ENGAÑO

 


Engaño

Caminó lentamente en el primer piso a través de pasillos oscuros franqueados por columnas inmensas que daban al vacío del patio interior. Subió las escaleras y pasó por un corredor sombrío que le daba la sensación de un agobio oprimente. Sabía que le esperaban momentos de tensión e incertidumbre. La solemne severidad del edificio de Tribunales la hacía sentir sola, minúscula y desamparada a pesar del ir y venir de personas que realizaban trámites.

Lo vio de lejos en las escalinatas y casi no lo reconoció. La cabeza gacha y el aspecto desmañado la sorprendieron. Vestía un traje marrón mostaza arrugado que le quedaba grande. Unos zapatos negros que de tan polvorientos parecían grises. El cabello grasoso se le abría en mechones sobre la frente. Parecía arrastrarse con un caminar lento y cansino. Como siempre había sido un tipo agradable y bien parecido, se dio cuenta de que estaba simulando.

Su exmarido siempre había cuidado meticulosamente su apariencia. La misma profesión se lo requería. En cambio, así trazado parecía un menesteroso, justo lo que quería figurar, pensó. Dar la visión de que era un pobre diablo frente al juez de menores con el propósito de reducir la cuota alimentaria. Ella se sintió una ilusa por haberse vestido para la ocasión con un trajecito azul y una camisa blanca. Quería ofrecer la impresión de lo que era: una mujer seria y una madre responsable. ¿A quién? ¿Al padre de sus hijos, al juez, a los abogados? ¡Qué ingenua!

Él vivía en un estudio coqueto de Vicente López. Ella con sus dos hijos en un minúsculo departamento alquilado del barrio de Congreso. La casa que antes habitaban se había dividido entre ambos y con ese dinero ella había sustentado su vida y la de sus hijos durante los años posteriores a la separación. El capital se le había escurrido como arena entre las manos. Lo que ganaba como secretaria ejecutiva no le servía ni para llegar a mitad de mes, mientras los aportes del padre de sus hijos se habían devaluado. Según la ley, los chicos debían mantener el mismo nivel de vida que antes del divorcio. Pero no era así. Apenas pagaba la prepaga, él le había pedido cambiarlos del colegio privado al público y se acordaba a las cansadas de la cuota del club. Ella había pasado de tener servicio doméstico a ocuparse de todas las tareas hogareñas. Cuando los precios se fueron a las nubes empezó a hacer comidas más económicas y ahorrar cada centavo para no verse en figurillas en el mantenimiento de su hogar. Él había dejado el trabajo del municipio donde ganaba muy bien como secretario de obras para que no le pudieran sacar ni un peso de sus ingresos informales. Ahora se dedicaba a la arquitectura por su cuenta y ella sabía por amistades comunes que le iba muy bien.

A dos años de un divorcio controvertido y seis de la separación no quedaba otra que asistir a la audiencia. Llegó al pasillo de la secretaria judicial en la que se encontró con su abogado, viejo amigo de la familia que no le cobraba un peso, pero tampoco era un estratega. Sin embargo, ella lo sabía una buena persona. Siempre le buscaba la mensualidad y se la llevaba a su casa para evitar encuentros enojosos. Luego su ex comenzó a depositársela y ya no lo veía periódicamente. Se anunciaron y sentaron en unos bancos del pasillo.

Entraron uno por vez al despacho del magistrado. Ninguno sabía lo que había dicho el otro, pero por el orden de entrada seguramente el abogado de ella había presentado el caso, solicitando la actualización de la cuota alimentaria frente a la crisis inflacionaria que vivía el país. En cambio, el de su exmarido le exhortaría al juez rebajar la mensualidad con el pretexto de que lo habían echado del trabajo y no podía afrontarla. Exactamente eso había hecho. Rata inmunda, pensó ella. No podía creer una bajeza tan ruin.

La situación durante la audiencia fue horrible para la mujer. Lo veía a él en la antesala del despacho del juez disfrazado de pobre, refregando sus manos, en una actitud que consideraba miserable. Ni siquiera la observaba, mientras ella insistía en prestarle atención para ver si le devolvía la mirada. Nada. Cuando le tocó el turno, entró al despacho del juez de menores que la trató de manera insolente ejerciendo violencia psicológica. Se sorprendió. Le vio cara conocida y pensó de dónde lo conocía. Dejó para más tarde esa indagación e irguiéndose por sobre el mal rato que estaba pasando se ocupó de explicarle con claridad su situación y la de sus hijos. Percibió una indecorosa actitud y hasta cierto encono que corroboró cuando en un momento la amenazó con quitarle la tenencia de sus hijos. No existía ninguna razón para hacerlo. Algo le advirtió sobre su vida amorosa, aludiendo a su indecencia, cuestión que ella no comprendió. Aunque estaba segura de que su pedido era justo, salió desorientada, afligida y, sobre todo, intimidada por ese hombre.

La audiencia resultó inútil. El juez amparó al exesposo y le otorgó el beneficio de la reducción de la cuota. Injusticia. Bajeza. Humillación. Se sintió muy estafada. Su abogado la consoló como pudo.

Mientras salía del Palacio de Justicia con lágrimas en los ojos recordó repentinamente de dónde conocía al juez actuante. Era muy amigo del abogado de su exmarido. Lo había visto en varios beneficios y cócteles a los que había concurrido con él. Eran otros ámbitos, superfluos y acomodados. Por eso no lo había conocido. Rememoró que se trataba de un hombre fino y atento. Un señor, un padre de familia. Había caído en la emboscada. No había advertido que su exmarido conocía al juez. Tampoco previó semejante acuerdo tramposo.

Reflexionó dos minutos mientras caminaba por Talcahuano. Pegó media vuelta e ingresó nuevamente a Tribunales. Subió corriendo entre esas columnas y estatuas lúgubres que no olvidaría jamás. Ingresó a la oficina del juez cuando él salía. Lo llamó por nombre y apellido, le dijo todo lo que pensaba, cómo la habían engañado, lo injusto de su decisión. Además, le advirtió que realizaría una demanda por violencia de género y se dio el gusto de insultarlo. El hombre quedó alelado y no atinó a nada mientras ella se iba con una leve sonrisa en su cara.


   © Diana Durán, 28 de noviembre de 2022

 

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