LO VEO CUANDO CANTO "EL MAMBORETÁ"

 


Carpinchos. Foto: Diana Durán



LO VEO CUANDO CANTO "EL MAMBORETÁ" 

A mí no me gusta esta ciudad, pero soy pobre. Qué otra cosa me queda que aguantar a este chiquilín malcriado por la madre. A cada rato tiene berrinches. ¿Tendrá algún problema este gurí que se tira al suelo y patalea ante el menor regaño? Cha, que esto no es normal. Allá en el campo, en Mburucuyá, si uno se retobaba, enseguida lo castigaban y volvía a portarse derechito nomás. Hasta que pasó el incendio…

Cuando el Santi se cae o le duele la panza, yo le canto “El Mamboretá” que tira de la patita para que no se lo lleven las hormigas, y mi niño se pone contento. Pero me acuerdo de mi hermanito, angá pobrecito que me abandonó ese día y eso me deja muy triste. Entonces ya no quiero cantar.

Esa sí que era vida. Andar entre las gallinas, los patos overos y barcinos de la laguna, los chajáses y los biguáses. Las garzas y las cigüeñas, tan blancas y gigantes, con esos picos que podían engullir hasta una anguila. Acercarse a los esteros y ver algún yacaré tirado para tomar sol, brillando con colores relucidos. Nunca me dieron miedo, porque ellos hacían su vida: entraban entre los pajonales al agua y después salían a secarse. Y los carpinchos con sus crías. Ahora les dicen distinto, les dicen capibaras, y hay muñecos por todas partes, pero son solo muñecos. Los carpinchos verdaderos son marrones rojizos, nunca rosados ni celestes. Este gurí tiene peluches de carpinchos de todos los colores. No son como los de mi tierra.

Aquí, en Buenos Aires, nadie sabe cómo es mi Corrientes porá, tan bella, tan mía. A mi familia la fundió el incendio: perdimos los yerbatales, y hasta los eucaliptos se quemaron y ahora son negruzcos. No quedó ni una planta de pasionaria, tan hermosa la flor. El fuego fue muy rápido. El rancho crujía como si gritara. Yo corría, gritaba, pero el fuego ya había decidido. Mi mitã’i (1) se me fue esa noche, el techo lo arrancó de mis brazos. El monte lo guarda ahora.

Por eso me mandaron aquí, para ser niñera. Me tengo que ocupar de este saraki (2) que no me da tregua. Yo quiero volver a mi pueblo, a mi Mburucuyá, cerca de los esteros, y bailar en los días del “Festival del Auténtico Chamamé”, que así se llama en mi querida patria. Aquí no se come la mandioca, ni saben lo rica que es. Tampoco el chipá, aunque vi el otro día en el mercado que lo venden congelado. Parecen tontos estos porteños, ¿cómo van a congelar el chipá? Por eso yo se los preparo como en mi tierra, con almidón de mandioca, si consigo con la poca plata que me dan para los mandados. Y no dejan ni uno. Si hasta el doctor, que es el papá de Santi, se enllena de chipá cuando yo se lo cocino.

Ay, quién me manda a estar tan lejos, en Buenos Aires, si yo quiero ir a mi Corrientes. Voy a ahorrar para volver. De a poquito voy a juntar la platita para los pasajes. Total, es un pasaje y medio. La estación de Retiro está cerca del departamento. Esta familia no lo quiere mucho. No me voy a ir sola, me lo voy a llevar al Santi; así no extraño al mío, se me van las pesadillas y no transpiro frío nunca más.

 

Hoy sé que los señores van a salir a pasear. Estoy decidida: me voy con Santi a Mburucuyá, para cuidarlo mejor, para que no esté tan encerrado aquí. Le voy a enseñar los esteros, los yacarés y los carpinchos verdaderos, cantando “El Mamboretá” bajo un cielo lleno de luciérnagas.

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A la mañana bien temprano, mientras le doy mate cocido calentito y le enseño a distinguir los cantos de los pájaros, aparece una camioneta blanca en la entrada de la casa. Bajan dos hombres con camisas celestes y una mujer con cara de enojo. ¿Dónde está el niño?, preguntan. No digo nada. Santi trepado a un árbol de guayabo. Lo buscamos desde hace días; usted no puede llevárselo así nomás, dice el principal. Yo les ofrezco chipá, les hablo de los esteros, de los yacarés, de la pasionaria que volvió a florecer en el patio. Pero no entienden nada y me encierran muchos días en la cárcel y, lo peor, se llevan a mi chiquito.

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Desde que salí del encierro, cuando veo al carpincho con sus crías, pienso que es él, que me viene a visitar. Y me pongo a cantar “El Mamboretá”, aunque esté sola.

A veces me parece que el gurí me habla desde el estero, o me deja piedritas en la puerta. Aunque nadie lo dice, yo sé que va a volver. O capaz nunca se fue. O capaz… era el otro. No importa. Yo lo espero igual.


(1) Mita’í: niño pequeño en guaraní, expresado con ternura.

(2) Saraki: travieso en guaraní.

© Diana Durán, 3 de noviembre de 2025

UNA ROSA EN LA DESPEDIDA

 

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UNA ROSA EN LA DESPEDIDA

 

La despedida fue dolorosa. Te ibas al sur después de dos años de noviazgo adolescente, entre cartas que cruzaban el aire como suspiros, fiestas de quince, besos tímidos y abrazos interminables. Entre poemas garabateados en los márgenes de los cuadernos y paseos por la calle Santa Fe, donde el mundo parecía nuestro. Lo era.

 

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Corría el año 1982. La Guerra de las Malvinas había comenzado. Territorio irredento. Del lado argentino, una dictadura que nos robaba el futuro; del británico, una gobernante férrea, "la Thatcher" y el poderío del imperio. Decían que la guerra era necesaria, posible, legítima.  Yo, con mis dieciocho años, sabía que ninguna guerra lo era. Y vos, ¿lo sabías?

 

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Recorrerás todos los trasiegos, desandarás mil itinerarios. Te arrastrarás en el lodo de los campos de batalla, dormirás bajo la luz temible del fuego enemigo. En cavernas improvisadas, apenas descansarás, sin amparo, sin refugio, sin aliento.

Te moverás junto a otros soldados, helado, sin el uniforme que merecías, sin órdenes fehacientes. Estoy segura de que el temor te acompañará. Entre cañadones secos y lomadas bajas, entre pastizales ariscos y “ríos de piedras”, como si la Patagonia se hubiera enfurecido en la Isla Soledad. ¿Ese paisaje indómito será tu último horizonte?

 

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Hoy soñé que vuelvo; que bajo del barco y vos estás ahí, con una rosa en la mano.

Yo sueño que volvés; que me abrazás como antes; que me contás todo; pero despierto con el silencio.

Hace frío; no como el de invierno, sino ese que se mete en los huesos y en el alma; a veces logro cerrar los ojos muy fuerte; entonces vuelvo a Santa Fe, a tus poemas tiernos, a tus abrazos cálidos.

Yo escribo para vos; aunque no sé si lo leerás; aunque no conciba dónde estás; cada palabra es un intento de alcanzarte.

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En la Isla Soledad se libraron los enfrentamientos más crudos: en las cercanías de Puerto Argentino, en el Estrecho de San Carlos, en los montes que rodeaban la fugaz capital. Desembarcos, combates cuerpo a cuerpo, ataques aéreos y navales. Todo culminó con la rendición argentina, pero no con el fin del dolor.

Monte Longdon. Allí fue la batalla más encarnizada, la más brutal. Del 11 al 12 de junio de mil nueve ochenta y dos. Cuerpo a cuerpo, sin tregua. Vos estabas ahí. Allí ibas a caer. Yo no lo supe hasta mucho después.

Estuviste entre los seiscientos cuarenta y nueve soldados que no volvieron. Y yo fui quien al despedirte no me percaté de que era la última vez. Y vos, ¿lo sabías?

 

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Tuve que separarme porque no había otra posibilidad. La guerra te esperaba, y yo me preguntaba: ¿qué sentido tenía? Eras mi espejo, mi norte, mi rienda, mi amado.

Ese día, antes de partir, me regalaste una rosa envuelta en una poesía sencilla. La rosa se secó, se descoloró con el paso del tiempo, pero no perdió el alma. Vive ahora entre dos hojas del libro de Benedetti que leíamos juntos, como un relicario de tu esencia.

Esa flor, aún seca, aún pergamino, es mi rosa. Fue gesto de tu alma y es el inconsolable símbolo de tu presencia en las tierras de la Isla Soledad.

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No me olvides; aunque el tiempo avance, aunque el duelo se transforme en aceptación; yo soy esa rosa; soy el gesto, la esencia, tu temprano amado.

No te olvido; te hablo cada vez que abro el libro; cada vez que miro la flor. Cada vez que escribo y te recuerdo, aún muchos años después.

La rosa vive; la memoria también.

 

© Diana Durán, 25 de octubre de 2025

LA CASA DE GOYA

 


El frente de la Casa de Goya, hoy. Street View.

LA CASA DE GOYA

De niños amábamos ir a Goya. El sol, la arena y el cálido Paraná eran los protagonistas del verano. En ese entonces, la ciudad se denominaba la pequeña París, por su vida cultural, su arquitectura afrancesada y sus costumbres refinadas. Viajábamos desde Buenos Aires en vapor, el Cabo Corrientes. El barco tenía camarotes con baño privado, salón comedor y cubiertas para pasear mirando el río. Allí, mamá ataba a mi hermano a un mástil, temiendo que se cayera por la borda de tan terrible que era.

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Miro por el visor la entrada de Caá Guazú. Las paredes están muy deterioradas. La puerta grande se transformó en garaje. El algarrobo de la vereda está esquelético; apenas lo viste una raída copa. Una voz extraña que no sé de dónde procede me dice, ¿volviste?, a lo que yo respondo turbada, siempre te recuerdo.

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La casa de la abuela Francisca era un verdadero castillo para nuestra visión infantil. No por lujosa, sino por su aspecto para chicos de departamento. El comedor tenía una mesa para doce comensales, un reloj que daba campanadas solemnes, sillas de madera tapizadas, cuadros al óleo, vajilla de plata y jarrones de porcelana.

En el centro de la casa, un jardín inmenso lleno de plantas y árboles frutales, dos de los cuales el abuelo nos asignó como tesoros: el de quinotos era mío; el limonero, de mi hermano. Nos sentíamos poderosos. En el medio del jardín había un aljibe circular, con paredes y piso de ladrillos. El brocal de mármol tenía un arco de hierro repujado, por donde pasaba una roldana con la soga y el balde de donde tomábamos un agua deliciosa.  Mi hermano y yo solíamos asomarnos y tirar alguna piedra pequeña para escuchar el eco que producía al caer.

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Toco el timbre y espero. El sol de la siesta correntina me envuelve como antes. Sale una señora mayor, amable, aunque distante. Le cuento mi historia con ánimo. Ella sonríe levemente, pero su respuesta me desarma: ya no hay jardín; solo un pequeño patio central. Me cuesta imaginarlo, si era el corazón de la casa. ¿Cómo se puede destruir algo tan bello? me pregunto. Ya no están el limonero, ni el árbol de quinoto; los frutales son sucios, dice la mujer con firmeza; ahora tenemos hermosas macetas de cemento, ordenadas y limpias, con helechos y palmeras. Siento que algo se hunde bajo mis pies. Como si mis recuerdos se hubieran desplomado junto a troncos y follajes.

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Las habitaciones cerradas guardaban tabaco. No sabíamos entonces que de allí salía una renta importante. Solo nos llamaba la atención el olor intenso cuando corríamos por la galería. La cocina era vieja, pero en ella la abuela preparaba manjares. No sé cómo se limpiaba semejante caserón, pero sí sé que las mujeres de la familia no lo hacían. Había criadas, tres o más, que mantenían todo pulcro y brillante.

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¿Y el aljibe? interrogo bastante inquieta, porque la mujer no me deja atisbar los ambientes que recuerdo con tanta claridad.  Ya no se usa; lo taparon. Me duele tanto, como si hubieran destruido el hito más significativo de la casa.

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La abuela me había contado que el bisabuelo, marino mercante, enseñaba la gravedad girando en el aire un balde lleno de agua. Creo que de allí nació mi vocación geográfica. También el bisabuelo había dado clases de geografía sin ser profesor, y se hacía anunciar en los pueblos cercanos con banda de música incluida. Todo un personaje de época.

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¿Sabía que aquí mi bisabuelo enseñaba a los vecinos?; lo hacía muy bien, con brújula y mapas, afirmo queriendo dejar una huella. No, pero me gusta esa historia, responde la señora a la que nunca pregunté su nombre, ni su relación con la casa.

También vivía aquí un señor llamado Dante; residía en el fondo y cuidaba el sector cultivado de maíz, mangos y mamones, esos que trepaban el alambre tejido; con los frutos hacían dulces. La miro fijo como si quisiera que comprendiera la importancia de mi presencia. Ah, imagino que ese señor habrá vivido en el terreno de atrás; hace mucho se vendió a una familia de Resistencia que adquirió el lote cultivado; ahora es una quinta de fin de semana.

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No quiero oír más. Saludo brevemente y me alejo de la casa. No quiero llorar, pero me quiebro y sollozo. Descubro que mi pasado infantil ha sido borrado sin pena ni gloria de la historia de esa casona. Me doy cuenta de que es así y no hay retorno.

Mientras camino de regreso al hotel una voz me susurra al oído. Aún guardo tus pasos en la galería. Y yo recuerdo tu perfume de tabaco y azahares. Entonces comprendo que todos esos recuerdos están en mí y me integran, así como, de algún modo, yo formo parte de esas paredes tan queridas.


© Diana Durán, 22 de octubre de 2025

DOS DESTINOS

 


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DOS DESTINOS

Les pido a mis padres ir a la academia de baile, pero como son muy exigentes, me dicen que la condición es estar siempre en el cuadro de honor. Para eso estudio mucho. También me gusta la gimnasia, pero, por sobre todas las cosas, me encanta bailar. En el club bailo folklore. Así me siento feliz. También actúo en “Pedro y el Lobo”, en donde hago de pájaro y parece que vuelo.

Empiezo a ir una vez por semana a danzas, pero también tengo que seguir yendo, enfrente de casa, a lo de la señorita Matilde. Me enseña piano. Todo para que mi papá esté contento de que alguna vez pueda tocar para él. A mí no me gusta el piano, repetir escalas de siete notas del do al si y del si al do, veinte veces y de nuevo. Me cansa mucho. Creo que Matilde sabe que no me gusta. Cuando tenía cuatro años fui a su casa a aprender a leer y escribir, por eso me aburrí en primer grado. En cambio, el baile nunca me cansa.

Te mandaba al jardín, Alejandra, y allí te sentías siempre tan segura, tan liviana. Como si el mundo fuera tu escenario, como si no existiera el suelo. Pudiste aprender a leer y escribir muy chiquita cuando tu madre te trajo a mi casa, pero yo sabía que lo que querías era bailar. Pensaba, como tu maestra particular, que el esfuerzo debía tener límites. Me preguntaba si tu cuerpo podía sostener tanto deseo. Te veía moverte como si no pesaras. Y me daba miedo por lo que vendría cuando descubrieras que no todos los deseos se cumplen.

Voy solo una vez por semana a danzas porque lo principal es estudiar en el colegio y practicar piano. En la academia empecé con las posiciones: primera, segunda, tercera, cuarta y quinta. La que más me gusta es la cuarta, porque desde allí salen los pasos más hermosos, los que me hacen volar y caer con gracia. Creo que algún día podré usar las zapatillas de punta. Aprendo plié, demi-plié y grand-plié; relevé y jeté. Y el mejor, el pas de chat que quiere decir saltar como un gato. Yo me siento un pájaro cuando bailo en la academia, en casa, en cualquier momento y lugar, y con toda la música. En casa se escucha mucho clásico, aunque solo yo baile. Mi papá llega de trabajar y pone conciertos, fuerte, muy fuerte. Eso no me gusta tanto, pero bailo igual sin que nadie me vea en mi habitación, donde la música no se escucha tan alto.

A veces te mandaba al jardín. No para que jugaras, sino para que descansaras. Me agotaba tu inquietud. De esa manera quizás entendieras que los sueños no se consiguen solo bailando. Te miraba por la ventana y envidiaba tu intensa actividad. Yo también fui liviana alguna vez. Pero aprendí a quedarme quieta para ejecutar el piano. Siempre el piano.

El jardín de Matilde no es grande, pero cuando me escondo allí me parece enorme. Hay tréboles que se enredan con las violetas, margaritas que se asoman entre las piedras, y un jazmín que trepa por el cerco como si quisiera escapar. A veces me quedo mirando cómo caminan los bichitos de San Antonio por mi mano, o cómo las hormigas van en fila con sus inmensas hojas, o las mariposas vuelan entre las flores como si bailaran conmigo. Bailo entre las baldosas. Cuando busco los tréboles, no sé si estoy jugando, bailando o soñando. Me muevo como si hiciera un pas de chat, como si cada hoja fuera una nota de un ballet pensado para mí. A veces siento que el jardín es el escenario y la puerta de entrada, el telón. Me inclino, sonrío y saludo al público que me aplaude.

Te observaba en el jardín. Parecía que bailabas. No te decía nada. Pero sabía. Sabía que estabas buscando algo más que un trébol de la buena suerte. Yo, en cambio, nunca había hallado uno. Salía poco al jardín, siempre atada al piano, como en una prisión.

Una tarde encuentro un trébol perfecto. Se lo llevo corriendo. Matilde lo gira entre los dedos y dice sin mirarme: no todos los deseos se cumplen; algunos cambian por otros mejores. No entiendo bien por qué me dice eso, pero esa noche sueño que bailo en su jardín, con zapatillas de punta hechas de tréboles. De pronto, aparece una bruja con la voz de Matilde. Me dice que pare de bailar. Yo no quiero, pero las zapatillas se rompen y las hojas quedan tiradas. Me despierto con el corazón que late fuerte, hasta que me doy cuenta de que es solo un invento de mi cabeza.

Yo también soñé. Tuve muchas aspiraciones. Pero no las dije. Nunca las dije. Tampoco me esforcé en cumplirlas. Cuando era chica, también me obligaron a tocar. Decían que el piano ayudaba a ordenar la mente. Yo solo quería actuar ante el espejo, inventar canciones, recitar y cantar en público. Pero aprendí a quedarme sentada frente al teclado.

Hoy vuelvo transpirada y feliz de la clase de baile. Me tiro en el sofá con la malla y las zapatillas de media punta. Me quedo dormida. Mamá me despierta, parece enojada. Durante la cena, papá me dice: Alejandra, charlé con tu mamá y también con Matilde, que te conoce desde pequeña; decidimos que no vayas más a baile clásico, porque te agota y puede influir en tu rendimiento escolar. ¿Rendimiento escolar?, nunca había escuchado esas palabras, pero me imagino lo que quieren decir. Estallo en furia, me levanto de la mesa y les grito: ¿pero ustedes no entienden que yo quiero ser bailarina?, es lo único que me gusta. Pego un portazo y me voy a dormir. No puedo estar más enojada. No voy a volver a piano nunca más.

No quería que te doliera tanto. Pensé que era lo mejor. Pensé que te estaba cuidando. No creí que tus padres iban a tomar al pie de la letra mis recomendaciones. Exageré y me afligió verte tan triste frente al piano, hasta que al poco tiempo dejaste de venir.

Los años pasan. Ya no soy esa nena que acepta, ahora tengo dieciséis y, a fuerza de mucho insistir, pude seguir en la academia. Cada vez que camino frente a la casa de Matilde, miro su jardín. Ya no busco tréboles de cuatro hojas, pero algo en ese enredo de plantas me hace pensar que hay deseos que no desaparecen, sino que se cubren con otras hojas. El mío escapó como el jazmín por el cerco. Entonces sonrío y siento que soy feliz cada vez que hago un pas de quatre o participo en un ballet.

Te veo a través de la ventana, Alejandra. Caminas por la vereda de enfrente con la redecilla en el cabello, los pasos cortos, la postura recta y el cuerpo erguido. Entonces sé que estás cumpliendo tu sueño. En cambio, yo sigo aquí, en silencio, añorando el mío. Por unos segundos veo mi cara reflejada en el cristal: se notan los surcos de mi frente y una mirada apagada y perdida. Entonces, reniego de mí misma porque alguna vez, aunque nadie lo supiera, quise dejar la tiranía del piano y ser una actriz famosa.

 

 

© Diana Durán, 13 de octubre de 2025

 

HACIA EL SUR

 


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HACIA EL SUR

Más pequeña no podía ser. Dos por dos. Cama de una plaza, perchero metálico, lámpara de pie rescatada de un depósito. La mesita de luz era un cajón de fruta pintado. Sin embargo, el brillo natural tornaba el ambiente menos precario. La ventana daba al pasaje Famaillá, calle estrecha de Villa del Parque, barrio residencial, tranquilo y arbolado. Una vía casi secreta. Hasta la vereda era angosta, y esa calma parecía proteger su refugio oculto. La morada quedaba en el primer piso de una casa de dos plantas. Sofía aún no sabía cómo moverse en ese espacio mínimo. El baño, sin bañadera, ella que amaba los baños de inmersión; y el botiquín de madera con un espejo tan manchado que apenas reflejaba su rostro juvenil. Había ubicado la computadora portátil, único artefacto rescatado del chalet matrimonial, junto a su radio, compañera fiel en esos días de silencio. Todo se acomodaba en un minúsculo escritorio de pino con un solo cajón. La desvencijada biblioteca apenas contenía unos pocos libros que había logrado llevarse de su residencia anterior.

Antes, Sofía había vivido en una residencia de ladrillo a la vista que tenía tres plantas. La cocina era lujosa; los tres dormitorios, en suite; la boiserie del escritorio relucía. Quedaba cerca de la avenida del Libertador, en una de las zonas más distinguidas de San Isidro. Ella solía pararse descalza en el parquet encerado, como si fuera parte del mobiliario. Prefería que él no la viera. Las cortinas pesadas filtraban la luz, y hasta el aire parecía domesticado. Todo estaba en su lugar. Todo menos ella. La cocina olía a jazmines y a control. El comedor diario no la refugiaba de las discusiones con su esposo. En los dormitorios, las puertas se cerraban sin ruido. El jardín era perfecto, pero no tenía sombra. Ni amparo. Ni grieta. A veces, la muchacha se detenía frente al ventanal. Miraba hacia afuera: veía los autos, los árboles alineados, los remolques que transportaban las lanchas al Tigre. Entonces pensaba que esa geometría la aburría y desalentaba.

La relación con Damián iba de mal en peor. Él no entendía su tristeza por haber renunciado al trabajo en la academia de inglés. En realidad, él había sido el promotor de que lo abandonara para permanecer en la casa y ser su dueño. Nadie sabía con certeza lo que pasaba en ese hogar tan perfecto y señorial. Ella estaba condenada a ser ama de casa, sin ninguna otra actividad que complacer y servir a su marido. Tampoco llegaban los hijos, luego de cuatro años de casados.

Ahora, para cocinar, debía descender por una escalera caracol hasta la planta baja, donde vivía la anciana que le alquilaba la habitación. La mujer, amable pero sorda, le prestaba los enseres básicos. No hablaban mucho. No hacía falta. Sofía se había asegurado de que todo contribuiría a que nadie la encontrara.

Sus pertenencias habían quedado en manos de su esposo: vajilla, cristales, mobiliario, joyas. Pero lo que más dolía eran los recuerdos de viajes y sus libros. Sofía había huido de los maltratos y agravios de su marido. También de los intentos de internarla. El último lo evitó gracias a un amigo de la infancia, a quien llamó desesperada como recurso final. Él la ayudó a escapar.

Nadie sabía dónde estaba. Ni sus padres ni su hermana. Damián los había convencido de que ella sufría algún tipo de enfermedad mental. Ellos le creyeron. Ella se quedó sola con su angustia.

Pero ahora, en esa morada diminuta, estaba lejos. Y ella podía vivir tranquila. No tenía celular. Se comunicaba solo por computadora. Había cambiado contraseñas, usuarios, redes. Residía aislada. Sus ahorros, convertidos en efectivo, dormían en una valija. Pensaba en irse al sur; siempre le había gustado. Enseñar inglés. Le avergonzaba recibir alumnos en ese cuarto, así que daba clases a domicilio. Había pegado pequeños anuncios en los negocios cercanos y empezado a tener estudiantes.

Pasó un mes. La calma se había instalado. Se sentía más aliviada. Estaba más activa. Se preguntaba si su drama podía quedar atrás.

Pero no, un día lo vio desde la ventana. Caminaba por la vereda de enfrente del pasaje Famaillá. No era un espejismo. Era él. O su sombra. O algo que la memoria había decidido proyectar. Sofía no gritó. No tembló. Solo se apartó del vidrio, como si el reflejo pudiera delatarla. Se quedó quieta, con la radio encendida, pero muy bajo, casi sin oírla. El pasaje, tan estrecho, ya no era un refugio. ¿Cómo la había localizado? Esperó a la noche. La anciana no preguntó. Nadie lo hizo. Armó la valija con lo justo: ropa, notebook, unos pocos libros. Huyó a Retiro, sacó un pasaje y partió al sur.

El micro se detuvo en la ruta frente a una estación de servicio, luego de un larguísimo recorrido. Sofía bajó con la valija en la mano. El aire era distinto: más limpio, más frío, más húmedo. El cartel decía “El Hoyo”. El lugar que siempre había deseado, poco poblado, lo más lejano posible de la capital. El sitio que había elegido buscando escapar. Hasta el nombre indicaba ocultamiento: un agujero, una cavidad, un refugio. No necesitaba más. Caminó por la calle principal. Las montañas la rodeaban como si la observaran en silencio. No había ruido, solo el crujido de sus pasos. Así llegó al pequeño pueblo del Chubut, en el corazón de la comarca andina. Un paraje tranquilo rodeado de cerros y bosques. Nadie la encontró. Vivía rodeada de gente dedicada al turismo, a las ferias y a la fruta fina. Un ambiente ideal para sosegar su espíritu.

Transcurrieron semanas. Sofía caminaba cada mañana hasta la feria. Saludaba con la cabeza. A veces, alguien le ofrecía fruta. Eran solidarios por naturaleza. Ella aceptaba. No hablaban mucho. No hacía falta. La cooperativa tenía un predio con arándanos, moras y frambuesas. Sofía regaba las plantas sin que se lo pidieran. Le gustaba el olor que quedaba en sus manos. Solía sentarse a escuchar la radio comunitaria. Las voces eran suaves, como si en el Sur hablaran otro idioma.

Logró dar clases de inglés a domicilio. Niños, adolescentes, una mujer que quería viajar. Sofía llegaba con su cuaderno, su voz pausada, su mirada atenta. No contaba su historia. Ni la de San Isidro, ni la de Villa del Parque. Solo corregía verbos y pronunciaciones.

Al año, escuchó por la radio que su marido había muerto en un choque en la ruta 40, camino al sur. Eran accidentes frecuentes. Tal vez la buscaba. Ya no importaba. Ni su gran casa, ni la herencia, ni los recuerdos: todo había perdido sentido. Ella había vuelto a nacer.



El Hoyo, invierno

Suelo verlo. No siempre. No del todo. Una figura entre los árboles, quieta, sin rostro. Sé que ha muerto. Lo sé. Pero hay algo que insiste. No es él. Es lo que dejó. Una sombra que aprendió a caminar con la mía. Sigilosa y anónima.

El viento baja del cerro cada tarde. No trae frío. Trae memoria. Se cuela por los postigos, por las rendijas del silencio. Y yo lo dejo entrar. No por valentía. Por costumbre.

En la feria, los frutos se cubren con mantas. Las frambuesas duermen. Las moras resisten. Los arándanos se esconden bajo la escarcha. Como yo. Como todos los que aprendimos a vivir con lo que no se ve.

La radio comunitaria habla de rutas cortadas, de choques en la 40. No escucho las palabras. Escucho el tono. Como si el Sur también recordara.

Me pregunto si alguna vez se irá. Si el cuerpo puede morir, pero la memoria no. Si el miedo se muda, pero no se extingue. Tal vez no. Tal vez solo aprenda a convivir con él.

 

© Diana Durán, 6 de octubre de 2025

 

VERANO EN TIERRAS GAÚCHAS





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VERANO EN TIERRAS GAÚCHAS

Emprendimos el viaje a Porto Alegre y las playas del sur de Brasil con la alegría ingenua de quienes piensan que todo será fantástico y grandioso. Éramos dos familias inseparables, unidas por años de afecto y rituales compartidos que se repetían como marcas felices. Juntos habíamos pasado Navidad y Año Nuevo; cumpleaños de todos los integrantes del clan familiar y fines de semana en la quinta de mis padres. Era la segunda vez que planificábamos un veraneo juntos. La primera había sido a San Luis en camping, con toda la prole a cuestas. Había resultado óptimo y nos habíamos llevado de maravillas, chicos y grandes.

 Esta vez, cruzaríamos la frontera. El primer viaje al exterior para nuestros hijos. Con promesas de mar tropical, aguas templadas, paisajes de morros típicos de Brasil. Se sumaban compras sin premuras de dinero.

¿Están todos listos? —preguntó mi esposo, mientras ajustaba el último bolso en el Falcon rojo. ¡Sí!; ¡nos vamos a Brasil! —gritaron los chicos, con entusiasmo infantil.

La ruta era larga. Más de mil cuatrocientos kilómetros. Dividimos el trayecto en dos etapas: una parada en Porto Alegre para compras; y, luego, el último tramo por la “Estrada do Mar”; ésta era una carretera en la que actualmente no pueden circular camiones ni ómnibus, pero en aquella época acechaba un mar de grandes vehículos que nos pasaban como liebres.

El Falcon llevaba a nuestras hijas y a las dos de los Figueroa. Las cuatro jugaban a las muñecas sin parar. En el Peugeot 504 iban los Garzón, sus hijos y la mucama. Sí, hasta ese gusto podíamos costear. Era la época del “uno a uno”, de la “plata dulce” y los sueños vanos, accesibles para la clase media argentina.

El larguísimo viaje, mediado por el puesto internacional Paso de los Libres-Uruguaiana, transcurrió sin sobresaltos. Lo mismo la breve estadía en Porto Alegre desde donde partimos hacia Torres cargados de compras de todo tipo: ropa, zapatillas, juguetes, enseres varios y hasta gomas nuevas para los autos. Un despilfarro de dinero típico de la época.

Torres nos recibió con el calor veraniego, playas de arena blanca, morros que parecían monumentos rocosos y puestas de sol rojas, amarillas y naranjas reflejadas sobre las aguas turquesas. Se agregaba la vibrante alegría carioca. El chalet, cómodo y amplio, era perfecto para ambas familias.

Las fiestas de fin de año fueron opulentas. Cenas opíparas en restaurantes repletos de argentinos, los consabidos brindis con caipiriñas, el fragor de los bailes de lambada y samba. Un cóctel de desenfreno al que no estábamos habituados. A eso se le agregaban juegos de cartas y dados que se extendían hasta la madrugada en el living del chalet cuando los chicos ya dormían.

Durante el día ellos jugaban sin pausa en la playa y en el jardín. Nosotros, los grandes, no parábamos de comprar comestibles en el supermercado para el batallón que éramos y hablábamos de trivialidades, sumadas a las eternas discusiones de política y economía sin demasiados fundamentos. Todo marchaba sobre rieles.

Hasta que un mediodía sobrevino el vuelco. La playa estaba atestada. El sol caía vertical y las sombrillas se multiplicaban como un jardín de colores.

Habíamos decidido volver al chalet para almorzar, cuando notamos su ausencia. Soledad, la menor de los Figueroa, no estaba con el resto de los chicos. No jugaba en la orilla, no corría con los demás. No aparecía por ningún lado.

¿La viste, Marita? —pregunté tranquila a mi hija mayor para no asustarla. No la vi, mami; creo que estaba con nosotros cuando fuimos a buscar las paletas —respondió con voz temblorosa.

El padre de Soledad, al principio sereno, comenzó a caminar afligido entre las sombrillas, llamándola con voz firme. ¡Sole, Sole!; ¿dónde estás? Nada. Solo el bullicio de los veraneantes y detrás el murmullo de las olas. No pudo haberse ido lejos. Vamos a dividirnos; vos llevá a los chicos al chalet; nosotros seguiremos buscando —ordenó mi esposo, con el ceño fruncido.

Avisamos a los guardavidas. La alarma se propagó como un eco en el gentío. Un desfile de turistas se sumó a la búsqueda. El mar, antes sereno, parecía ahora una amenaza inquietante. Ni siquiera nos habíamos percatado del estado del oleaje o la marea.

En el chalet, los chicos se tornaron más y más inquietos. Mara lagrimeaba en silencio. Yo intentaba mantener la calma, pero el corazón me latía desbocado. ¿Y si se metió al agua sola? susurró Marita; no digas eso —respondí con una firmeza que apenas lograba sostener.

Pasaron dos horas. Eternas. Cuando los padres de Soledad regresaron, sus rostros estaban blancos por el terror de lo que pudiera haber pasado. Lloraban. Nadie se atrevía a preguntar.

Entonces, como en una escena de película, un auto se detuvo frente al chalet. De él bajó una pareja joven y sonriente; y, en brazos de la mujer, con los ojos llorosos y el cuerpo cubierto de arena, apareció Soledad. ¡Mami!, ¡papi!, ¡acá estoy! —gritó, corriendo hacia ellos. El abrazo y la emoción fueron imborrables. La mujer explicó en perfecto español que la niña los había alcanzado en el límite del balneario cuando estaban por partir de la playa. Les había contado que estaba perdida y con lujo de detalles les había explicado dónde quedaba la casa, incluso el color del portón. Una genia la nena; nos guio mejor que con un mapa —aclaró el hombre.

Nadie rio. El silencio se quebró con un suspiro colectivo. Esa noche, no hubo póker ni generala. Solo abrazos estrechos, miradas cómplices y una certeza compartida: no importaban las compras, ni los viajes extraordinarios que quedaron en el olvido. El verdadero lujo era estar juntos.

Diana Durán, 29 de setiembre de 2025


EL NORTE EN LA PIEL

 


Imagen por IA

EL NORTE EN LA PIEL

Muchas veces, Don Antonio me había contado fragmentos de su historia, pero nunca con tanto detalle como esa tarde.

Yo nací en el sur cañero del Tucumán, cerquita de Lamadrid. Éramos pobres, pero pobres de verdad, de los que a veces no tienen ni para el pan. Cuando había trabajo, mi mamá amasaba la harina y le echaba miel de caña para endulzar. Y cuando no, se tomaba mate amargo, nomás. Teníamos una huertita que ella cuidaba como oro. Una vez me enfermé feo y me curaron con leche de puma, mire usted. La vida fue dura, no le voy a mentir. "Llantiaba" (1) todos los días a la zafra, con el machete al hombro y el estómago vacío. "Idiay" (2), ¿qué otra quedaba? Había que trabajar. Después me fui al Chaco como hachero. Pasé hambre, pasé frío, pero siempre seguí adelante.

Así lo narraba la sombra del damasco. Yo lo escuchaba atenta porque el padre de mi esposo era un hombre sabio.

Un día vi un cartel de la Armada donde pedían gente para trabajar. Me quedé mirándolo largo rato. Capaz era el momento de cambiar de vida, continuó el relato.

Así se fue del pago. Tenía que huir de la penuria. El mar lo llevó lejos del monte, muy lejos, pero nunca abandonó sus recuerdos.

Llegué a estas tierras gracias a la Marina. Después de tanto pelearla y de muchos traslados. En Mar del Plata me casé con Elsa, una santa mujer que se quedaba sola cuando yo zarpaba a navegar. Usted sabe que mi hijo nació allí. Cuando estaba en tierra, ella me acompañaba a pescar. Me preparaba el mate y la pastafrola, y se sentaba conmigo en silencio, muchas horas frente al mar sin quejarse. Al final, me trasladaron a la Base Naval de Puerto Belgrano, siguió narrando sin detener sus pensamientos. La base era arbolada, me hacía acordar a mi tierra querida, pero era tan ordenada como la vida militar, vea, demasiado prolija. Al venir a Punta Alta me dijeron que viviríamos “afuera” porque “adentro” era la Base, vea.

Continuó con su relato que yo conocía, pero me gustaba escuchar tantas veces como él quisiera. Pensé que, a través de la unión con Elsa, don Antonio había alcanzado la paz en su ardua historia. Lo observé detenidamente; la tez arrugada y oscura, la espalda curva de tanto hachar, las manos endurecidas por las callosidades. El norte no se le había escurrido del cuerpo, aunque el mar le hubiera arrancado muchos de sus recuerdos más tristes.

Un día me llegó una carta. Era de un primo de Lamadrid que me escribía para que fuera porque el agua había diezmado el pueblo. Había sucedido una gran inundación. Tantos años navegando mares y tuve que aceptar que el agua rodeara mi pueblo, tierra adentro. Pero, no fui, vea usted. Me dolió demasiado. Decidí quedarme aquí, explicó bajando la cabeza con tristeza.

Me puse a pensar en Punta Alta como ciudad del sudoeste bonaerense. Tiene un puerto y una Base Naval allende sus costas. No sé si sus habitantes se dan cuenta de sus bonanzas. La gente protesta por muchas razones, con razón, pero ama las tradicionales reuniones familiares, tomar mate en toda ocasión, ver la puesta de sol en Arroyo Pareja o pasear un domingo por el Parque San Martín. Dejar el auto exactamente frente al negocio donde tiene que comprar. Todo eso es Punta Alta, pensé mientras don Antonio cambiaba la yerba del mate lavado. Luego prosiguió con su historia sin fin.

He querido mucho este pueblo, pero el tiempo pasó y ahora estoy retirado, después de navegar muchos mares. Aquí estoy tranquilo, vea, y aunque me gustaba pescar solo, muchas veces me acompañaba mi querida Elsa y también mi hijo que se aguantaban toda la tarde en Arroyo Pareja. El recuerdo de su mujer cristalizó en sus pequeños ojos negros. También juego torneos y muchas veces gano, agregó orgulloso enjugando sus lágrimas. Cincuenta años en Punta Alta. Aquí la vida se me hizo más fácil. Con mucho trabajo, pero con prosperidad. Eso vale mucho.

Fui hombre de mar, afirmó con orgullo, aunque su norteño lugar de origen estaba marcado en la piel.

Con esa frase terminó la charla ese día y yo lo dejé tranquilo con sus imborrables pensamientos.

 

Durante mucho tiempo, yo lo veía desde el balcón interior de la casa que daba a su jardín, al cuidado de sus plantas o haciéndose un churrasco a la parrilla. El asunto era prender el fuego todos los días. Un ritual. También lo observaba trasladar, con total parsimonia, para que le diera el sol, una albahaca que había plantado en una caja con rueditas. Se sentaba en una silla desvencijada sobre un almohadón que le había tejido doña Elsa, quien ya no lo acompañaba.

Si por el patio pasaba uno de sus nietos, lo paraba para contarle alguna de sus historias tucumanas. Cómo se había salvado de la muerte gracias a la leche de un puma o se le habían astillado las manos al talar los árboles. Los cuentos del mar no tenían fin; las tormentas, los puertos, los viajes interminables. Los nietos quedaban tan atraídos que escuchaban las mismas historias cientos de veces.

A veces, ya muy grande, se iba a nadar. Se lo había enseñado a todos los nietos. Parecía un pez. De él heredó mi esposo ese braceo parsimonioso y acompasado que semeja acompañar al mar.

Una vida como tantas otras, la de un migrante del interior, pero esta era su historia, única, la que don Antonio me había regalado a mí con su forma sencilla de contar. Por eso la guardo como una reliquia, como el mejor recuerdo de sus charlas consabidas en el viejo patio de la casa bajo el damasco en flor.

 

© Diana Durán, 22 de setiembre


(1) Caminar, andar, dicen los tucumanos.

(2)  Y entonces, dicen los tucumanos.

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