VERANO EN TIERRAS GAÚCHAS





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VERANO EN TIERRAS GAÚCHAS

Emprendimos el viaje a Porto Alegre y las playas del sur de Brasil con la alegría ingenua de quienes piensan que todo será fantástico y grandioso. Éramos dos familias inseparables, unidas por años de afecto y rituales compartidos que se repetían como marcas felices. Juntos habíamos pasado Navidad y Año Nuevo; cumpleaños de todos los integrantes del clan familiar y fines de semana en la quinta de mis padres. Era la segunda vez que planificábamos un veraneo juntos. La primera había sido a San Luis en camping, con toda la prole a cuestas. Había resultado óptimo y nos habíamos llevado de maravillas, chicos y grandes.

 Esta vez, cruzaríamos la frontera. El primer viaje al exterior para nuestros hijos. Con promesas de mar tropical, aguas templadas, paisajes de morros típicos de Brasil. Se sumaban compras sin premuras de dinero.

¿Están todos listos? —preguntó mi esposo, mientras ajustaba el último bolso en el Falcon rojo. ¡Sí!; ¡nos vamos a Brasil! —gritaron los chicos, con entusiasmo infantil.

La ruta era larga. Más de mil cuatrocientos kilómetros. Dividimos el trayecto en dos etapas: una parada en Porto Alegre para compras; y, luego, el último tramo por la “Estrada do Mar”; ésta era una carretera en la que actualmente no pueden circular camiones ni ómnibus, pero en aquella época acechaba un mar de grandes vehículos que nos pasaban como liebres.

El Falcon llevaba a nuestras hijas y a las dos de los Figueroa. Las cuatro jugaban a las muñecas sin parar. En el Peugeot 504 iban los Garzón, sus hijos y la mucama. Sí, hasta ese gusto podíamos costear. Era la época del “uno a uno”, de la “plata dulce” y los sueños vanos, accesibles para la clase media argentina.

El larguísimo viaje, mediado por el puesto internacional Paso de los Libres-Uruguaiana, transcurrió sin sobresaltos. Lo mismo la breve estadía en Porto Alegre desde donde partimos hacia Torres cargados de compras de todo tipo: ropa, zapatillas, juguetes, enseres varios y hasta gomas nuevas para los autos. Un despilfarro de dinero típico de la época.

Torres nos recibió con el calor veraniego, playas de arena blanca, morros que parecían monumentos rocosos y puestas de sol rojas, amarillas y naranjas reflejadas sobre las aguas turquesas. Se agregaba la vibrante alegría carioca. El chalet, cómodo y amplio, era perfecto para ambas familias.

Las fiestas de fin de año fueron opulentas. Cenas opíparas en restaurantes repletos de argentinos, los consabidos brindis con caipiriñas, el fragor de los bailes de lambada y samba. Un cóctel de desenfreno al que no estábamos habituados. A eso se le agregaban juegos de cartas y dados que se extendían hasta la madrugada en el living del chalet cuando los chicos ya dormían.

Durante el día ellos jugaban sin pausa en la playa y en el jardín. Nosotros, los grandes, no parábamos de comprar comestibles en el supermercado para el batallón que éramos y hablábamos de trivialidades, sumadas a las eternas discusiones de política y economía sin demasiados fundamentos. Todo marchaba sobre rieles.

Hasta que un mediodía sobrevino el vuelco. La playa estaba atestada. El sol caía vertical y las sombrillas se multiplicaban como un jardín de colores.

Habíamos decidido volver al chalet para almorzar, cuando notamos su ausencia. Soledad, la menor de los Figueroa, no estaba con el resto de los chicos. No jugaba en la orilla, no corría con los demás. No aparecía por ningún lado.

¿La viste, Marita? —pregunté tranquila a mi hija mayor para no asustarla. No la vi, mami; creo que estaba con nosotros cuando fuimos a buscar las paletas —respondió con voz temblorosa.

El padre de Soledad, al principio sereno, comenzó a caminar afligido entre las sombrillas, llamándola con voz firme. ¡Sole, Sole!; ¿dónde estás? Nada. Solo el bullicio de los veraneantes y detrás el murmullo de las olas. No pudo haberse ido lejos. Vamos a dividirnos; vos llevá a los chicos al chalet; nosotros seguiremos buscando —ordenó mi esposo, con el ceño fruncido.

Avisamos a los guardavidas. La alarma se propagó como un eco en el gentío. Un desfile de turistas se sumó a la búsqueda. El mar, antes sereno, parecía ahora una amenaza inquietante. Ni siquiera nos habíamos percatado del estado del oleaje o la marea.

En el chalet, los chicos se tornaron más y más inquietos. Mara lagrimeaba en silencio. Yo intentaba mantener la calma, pero el corazón me latía desbocado. ¿Y si se metió al agua sola? susurró Marita; no digas eso —respondí con una firmeza que apenas lograba sostener.

Pasaron dos horas. Eternas. Cuando los padres de Soledad regresaron, sus rostros estaban blancos por el terror de lo que pudiera haber pasado. Lloraban. Nadie se atrevía a preguntar.

Entonces, como en una escena de película, un auto se detuvo frente al chalet. De él bajó una pareja joven y sonriente; y, en brazos de la mujer, con los ojos llorosos y el cuerpo cubierto de arena, apareció Soledad. ¡Mami!, ¡papi!, ¡acá estoy! —gritó, corriendo hacia ellos. El abrazo y la emoción fueron imborrables. La mujer explicó en perfecto español que la niña los había alcanzado en el límite del balneario cuando estaban por partir de la playa. Les había contado que estaba perdida y con lujo de detalles les había explicado dónde quedaba la casa, incluso el color del portón. Una genia la nena; nos guio mejor que con un mapa —aclaró el hombre.

Nadie rio. El silencio se quebró con un suspiro colectivo. Esa noche, no hubo póker ni generala. Solo abrazos estrechos, miradas cómplices y una certeza compartida: no importaban las compras, ni los viajes extraordinarios que quedaron en el olvido. El verdadero lujo era estar juntos.

Diana Durán, 29 de setiembre de 2025


EL NORTE EN LA PIEL

 


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EL NORTE EN LA PIEL

Muchas veces, Don Antonio me había contado fragmentos de su historia, pero nunca con tanto detalle como esa tarde.

Yo nací en el sur cañero del Tucumán, cerquita de Lamadrid. Éramos pobres, pero pobres de verdad, de los que a veces no tienen ni para el pan. Cuando había trabajo, mi mamá amasaba la harina y le echaba miel de caña para endulzar. Y cuando no, se tomaba mate amargo, nomás. Teníamos una huertita que ella cuidaba como oro. Una vez me enfermé feo y me curaron con leche de puma, mire usted. La vida fue dura, no le voy a mentir. "Llantiaba" (1) todos los días a la zafra, con el machete al hombro y el estómago vacío. "Idiay" (2), ¿qué otra quedaba? Había que trabajar. Después me fui al Chaco como hachero. Pasé hambre, pasé frío, pero siempre seguí adelante.

Así lo narraba la sombra del damasco. Yo lo escuchaba atenta porque el padre de mi esposo era un hombre sabio.

Un día vi un cartel de la Armada donde pedían gente para trabajar. Me quedé mirándolo largo rato. Capaz era el momento de cambiar de vida, continuó el relato.

Así se fue del pago. Tenía que huir de la penuria. El mar lo llevó lejos del monte, muy lejos, pero nunca abandonó sus recuerdos.

Llegué a estas tierras gracias a la Marina. Después de tanto pelearla y de muchos traslados. En Mar del Plata me casé con Elsa, una santa mujer que se quedaba sola cuando yo zarpaba a navegar. Usted sabe que mi hijo nació allí. Cuando estaba en tierra, ella me acompañaba a pescar. Me preparaba el mate y la pastafrola, y se sentaba conmigo en silencio, muchas horas frente al mar sin quejarse. Al final, me trasladaron a la Base Naval de Puerto Belgrano, siguió narrando sin detener sus pensamientos. La base era arbolada, me hacía acordar a mi tierra querida, pero era tan ordenada como la vida militar, vea, demasiado prolija. Al venir a Punta Alta me dijeron que viviríamos “afuera” porque “adentro” era la Base, vea.

Continuó con su relato que yo conocía, pero me gustaba escuchar tantas veces como él quisiera. Pensé que, a través de la unión con Elsa, don Antonio había alcanzado la paz en su ardua historia. Lo observé detenidamente; la tez arrugada y oscura, la espalda curva de tanto hachar, las manos endurecidas por las callosidades. El norte no se le había escurrido del cuerpo, aunque el mar le hubiera arrancado muchos de sus recuerdos más tristes.

Un día me llegó una carta. Era de un primo de Lamadrid que me escribía para que fuera porque el agua había diezmado el pueblo. Había sucedido una gran inundación. Tantos años navegando mares y tuve que aceptar que el agua rodeara mi pueblo, tierra adentro. Pero, no fui, vea usted. Me dolió demasiado. Decidí quedarme aquí, explicó bajando la cabeza con tristeza.

Me puse a pensar en Punta Alta como ciudad del sudoeste bonaerense. Tiene un puerto y una Base Naval allende sus costas. No sé si sus habitantes se dan cuenta de sus bonanzas. La gente protesta por muchas razones, con razón, pero ama las tradicionales reuniones familiares, tomar mate en toda ocasión, ver la puesta de sol en Arroyo Pareja o pasear un domingo por el Parque San Martín. Dejar el auto exactamente frente al negocio donde tiene que comprar. Todo eso es Punta Alta, pensé mientras don Antonio cambiaba la yerba del mate lavado. Luego prosiguió con su historia sin fin.

He querido mucho este pueblo, pero el tiempo pasó y ahora estoy retirado, después de navegar muchos mares. Aquí estoy tranquilo, vea, y aunque me gustaba pescar solo, muchas veces me acompañaba mi querida Elsa y también mi hijo que se aguantaban toda la tarde en Arroyo Pareja. El recuerdo de su mujer cristalizó en sus pequeños ojos negros. También juego torneos y muchas veces gano, agregó orgulloso enjugando sus lágrimas. Cincuenta años en Punta Alta. Aquí la vida se me hizo más fácil. Con mucho trabajo, pero con prosperidad. Eso vale mucho.

Fui hombre de mar, afirmó con orgullo, aunque su norteño lugar de origen estaba marcado en la piel.

Con esa frase terminó la charla ese día y yo lo dejé tranquilo con sus imborrables pensamientos.

 

Durante mucho tiempo, yo lo veía desde el balcón interior de la casa que daba a su jardín, al cuidado de sus plantas o haciéndose un churrasco a la parrilla. El asunto era prender el fuego todos los días. Un ritual. También lo observaba trasladar, con total parsimonia, para que le diera el sol, una albahaca que había plantado en una caja con rueditas. Se sentaba en una silla desvencijada sobre un almohadón que le había tejido doña Elsa, quien ya no lo acompañaba.

Si por el patio pasaba uno de sus nietos, lo paraba para contarle alguna de sus historias tucumanas. Cómo se había salvado de la muerte gracias a la leche de un puma o se le habían astillado las manos al talar los árboles. Los cuentos del mar no tenían fin; las tormentas, los puertos, los viajes interminables. Los nietos quedaban tan atraídos que escuchaban las mismas historias cientos de veces.

A veces, ya muy grande, se iba a nadar. Se lo había enseñado a todos los nietos. Parecía un pez. De él heredó mi esposo ese braceo parsimonioso y acompasado que semeja acompañar al mar.

Una vida como tantas otras, la de un migrante del interior, pero esta era su historia, única, la que don Antonio me había regalado a mí con su forma sencilla de contar. Por eso la guardo como una reliquia, como el mejor recuerdo de sus charlas consabidas en el viejo patio de la casa bajo el damasco en flor.

 

© Diana Durán, 22 de setiembre


(1) Caminar, andar, dicen los tucumanos.

(2)  Y entonces, dicen los tucumanos.

LA BIBLIOTECA DEL SILENCIO

 


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LA BIBLIOTECA DEL SILENCIO

Mi padre leía hasta en francés. Leía como si no viviera con nosotros, como si el sillón Berger fuera una cápsula que lo aislara en otro tiempo. A veces lo acompañaba una sinfonía estridente; otras veces, el silencio. Yo lo observaba desde el umbral del living, sin atreverme a interrumpir. Los libros que sostenía tenían títulos largos, difíciles, en idiomas que yo no comprendía. À la recherche du temps perdu, decía uno. Yo no sabía qué significaba, pero el título me parecía una promesa: buscar el tiempo perdido, me tradujo la abuela. ¿Cuál tiempo?, ¿el suyo?, ¿el mío?

Las bibliotecas de madera brillaban como si fueran de bronce. Enciclopedias, diccionarios, novelas en papel biblia, colecciones completas de Emecé y Losada. Todo estaba ahí, al alcance de la mano, pero fuera de mi mundo.

Mi padre nunca me ofreció un libro. Su biblioteca era suya. Su lectura, un ritual privado. Yo era apenas una sombra que pasaba con sigilo. Mi madre estaba ocupada con la casa. Mi hermano vivía en movimiento. Yo me quedaba quieta, mirando los lomos de los libros como quien mira una puerta cerrada.

Fue mi abuela materna quien me enseñó que los libros podían hablar. No ellos, en realidad, sino las historias. Sentada en una silla de madera torneada, como si fuera un trono, nos narraba cuentos con una entonación que convertía cada palabra en música. La Cenicienta, La Bella Durmiente, Pulgarcito. Mi hermano y yo la escuchábamos. Era la reina de la imaginación. Ella no tenía una gran biblioteca, pero tenía voz. Y eso bastaba.

A los nueve años, empecé a leer sola. Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Heidi. Esa edición de Heidi que aún conservo, con ilustraciones de la niña y su abuelo en el establo oscuro; parecía un espejo de la relación con mi abuelo. Él solo leía en griego, pero sabía contar historias de guerra, de barcos, de tierras lejanas. Era mi héroe natural. Mi padre, en cambio, era un lector sin palabras.

Después vinieron Mujercitas, Señoritas, Hombrecitos. Yo leía y releía la escena en la que Jo se cortaba el pelo para ayudar a su familia. Su única belleza, habían dicho. Ese gesto me había conmovido profundamente. Era un acto de amor, de entrega, de rebeldía. Como si Jo hiciera lo que mi padre nunca concibió, mirar hacia afuera, ofrecer algo de sí.

La adolescencia fue el momento en que empecé a leer, cuando me quedaba sola, lo que no estaba destinado a mí. No porque alguien lo prohibiera explícitamente, sino porque esos libros parecían reservados para otro tipo de lector: uno más erudito, más adulto, más masculino. Yo los tomaba igual. Me sentaba en el suelo, con las piernas cruzadas, y abría los tomos de François Mauriac, de Flaubert, de Simone de Beauvoir. Leía sin entender del todo, pero con una intuición que me guiaba. Madame Bovary me habló de una mujer que buscaba algo más allá de su entorno, y aunque no entendía sus decisiones, comprendía su hastío.

También descubrí a Pearl Buck y su saga de La buena tierra. Esa historia de campesinos chinos, de mujeres silenciadas, de hijos que se alejan, me pareció extrañamente cercana. Fue el primer libro que me hizo pensar en la escritura como oficio. No solo como escape, sino como forma de mirar el mundo.

Con el tiempo entendí que no era la lectura lo que nos separaba, sino el modo en que él la habitaba. Para mi padre, leer era un acto solitario, un escondite. Para mí, leer era una forma de acercarme a los demás. A mi abuela, a mi abuelo, a los personajes que me hablaban desde las páginas.

Nunca me ofreció un libro. Nunca me preguntó qué estaba leyendo. Y, sin embargo, su biblioteca fue el lugar donde me formé. Me apropié de sus libros como quien se apropia de una herencia no reconocida. No por reclamo, sino por necesidad.

A veces pienso que si me hubiera dicho una sola vez este libro te puede gustar, todo habría sido distinto. Pero no lo hizo. Y yo aprendí a leer sola. Aprendí a buscarme en los libros. Mucho después, aprendí a escribir para no desaparecer.

 

 

Hoy, cuando entro a mi biblioteca, no busco títulos difíciles ni idiomas ajenos. Busco el eco de aquella niña que se acercaba a los estantes sin saber qué elegir. La que abría tomos pesados con la esperanza de encontrar una señal, una mirada, una invitación.

Ya no me duele que mi padre no me haya ofrecido un libro. Aprendí que hay silencios que no se rompen con palabras, pero que pueden transformarse en gestos propios. Él me enseñó, sin saberlo, que los libros pueden ser refugio, pero también frontera. Yo elegí convertirlos en un puente. Puentes como liebres, escribió Mario Benedetti.

Hoy le digo a mis hijos, este libro te puede gustar. Y en ese gesto siento que cierro un círculo. Que la biblioteca ya no es un lugar vedado, sino un territorio abierto. Que el silencio de mi infancia se ha convertido en voz.

Tal vez mi padre nunca supo que yo leía sus libros a escondidas. Tal vez nunca entendió que cada página robada era una forma de acercarme a él. No lo recuerdo con rencor. Porque sin saberlo, él me otorgó el deseo de leer. Y ese deseo, ahora, es mío. Y lo comparto.


© Diana Durán, 15 de setiembre de 2025

 

LA URRACA Y LOS GEÓGRAFOS

 


Paisaje misionero desde la cabaña. Foto: Diana Durán



La urraca. Foto: Diana Durán


LA URRACA Y LOS GEÓGRAFOS

La selva respiraba. Bajo el dosel del Pino Paraná, una urraca bulliciosa de pecho amarillo vibraba como un presagio. Su copete aterciopelado se erizaba con cada ráfaga, y sus cejas liláceas parecían dos arcos suspendidos en el aire. El dorso negro, brillante como azabache, se fundía con las sombras. Volaba bajo, rasante, sobre los yerbatales que tanto amaba, como si vigilara algo más que a los insectos.

Cuatro geógrafos, aún con el polvo rojo en las zapatillas, se instalaron en una encantadora cabaña de madera. Lo hicieron luego de recorrer el conjunto jesuítico guaraní de Santa Ana y el parque temático de La Cruz, donde el eje monumental de ochenta y dos metros les había revelado un tapiz de timboes, cedros y lapachos rosados. Dos de los jóvenes, hijos de Misiones, habían guiado con la naturalidad de quien conoce los secretos del monte. Las otras dos, del sur bonaerense, caminaban con ojos asombrados, como si el verdor les hablara en un idioma nuevo.

La misión de Santa Ana los había envuelto. Las ruinas emergían como esqueletos de piedra entre la vegetación selvática. La historia se filtraba por las grietas, y la atmósfera parecía tener siglos. El sonido envolvente los llevó a imaginar rituales, cantos, fugas. El suelo rojo, húmedo y ancestral, parecía guardar leyendas que aún no se habían contado. Me siento transportada por completo a la época de las misiones, dijo Alejandra, con la voz entrecortada por la emoción. Es lo que ocurre aquí; este lugar no solo conserva piedras, conserva memorias, respondió Luis, bajando el volumen de la música de La Misión. Me imagino los cantos guaraníes mezclándose con los rezos; los silencios también, comentó Lucía. Son los silencios que quedaron cuando todo terminó, replicó Rosa, conocedora de la historia misionera; mi abuela decía que el monte guarda lo que no se puede decir, agregó como si hablara para sí.

Un graznido áspero interrumpió la caminata. ¿Escucharon eso? preguntó Alejandra, deteniéndose súbita. Ese “tcha-tcha-tcha”, parece que nos sigue, dijo Lucía, inquieta; me suena a pájaro de mal agüero. No te preocupes, respondió la geógrafa misionera; en China, su canto anuncia buena fortuna; quizás aquí también. O quizá nos está contando algo que todavía no entendemos, añadió Luis.

El grupo siguió caminando, pero algo había cambiado. La selva ya no era solo belleza: tenía algo de misterio.

Al atardecer, instalados en el balcón de la cabaña, el canto regresó. Esta vez más cerca. Alejandra se levantó, exploró el ramaje y la vio. Creo que es la misma urraca que vimos en la misión; miren qué bella, exclamó, y leyó en su guía: se alimenta de insectos, reptiles, pichones y tiene habilidad para manipular objetos. La última descripción parecía más humana que animal.

La urraca volvió a cantar, esta vez con un tono más agudo, casi metálico. El eco rebotó entre los árboles como una señal cifrada. Lucía expresó ese canto... ahora sí me da miedo. No es miedo, dijo Rosa, sin apartar la vista del follaje; es memoria, la selva recuerda.

La mañana siguiente fue una sucesión de cristalinos saltos de agua que los refrescaron. Los yerbatales evocaron para los cuatro amigos un símbolo de la amistad. El encuentro con mujeres guaraníes bajo techos de ramas les permitió llevarse recuerdos de tradición local hechos en madera: coatíes, yaguaretés, tapires; y hermosos canastos tejidos. Un paisaje inolvidable completó la exuberancia del día anterior.

Al atardecer comenzó el regreso a Posadas. El auto aceleró su marcha más de lo debido. No vayas tan rápido, rogó Alejandra, mientras los cuatro saltaron bruscamente por culpa de un lomo de burro que el conductor no llegó a ver. Las bandas amarillas dobles se sobrepasaron sin ser advertidas. Apenas cruzaron la rotonda, la policía los detuvo en plena ruta, pero pudieron seguir luego de convincentes súplicas. 

Es culpa de la urraca, aseveró en el tramo final Lucía. No; nos salvó; nos advirtió, corrigió Rosa. O nos puso a prueba, agregó Luis, encendiendo el GPS. Y nos dejó su canto como señal, cerró Alejandra, mientras la noche envolvía el camino. Los amigos volvieron sanos y salvos.

La urraca no volvió a cantar, pero su eco quedó suspendido, como una nota final de advertencia.


© Diana Durán, 8 de setiembre de 2025

Dedicado a mis queridos colegas que nos acompañaron por tierra misionera (Sergio, Rosana y Albina)

SUR DE MÍ

 


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SUR DE MÍ

Llueve y te recuerdo. La pucha, cómo te recuerdo. Estoy recostada en el sofá de mi departamento del primer piso de la calle Solís. A través de la ventana veo gente correr, hojas que giran como pensamientos, el cielo plomizo que se parece a mi tristeza. Detengo la mirada en al café de la esquina, ese donde solíamos encontrarnos. Distingo una pareja tomada de la mano. Me apago. Me duelo.

Tu rostro, tu sonrisa, llenaban mi espíritu como si fueran la única luz en medio del gris. Me pregunto otra vez: ¿por qué el abismo?, ¿por qué no estás si debieras?, ¿por dónde andarás? Me respondo que te idealicé y me engañé. Pero también me ilusiono: quizás estés esperando en algún bar cerca de la facultad, en una esquina donde el tiempo se detiene.

Congreso huele a papel viejo y a café recién molido. Las baldosas húmedas de la avenida Rivadavia reflejan un cielo que no se decide. En cada esquina hay un bar que guarda secretos: mozos que no preguntan, mesas que conservan diálogos que nadie recuerda. Me imagino caminando por la Avenida de Mayo como quien recorre su propia memoria. Las librerías de saldo, los pasajes que se abren como heridas, los afiches descoloridos que anuncian funciones pasadas. Las bellas cúpulas verdes y rojizas. Todo parece detenido en el tiempo. No es este.

En el Bar El Federal, el reloj sigue marcando las seis, aunque sean las cuatro. En el Café de los Angelitos, la música se filtra como un suspiro. Y yo, entre tanto, sigo buscándote. Como si fueras parte del barrio. Como si fueras una sombra más entre los parroquianos.

Imagino tu sonrisa congelada, tus ojos transformados en rocas, impenetrables, ausentes. Recuerdo el Bar Sur, ese donde me dijiste que me amabas. Era una tarde distinta a esta, clara y soleada. Yo te creí. Tenía esperanza. Pensaba que podríamos crear algo juntos, que la desdicha de vivir con alguien a quien ya no amaba quedaría atrás. Que por fin comenzaría otra historia. Una que me hiciera sentir viva, libre, mujer.

Pero aquella otra noche, también lluviosa, también sombría, como la que se aproxima, me dijiste “no va más”. Yo que siempre te creía, no te creí. Rogué, clamé, imploré. Por un instante, el trueno nos unió. Nos tomamos de la mano. Nos miramos, intensos. Pero duró poco, unos instantes. Sin amor de tu parte. Solo ilusiones. Mi amor, vano. Vos, cruel. Vos, libre. Y yo, consumida.

Ahora, en este atardecer en que la lluvia no cesa, vuelvo a preguntarme: ¿por qué el abismo?, ¿dónde quedaste? Me repito que te idealicé, pero al mismo tiempo sigo esperándote en cada bar donde nos encontrábamos, en cada vuelta del camino hacia la facultad. Imagino que estás en una esquina, persistiendo desde el noventa y tres. Sueño con tus manos congeladas, tu risa como un eco incierto, tu mirada que ya no me ve. Entonces pienso que el laberinto, por cobarde, te devastará. O acaso te esconda, te proteja. Tal vez yo también me pierda en él.

Sé que solo fueron encuentros, convergencias puntuales, poco tiempo. Después, la soledad. No hay distancias. No hay destierro porque perteneces a la historia, a mi historia. Integras la conciencia. No hay día ni noche. Sé que mi agonía no te acompaña. Entonces te borro. O no.

 

Quizá nunca estuviste. Quizá yo siga en el bar. Quizá la lluvia no cese.  Quizá, yo tampoco.

Diana Durán, 25 de agosto de 2025

EL BOSQUE NOS HABLÓ

 


EL BOSQUE NOS HABLÓ

    Mateo respira con dificultad. La fiebre no baja. No lo entiendo. ¿Dónde empezó el calvario?

 

    Cañas colihues, lianas, bosques de pehuenes. La nieve coronaba las cumbres y el camino se volvía acantilado. Las araucarias se aferraban a las rocas en los lugares más inconcebibles, como vigías silenciosos. El paisaje era único: manchones de nieve, lengas retorcidas en banderita, los Andes marcando el límite con el angosto Chile.

  Podríamos cruzar por el paso de Pino Hachado, le propuse. Y encontrarnos con los volcanes simétricos que tanto te gustan, me respondió Mateo, con sonrisa cómplice. Mejor sigamos nuestro itinerario inicial, es más seguro, agregó mi querido.

  Después de explorar el espectáculo ruinoso, partimos hacia Villa Pehuenia. Nos instalamos en la Posada La Escondida, con vistas al lago Aluminé. Cada mañana caminábamos por el sendero Los Coihues hasta la punta de la península, admirados de tanta belleza. Fotografiábamos gaviotas capuchinas, el agua quieta, el cielo abierto.

    Al tercer día decidimos subir al volcán Batea Mahuida. Queríamos ver la laguna que lo cubre desde la cima. El jeep de la excursión se empinó casi vertical. ¡Agarrate fuerte!, me dijo Mateo. Me da vértigo, pero también emoción, le respondí abrazándolo. Bajamos en el último tramo más difícil. Con esfuerzo subimos por la ladera hasta el borde del cráter. El volcán parecía rugir, la laguna burbujear. No estaba apagado. ¿Puede hacer erupción?, pregunté inquieta. No lo creo... pero no yace dormido, nos explicó el guía, atisbando el cráter. Durante el descenso, nos señaló las vertientes que serpenteaban en la aridez. Son arroyuelos nacientes que confluyen en el Aluminé, explicó. De noche ya en el hotel reflexionamos sobre la potencia y los contrastes de la naturaleza. También sobre sus peligros, pero nuestra juventud nos tornaba aventureros.

    Al día siguiente salimos solos. Queríamos sumergirnos en el bosque y fotografiar aves. Llevábamos largavistas y cámara. Caminábamos lento y oteábamos curiosos el paisaje de la península, el lago a ambos lados y pequeñas playas rocosas en las escotaduras. Este lugar parece inventado, una pintura, le dije a Mateo quien apenas asintió, concentrado en el avistaje.

    Armamos un pequeño campamento. Antes, habíamos atravesado un cañaveral florecido, raro de ver, mezclado con los alerces y coihues. La fiesta fue divisar aves de todo tipo, hasta un carpintero gigante negro con cabeza roja. Al volver entre las cañas, sentimos un olor fuerte y penetrante. ¡Corré, vi la sombra de un ratón, puede haber muchos!, advirtió Mateo. Nos apresuramos hasta que el aire se tornó limpio.

    A la mañana siguiente decidimos quedarnos cerca del hotel. Nos esperaba un regreso largo: más de mil kilómetros atravesando los arcos de Patagónides[1], el Alto Valle frutal y, finalmente, las rectas interminables hacia la ciudad.

    Pasaron dos semanas. Mateo empezó a sentirse engripado: fiebre, dolores musculares, fatiga. Lo atribuimos al esfuerzo, al viento del cráter. Pero los días avanzaron y su respiración se volvió pesada, como si algo raro lo invadiera por dentro. Mateo jadeaba. La fiebre no disminuía. Concurrimos al hospital de urgencia. En la sala blanca, el bosque parecía un recuerdo lejano. Pensé que había sido el volcán que emitía gases contaminantes.

 

    Los médicos me dicen que tiene hantavirus. No les creo. Me hablan de una infección que podía incubarse durante ocho semanas. Recuerdo el cañaveral. Entonces pienso. ¿Dónde fue? ¿El bosque nos engañó con su belleza maldita? ¿Dónde empezó? ¿Fue el olor que nos hizo correr?

  Miro las fotos del carpintero gigante, las lengas en banderita, las araucarias aferradas a la roca. Todo parece lejano y armónico, pero también peligroso. Me pregunto si la belleza puede esconder veneno.

   Mateo respira con dificultad. La fiebre no baja. El bosque nos habló y no lo supimos escuchar. Nadie nos advirtió el significado del cañaveral florecido y los ratones colilargos.

 

© Diana Durán, 18 de agosto de 2025


 



[1] El sistema de los Patagónides, sierras de los Patagónides o simplemente Patagónides, es un conjunto montañoso del sur formado por sierras aisladas que superan la altura de las mesetas, desde Mendoza hasta Chubut. Recorre más de 1000 km. Fueron plegadas en el Mesozoico.

 

FRAGMENTOS DEL DIARIO DE MARCELA

 




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FRAGMENTOS DEL DIARIO DE MARCELA

3 de marzo de 1965

Hoy me peleé con Eduardo. Otra vez. Él tiene once, yo doce. Soy la mayor, pero eso no sirve para nada. A él lo felicitan. A mí me retan. Por cómo hablo, por cómo me río. Papá dice que soy distraída. Mamá dice que soy caprichosa. Yo digo: soy Marcela; por lo bajo, para que no me critiquen.

En la escuela le va bien. A mí no. No me gustan las cuentas, ni el dibujo, ni la educación física. A mí me gusta escribir. Mi hermano confunde la be con la ve, la ce con la ese, la hache aparece donde no va. La maestra lo corrige, pero mis papás no le dicen nada.

Soy la más linda de la clase. Tengo los ojos grandes y el pelo negro, re negro. Por eso tengo pocas amigas. Dos. Son buenas. Así que no me quejo. Eduardo es flaquito y medio feo. Tiene ojos celestes, pero chiquitos. Ni se le notan.

15 de abril

Vivimos en Necochea. Nos mudamos desde Buenos Aires porque a papá lo cambiaron de sucursal en el banco. Ahora estamos lejos de todo. La primavera y el verano acá son lindos. El invierno no. El viento sopla muy fuerte. Vivimos frente al mar. La playa es enorme. El Parque tiene árboles que parecen de cuento.

Acá hacen un Festival de Niños justo el Día de Reyes. Yo ya no soy tan niña, pero igual me gusta. Vienen teatros, títeres, magos, marionetas. Hasta carrozas. Es la única fiesta que vale la pena. Todos están contentos. Yo también. A veces. Otras me ponen triste los payasos y las marionetas.

Pero el invierno. El invierno es horrible. Las olas golpean fuerte y el viento del mar da miedo. Me escondo cuando hay tormenta. No me acostumbro. Lloro sin saber por qué.

22 de mayo

Extraño a la abuela. Ella sí me quiere. Me enseña a coser botones, a hacer bizcochos, a decir palabras en genovés. Jugamos a las visitas. Me dice “baxin” cuando me voy a dormir. Significa besito. En casa nadie me dice baxin.

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7 de marzo de 1966

Decido ponerles títulos a mis escritos en el diario. El primero será: Delantal blanco, corazón arrugado.

Estamos de vuelta en Buenos Aires. Hace poco. Me cambiaron de colegio. Ya no voy al San Patricio. Extraño el jumper azul y a mis compañeras finas. Ahora voy a una escuela normal. No sé por qué. Me hacen usar un delantal blanco horrible. Me queda grande. Me pica en el cuello, le ponen mucho almidón. El uniforme me hace sentir invisible. Me entristece. Creo que las chicas me miran como si yo fuera de otro planeta. Soy la única nueva.

Mi felicidad es que aquí vive la abuela y hacemos todo lo que nos gusta. A veces pienso que, si dijera fugassa, nadie entendería. Pero yo sí. La abuela me lo dice cuando cocinamos juntas. Fugassa bien dorada, como el sol de la tarde.

15 de agosto

El chico que me gusta

Eduardo va a un colegio con uniforme azul. Eso sí que está bien. Él se ríe de mí y de mis compañeras de delantal blanco. A veces nos cruzamos con sus amigos. Uno me gusta. Es alto. Tiene una cara hermosa. Me mira. Me sonríe. Yo me hago la que no lo veo. Pero sí lo veo. Sé que algún día va a hablarme. Sé que pronto me va a decir de acompañarme. No sé qué voy a hacer. Capaz me quedo muda. Capaz le digo baxin y me escapo corriendo. Hasta ahora nunca me habló y eso me pone triste.

2 de noviembre

Otra vez el mar. Otra vez sin saber

Hoy mis papás nos dijeron que volvemos a Necochea. Otra vez. Voy a perder a la abuela y al chico que me gusta. Hace mucho que no escribo. Pero ahora vuelvo a mi diario y pienso: el mar de nuevo. Y yo, sin saber qué hacer con tanto adiós. Me había acostumbrado, un poco, al colegio.

Mi diario está lleno de arrugas por las lágrimas. Las hojas se ondulan como las olas. Escribo: no sé qué va a ser de mí.

Volví al San Patricio. Mis dos amigas no me hablan mucho. Estoy nuevamente triste. Solamente cuando escribo me siento acompañada.

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15 de mayo de 1967

El mar no responde

Traje mi diario para escribir aquí. Me siento en la arena muy cerca de la orilla. El mar está gris. No hay nadie. Sola con el viento que me despeina. Le hablo al mar como si fuera a él. Como si el chico que me gusta pudiera escucharme desde acá. Le digo que lo extraño. Que me acuerdo de su sonrisa. Que me acuerdo cómo me miraba. Pero el mar no responde. ¿Me vas a contestar?, le digo al mar. El mar no dice nada. Solo me moja los pies. Solo hace ruido. Está bien, igual te entiendo. Como si no me escuchara. Así me siento en el mundo, como si nadie supiera de mí, como si fuera invisible.

Cierro el diario. Lo entierro en la arena. No quiero que nadie lo lea. No quiero que nadie sepa que fui esta Marcela. Me despido de la abuela. Así es mejor.

 

© Diana Durán,11 de agosto de 2025

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