajes de los cómics: Zipi y Zape[2], Mortadelo y Filemón[3] y El Papus[4]. Conseguía las revistas en la escuela o en la plaza porque nunca tuvo las suyas. El universo de Rafael se confundía con esos personajes que aplicaba a sus sueños y juegos imaginativos.

Rafael admiró de adolescente a La Excepción, un grupo musical formado por jóvenes de su barrio que había triunfado al interpretar hip hop con toques flamencos. Eran sus héroes porque habían logrado salir del mismo extramuros donde él vivía y tener éxito en toda España. Rafael había aprendido sus canciones y las cantaba como metáfora de futuro. Ruina, no luchas por tu devenir, ruina, olor a sangre como elixir, de este barrio tengo que salir, ruina, llama al alguacil, no va a venir.       

El muchacho tuvo varios aprietos por querer escapar de la casa de la familia que lo cuidaba. Siempre lo regresaban. Él quería más al barrio que a esos lazos seudo familiares sin amor. Terminó la secundaria y cuando tuvo dieciocho años decidió que era el momento.

Un día armó su mochila y partió. Tomó el autobús cuarenta y siete hasta el final del recorrido, la gran estación de Atocha. Había ahorrado justo lo necesario para viajar en un tren a Sevilla. Por alguna razón le atraía Andalucía, un territorio promisorio, en el que dominaban el sol, los placeres y la esperanza.

Cómo no lo iba a cautivar esa región española si era la tierra de sus ancestros, aunque él no lo supiera. La habían poblado una mixtura de íberos, griegos, romanos, árabes y berberiscos. Los rasgos oscuros de Rafael, su alegría y la calidez de su carácter lo semejaban a la gente de la región. Andalucía era el lugar ideal para quien buscara disfrutar de la vida. Hacia allí fue el joven sin saber de sus orígenes.

Se dedicó a mil oficios. Fue obrero, mozo, taxista hasta que encontró un trabajo como guía de turismo. Se sintió libre y feliz. Llegó a tener su propia agencia de viajes. Nunca volvió a saber de su familia de acogida. Olvidó por completo las órdenes de la mujer. No encontró sus orígenes biológicos porque tampoco los buscó. Su orfandad fue eterna.



[1] La Plataforma Social Panbendito es una entidad salesiana que desarrolla su actividad en el popular barrio de Madrid del mismo nombre para atender las necesidades sociales, formativas y laborales de la población de pocos recursos.

[2] Dos hermanos gemelos muy traviesos que prefieren jugar en la calle con sus amigos antes que ponerse a estudiar en casa. 

[3] Cómic más popular de España, se publica todavía hoy en día. Estos personajes nacieron en la década de los 50. Son dos agentes secretos que siempre fracasan en sus misiones porque son muy torpes.

[4]  Revista pionera en la crítica social de la época a través del género del cómic y la sátira gráfica.


© Diana Durán, 30 de setiembre de 2024

EL NIDO

 


Piojito gris en su nido. Fotografía: Héctor Correa.

EL NIDO

Desde un hermoso e intrincado nido el macho llama a su hembra con un canto agudo y melodioso. Debajo de él yacen tres huevos con pintas azules.

El nido es una cavidad, un cuenco, un hueco que protege. Puede estar construido de barro y ser perfecto como el del hornero. El de los colibríes están hechos de infinitas ramitas apenas perceptibles. Algunos son grandes y deformes como los de los loros y afean los eucaliptos.

Los pájaros cumplen funciones esenciales en sus nidos: la cría, el refugio; enseñar a comer y a volar.

Por eso cuando el viento sopla fuerte y arrachado y el nido cae al pedregoso suelo, la paloma que empollaba emprende el vuelo. Sabe que no hay más nada que hacer. El nido ha quedado vacío.


© Diana Durán, 23 de setiembre de 2024

 

 

UNA CARTA SORPRESIVA

 


Imagen creada con IA. 9 de setiembre de 2024


Una carta sorpresiva

 

La carta era de su hijo. Totalmente inesperada, absurda. Una correspondencia escrita a mano en papel en tiempos de correos electrónicos y comunicaciones instantáneas. Alexis le describía con detalles que se iría a vivir a Estados Unidos, y, además, como si fuera un documento notarial, autorizaba a su madre hacer ciertos trámites requeridos. En ese momento sus padres vivían a ochocientos kilómetros, en Bahía Blanca, a una hora de avión de la gran metrópolis. Ya les resultaba difícil viajar en tiempos inflacionarios por los costos, pero de una u otra manera conseguían verse para cumpleaños y fiestas de fin de año. Según rezaba el escrito, Alexis residiría con su esposa e hijo en una ciudad sita a diecinueve horas de avión con escalas. ¡Una locura!, pensó acongojada.

La noticia le produjo sorpresa, conmoción, un balde de agua fría, una daga en el corazón. Era un golpe repentino sin anticipo previo, sin una conversación sincera en el último encuentro durante el cumpleaños de su nieto. Él y su esposa tenían excelentes trabajos en Buenos Aires. ¿Con qué objeto probarían esa aventura? Además, y por lógica, no solo se iría la pareja sino también, “se llevarían" a su nieto. A su adorado nieto, la luz de sus ojos. Todo era posible en la viña del señor, menos ese delirio, inconmensurable ausencia de sensatez. ¿Cómo partirían sin más ni más a vivir en un lugar desconocido?

Alexis no explicaba en su carta sorpresa qué iba a hacer con su trabajo actual y con su vivienda que tanto le había costado obtener. La madre pensó en sus propios esfuerzos no tenidos en cuenta por su hijo. Los colegios privados costosos a los que lo había mandado, los años de facultad sustentados por ella y su esposo a puro tesón de trabajo para que se recibiera de ingeniero. ¿Y su hijo? Empleos insignificantes superados por su propia capacidad y esfuerzo que dieron como resultado el bienestar que hoy vivía con su familia. ¿Tiraría todo por la borda? ¿Es que se había vuelto loco? ¿Qué bicho le había picado? ¿Cómo podía dejar al margen a sus padres? ¿No había pensado en lo que iba a ser su vida en una comunidad totalmente diferente en cultura, sociedad, idioma y costumbres?

No se trataba de Miami o New York que poseen considerables colonias argentinas, sino de Charlotte, en el centro este del país, ciudad del estado de Carolina del Norte. Releyó, ¿Carolina del Norte? ¿quién conoce a ese ignoto estado tras los Apalaches? Otros los modos de vida en el interior profundo del país del norte, un territorio seguramente hostil hacia los migrantes latinos que arribaban día a día. Pensó abrumada que con seguridad se trataría de un estado conservador en lo político, republicano a rabiar. No sabía en qué incidiría, pero por principios no le gustaba, si bien era una minucia en comparación con las circunstancias familiares.

Charlotte, vaya nombre de novela romántica, pensó la mujer. Era una ciudad de más de ochocientos mil habitantes localizada en la ribera izquierda del río Catawba, escindida históricamente de Carolina del Sur para convertirse en una colonia independiente. Su hijo trabajaría en una compañía de electricidad, la Duke Energy. Nunca había escuchado hablar de esa empresa. Además, se trataba de un centro turístico, según decía en el escrito, como tantas otras ciudades yankees. La madre investigó todo lo posible sobre el lugar. Supo que allí vivieron los siux y fantaseó con ese pasado feroz y combativo en las raíces identitarias, como si en su imaginación se mantuviera vivo. Sintió mucha preocupación. Luego había sucedido la emigración de irlandeses, ingleses y alemanes. Había estallado allí una de las primeras fiebres del oro de los Estados Unidos. ¿Tendría su hijo una moderna exaltación, pero del dólar? Siguió indagando y encontró que Charlotte poseía una alta tasa de criminalidad en la zona norte de la ciudad. Justo donde él iba a vivir. Dejó de averiguar.  

Siguió especulando, ¿y si no veía más a su chiquito, a su nieto adorado? Ya sabía que con dieciséis años era un adolescente hecho y derecho, pero para ella era como si tuviera cinco y su historia aún le perteneciera. Para más desgracia caviló en la economía argentina, en su edad y la de su marido. ¿Podría ella aseverar que tendría dinero y salud para viajar? Sospechaba que su esposo no la iba a acompañar. Bastante distanciado estaba de su hijo. En realidad, nunca había tenido gran afinidad con Alexis.

Sintió desfallecer. Una opresión en el pecho le contrajo el alma: de dolor, de angustia, de una pena inconmensurables que no tenían remedio. Se recostó y lloró hasta que no le quedaron fuerzas y se durmió a los sobresaltos.

Al despertar se preguntó qué haría. Lo primero que se le ocurrió en un rapto de enojo fue romper el sobre. Así lo hizo. Luego le diría a su hijo que nunca la había recibido. Esperaría un encuentro concreto, que Alexis viniera al sur y se despidiera como correspondía de sus padres.

Cuando rasgó el papel en el que había guardado el escrito, unos impresos alargados cayeron de la envoltura. Se agachó para revisarlos. Eran dos pasajes de ida a Charlotte, para ella y su esposo. Estaba azorada de lo que no había alcanzado a descubrir. Tampoco había visto la pequeña esquela que en el interior de los billetes escribía con gratitud, gracias, mamá y papá, por todo lo que me brindaron en la existencia. Espero que podamos vivir esta nueva etapa todos juntos. Es lo que más deseo en el mundo.

 

© Diana Durán, 9 de setiembre de 2024

DEL BOSQUE CHAQUEÑO, NUESTRA QUERENCIA

 


Foto: J Wickens, Ecostorm


DEL BOSQUE CHAQUEÑO, NUESTRA QUERENCIA


Vivíamos en las cercanías de Fortín Cabo Primero Lugones, a pocos kilómetros del divagante río Pilcomayo. El terruño se situaba en los confines fluviales de la Argentina, allende la frontera con Paraguay. Entre riachos temporarios y bosques secos estaba la pequeña finca donde sustentábamos nuestra sencilla vida con cabras y palmares. Convivíamos con mis padres, dueños de casa por herencia aborigen; Poyahen, mi esposo, leñador y ganadero, y los cuatro gurises, dos mayores, varones, y las dos menores, mujeres. Yo estaba a cargo de las tareas domésticas y, a su vez, trabajaba de maestra en la CESEP[1] del pueblo. No me había recibido, pero en estos lugares bastaba con haber terminado la secundaria para ser docente. La escuela y un polideportivo animaban el tórrido paraje, por lo que vivir en el bosque había sido la elección de la familia. Siempre quisimos quedarnos en ese solar acostumbrados a los quehaceres rurales. Poyahen había migrado del Chaco de niño y nos conocimos en el centro educativo. Desde adolescentes afrontamos todo juntos, incluso ser padres muy jóvenes.

Podríamos haber vivido en el pueblo, pero a nosotros nos gustaba el bosque: el horno de barro y los montículos de leña; los extraños y cambiantes madrejones; la luna reflejada en las lagunas. Convivíamos con loros habladores, patos sirirí y garcetas. Los cardenales se apostaban en el patio de tierra con sus penachos rojos, bien domésticos. Nuestros cuatro hijos eran felices jugando con tortugas e iguanas. Hasta solíamos ver lentos osos hormigueros, monos carayá y pasaba a la carrera algún tapir, entre medio de quebrachos colorados y blancos, chañares y vinales. Aquí la caza furtiva era muy frecuente y la policía se encargaba de demorar a los malandras que faenaban animales sin permiso. Era el reino de la palma caranday. De sus dátiles y cogollos comían las cabras y mi madre me había enseñado a hacer sombreros, muñecas y bolsas que a veces llevaba al colegio como premio para los buenos alumnos. Los abanicos de palma aliviaban los días calurosos. Si bien comíamos de todo, mamá y yo sabíamos preparar empanadas de charke[2] y sopa paraguaya con harina de mandioca. Los hombres asaban cabrito para regocijo de la familia. Los chicos se endulzaban con delicias de mamón, zapallo y pastelitos bañados con aloja[3].

La ruta ochenta y seis era el vínculo con el mundo, aunque no salíamos demasiado, salvo para comprar provisiones o hacer algún trámite en la vieja camioneta azul. Fortín tenía comisaría, estafeta postal, hospital y algunos negocios, pero para los trámites de las casas iba con Poyahen a Formosa. No se terminaban las diligencias si no se pasaba por la capital. Allí residía el eterno gobernador.

Éramos gente de frontera, acostumbrada a saber que por allí reinaba el contrabando; más que todo en Clorinda, por eso nos cuidábamos de esos bandidos. Por suerte nuestra finca quedaba en las afueras de la ruta principal.

Nosotros sabíamos de bosques y animales. Ese era nuestro dominio: las cabras, el monte, las lagunas y las abras. El parque chaqueño, hábitat ideal. Por eso nos resultó raro cuando vinieron dos hombres con la propuesta de comprar algunas hectáreas para la explotación forestal. Se hacían los buenos, pero sabíamos lo que eso significaría. Podrían obligarnos a vivir en el pueblo lejos de riachos y animales, del cielo diáfano y los atardeceres únicos.

Los desmontes habían sido suspendidos para proteger la naturaleza, pero las multas no eran suficientes para evitarlos, ni tampoco para frenar los incendios premeditados. Quisimos mantenernos en el lugar. Rogábamos que nadie nos desalojara para cultivar soja. ¿Qué iba a quedar de nuestra tierra si eso pasaba?

Deseamos, pero no pudimos. Ni la ley de bosques nos salvó[4]. La falta de las escrituras que tanto habíamos tramitado sin obtenerlas nos obligó a malvender. No valió ningún viaje a la capital de la provincia. Tampoco que fuéramos los verdaderos dueños. Terminamos viviendo en una casa en Fortín Cabo Primero Lugones. Mis padres murieron de tristeza al tiempo. Desde entonces trabajamos en un pequeño almacén que compramos. Sin cabras. Ni aves, ni yatay, ni cielo, ni tierra. Ni nada.

© Diana Durán, 26 de agosto de 2024



[1] Centros Educativos Secundarios de Educación Permanente de Formosa.

[2] Carne seca.

[3] Bebida hecha con frutos de chañar.

[4] Ley 26.331. Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosques Nativos. 2007.

 

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